POLUCIÓN



SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 14-15 “ROMPIENDO ESQUEMAS” 

TEXTO BÍBLICO: MATEO 15:1-20 

INTRODUCCIÓN 

      España siempre ha sido un país tradicionalista. Para gran parte de la ciudadanía de nuestro país, todo aquello que tiene que ver con las costumbres y las tradiciones es sacrosanto. Usos que se pierden en el albor de los tiempos siguen siendo practicados, a menudo sin conocer exactamente qué razón o motivación las dio a luz en un momento dado de la historia. Hoy, simplemente, son el sello de una identidad, de un énfasis en la pertenencia comunitaria, y, en la mayoría de casos, se han convertido en la excusa perfecta para dar rienda suelta a los instintos más salvajes y hedonistas. Muchas de estas tradiciones que hoy plagan nuestra piel de toro proceden de una reconversión religiosa de folklores ancestrales previos. Para tener la fiesta en paz y no soliviantar al pueblo, se trataba de adaptar y adecuar ceremonias paganas a las nuevas tendencias impuestas por el poder religioso de turno, y así, muchas festividades patronales y populares sobrevivieron al paso de continuos reinos, civilizaciones y culturas. La lucha entre el bien y el mal, la prosperidad y fertilidad de las tierras, o la búsqueda de salud y bienestar de los pueblos, son algunas de las ideas que se han ido entremezclando con la religión católica, práctica y sincrética según convenga. Si preguntásemos el porqué de una fiesta cualquiera celebrada en nuestros pagos, seguramente pocos tendrían conciencia de los orígenes e intenciones primigenios de ésta. 

     Ejemplos de tradiciones que son más fuertes que el sentido común y la razón en nuestro territorio nacional los hay a cientos. Tenemos los carnavales del norte peninsular, en los que cruzan sus caminos la cuaresma y la pascua con ahuyentar a los malos espíritus; los saltos del Colacho en la burgalesa Castrillo de Murcia, en la que un individuo salta por encima de los niños nacidos ese año; la procesión de los ataúdes en Santa Marta de Ribarteme, en Pontevedra, donde los devotos son portados en un ataúd por sus familiares, buscando ahuyentar los malos augurios; o las Cofradías de las Ánimas, las cuales organizan procesiones el 1 de noviembre por los cementerios locales, acompañándose de velas para guiar a los muertos mientras rezan el rosario. En estos lugares puedes disentir sobre muchas cosas y temas, pero que no se te ocurra criticar o poner en entredicho el valor de estas manifestaciones tradicionales, que te caen encima a una. Las tradiciones se miran, pero no se tocan, por muy supersticiosas y contrarias que sean a la ley, a la religión imperante o a las Escrituras. 

1. LA TRADICIÓN DE LOS ESCRIBAS Y FARISEOS 

     En el texto bíblico que hoy nos atañe, un grupo de entendidos en la ley de Moisés y en las tradiciones orales y escritas recopiladas durante siglos, se acercan a Jesús para recriminar que sus discípulos desdeñen los usos rituales que, durante cientos de años, han sido observadas socialmente por prácticamente todos los judíos. El corsé de las tradiciones aparece aquí como un molde al que todos deben adaptarse sin excepción. Es un yugo pesado que se añade a las estipulaciones legales establecidas en las Escrituras hebreas, y que limita la acción y la libertad de criterio de los ciudadanos: “Entonces se acercaron a Jesús ciertos escribas y fariseos de Jerusalén, diciendo: —¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los ancianos?, pues no se lavan las manos cuando comen pan.” (vv. 1-2) 

     Tras haber sido recibidos con alegría y esperanza en Genesaret, y después de realizar milagros maravillosos en medio de los enfermos e impedidos de la región, uno pudiera pensar que la visita de estos inspectores de la élite religiosa judía obedecía a reconocer la labor magnífica y portentosa de Jesús. Sin embargo, dada la tónica general de estos próceres de la pureza ritual y ceremonial del judaísmo en cada encuentro con el maestro de Nazaret, su visión sesgada y ceñuda de la realidad se impone. Cuando Jesús parece haberse dado un respiro, y tanto él como sus discípulos disfrutan de una comida reparadora, un grupo de escribas y fariseos de Jerusalén se acercan a él para afear la conducta de sus íntimos seguidores a la hora de comer.  

     Estos personajes procedían de las más grandes escuelas rabínicas de la nación, y, por tanto, eran considerados eminencias y eruditos sesudos que conocían al dedillo cada letra y cada tilde, tanto de las Escrituras hebreas, como del sinnúmero de comentarios rabínicos que intentaron explicarlas y deconstruirlas. No eran unos advenedizos cualesquiera. ¿Sus motivaciones al presentarse ante Jesús? Bien podían haber acudido a verlo por curiosidad ante el revuelo y la fama que se habían creado en torno a éste, o tal vez trataban de minar e impedir la influencia cada vez mayor de este maestro itinerante entre la plebe, lo cual amenazaba su estatus quo y su ascendencia manipuladora sobre el populacho. 

      Lo que es curioso en este encuentro es que, los orgullosos escribas y fariseos interpelan a Jesús sobre la inconveniencia perpetrada por sus discípulos, en lugar de ir ellos a amonestarlos por comer sin haberse lavado previamente, contaminando así cualquier bocado que probasen, dado que, en aquellos tiempos, se comía esencialmente con las manos. De alguna manera, consideran que Jesús es el responsable de la infracción de sus aprendices. Al preguntar a Jesús por esta indecente forma de ingerir alimentos, no aluden directamente a la ley de Moisés, sino que se centran en respaldar su posición inflexible en una tradición ancestral. Aunque algunos rabinos aducían que esta tradición solamente era el producto de aplicar Levítico 15:11 (“Todo aquel a quien toque el que tiene flujo, sin haberse lavado con agua las manos, lavará sus vestidos, a sí mismo se lavará con agua, y quedará impuro hasta la noche”), lo cierto es que las Escrituras hebreas no citan expresamente el concepto de lavamiento de manos antes, durante o después de una comida. No obstante, para los tradicionalistas, comer con las manos sucias era valorado como un pecado peor que la misma lujuria y otros crímenes resultado de la torpeza humana. 

     Aquí es preciso comprender a qué se referían estos escribas y fariseos al hablar de las tradiciones de los ancianos. Por lo general, los dirigentes religiosos judíos atendían principalmente a la tradición oral, la cual constaba de las leyes dadas a Moisés como añadidura del texto escrito, los fallos y sentencias pronunciados de vez en cuando por los jueces, y las explicaciones y opiniones de maestros tenidos en gran estima. Estas tradiciones orales que eran guardadas primordialmente por los fariseos y escribas, aunque no por los saduceos, fueron puestas por escrito en lo que se conoce como Mishná, tiempo después del ministerio de Jesús. Fijaos lo importantes que eran estas tradiciones para estos personajes que se aproximaron a Jesús, que el Talmud de Jerusalén dice lo siguiente: “Las palabras de los escribas son más hermosas que las palabras de la Ley; porque las palabras de la Ley son graves y ligeras, pero las palabras de los escribas son todas graves.” También asegura que “es un crimen más grande quebrantar las palabras de la escuela de Hillel, que la Ley,” y aconseja a sus lectores: “Hijo mío, atiende a las palabras de los escribas, más que a las palabras de la Ley.” Dadas estas afirmaciones, podemos entender que a los escribas se les subiesen los humos y creyesen estar en posesión de una autoridad moral y religiosa de dimensiones descomunales. 

     En cuanto al lavamiento de manos, los defensores de las tradiciones ancestrales poseían en su haber historias y referencias en el Talmud que les respaldaba en su reprimenda a Jesús. De hecho, una frase rabínica dice lo siguiente: “Es mejor caminar cuatro millas (seis kilómetros y medio) para encontrar agua, que incurrir en pecado descuidando el lavarse las manos.” Y también se narra un episodio conocido sobre el rabino Akiba, el cual, estando encarcelado y habiéndosele reducido su ración de agua, usó la poca que había para realizar sus abluciones antes de comer, en vez de beberla, afirmando que era mejor morir de sed, que violar las instituciones de sus antepasados. ¡Qué fanatismo existía en cuanto a una práctica trivial, que tenía más sentido como prevención de infecciones y enfermedades, que como ritual purificador y espiritual! Los escribas y fariseos esperan una respuesta de Jesús, creyendo tenerlas todas consigo, y demostrando, tanto sus amplios conocimientos de la tradición de sus antepasados, como su probidad moral y religiosa. Un conjunto de dedos acusatorios señala hacia Jesús, tratando de poner en tela de juicio su autoridad espiritual y su conocimiento de lo que era correcto desde el punto de vista formal. 

2. JESÚS Y LOS MANDAMIENTOS DE DIOS 

     Jesús escudriña por un instante los rostros de estos recién llegados. Y sin atisbo de vacilación en su respuesta, contraataca con otra pregunta demoledora que desnuda el auténtico motivo de su recriminación: “Respondiendo él, les dijo: —¿Por qué también vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición? Dios mandó diciendo: “Honra a tu padre y a tu madre”, y “El que maldiga al padre o a la madre, sea condenado a muerte”, pero vosotros decís: “Cualquiera que diga a su padre o a su madre: ‘Es mi ofrenda a Dios todo aquello con que pudiera ayudarte’, ya no ha de honrar a su padre o a su madre.” Así habéis invalidado el mandamiento de Dios por vuestra tradición. Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, cuando dijo: “Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí, pues en vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres.”” (vv. 3-9) 

     Jesús confronta dos elementos sagrados para el judaísmo. Por un lado, los mandamientos de Dios, esto es, la Ley, la Torá, y, por otro, la tradición humana. Los escribas y fariseos estaban anteponiendo jerárquicamente la tradición de sus ancianos a la revelación escrita de Dios, pervirtiendo el orden de obediencia, de Dios a los seres humanos. Como ejemplo de esta contravención de los principios básicos de la fe judía, Jesús presenta el mandamiento dado a Moisés en el Sinaí que podemos hallar en Éxodo 20:12, el de la honra y el respeto a los padres, y la advertencia sobre infringir este mandamiento burlándose, mofándose o menospreciando a los progenitores que encontramos en Éxodo 21:17. A estos textos podemos añadir lo dicho en Deuteronomio 27:16 (“Maldito el que deshonre a su padre o a su madre.” Y dirá todo el pueblo: “Amén””), Proverbios 20:20 (“Al que maldice a su padre o a su madre se le apagará su lámpara en la más profunda oscuridad”), y Proverbios 30:17 (“El ojo que se burla de su padre y menosprecia la enseñanza de la madre, sáquenlo los cuervos de la cañada y devórenlo las crías del águila”). Este era un mandamiento sagrado que conocían a la perfección aquellos que se dirigen a Jesús con orgullo y presunción. 

     No obstante, Jesús emplea estos pasajes bíblicos para desnudar por completo la verdadera naturaleza de los legalistas y tradicionalistas. Rompe el esquema bien elaborado y entretejido en la historia de la interpretación de la revelación divina de estos escribas y fariseos, y les afea también una distorsionada e interesada manera de contravenir los estatutos del Señor aplicando sus tradiciones. Concretamente, les echa en cara abusar del corbán, esto es, de una ofrenda dedicada a Dios o al Templo, para evitar ayudar o cuidar de sus padres. La triquiñuela que muchos fariseos y escribas utilizaban para dar de lado a sus progenitores era la siguiente: los votos o promesas de ofrendar, como tienen relación con Dios, eran más importantes que las cosas que corresponden a las personas. Es decir, que uno podía “consagrar” todo su capital a Dios, para no tener que responsabilizarse del sustento de sus padres necesitados. Luego, al hacer esta declaración, la persona que había recurrido al corbán, podía entregar o no este capital al Templo o a Dios. Claro, esta clase de prácticas iban en contra incluso de textos apócrifos como el de Eclesiástico 3:8 (“Honra a tu padre y a tu madre con obras y con palabras”), y las palabras del Talmud de Jerusalén que reseñaba que “un hijo está bajo la obligación de alimentar a su padre, sí, aun de pedir limosna por él.” 

     Los escribas y fariseos se quedan mirando a Jesús completamente estupefactos. No dan crédito a las palabras duras y rotundas que brotan de sus labios, y que dejan a las claras su excepcional conocimiento, tanto de la Ley como de la tradición. Y para añadir mayor vergüenza sobre los comportamientos oprobiosos de estos malos hijos que viven por y para la tradición, mientras quebrantan los mandatos de Dios, Jesús acude a un texto de Isaías 29:13. Tras el apelativo contundente de “hipócritas,” Jesús les lanza una profecía precisamente escrita a su medida moral y ética. En verdad el discurso formulado por esta élite religiosa en apariencia tenía una pátina de espiritualidad, de santidad y de pureza. Nadie de los allí presentes junto a Jesús hubiera osado poner en entredicho la declaración de cualquier erudito de Jerusalén. Sin embargo, Jesús sabe perfectamente que anida en sus corazones, qué es lo que los lleva a erigirse en modelos sociales, qué pretenden con sus ínfulas y soberbia intelectual. Su consagración es para con ellos mismos.  

      Dios no está detrás de sus palabras y enseñanzas desde hace mucho tiempo, sobre todo porque no practican lo que predican, porque señalan y condenan sin autoevaluar sus vidas, y porque se aprovechan de la ignorancia del pueblo para prosperar económica y socialmente. De nada sirven ante los ojos de Dios todo aquello que escriben, enseñan y proclaman. Toda su jerigonza supuestamente religiosa está contaminada con la imperfección del pecado y sus intereses ocultos. Existió un rabino que dijo de sus colegas que “hay diez partes de hipocresía en el mundo: nueve en Jerusalén, y una en el resto del mundo.” En aplicación a los cristianos de todas las épocas, Juan Crisóstomo aportó su visión de esa hipocresía religiosa que Dios aborrece: “Así en la iglesia vemos que semejante costumbre prevalece entre la generalidad, y que los hombres ponen diligencia en vestir su traje limpio, y con las manos lavadas; pero no se cuidan de cómo han de presentarse ante Dios.” Quien tenga oídos para oír, que oiga. 

3. POLUCIÓN INTERNA Y EXTERNA 

     Con los fariseos y escribas haciendo aspavientos ante esta inesperada traca de argumentos, mirando a Jesús con aviesas intenciones y habiendo sido sonrojados delante de la multitud, Jesús ahora se dirige a ésta para ofrecerles una lección magistral sobre la pureza y los lavamientos, empleando una ilustración que, en principio, todos debían entender: “Y llamando a sí a la multitud, les dijo: —Oíd, y entended: No lo que entra por la boca contamina al hombre; pero lo que sale de la boca, esto contamina al hombre.” (vv. 10-11) 

      Dos son las peticiones de Jesús a su numerosa audiencia, entre los que se hallaban los anteriores interlocutores: oír y entender. Uno puede oír algo, pero no llegar a comprenderlo completamente. Jesús realiza una declaración breve y llena de significados. En pocas palabras, lo que Jesús está diciendo es que comer, aunque uno no se lave las manos, no provoca el mal hacia el resto del mundo. Uno puede intoxicarse si ha tocado algo ponzoñoso o nocivo, sentirse mal y tener un cuadro de gastroenteritis aguda, pero esto no afectará negativamente a los demás. Sin embargo, lo que sale de la boca, y no se está refiriendo a un episodio de vómitos, las palabras mal dichas, los insultos, los reproches, los rumores y las difamaciones, sí que logran un efecto demoledor y destructivo en aquellos que las reciben y escuchan. Y no solamente influyen perniciosamente en sus víctimas, sino que los que las profieren demuestran el auténtico contenido de su interior, de sus deseos, de sus intereses y de sus afectos, quebrantando también su propia salud física, mental, emocional y espiritual. Comer con las manos sucias trae consecuencias físicas, pero desatar la cavidad bucal supone el sufrimiento de cientos y miles de personas. 

     Los discípulos, posiblemente azorados ante el despliegue verbal de Jesús, y temerosos de recibir alguna que otra amenaza sobre sus cabezas, instan a su maestro a que no se extralimite y que suavice su mensaje: “Entonces, acercándose sus discípulos, le dijeron: —¿Sabes que los fariseos se ofendieron cuando oyeron esta palabra? Pero respondiendo él, dijo: —Toda planta que no plantó mi Padre celestial será desarraigada. Dejadlos; son ciegos guías de ciegos; y si el ciego guía al ciego, ambos caerán en el hoyo.” (vv. 12-14) 

     Las afirmaciones de Jesús habían dado en la diana y habían hecho mella en el ánimo de sus detractores. Pero sus íntimos seguidores tratan de hacerle ver que las ásperas palabras no son el mejor camino para eludir peligros y amenazas por parte de los poderosos dirigentes religiosos. Jesús no parece haber reparado en la reacción furibunda de los fariseos. Sobre todo, porque Jesús no habla para dorar la píldora a nadie, para acariciar los oídos de la gente con mensajes demagógicos, para esquivar problemas, susceptibilidades e inconveniencias. Jesús no se casa con nadie, como diríamos hoy día. No se somete a las emociones o reacciones de sus oyentes, sino que más bien desea provocar respuestas, a veces positivas y otras negativas, que denoten que su discurso ha sido recibido sin malos entendidos ni interferencias. Jesús sabía que, con su argumentación, iba a ofender a los fariseos y escribas. Sabía que las personas que tienen el pecado enquistado en su corazón y que se visten y disfrazan de devotos creyentes, van a recibir sus palabras de mal grado. Jesús cuenta con ello. 

     Para explicar a sus discípulos la razón por la que ha empleado gruesas palabras para desarmar a sus contrincantes, asemeja la doctrina tradicional a una mala hierba que debe ser arrancada lo antes posible, antes de que succione la vida a las plantas que Dios ha cultivado, esto es, a su revelación especial a través de las Escrituras. Jesús, como Hijo de Dios, es capaz de reconocer un ejemplar de la flora que trata de ahogar la sana doctrina que se extrae de sus mandamientos. Los fariseos y los escribas eran una plaga que debía ser eliminada para que el evangelio de salvación pudiese brillar entre tanta mala hierba. Además, Jesús compara a los escribas y fariseos con ciegos guías de ciegos, algo que es, a todas luces, algo extravagante y absurdo. ¿Qué ciego quisiera ser ayudado a cruzar la calle por alguien que también es invidente? Lo lógico es que ambos acaben siendo atropellados, o tropiecen a la vez, o que pierdan el rumbo. Lo mismo sucedía con los adversarios enfadados de Jesús: no eran conscientes del perverso mal que estaban haciendo a otros a través de su tradicionalismo y de su hipocresía, y todo ello llevaría al desastre más lamentable y dramático. 

     De manera especial, tal vez en nombre de todos sus compañeros de fatigas, Pedro desea desarrollar aún más estas nuevas enseñanzas, con tal de acabar de entender la profundidad de éstas. No obstante, Jesús muestra su contrariedad ante esta petición, previendo que sus discípulos habrían llegado al meollo del asunto, y que habrían dilucidado el contenido de sus palabras: “Respondiendo Pedro, le dijo: —Explícanos esta parábola. Jesús dijo: —¿También vosotros estáis faltos de entendimiento? ¿No entendéis que todo lo que entra en la boca va al vientre, y es echado en la letrina? Pero lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre, porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre; pero el comer con las manos sin lavar no contamina al hombre.” (vv. 15-20) 

     Meneando con tristeza la cabeza, Jesús no puede salir de su asombro al recibir de Pedro el ruego de explicar el significado de sus anteriores comparaciones e ilustraciones. Que no las entendieran los fariseos y escribas a causa de la dureza de sus corazones y de la ceguera espiritual que detentaban, o que no las comprendiera la multitud, poco versada en la diferencia entre tradición y revelación de Dios, era algo esperable. Pero, ¿que sus discípulos más adictos no hubiesen captado el fondo de la cuestión? Jesús parece pensar en que todavía tiene que ejercitar su paciencia para con ellos, y no sin señalar su incompetencia, les mastica su discurso anterior para que se nutran de papilla y puré espiritual. El maestro de Nazaret se convierte ahora en un profesor de biología y anatomía humana, a fin de recalcar sus ideas a sus seguidores. Todos sabemos en qué consiste el proceso digestivo, ¿verdad? Uno introduce alimentos por su boca, éstos descienden por el esófago, el bolo alimenticio es tratado químicamente en el estómago, y luego, a través de los intestinos se procede a la extracción de nutrientes y al desecho de las sustancias que no convienen al cuerpo en forma de heces. “¿Hasta aquí todo claro?,” parece decir Jesús. Uno va al servicio y tras un rato, tira de la cadena. Nada negativo hay en todo este proceso natural y cotidiano. 

     El verdadero problema no proviene del exterior, sino del interior de nuestro ser. Si tenemos malos pensamientos relacionados con la envidia, los celos, la codicia, la venganza o la ociosidad, de nuestras bocas solamente brotarán manantiales de aguas negras y de apestosas deyecciones. Si pensamos en matar a alguien, la amenaza surge como un rabioso perro con las fauces abiertas y dispuestas para desgarrar la vida a aquel al que tenemos manía. Si elucubramos con desear a la mujer ajena, a un hombre con el que no estamos comprometidos, o con engañar a nuestro cónyuge solo por la pura ansia de probar lo prohibido, nuestras palabras retratarán el estado infiel de nuestra alma. Si tenemos inquina contra alguien, nuestra lengua reproducirá palabra por palabra cada una de las malignas ideas que revolotean en nuestra mente, e insultaremos y pondremos a caldo a nuestros semejantes. Ya lo dijo el mismo Jesús: “¡Generación de víboras! ¿Cómo podéis hablar lo bueno, siendo malos?, porque de la abundancia del corazón, habla la boca.” (Mateo 12:34) Todo este compendio de perversiones y depravaciones pecaminosas son las que contaminan, contagian y corrompen al mundo y a las personas, y no comer con las manos sucias.  

CONCLUSIÓN 

     Jesús mira de hito en hito a sus discípulos, anhelando que hayan aprendido la lección. Jesús también desea esto de nosotros a la hora de reflexionar sobre su mensaje directo al corazón y sobre un evangelio que pone el dedo en la llaga de nuestra naturaleza pecaminosa, y en ocasiones, hipócrita. Recogiendo el negativo ejemplo de los escribas y fariseos, hemos de procurar despojarnos de una religiosidad cosmética para abrazar el puro y sencillo evangelio de Cristo; hemos de analizar si nuestras tradiciones o costumbres, a veces, están por encima de las Escrituras, obstaculizando a personas que quieren conocer a Cristo con normativas que hemos elevado al nivel de doctrina.  

      No digo que las tradiciones sean malas, siempre y cuando se supediten a la voluntad expresa y escrita de Dios. Existen usos e instituciones que, en su esencia, enriquecen nuestro conocimiento del ser humano, de las diferentes culturas y de las expresiones populares, y que no contravienen la ley de Dios. Pero, en cualquier ocasión en la que sean manifestadas, la Biblia siempre será nuestra regla de fe y conducta. 

     Asimismo, es nuclear cuidar nuestro corazón llenándolo del Espíritu Santo, para que de este solamente salgan palabras y acciones de bendición y de adoración a Dios. Nuestras conversaciones y declaraciones dicen mucho de quiénes somos en Cristo, de la clase de relación que tenemos con él, y de cuál es nuestro propósito en este mundo. No dejemos que el pecado contamine nuestra vida y la vida de los demás, sino que más bien, seamos canales que Dios use para dar testimonio fiel y nítido de la transformación radical que Cristo hizo en nuestras existencias.

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