NO MORE WALKING DEAD


 

SERMÓN DE DOMINGO DE RESURRECCIÓN 

TEXTO BÍBLICO: ROMANOS 6:4 

INTRODUCCIÓN 

     El fenómeno zombi hace ya tiempo que desembarcó a lo grande en las pantallas de nuestros hogares. Aunque este género de terror y entrañas desparramadas ya había surgido con películas como “La noche de los muertos vivientes” en 1968, en la actualidad series como “The Walking Dead,” “Fear the walking dead,” “IZombi,” o “La Revolución,” han vuelto a revivir esta temática horripilante y asfixiante potenciada con las innovaciones técnicas, de maquillaje y de efectos por ordenador. No me considero un consumidor promedio de esta clase de sagas televisivas, pero un gran número de telespectadores ha escogido ver en estas producciones una inyección de adrenalina y violencia salvaje entretenida. En esencia, ¿qué es un zombi? Un zombi es un ente que puede resucitar y volver a la vida tras haber fallecido. Se cree que este concepto surge del vudú, donde el sacerdote, por medio de artes mágicas, resucita a personas muertas para que se conviertan en sus tétricos y pavorosos servidores, normalmente, con propósitos amenazadores y homicidas. También existe la idea de que aquel que es mordido por un zombi se convierte a su vez en uno. Dependiendo del autor de la historia de zombis que se exponga, estos seres pueden ser lentos o rápidos, con escasa inteligencia o muy astutos, y con nula capacidad moral y un ansia enfermiza y obsesiva por alimentarse de cerebros ajenos. 

      Podríamos decir que los zombis son muertos vivientes, que andan por el mundo sin rumbo fijo, esperando encontrar víctimas con las que alimentarse y sometidos al control de algún que otro hechicero. No poseen sentimientos ni emociones normales, y vagan de un lado para otro incansables, al menos hasta que alguien los decapita o incapacita permanentemente. Si lo pensamos bien, a veces tenemos la impresión de estar rodeados de zombis, de personas que no tienen un propósito en la vida, que solamente respiran, se alimentan y existen al ralentí, que transitan por este mundo con una apatía y una languidez realmente preocupante. Sin escrúpulos, feroces como lobos, obsesionados con satisfacer sus necesidades atroces y depravadas, participando de un todo borreguil sin criterio ni raciocinio... Son zombis espirituales que se alimentan de los sentimientos de los demás, de los afectos que otros les tributan, de la felicidad del mundo, sin dar nada a cambio, solamente absorbiendo la energía, el tiempo y la esperanza de sus congéneres. Podríamos decir, sin temor a equivocarnos que, antes de conocer al Señor Jesucristo, éramos eso, un hatajo de zombis, de walking dead rotos y sin un destino hacia el que avanzar. 

      Pablo, el apóstol de los gentiles, nos ofrece una gran noticia, y es que podemos dejar de ser zombis espirituales babeantes, para convertirnos en seres humanos con un sentido claro del por qué y del para qué de nuestras vidas. Todo pasa por dejarnos resucitar por Cristo, por permitir que él nos haga morir a nuestra vana manera de vivir anterior, para abrazar una nueva realidad espiritual cargada de vida, plenitud y propósito. La resurrección de Cristo se postula, de este modo, en el único remedio conocido para erradicar la sujeción de nuestras existencias a Satanás, el hechicero que nos vendió sus mentiras con tentaciones falsas, al pecado, el cual buscaba solamente satisfacer nuestros deseos desenfrenados y nuestros instintos más bajos y primitivos, y al mundo, contexto de pertenencia que nos hacía entrar en un trance adormilado que embotaba nuestros sentidos del alma. En Cristo, y solo en Cristo, es posible encontrar la vacuna y la solución a una trayectoria vital de pies arrastrados y mirada perdida. 

1. NO MORE WALKING DEAD 

      Precisamente es en Romanos donde es posible hallar la fórmula teológica que nos puede sacar del ensimismamiento y de la sinrazón existencial que se ha convertido en una plaga mundial, creando zombis a mansalva día tras día: Porque somos sepultados juntamente con él para muerte por el bautismo, a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en vida nueva.” (Romanos 6:4) 

      Pablo era un zombi fanático y pertinaz antes de conocer a Jesús en el camino a Damasco. Su furia asesina y su radicalismo impulsado por un celo equivocado, había hecho que muchos creyentes en Cristo sufriesen la persecución y el martirio. Pablo se alimentaba del sufrimiento de aquellos a los que consideraba herejes y traidores a la fe de sus antepasados. No dudaba en emplear todas las herramientas a su alcance para hacer confesar a sus detenidos y para entregar a las autoridades al mayor número de discípulos de Cristo. Se nutría de su auto justicia personal, e incluso se complacía en torturar a personas inocentes que predicaban un evangelio que a él le parecía abominable. Sin embargo, llegó el día en el que Jesús decidió tener una cita con el azote de sus seguidores. No iba a ser fácil hacer cambiar de opinión a una persona tan obcecada y contumaz como Pablo. Cualquiera podría haber dicho que era un individuo que no tenía remedio, que era irrecuperable para la causa de Cristo, que sería un muerto viviente para siempre. Jesús, con autoridad y poder, transforma la indomable voluntad de Pablo y revierte la muerte en vida para darle vida a través de su muerte y resurrección. 

      Aquel que, como Pablo y otros muchos más, aceptó el desafío de Cristo de morir a la vieja vida, la cual no era vida en realidad, sino más bien una mortecina apariencia de existencia, sería resucitado para iniciar desde cero una nueva vida con un espíritu completamente distinto al que tenía antes de conocerlo. De algún modo, el que decide decir que sí a Cristo, reconoce que su muerte ha logrado lo que nada más podía haber conseguido; ha liberado su ser de las cadenas opresivas del pecado y le ha dado una renovada manera de ver la vida. Del mismo modo que Jesús fue sepultado en el sepulcro de José de Arimatea, así somos sepultados nosotros el día en el que abrigamos la esperanza y la fe en que Dios escuchara nuestro arrepentimiento sincero y la confesión de nuestras culpas. Morimos para siempre a la dictadura de la carne para entregarnos en manos de las cosas del espíritu. Fallecemos de una vez por todas al influjo pernicioso de nuestra naturaleza depravada para dejarnos guiar por la incesante luz que nos brinda el Espíritu Santo. Decimos a todo el mundo que abandonamos toda una vida repleta de errores, maldades y falsedades, con todo lo que esto conlleva ante los ojos de los que nos conocen, y elegimos ser bautizados por inmersión para dar testimonio público de nuestro compromiso de enmienda de nuestros antaño caminos equivocados y torcidos. 

2. NO MÁS MUERTE 

      Cristo muere para darnos entrada franca a la presencia misma de Dios Padre, y así solicitar su perdón y su clemencia. Una vez nos sumergimos en el agua del bautismo declaramos que su amor y su gracia nos han de acompañar todos los días de nuestras existencias, sin dar cuartel a nuestra concupiscencia, sin volver a dejar entrar aquellas conductas y hábitos que entristecen a Dios y que Él aborrece sobremanera. Me encanta pensar que cuando nos bautizamos, como afirmación ilustrativa e inequívoca de nuestra adhesión a la causa de Cristo, él está con nosotros, complacido con nuestro paso de fe, aplaudiendo nuestra decisión voluntaria y sin coacción de ningún tipo, acompañándonos en ese inolvidable instante de gozo y alegría. Juntamente con nosotros, Jesús nos da la bienvenida a una nueva forma de vida, a un remozado estilo de hacer las cosas, a una realidad espiritual ciertamente satisfactoria y plena. Jesús nos toma de la mano desde ese día para mostrarnos las maravillas que Dios puede hacer en nosotros y a través de nosotros. Nos abraza y nos une a la comunidad de los santos, al pueblo de Dios, a la maravillosa experiencia de pertenecer a una iglesia donde se congregan todos aquellos que eran muertos vivientes, pero que ahora son vivos por toda la eternidad. 

     La condición sine qua non para poder resucitar a una novedad de vida es invariablemente morir primero a aquello que transgrede la ley de Dios expresada en su Palabra, a todas aquellas actitudes que provocaban en nosotros que la conciencia estuviese cauterizada, a todos aquellos actos perversos que perpetrábamos con el objetivo de tratar de ser felices en este mundo imperfecto e injusto. El problema es que viajar por la autopista del pecado no logró que nuestras almas encontraran el reposo, la esperanza o la alegría que solo pueden descubrirse en el seguimiento de Cristo. Moribundos espiritualmente, solo acertábamos a dar bandazos sin ton ni son, procurando dar sentido a nuestras vidas sin alcanzar ver la luz al final del túnel. Pero Cristo nos rescató pagando con su sangre el rescate que nos libraría de las miserias y mediocridades de una existencia sin Dios. Y, lo que, es más, cuando Jesús resucitó de entre los muertos al tercer día después de ser asesinado vilmente en la cruz, este nos marcó el camino que nos espera a todos aquellos que anhelamos morir al pecado y que queremos disfrutar de la presencia de Dios por toda la eternidad. El Padre celestial, en virtud de su poder y de su prerrogativa de dar y quitar la vida, levantó a su Hijo unigénito del sepulcro para validar y consumar la obra redentora que le había encomendado, y desde este primer ejemplo de resurrección y nueva vida espiritual, nosotros también recibiremos de Él la vida eterna y el perdón de nuestros pecados. 

3. NO MÁS VIDAS MISERABLES 

      Resucitar, tal como lo hacen los zombis, para volver a las andadas y revolcarse de nuevo en la impiedad y en la transgresión, no es la meta del creyente en Cristo. Todo lo contrario. No lo hacemos para retroceder a las cosas pasadas que nos llevaron a la podredumbre moral y ética, sino que revivimos para andar en vida nueva. ¿Y qué es andar en vida nueva sino ceder el trono de nuestra alma a Cristo y permitir que su Espíritu nos santifique hasta el momento en el que volvamos a encontrarnos cara a cara con él en la consumación de los tiempos? La vida nueva ya no está sujeta a los desvaríos de nuestros apetitos sensuales, sino que procura ser virtuosa de acuerdo a la obra continua que el Espíritu Santo realiza en nosotros. Pasamos de la oscuridad a la luz, del pecado a la obediencia, de la rebeldía al sometimiento, de la ruina a la gloriosa existencia junto a Cristo. La vida nueva es aquella que da frutos de justicia en abundancia, tal y como nos indica Pablo más adelante en Romanos 6: “Mas ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna.” (v. 22) Estos frutos espirituales son materializados en nuestro nuevo estilo vital: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley.  Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos.” (Gálatas 5:22-24) 

     La resurrección de Cristo, hecho histórico donde los haya y realidad física de abundante evidencia, no es, por tanto, un añadido más a la obra de la cruz de Cristo. Sin resurrección la salvación habría quedado incompleta, inconclusa y el efecto del sacrificio propiciatorio de Cristo en el madero, hubiese sido inútil. En la resurrección, no solo recordamos el poder de Dios para dar y tomar la vida, o la nueva naturaleza de la que seremos revestidos cuando partamos a la presencia gloriosa del Señor un día. En la resurrección rememoramos que nuestro cuentakilómetros ha sido puesto a cero, que nuestro corazón está dispuesto al servicio fiel de Cristo, y que hemos sido justificados por él ante el trono del juicio de Dios, siendo declarados inocentes e imputándosenos la justicia de su Hijo Jesucristo: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo.” (Romanos 5:1) 

CONCLUSIÓN 

     Aquellos que fuimos zombis espirituales y que vivimos la diferencia que existe entre ser un esclavo del pecado y de Satanás, sabemos que la resurrección de Cristo es y será para siempre nuestro estandarte. No se trata de un simple mensaje doctrinal que empleamos únicamente cuando llega este domingo específico, sino que es una realidad viva y auténtica que sentimos en lo más profundo de las entrañas y en lo más recóndito de nuestras conciencias. La resurrección de Cristo ha significado y significa volver a saborear y disfrutar de verdad todo cuanto Dios ha hecho en nuestro favor: su perdón, su salvación, su santificación y su justificación.  

      Ya hemos dejado de vampirizar a los demás para extraerles hasta el tuétano y así llenar el vacío existencial que nos trastorna y que nos angustia con cosas que nunca nos saciarán. Vivimos para proclamar a todo pulmón que Cristo vive, y que, por cuanto vive él hoy, yo viviré mañana, tal y como el majestuoso himno reza:  

“Dios nos envió a su hijo, Cristo 

Él es salud paz y perdón 

Sufrió y murió por mi pecado 

Vacía está la tumba porque el triunfó 

Porque él vive triunfaré mañana 

Porque él vive ya no hay temor 

Porque yo sé que el futuro es suyo 

La vida vale más y más solo por el 

Yo sé que un día río cruzaré 

Con el dolor batallaré 

Y al ver la vida triunfando invicta 

Veré gloriosas luces y veré al Rey.”

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