LA PLAGA DE RANAS



SERIE DE ESTUDIOS SOBRE ÉXODO “DIEZ PLAGAS Y UN CORDERO” 

TEXTO BÍBLICO: ÉXODO 8:1-15 

INTRODUCCIÓN 

       Desde pequeño una rana de trapo y franela que salía en la televisión siempre me llamó la atención: la rana Gustavo. Aparecía tanto en “Barrio Sésamo” como en los “Teleñecos,” y se convertía en uno de los personajes más entrañables por su carácter afable y tímido, sobre todo cuando la cerdita Peggy lo rondaba románticamente. Es uno de esos iconos de nuestra infancia que nunca pasan de moda y que siempre recordaremos con cariño y nostalgia. Más tarde en el tiempo, aparecerían otros batracios con menos glamour, pero también simpáticas y divertidas, como el anfibio de “Tiana y el Sapo,” el cual es el consabido príncipe encantado, de nombre Naveen, esperando a que un beso de amor auténtico lo devuelva a su ser original, o el Sapo del Universo Marvel, un mutante malvado con el poder de saltar muy alto, de trepar por las paredes y de lanzar una viscosa sustancia inmovilizadora Anteriormente, en 1908, ya había hecho acto de aparición el sapo bonachón, pero también impulsivo y malcriado, de la obra literaria “El viento en los sauces.” La rana también ha sido personaje muy recurrente en fábulas de Esopo, Samaniego o De la Fontaine. Por todo esto, podemos comprobar que las ranas o los sapos, animales muy propios y cercanos de nuestro entorno natural, han sido parte de la imaginería popular de prácticamente todas las culturas. 

      Como sabemos, las ranas son un género de animales anfibios anuros que habita en Eurasia templada hasta Indochina. Las especies de este género se caracterizan por sus cinturas delgadas y la piel rugosa, y muchas poseen finas estrías que recorren la espalda, aunque sin las verrugas típicas de los sapos. Son excelentes saltadoras debido a sus largas y delgadas patas traseras. La membrana interdigital típica de sus pies posteriores les permite una natación fácil. Suelen ser de color verde o marrón con manchas negras y amarillentas por el dorso y más pálidas por el vientre. Muchas de las ranas de este género crían a principio del verano, aunque las especies tropicales y subtropicales lo hacen durante todo el año. Los machos de la mayoría de las especies croan, pero se cree que los de unas pocas son mudos. Las hembras desovan formando grandes masas o agregados globulares, alcanzando puestas de hasta veinte mil huevos. Para algunos las ranas son seres que provocan asco o rechazo, y para otros incluso se llegan a convertir en un auténtico manjar gourmet cuando se preparan convenientemente sus ancas traseras.  

      Teniendo en consideración toda esta información acerca de las ranas de la ficción y de la realidad natural, podremos acercarnos mejor a la experiencia milagrosa y traumática que afectará a todo Egipto a causa de la tozudez de su monarca. Dejamos a Egipto sufrir durante una semana la pestilencia de miles y miles de peces de agua dulce pudriéndose al sol tras la conversión sobrenatural del agua de todas las corrientes y pozos de Egipto en sangre. El faraón parece que no se ha sentido demasiado impresionado por esta primera plaga de Dios, e incluso sus magos han podido replicar de aquella manera el portento obrado a través de la vara de Moisés y Aarón. Sin rendirse ni desesperarse por esta respuesta obtusa del rey de Egipto, Moisés y Aarón saben que el proceso de liberación de Israel de la esclavitud egipcia solo acaba de comenzar. Han de tener paciencia y confiar en los planes de Dios. No deben mostrar contrariedad o desconcierto ante los ojos atentos de toda una nación explotadora y de todo un pueblo explotado.  

1. SUPERPOBLACIÓN ANFIBIA 

      Por ello, tras la tregua de siete días y la normalización de los caudales y fuentes de agua, Moisés recibe de nuevo las siguientes instrucciones de parte de Dios sobre qué hacer a continuación: “Entonces Jehová dijo a Moisés: —Entra a la presencia del faraón, y dile: “Jehová ha dicho así: ‘Deja ir a mi pueblo para que me sirva, porque si no lo dejas partir, yo castigaré con ranas todos tus territorios. El río criará ranas, las cuales subirán y entrarán en tu casa, en la habitación donde duermes y sobre tu cama; en las casas de tus siervos, en tu pueblo, en tus hornos y en tus artesas. Las ranas subirán sobre ti, sobre tu pueblo y sobre todos tus siervos.’”” (vv. 1-4) 

       Moisés debe comparecer delante del faraón para seguir remachando como un martillo pilón la orden directa de que éste deje salir a Israel de los confines egipcios para adorar a Dios en el desierto. No es una petición. No es un ruego. Es una directiva. Si, como ya el mismo Señor había predicho, el faraón no se avenía a razones, una nueva amenaza se cerniría sobre todo Egipto para perturbar su paz y prosperidad, a la par que para desafiar a las divinidades del panteón nacional de una forma irónica y sarcástica. El texto no nos habla del resultado de la audiencia entre Moisés y el faraón. No es necesario. Ya sabemos que el faraón va a seguir encabezonándose, negándose de plano a seguir indicaciones de un dios extranjero. El castigo que va a recibir el faraón será antológico, puesto que inundará todo el territorio egipcio de ranas. Del río, hábitat natural de estos batracios, surgirán ejércitos enteros de estos animales, que no por pequeños significará que no vayan a trastornar la dinámica cotidiana de los moradores de Egipto. Esta plaga espectacular no se circunscribirá únicamente a las riberas fluviales, sino que avanzará a saltos hasta el umbral de las viviendas egipcias. Una vez allí, sin temor a lo que los seres humanos puedan hacerles, se introducirán como Pedro por su casa hasta los lugares más íntimos y de descanso, croando y saltando entre sábanas, en el horno donde se hacía el pan y en las artesas donde ser amasaba la harina.  

      Imaginemos por un instante una estampa como esta que nos presenta el Señor por medio de Moisés. No sé si sientes alguna aprensión por estos batracios, o si les tienes una fobia de aúpa, una ranidafobia de libro, pero si es así, seguro que padecerías enormemente cuando estos seres incluso se posasen sobre ti sin que pudieras hacer nada por detener su interminable flujo. Tener que ver esos ojos saltones que se mueven de un lado a otro a una pasmosa velocidad, tocar su viscosa y fría piel, escuchar continuamente el croar de cientos de especímenes ránidos hasta volverte loco, no sería una experiencia muy agradable que digamos. Y si añadimos a esto que las ranas eran un animal sagrado por los egipcios, y que les estaba vetado matarlas por temor a una maldición de la diosa Heqet, la diosa que regulaba el crecimiento de las poblaciones de ranas y que asistía a las parturientas en el nacimiento de nuevos seres humanos, la cual adjudicaba la fertilidad en virtud de su casamiento con el dios creador Khnum, la situación no podía empeorar más. De algún modo humorístico, Dios está demostrando con su poder que todas las criaturas vivas, y de forma concreta las ranas, están bajo su soberana voluntad. Heqet queda así descubierta en su inutilidad e inoperancia, dando a entender que los dioses egipcios relacionados con las corrientes fluviales ni existían ni se las esperaba.  

2. RANAS POR DOQUIER 

      Dicho y hecho. Aarón alza la mano que empuña su vara y despliega el poderío divino sobre Egipto, afectando únicamente a la población autóctona con esta nueva demostración de su autoridad: “Y Jehová dijo a Moisés: —Di a Aarón: “Extiende tu mano con tu vara sobre los ríos, arroyos y estanques, y haz subir ranas sobre la tierra de Egipto.” Entonces Aarón extendió su mano sobre las aguas de Egipto, y subieron ranas que cubrieron la tierra de Egipto. Pero los hechiceros hicieron lo mismo con sus encantamientos, e hicieron venir ranas sobre la tierra de Egipto.” (vv. 5-7) 

      Tal fue la dimensión de esta plaga, que la expresión de cubrir la tierra de Egipto nos debe dejar asombrados. Nunca se había visto cosa igual. Mirases por donde mirases, ranas a mansalva. Fueses donde fueses, ranas a tutiplén. No podías esconderte, no podías llamar al exterminador de plagas, no podías seguir con tu vida tal y como la conocías, porque las ranas se habían adueñado de todo. Me imagino que fue un sinvivir para todos los egipcios. Pensemos en cada cosa que solemos hacer de forma habitual, y llenemos la escena con ranas. Qué agradable, ¿verdad? Todos esos ojillos brillantes mirándote sin parar, ese movimiento incesante a tu alrededor, todo ese sonido ensordecedor... ¡Vaya tortura! Tal vez las ranas fuesen inofensivas en el sentido de que no eran venenosas, o que no mordían o que no contagiaban enfermedades, pero la molestia abrumadora que representaban, eso debió ser apoteósico. Ni siquiera los sacerdotes de la diosa Heqet podrían aguantar durante mucho tiempo más ser inundados literalmente por ranas en sus respectivos templos. El faraón vería ranas hasta en la sopa y su reposo se vería seriamente menoscabado por la perseverante presencia de estos anuros tan simpáticos y pequeños. 

       Es interesante volver a comprobar que los hechiceros, al igual que hicieron con las varas y las culebras, y con la transmutación del agua en sangre, pudieron hacer lo mismo que Dios por medio de Moisés y Aarón. Pero de nuevo, surge la cuestión de que, sí, habían logrado imitar el poder de Dios, pero no habían podido, por mucho que lo hayan intentado, revertir la situación de emergencia anfibia que tenían ante ellos. Lo que hacen, una vez más, es empeorar el panorama. Lo fácil era convocar a más ranas, lo difícil era hacer que estas volviesen de donde vinieron. Así, desbordados y conscientes al fin de su metedura de pata, corren como lo hace el resto de servidores del faraón, y tratan de capear el temporal como mejor pueden, a través de plegarias y sortilegios que no dan su fruto nunca. 

3. EL FARAÓN RANIDOFÓBICO 

      ¿Seguiría el faraón pensando que, puesto que sus hechiceros habían conseguido realizar el mismo prodigio, o parecido, debía seguir mostrándose imperturbable ante las muestras del poder de Dios? Parece ser que, en esta ocasión, el faraón le ve las orejas al lobo: “Entonces el faraón llamó a Moisés y a Aarón, y les dijo: —Orad a Jehová para que aparte las ranas de mí y de mi pueblo, y dejaré ir a tu pueblo para que ofrezca sacrificios a Jehová. Respondió Moisés al faraón: —Dígnate indicarme cuándo debo orar por ti, por tus siervos y por tu pueblo, para que las ranas se aparten de ti y de tus casas, y queden solamente en el río. —Mañana —dijo él. Moisés respondió: —Se hará conforme a tu palabra, para que conozcas que no hay como Jehová, nuestro Dios. Las ranas se apartarán de ti y de tus casas, de tus siervos y de tu pueblo, y solamente quedarán en el río.” (vv. 8-11) 

       No sabemos hasta qué punto el faraón era ranidofóbico, pero, tras ver que las ranas lo estaban volviendo loco, hace llamar a Moisés y a Aarón. Cuando estos reciben la visita del mensajero del rey de Egipto, parecen complacidos, aunque la intriga y la sospecha no se apartan de su mente. Dios les había dicho que esto solo era el inicio de una larga batalla. Sin embargo, expectantes ante lo que pudiera decirles el faraón, se aprestan a visitar de nuevo la corte real. El faraón muestra en su rostro la preocupación, el hastío y la náusea. Ya no puede más. Rebajando su tono habitual, el faraón se dirige a los siervos de Dios con una presunta humildad y con un espíritu de reconocimiento. La súplica del dios y rey de Egipto se confirma. Implora a Moisés para que interceda ante Dios por él y por todo el pueblo egipcio, a fin de que las ranas se vayan por donde vinieron. Si Moisés hace esto, el faraón da su palabra de que permitirá que Israel marche al desierto a adorar a Jehová. A simple vista parece una gran e indiscutible victoria. Moisés mira a Aarón entre sorprendido y satisfecho. Ver quebrada la férrea voluntad del faraón es algo que no todo el mundo puede decir que ha podido vivir en directo. 

      Moisés, tomando la palabra al faraón y compadeciéndose de todos los moradores de Egipto, muestra respetuosamente su intención por hacer que esta plaga termine definitivamente. Solamente pide al faraón que sea él el que marque el instante preciso en el que su plegaria a Dios sea elevada. El faraón, ni corto ni perezoso, pide que sea a la mañana siguiente cuando este acto de oración tenga lugar. Moisés asiente y acepta la sugerencia. De hecho, Moisés confirma con anticipación que su petición ya ha sido conocida por Dios y que el problema de las ranas se verá resuelto al alba. Pero también confronta al monarca egipcio con Dios mismo, comentándole que, cuando la plaga de las ranas cese, se acuerde de quién tiene el poder sobre todo lo creado, y quién es el Dios de Israel, celoso libertador de su pueblo. Todas las ranas que ahora campan a sus anchas por todas las zonas geográficas de Egipto dejarán de ser un problema, y solo habrá ranas en su medio ambiente natural, en el río Nilo. El faraón suspira aliviado mientras todavía sigue lidiando con la acumulación de ranas a su alrededor. Impaciente, solo aguarda a que la promesa de Dios se cumpla en el momento acordado. 

4. EL FARAÓN EMPECINADO 

       Moisés y Aarón se retiran de la presencia del faraón dándose palmadas en la espalda. ¿No parece que todo ha sido demasiado fácil? ¿Podían confiar en la palabra dada por el faraón? La esperanza es lo último que se pierde. Así, los siervos de Dios, se ponen manos a la obra e interceden por el faraón y todo Egipto: “Entonces salieron Moisés y Aarón de la presencia del faraón. Moisés clamó a Jehová tocante a las ranas que había mandado sobre el faraón. E hizo Jehová conforme a la palabra de Moisés: murieron las ranas de las casas, de los cortijos y de los campos. Las juntaron en montones, y apestaba la tierra. Pero al ver el faraón que le habían dado reposo, endureció su corazón y no los escuchó, tal como Jehová lo había dicho.” (vv. 12-15) 

       El Señor, que atiende la oración de sus hijos, y que es veraz en el cumplimiento de sus promesas, da por zanjado el tema de las ranas. Con un solo deseo de su voluntad, todas las ranas que todavía están pululando por las casas, huertos y campos de labranza, fallecen a una. Allí donde estaban, todas las ranas quedan yertas y despatarradas. Los egipcios no llegan a entender el modo en el que miles de batracios hayan muerto delante de sus narices, pero agradecen este momentáneo respiro mientras barren y arrastran todas las ranas muertas en montones descomunales. Y con la muerte de las ranas, viene su degradación y su putrefacción. Tal era la cantidad de animales muertos que el efluvio que surgía de estos montículos de anfibios, apestó toda la tierra de Egipto. Así, hasta que no se deshicieron de las ranas, enterrándolas o quemándolas, todo Egipto sentiría todavía la presencia ominosa de unos animales que habían turbado a una nación entera. No sabemos si este olor a podrido y a muerte duraría también una semana, tal y como había durado la plaga anterior, pero lo que es cierto es que, más adelante, en el libro de los Salmos, se sigue recordando este episodio tan impresionante: “Su tierra produjo ranas hasta en las cámaras de sus reyes.” (Salmo 105:30) 

      Lejos de frotarse las manos esperando un movimiento positivo por parte del faraón en relación a dejar que los hebreos pudieran ir al desierto a rendir pleitesía a Jehová, Moisés y Aarón se ponen en lo peor. Ellos han hecho su parte, Dios ha cumplido con la suya, y solo queda aguardar a que el faraón sea coherente con su promesa adquirida. No obstante, y según los preclaros avisos de Dios a Moisés y Aarón, todo queda en agua de borrajas. El faraón, viéndose libre de las importunadoras ranas, y habiendo descansado lo suficiente, se desdice de lo negociado y vuelve a mostrarse sumamente obstinado. No va a dejar que Israel se marche por muchas muestras prodigiosas que se desplieguen ante sus insensibles ojos. Por ello, hace caso omiso de cualquier reprobación o comentario que pudiese provenir de Moisés y Aarón. Estos, al ver el percal, se encogen de hombros, vuelven a recordar lo dicho desde el principio por Dios, y con tranquilidad y confianza preparan su siguiente asalto a la correosa voluntad del faraón de todos los egipcios. 

CONCLUSIÓN 

      A menudo comprobamos que hay muchas personas de nuestro entorno que nos piden que oremos por ellos, que intercedamos ante Dios por alguna crisis por la que están pasando, aun cuando no creen en Dios, o al menos no lo hacen como lo hacemos nosotros. Y nosotros, de buena fe, nos mostramos amables con ellos y les contestamos que sí, que hablaremos con nuestro Padre celestial sobre ellos y sus circunstancias adversas, pero también les hacemos ver que Dios, al solucionar su problemática concreta, estará mostrándoles que es real y que su poder y amor son auténticos. Pero cuando el Señor actúa misericordiosa y milagrosamente sobre este asunto en particular, desaparecen del mapa, no hacen comentarios acerca de la resolución de su tribulación, o siguen manteniéndose en su incredulidad emulando al faraón en esta narrativa que acabamos de estudiar. Nosotros, al observar esta clase de comportamientos podemos optar por dos vías: decidir frustrarnos y decepcionarnos, o seguir adelante en nuestro empeño por dar testimonio a los que no creen en Cristo de que el Señor quiere y puede ayudarles en sus necesidades. Optemos por la segunda alternativa, y perseveremos en la oración y el testimonio, hasta que la muralla de la incredulidad caiga por su propio peso tarde o temprano. 

      El faraón regresa a la casilla de inicio, a la casilla del empecinamiento y la cerrazón mental. Moisés y Aarón no van a cejar en su empeño por bajarlo de la burra. ¿Qué otras plagas y prodigios tiene preparados el Señor con el objetivo de que el faraón se decida a dejarse de zarandajas y abrir su mano? ¿Surtirán efecto en el corazón de mármol de este monarca? La respuesta a estas preguntas y a muchas otras más, en el siguiente estudio en el libro del Éxodo.

 

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