OVEJAS PERDIDAS


 

SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 18-19 “NO TODO ESTÁ PERDIDO” 

TEXTO BÍBLICO: MATEO 18:10-14 

INTRODUCCIÓN 

       Uno de mis temores recurrentes a lo largo de mi vida ha sido perderme. No soporto la idea de hallarme en un lugar desconocido para mí y no saber cómo encontrar mi destino apetecido. Por eso siempre que puedo planifico hasta la obsesión cada viaje o trayecto que debo emprender. Consulto el Google Maps para asegurarme de la ruta más tranquila, visualizo las salidas y las entradas de autopistas y autovías, verifico momentos antes de salir si hay alguna circunstancia meteorológica o circulatoria que pueda modificar mi ruta, intento comprobar a través de Google Street cómo es la calle de mi destino final, y no dejo de cargar la batería del móvil para echar mano de él en caso de que me pueda despistar o haya pasado por alto alguna indicación o señal durante mi viaje. Aquellos que han viajado conmigo a otros países o a ubicaciones que no domino saben que la tensión me embarga y que mi carácter cambia, siempre pendiente de cada detalle por si algo no marchase correctamente según mis planes preestablecidos. Perderme no es una opción viable y atractiva. Todo lo contrario. Me pone nervioso y la ansiedad me supera hasta que al fin hallo una solución al problema. Solo cuando llego a mi destino, es que pierdo de repente cualquier atisbo de temor o tensión. 

      Supongo que vosotros tampoco disfrutáis cuando os perdéis. Es la sensación más aterradora del mundo. Sin referencias a las que acudir para saber exactamente dónde estás, sin una pista que te dé alguna esperanza de encontrar algo reconocible que te restaure la esperanza de alcanzar tu meta, o sin un ápice de ayuda que te permita recalcular tu ruta, podemos llegar a volvernos locos. A menos que tengas una brújula o sepas que el norte puede evidenciarse por el musgo en los árboles, o que puedas adivinar donde está la estrella Polar, perderse es algo bastante desagradable y desapacible. Y mientras tratas de descubrir la manera de ubicarte, solo sueñas, o con volver a tu lugar de origen o con conseguir arribar al puerto de tu destino. Mientras tanto, sea donde quiera que estés, el miedo y el desconcierto empiezan a desestabilizarte mentalmente, viendo amenazas donde no las hay, y previendo que el hecho de perderse no será tan grave en comparación con los peligros que se ciernen supuestamente sobre tu persona. Gritas y nadie escucha. Hablas en castellano y todos hablan en inglés u otro idioma que ni dominas ni entiendes. Pasa el tiempo y el desquiciamiento solo es cuestión de unas horas más. Tal vez esté siendo demasiado hiperbólico tratando el tema de perderse, pero solo aquel que experimenta esta situación sabrá que, incluso, me quedo corto. 

      Dado que perderse no es algo maravilloso y codiciado, pensemos en lo que supone perderse espiritualmente. Andar perdido en términos espirituales es una sensación sumamente indigesta. Es como estar ciego y querer correr en un bosque lleno de árboles y maleza. Es como querer nadar en un mar de aceite de oliva. Es como querer hablar y sentirte la lengua hinchada y estropajosa. Es como desear subir a la superficie del océano y notar que alguien está tirando de ti hacia los abismos marinos. Es intentar respirar en medio de un pavoroso incendio y de un humo que inunda tus pulmones. Perderse es no poder asirse de un saliente o de un arbusto cuando uno cae por un despeñadero. Asfixia. Ansiedad. Miedo. Soledad. Vértigo. Vacío existencial. Aquella persona que no tiene en quien apoyarse para salir de los atolladeros de la vida, no tarda en convertirse en un muerto en vida, en alguien que camina y se alimenta por inercia, sin rumbo fijo, vagando por el mundo sin ton ni son, sin objetivos ni propósitos relevantes y transformadores. Tal vez sepan en qué localización se encuentran, pero están muy lejos de saber por qué y para qué están ahí, respirando por respirar, sin metas ni puertos en los que cobijarse de las tempestades. 

1. NO TE AUTOMENOSPRECIES 

      Jesús no ha dicho la última palabra acerca de las personas que se pierden. Tampoco lo ha hecho en referencia a los pequeños y a los humildes, los cuales siguen siendo representados por ese niño que continúa en medio de su auditorio. Después de advertir a los corruptores de la suerte trágica que les espera en esta vida o en la venidera, el maestro de Nazaret avisa con fuego en su mirada a los presentes, y a todos los que han existido sobre la faz de la tierra a lo largo de la historia, que los niños son de Dios y que este los guarda y protege de forma especial: Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos, porque el Hijo del hombre ha venido para salvar lo que se había perdido.” (vv. 10-11) 

      Menospreciar a los niños supone menospreciar a toda la raza humana, implica menospreciar el futuro y la esperanza del mañana. Corromper a los niños significa contaminar el porvenir de la raza humana, la moral y la ética de las nuevas generaciones. Si se menosprecia la fuerza y el potencial de un niño, se está menospreciando el mundo venidero, puesto que estos que hoy son niños, un día serán adultos y se enseñorearán de la realidad histórica y generacional que les toque vivir. Si abusamos de los niños, no nos deberá sorprender que estos, cuando lleguen a ser personas adultas, traten a las generaciones pasadas o ancianas con desdén y menosprecio también. Si explotamos a los niños, si les privamos de lo que les hace ser quiénes son, o si pervertimos su mente con adoctrinamientos deleznables y ponzoñosos, ¿qué esperamos lograr para el futuro de la humanidad? ¿Podremos aspirar a que estos se comporten de forma distinta a la manera en la que los tratamos? ¿Podremos pensar acaso que tomarán decisiones sin que el daño que les hicimos les afecte? ¿Seremos tan ingenuos como para imaginar un mundo mejor cuando los traumatizamos, los adoctrinamos vilmente, o los manipulamos?  

     Jesús declara abiertamente que su Padre celestial asigna a cada niño que nace un ángel custodio que los protege y los guía, al menos hasta que son lo suficientemente maduros como para tomar sus propias decisiones para bien o para mal. Dios tiene un cuidado y un interés especial en cada criatura que ya desde el vientre de su madre está pugnando por ver la luz de esta realidad terrenal. Vela con suma atención y ternura por sus vidas, puesto que, siendo niños, nobles y humildes de corazón, son futuros herederos del Reino de los cielos, si continúan anhelando seguir a Cristo como su Señor y Salvador. No es buena idea menospreciar a aquellos seres inocentes y puros que Dios ha acogido como sus protegidos. No es buen plan menospreciarlos y apartarlos de un manotazo para que dejen de importunar en los negocios de los adultos. No es una buena estrategia despreciarlos hasta el punto de cosificarlos o de erradicarlos de la ecuación de la construcción de una sociedad. El Señor los ama profundamente y está siempre a su lado, en todo momento, pase lo que pase. 

      Dado que el Señor ama con pasión a los pequeños de este mundo, ha enviado a su Hijo unigénito para tratar de salvarlos una vez ya sean personas con criterio y capacidad decisoria propia. Por desgracia, esa inocencia y candidez de los niños se va apagando poco a poco con el paso de los años. Esa humildad inicial va trocándose en un orgullo y una prepotencia incipientes que endurecerán su corazón progresivamente en muchos casos. Esa nobleza de la infancia se desvanecerá para dar pie a las mentiras, a la manipulación, al egoísmo. El ser humano, ya en su adolescencia y pubertad, iniciará su viaje hacia la puesta en tela de juicio de todo cuanto le enseñaron en el hogar o en las instituciones educativas. Otras voces pelearán por influir en sus decisiones y elecciones. Algunos jóvenes perseverarán en el camino de Dios, y la mayoría promedio se alejarán de los recuerdos y lecciones que antaño recibieron de sus padres, para asumir las opiniones y tendencias que les ofrecen sus amigos y la influencia de la cultura. Y aquellos niños que estaban a salvo en el hueco de la mano de Dios, irán dejando el cobijo y la seguridad de la ley del Señor, para perderse en el intrincado laberinto que propone este mundo caído y perverso. Al perder su humildad, su sencillez y su nobleza, los jóvenes adultos empiezan a perderse a sí mismos, atraídos por los cantos de sirena de un sistema global anticristiano y depravado. 

     Pero Jesús, autodenominándose el Hijo del hombre, y manifestando así su naturaleza humana y su afinidad por todas aquellas personas que se han perdido a causa de su pecado y de sus malditas decisiones, proclama ante su auditorio que él ha venido a rescatar lo que se había perdido, esto es, a todo un mundo esclavizado por Satanás y por sus propios deseos desenfrenados. Algunos dirán que no sientes que están perdidos. Esa es la mentira que musita arteramente el diablo en los oídos del ser humano que está en franca rebeldía contra Dios. Intento ser buena persona. Rezo todos los días. Doy limosnas al pobre. Hago lo que creo que es correcto. Si no hago daño a nadie, puedo hacer lo que me plazca. Puedo dejarlo cuando quiera. Si soy feliz, no importa a qué me dedico. Si hay amor, nadie puede juzgarme. No estoy perdido, solo debo encontrarme a mí mismo por mí mismo. ¡Cuántas frases biensonantes ocultan una realidad tremebunda y triste, la de vidas atrapadas en las arenas movedizas de una jungla de cristal y asfalto que prefieren existir y no vivir de acuerdo a la voluntad de Dios! Cristo sigue todavía hoy buscando a todos y cada uno de los que están perdidos. Algunos aceptarán su ayuda redentora y encontrarán el propósito de sus vidas en el Señor. Otros la rechazarán, porque es más fácil pensar que uno puede labrarse su destino sin comprometerse con Dios, aquel que los ama apasionadamente hasta el punto de redireccionar la ruta de sus existencias. La iniciativa de la búsqueda pertenece a Jesús, y luchará a brazo partido porque esos niños que se hicieron adultos, vuelvan a gozar de la hermosura de la humildad, la sencillez y la nobleza de corazón. 

2. DÉJATE ENCONTRAR POR EL BUEN PASTOR 

      Para remachar esta idea de la búsqueda incansable de Dios en Cristo de todos los perdidos de este mundo, Jesús emplea una parábola muy sugerente y ampliamente conocida por los congregados en torno a él y al niño que presenta como modelo de humildad y dependencia de Dios: “¿Qué os parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se descarría una de ellas, ¿no deja las noventa y nueve y va por los montes a buscar la que se ha descarriado? Y si acontece que la encuentra, de cierto os digo que se regocija más por aquélla que por las noventa y nueve que no se descarriaron. De igual modo, no es la voluntad de vuestro Padre que está en los cielos que se pierda uno de estos pequeños.” (vv. 12-14) 

      Con una pregunta retórica, Jesús inicia su breve historia ganadera, con el objetivo de que reflexionen sobre lo que les había dicho anteriormente sobre los que se pierden y aquel que los busca hasta encontrarlos. Jesús pone a pensar a los oyentes sobre cuál es el papel que cumple él mismo como rescatador de los que espiritualmente están más perdidos que Carracuca. El ejemplo que dispone Jesús habla de un pastor, un buen pastor, no un asalariado que valora más su pellejo que la pérdida de una sola oveja. Este pastor tiene un hato bastante grande de ovejas, cien para ser exactos. El hecho de que una sola oveja despistada o desorientada se descarríe, no parece ser algo importante. Seguro que a todos los pastores les había pasado algo así alguna vez, hallando a la oveja perdida devorada en mitad del campo, o enredada hasta morir de hambre y sed en algún arbusto. Si comparamos noventa y nueve ovejas con una sola, podríamos decir, como se suele expresar en términos económicos y financieros, que se trata de una merma previsible. El asalariado no se inmutaría en el caso de que una sola oveja desapareciera del mapa. Pero el buen pastor considera a cada oveja como un ente especial y amado. Cada oveja tiene su nombre, sus características propias, su identidad. Esto solo lo pueden advertir los que son pastores de verdad. 

     Sabiendo esto, ante la pregunta que les realiza a los presentes sobre la actitud que desarrolla el buen pastor de buscar a la perdida tras dejar a buen recaudo al resto del rebaño en el aprisco, Jesús espera una respuesta afirmativa. El pastor tomará su cayado y su zurrón y escalará peñas y atravesará bosques hasta saber a ciencia cierta qué ha sucedido con la oveja perdida. No desmayará en su esfuerzo y determinación por recuperar a la oveja que se ha despistado. El buen pastor es sabedor de la naturaleza de las ovejas, y conoce de qué pie cojean, por lo que no salta riscos y barrancos mascullando improperios o acusaciones contra la oveja descarriada. Simplemente la busca cueste lo que cueste. Y si la encuentra, no la va a apalear por ser desobediente, ni la va a castigar por haberse desmandado, ni la va a golpear para que aprenda de una vez por todas que debe mantenerse dentro del rebaño. No, la reacción del buen pastor es de alegría, de regocijo, de felicidad. Al fin la ha encontrado y puede devolverla con sus compañeras que la aguardan en el redil y de las que no se espera ni reproches ni acusaciones. El buen pastor, ya con todas las ovejas reunidas en su corral, descansa tranquilo y aliviado al saber que pudo recuperar la que se había perdido. Así es el Señor con cada ser humano que se desvía y se rebela contra Él, que se pierde voluntariamente en las quebradas de este mundo, y que es buscado y encontrado en un momento dado de su vida, para felicidad del Buen Pastor, y para salvación y vida eterna del hallado. 

       Para coronar esta bella historia de abnegación y sacrificio, de pasión y gracia desbordadas, Jesús expone nítidamente cuál es la voluntad de su Padre que está en los cielos. Como el buen pastor de la historia, Dios anhela y desea que todos los seres humanos que nacen y existen sobre la faz de la tierra sean rescatados. Aquellos que fueron niños y ahora son adultos son almas que Dios busca ardientemente por medio de su Hijo Jesucristo para ser redimidos de sus pecados. Esa es la voluntad compasiva de Dios. Simple y sencilla. Sin embargo, al igual que en la narrativa pastoril anterior, el buen pastor no siempre encuentra a la oveja, o no la halla con vida. Recordemos el “y si acontece” del v. 13. No todas las personas desean ser encontradas por Dios. Y muchas son las que mueren sin querer ser rescatadas por el amor de Cristo. Esto es lo triste de la historia. Dios quiere, pero si el ser mortal no quiere, Dios nada puede hacer al respecto, sino solo perseverar en su empeño por que recapacite y se arrepienta a través de la obra de persuasión del Espíritu Santo. El amor de Dios por sus criaturas humanas es algo real y patente, pero si estas ovejas humanas, un tanto estúpidas e imprudentes, deciden no dejarse salvar de un entorno de pecado, depravación y corrupción, cuando fallezcan no tendrán opción a recibir la atención redentora de Dios. Ya será la justicia de Dios la que pese su corazón y examine sus acciones y palabras. Y en ese instante final, la perdición se convertirá en el terrible destino de su eternidad. 

CONCLUSIÓN 

     No todo está perdido. Al menos no lo está para Jesús, ese buen pastor que recorre veredas, valles y desfiladeros para seguir arrebatando almas de manos de Satanás. Cristo nos ha rescatado del mal y de las consecuencias de nuestros pecados y desobediencias. Tal vez tú te resististe a ser encontrado, pero al final el Espíritu Santo te convenció de que estabas perdidísimo y de que necesitabas volver a ser un niño para recuperar lo que perdiste en tu transición a la adultez, para entrar por la puerta del Reino de los cielos por gracia, para dejar la soberbia y la inmadurez espiritual, y volver a ser humildes y puros de corazón.  

      Quizá tú todavía sigues poniendo trabas y pegas a que Cristo te rescate del enmarañado mundo de vicios y pecados que está dominando tu vida. Déjate encontrar. Reconoce que estás muy, pero que muy perdido. Permite que Jesús se acerque a ti y renueve tu alma. Vuelve a nacer de nuevo en virtud de la misericordia y la salvación que Cristo te ofrece. Y podrás formar parte de un pueblo de fe, humilde y obediente a Dios, que sabe de dónde viene, porqué vive y cuál es su destino eterno.

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