REINADO UNIVERSAL


 

SERIE DE SERMONES SOBRE MIQUEAS “OÍD! 

TEXTO BÍBLICO: MIQUEAS 4:1-5 

INTRODUCCIÓN 

      “Dios está muerto.” “ADiós.” “Se va, pero no se va... Diego es eterno.” “Maradona, la muerte de un Dios.” Estos y muchos más son titulares que aparecieron con motivo del fallecimiento del astro futbolístico argentino Diego Armando Maradona. Diarios de todo el mundo se hicieron eco de esta fatídica noticia el 25 de noviembre de 2020, intentando dignificar y exaltar la figura de un ser humano, el cual fue un portento deportivo de talla mundial, pero con la imprudencia que transmite el emocionalismo de elevarlo a los altares de los templos del Olimpo. No cabe duda de que, a tenor de las escenas audiovisuales que se sucedieron en el día de su sepelio, Maradona se ha convertido en un auténtico ídolo de masas, en una especie de divinidad maltrecha e imperfecta, en una deidad a la que adorar como si hubiese bajado de los cielos para realizar milagros o para salvar a alguien de la tristeza. De hecho, Maradona tiene hasta su propia religión, los maradonianos, los cuales hasta han modificado el credo apostólico para crear su propia confesión de fe, y han perdonado cualquier exceso que su señor haya cometido a lo largo de su vida. 

     Maradona es un ejemplo más de cómo el ser humano endiosa a otros de sus congéneres. No importa la clase de vida que esa persona lleve, siempre que haga feliz a la gente con sus malabarismos y gambeteos. No importa que sus manifestaciones hayan sido de todo menos comedidas o que sus indiscreciones públicas hayan salido a la luz del conocimiento de todo el mundo. No importa que haya sido un pésimo ejemplo de conducta, ni que su estilo de vida hedonista, autodestructivo y esclavo de las adicciones haya sido un modelo perverso en el que otros muchos se han fijado para imitarlo. No importa nada, sino solamente que hizo sonreír y disfrutar a millones de argentinos y sibaritas del deporte rey del fútbol. ¿Es esto suficiente como para alzar en volandas hacia el cielo hasta niveles fanáticos a una persona de carne y hueso? Maradona fue y seguirá siendo un dios para mucha gente, aun cuando este dios no levantará su cuerpo de entre los muertos para impartir la bendición de una redención muy poco probable. El ser humano siempre buscará referentes que le recuerden lo que pudo haber sido y no fue, y los exaltará hasta lo sumo sin considerar la lógica o la razón de sus afectos y alabanzas.  

     Nuestro mundo es un panteón incuestionable de dioses, diosas e ídolos de toda clase y magnitud. Algunas veces, esos dioses son seres mortales a los que se les adjudica una especial preponderancia que los hace únicos, imitables y trascendentales. Otras veces, esas divinidades son meros subproductos de la fama, del trending topic, de las modas pasajeras, que poco a poco se ven inmersos en el declive y la decadencia hasta ser olvidadas. En otras ocasiones, los dioses son ideales políticos o filosóficos, o sueños irrealizables, o manifestaciones del poder como el dinero, el sexo, la posición social, el placer o el miedo. Y en otras ocasiones son deidades que construimos a nuestra conveniencia para volcar nuestras ansiedades, nuestra fe o nuestros temores. Pablo siempre dejó meridianamente clara la existencia de esta tendencia del corazón humano, la de edificar altares a dioses falsos que en realidad nada pueden hacer por nosotros, simplemente porque no son nada: Pretendiendo ser sabios, se hicieron necios, y cambiaron la gloria del Dios incorruptible por imágenes de hombres corruptibles, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Por lo cual, también los entregó Dios a la inmundicia, en los apetitos de sus corazones, de modo que deshonraron entre sí sus propios cuerpos, ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos. Amén.” (Romanos 1:22-25) 

1. EL ENCUENTRO UNIVERSAL DE LOS HIJOS DE DIOS 

     Miqueas, en el texto profético que hoy nos ocupa, también trae a colación precisamente el tema de la idolatría, de la pugna que existe entre los dioses paganos y el monoteísmo hebreo, y de la preeminencia que Dios tiene sobre cualquier clase de deidad que el ser humano crea real, y ante la que se incline en adoración. Dios, como bien sabemos, es un Dios celoso que no comparte su gloria con nadie, puesto que ésta es solamente suya y es demandada de toda criatura ideada por Él. Israel ha caído en el error supino de querer sustituir al Señor por otros dioses que le permitían hacer lo que mejor les pareciere. Ha arrinconado el culto debido a Dios para centrarse en la adoración de ídolos vanos y mudos. De igual modo que Elías confrontó a los seguidores de los falsos dioses en tiempos del reinado de Acab, Miqueas también desea que los que escuchen este oráculo divino entiendan que no hay nadie que reine sobre el universo y sobre las naciones de la tierra más que Dios. El reinado universal de Dios es una realidad que fue ayer, que es hoy y que será por la eternidad, aunque ahora, por un tiempo, por el tiempo que transcurre entre la caída en desgracia del ser humano en el Edén y la segunda venida de Cristo, algunos piensen que Dios se ha olvidado de su creación, que ha muerto o que haya probado que en realidad no existe. 

     El profeta se muestra contundente en la comparativa con otras divinidades que han sido entronizadas en el imaginario popular israelita e internacional: “Acontecerá en los postreros tiempos que el monte de la casa de Jehová será colocado a la cabeza de los montes, más alto que los collados, y acudirán a él los pueblos. Vendrán muchas naciones, y dirán: “Venid, subamos al monte de Jehová, a la casa del Dios de Jacob; él nos enseñará en sus caminos y andaremos por sus veredas”, porque de Sion saldrá la Ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová.” (vv. 1-2) 

      Este pasaje bíblico puede leerse desde varias perspectivas, siempre dependiendo de si consideramos que tiene tintes históricos, mesiánicos o escatológicos. Si observamos el texto desde una perspectiva histórica, Miqueas está hablando de aquel instante en el que, tras ser sometidos por el Imperio Asirio, los israelitas volverán a Jerusalén, a la raíz de sus esencias, para confesar sus pecados y afirmar su fe sobre Dios. Han aprendido de la disciplina a la que se les ha sometido, han recapacitado durante el tiempo de su cautiverio, y ahora regresan con gozo y alegría, provenientes de la dispersión y de la deportación para recuperar la ley de Dios, para hacerla suya en obediencia y sumisión, y para caminar cada día según sus mandamientos. Los postreros tiempos serán aquellos que determinarán el principio del fin del imperio que los ha sometido, y una nueva época de restauración espiritual y de consagración a Dios habrá llegado para reconstruir una nación devastada y derribada. 

    Si leemos este texto en términos mesiánicos, podemos hallar en la propia persona de Cristo el cumplimiento de estas palabras que Dios comunica por medio de su siervo Miqueas. Cristo llegará a Jerusalén para entrar triunfalmente por sus puertas, para reclamar el templo como casa de oración y adoración de su Padre, y para aglutinar en su muerte y resurrección a toda la humanidad caída. Sabemos que fue, con motivo de las festividades pascuales, que una gran multitud de personas que viajaron de todos los confines de la tierra conocida en aquel entonces, se dieron encuentro en las atestadas callejuelas de la ciudad santa. En Jesús, aunque algunos vieron una amenaza al estatus quo religioso y político, otros muchos pudieron constatar el cumplimiento de la profecía mesiánica en la que el Salvador de Israel y de todas las naciones del mundo atraería a sí mismo a multitudes de toda raza, sexo y procedencia. Jesús les enseñaría, a través de sus parábolas y de sus oráculos proféticos, a través de su predicación y obras, a transitar por las veredas de la voluntad de su Padre celestial. La Ley y el Verbo de Dios se unirían en la persona de Jesucristo, y el Reino de los cielos sería inaugurado de forma redentora a través de él. 

     Pero si nos acercamos al texto desde la perspectiva escatológica, este nos habla a nosotros como Israel de Dios, como su iglesia, como su pueblo futuro. Esa ciudad exaltada por encima de los lugares altos en los que se adora a otros dioses, ese templo que se alza en el monte de Sion, no es ni más ni menos que la Nueva Jerusalén, la presencia de Dios con su pueblo para siempre, la victoria definitiva sobre el caos que produce el pecado y la muerte, la puerta del cielo abierta para dar la bienvenida a todos cuantos creen en el nombre de Cristo, el gobierno eterno del Señor. Creyentes de todas las generaciones, de todas las latitudes, varones y mujeres, de todas las edades, etnias y culturas, se reunirán en la Nueva Jerusalén en el día postrero, en el evento cósmico del fin de la historia terrenal, para vivir por siempre bajo la soberanía y el señorío de Cristo. Es la imagen de lo que nos espera tras recorrer esta dimensión terrenal en una especie de peregrinaje breve, amargo y peligroso. La iglesia universal será un solo cuerpo bajo el abrigo y el amor inconfundible de Dios, y todos aquellos ídolos y dioses que el ser humano creó a lo largo de las eras serán menos que un recuerdo. 

2. JUICIO FINAL Y ESPERANZA ETERNA 

      Tras esta espectacular estampa de nuestra esperanza, de la esperanza de los israelitas y de la esperanza de todos cuantos desean la salvación y el perdón de sus iniquidades, Miqueas describe la escena de una eternidad en la que no habrá cabida para los enemigos de la fe en Dios, y en la que su pueblo disfrutará de la ansiada paz que nuestra alma anhela cada día: “Él juzgará entre muchos pueblos y corregirá a naciones poderosas y lejanas. Ellos convertirán sus espadas en azadones y sus lanzas en hoces. Ninguna nación alzará la espada contra otra nación ni se preparará más para la guerra. Se sentará cada uno debajo de su vid y debajo de su higuera, y no habrá quien les infunda temor. ¡La boca de Jehová de los ejércitos ha hablado!” (vv. 3-4) 

      La liberación del pueblo de Dios, bien sea desde el punto de vista histórico, mesiánico o escatológico, será también un día de juicio y corrección para aquellas personas que hayan atentado directamente contra su santidad y contra su remanente. El juicio final de Dios nos alcanzará a todos, que no nos quepa la menor duda. La cuestión radica en si el mortal se ha enemistado en vida contra el Señor, o si ha creído de todo corazón en las buenas nuevas del evangelio; si se ha convertido en verdugo y juez de la nación israelita cometiendo crueles fechorías, o si ha sido benevolente con esta en la tétrica hora de su desamparo; si ha supuesto una amenaza constante a la predicación del evangelio de Cristo, o si ha abrazado sin fisuras la causa de Cristo; si ha cerrado su corazón y su mente a la salvación de Dios en Cristo, o si ha aceptado de buen grado la justificación de Cristo por sus pecados. En este instante no habrá medias tintas, ni limbos, ni purgatorios. Solo cielo e infierno, gloria o perdición, vida eterna o muerte perpetua. La oportunidad de dejar que el Espíritu Santo cambie nuestra actitud para con Dios es ahora, es hoy, porque cuando Dios juzgue y corrija a las naciones en el supremo tribunal del tiempo postrero, ya no habrá vuelta atrás. 

     Si Israel escoge vivir bajo el reinado de Dios, todo aquello que sirvió en un momento dado para dañar, pelear o dar muerte, se transformará en herramientas para la vida, para la paz y para la esperanza. Si el mundo elige seguir a Cristo como su Señor y Salvador, todo aquello que se empleó para herir el alma, para crear conflictos innecesarios, o para provocar la muerte espiritual del prójimo, será mutado en instrumentos de amor, de servicio y de descanso. Si las naciones procuran servir a Dios como su Rey universal en la Nueva Jerusalén, haremos bien en recordar las palabras de Juan en Apocalipsis: “El tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él morará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron.” (Apocalipsis 21:3-4) Las imágenes que Miqueas emplea en este oráculo de Dios son de lo más sugerentes: la vid, símbolo de la alegría y de la inmortalidad, y la higuera, señal inequívoca de seguridad y paz. Miqueas rubrica esta promesa escatológica, mesiánica e histórica con una exclamación del propio Dios, la cual certifica el cumplimiento fehaciente de estas palabras en el porvenir. 

3. YO Y MI CASA SERVIREMOS AL SEÑOR 

      Miqueas, para resaltar la importancia actual de seguir obedeciendo a Dios y de continuar acatando sus mandamientos, emplea una expresión que se asemeja bastante a la que Josué enuncia delante de Israel durante la conquista de la tierra prometida, y que subraya la realidad que ha sido y seguirá siendo predominante hasta el regreso del Rey de reyes y Señor de señores, la de que el ser humano debe escoger entre Dios y los ídolos, sí o sí: “Aunque todos los pueblos anden cada uno en el nombre de su dios, con todo, nosotros andaremos en el nombre de Jehová, nuestro Dios, eternamente y para siempre.” (v. 5) 

      Traigamos a la memoria las palabras de Josué en su discurso final a Israel: “Si mal os parece servir a Jehová, escogeos hoy a quién sirváis; si a los dioses a quienes sirvieron vuestros padres cuando estuvieron al otro lado del río, o a los dioses de los amorreos en cuya tierra habitáis; pero yo y mi casa serviremos a Jehová.” (Josué 24:15) Esta es la tesitura ante la que se encuentra el ser humano en esta dimensión terrenal. Podemos optar por ser esclavizados por el pecado, prosternándonos una y otra vez ante ídolos falsos y tóxicos, o por ser súbditos libres de nuestro Soberano y Señor. De igual modo que en la antigüedad todos los pueblos tenían sus propias deidades a las cuales reverenciaban buscando su consejo y su favor, hoy sigue sucediendo lo mismo. El ser humano sigue dependiendo del silencio de sus estatuas y tallas de madera para tomar sus decisiones. Continúa arrodillándose ante seres de carne y hueso que nada pueden hacer por salvarlos de la negrura espiritual que los ciega. Persiste en realizar sus supersticiosos rituales para intentar ver solucionados sus problemas o para acallar la voz de sus conciencias. Todos tienen su propio dios, ellos mismos, su estómago, sus apetitos carnales, su concupiscencia y su lujuria, todos ellos ídolos voraces que no se conforman con migajas, sino que abducen la totalidad del ser del adorador ignorante. 

      Unos prefieren adorar a Maradona, a las celebrities de turno, a los cantantes de moda, otros a una pléyade de dioses sanguinarios, caprichosos y salvajes, otros a santos y vírgenes vestidos con los mejores ropajes y joyas que, inermes, contemplan la devoción de los engañados, otros a las divinidades tecnológicas, a las sustancias adictivas, al influjo irresistible del poder y de las riquezas, y otros a ideologías perversas y malditas, pero el creyente en Dios seguirá andando buscando su voluntad perfecta y sabia cada día de su vida. Muchos habrán de tentarnos con las bondades y beneficios que parecen ofrecerles, pero nosotros habremos de renunciar rotundamente a cualquier componenda que se derive de inclinarnos ante los altares de dioses inexistentes o de manifestaciones diabólicas que se disfrazan de ángeles de luz. Los demás pueden formar parte de esa muchedumbre de lemmings que se despeña por el abismo de su egoísmo, cerrazón espiritual y ateísmo militante, pero nosotros, aun yendo a contracorriente, deberemos ceñirnos a los mandatos que se derivan de la revelación especial de Dios en las Escrituras, y al modelo inconfundible que hallamos en Cristo.  

     Las tendencias y las modas en cuanto a la idolatría van y vienen, se transmutan constantemente, derivan en muchas otras más y se ramifican rápidamente en nuestro entorno. A veces, y esto sucede con mayor facilidad y asiduidad entre los jóvenes creyentes, la persona puede verse impelida a seguir los dictados de lo correctamente político o de lo que socialmente es aceptable, diluyendo en un sincretismo pernicioso esa incipiente fe en Dios. La presión a la que nos vemos sometidos constantemente en cuanto a nuestras creencias y a la expresión de nuestros valores y principios cristianos, puede confundir al creyente que está todavía gateando en la fe, y hacerle asumir que determinadas actitudes y posiciones pueden llegar a ser perfectamente compatibles con el cristianismo bíblico, como el aborto, la eutanasia, la ideología de género o doctrinas políticas ateas. Evitemos caer en estos errores del sincretismo y de la liquidez, y mantengámonos firmes para vivir de acuerdo a los designios de Dios eternamente y para siempre, aunque en muchos de los casos, tengamos que chocar frontalmente contra personas a las que amamos, personas que nos tildarán de radicales, fanáticos o fundamentalistas, personas que nos señalarán con el dedo como odiadores de la pluralidad y la tolerancia, y personas que nos aborrecerán por representar aquello contra lo que luchan desde su entrega absoluta a las instrucciones de Satanás. 

CONCLUSIÓN 

      Uno de los titulares que hablaban sobre el fallecimiento de Maradona sí que pareció dar en el clavo sobre la dimensión eterna a la que se enfrentaría esta estrella del fútbol: “Maradona en manos de Dios.” Esta sí que es una verdad como un templo. Maradona, una vez feneció, tuvo que comparecer delante de Dios, como todo ser mortal. Y será Dios el que dictamine en justicia cuál será su destino eterno. La felicidad que provocó en millones de almas por su arte deportivo no lo salvará, sino que el Señor, aquel que pesa los corazones dirá la última palabra sobre este idolatrado ser humano. 

      Dios reina, y lo hace universalmente. Puede que parezca lo contrario viendo todo lo que ocurre a nuestro alrededor, observando el caos y la anarquía bajo las cuales la humanidad vive, y constatando jornada tras jornada que las cosas no van precisamente en la dirección del progreso positivo del ser humano. Dios reina en nuestras vidas, y eso es lo más importante. Nos aguarda en los cielos nuestro hogar, nuestra verdadera patria, nuestro destino eterno bajo la soberanía de Cristo, y esto es lo que debe darnos una correcta y más nítida perspectiva de lo que es la iglesia universal y de lo que es nuestra vida en esta dimensión terrenal. Da igual a quienes adoran los demás. Lo que importa es que tú y yo, nosotros, pongamos nuestra mirada en la esperanza viva que se abre ante nosotros cuando crucemos el umbral de la Nueva Jerusalén.

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