ANDAR SOBRE EL MAR



SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 14-15 “ROMPIENDO ESQUEMAS” 

TEXTO BÍBLICO: MATEO 14:22-33 

INTRODUCCIÓN 

      ¿Has intentado alguna vez caminar sobre las olas del mar? ¿Has soñado en alguna ocasión con poder andar sobre la superficie del océano? Sin duda, poder llegar a hacer esto es algo que se escapa a la capacidad humana y a las leyes naturales que rigen nuestro universo. Por mucho que nos empeñemos en poner el pie sobre el líquido elemento, sabemos que lo que viene a continuación es hundirnos rumbo a las profundidades. El chapuzón está garantizado, la aparente compacta capa cristalina se licúa, y no queda más remedio que intentar flotar o nadar en busca de un asidero al que aferrarse para salvarse de un ahogamiento seguro. Nadie en su sano juicio podría llegar a pensar que, con fuerza de voluntad y grandes dosis de concentración y meditación, uno puede transitar como si nada por las ondas marinas. Existen magos e ilusionistas que preparan con esmero esta clase de trucos, pero son solo eso, artimañas y espejismos que simulan poder pasear tranquilamente y chapotear como niños en un charco en día de lluvia. Definitivamente, andar sobre el mar se nos antoja prácticamente imposible. 

     En el plano espiritual y emocional también podemos hallarnos en esta clase de tesitura. Hay circunstancias que superan nuestra habilidad, energía y recursos, y situaciones sobre las que tenemos poco o ningún control. Nos afectan profundamente e influyen en cómo vivimos. Son como un proceloso y rugiente océano en el que vamos a la deriva, con el miedo en el cuerpo, esperando el instante terrible del naufragio en el que nuestros anhelos van a pique en cuestión de segundos. Intentamos bogar con todo nuestro empeño, nos empapamos de agua hasta ponernos como una sopa, nuestros músculos ya no dan más de sí, el cansancio y la merma anímica aparecen para sugerirnos la rendición, y al final, decidimos que ya no queda nada más que resignarnos a una suerte incierta. Depositamos demasiada fe en nosotros mismos, y cuando reconocemos tras los embates de una tormenta perfecta que no somos tan fuertes y capaces como creíamos, tal vez ya sea demasiado tarde. Nuestra barca zozobra, su casco se astilla y hace aguas por todas las vías que causan los escollos de una costa mortal. También nuestra fe en nosotros mismos perece tragada por el mar de nuestras crisis, y desaparece convirtiéndose en un pecio ejemplificante para los que vienen navegando tras nuestro. 

     El humanismo siempre ha fundamentado su pensamiento en la fe autónoma del ser humano en sí mismo. Todo lo podemos lograr si creemos en ello, si ponemos todo de nuestra parte para que así suceda. Tenemos la posibilidad de cambiar el mundo si demostramos una fe inquebrantable en nuestro talento, en nuestras fuerzas y en nuestro potencial. Cree en ti mismo es el mantra que, una y otra vez, solemos escuchar en historias narradas por guionistas y directores de cine y televisión. Podrás lograrlo todo si confías en ti mismo. Por supuesto, esto descarta automáticamente a Dios de la ecuación de la persona. No necesitamos a alguien externo para lograr nuestros sueños. Simplemente apelando a nuestros propios recursos podremos conseguir el éxito y la felicidad en la vida. Sin embargo, a la vista del estado emocional de muchas personas a las que conocemos, este tipo de afirmaciones son una pura mentira, la cual, aunque se repita una y otra vez en bucle, haciendo que parezca verdad, seguirá siendo mentira. No importa ni la superficialidad de las fotos del Instagram, ni los perfiles perfectos de otras redes sociales, la insatisfacción interna, la infelicidad espiritual y el vacío emocional son un hecho maquillado que estraga el alma humana. 

1. TIEMPO DE ORACIÓN Y DESCANSO 

    Como seguidores de Jesús hemos aprendido que, si nos permitimos el lujo de abordar cualquier adversidad vital desde nuestra autoconfianza, embarrancaremos en la ribera del fracaso. Necesitamos aprender una vez más de un episodio ciertamente revelador acerca de quiénes y cómo somos en realidad en los instantes más difíciles y complejos. Jesús, de nuevo, nos enseña a través de la vida de sus discípulos, que no es cera todo lo que arde en la existencia humana. Pero antes, Jesús necesita hacer un kit-kat, encontrar un espacio propio y sosegado en el que recuperar sus fuerzas y meditar sobre la voluntad de su Padre. Recordaremos el impresionante milagro del partimiento de los panes y los peces, y la ingente cantidad de personas que marchaban en pos de Jesús para recibir de él toda clase de bendiciones y enseñanzas. Jesús está exhausto, físicamente hablando, y comprendiendo que su labor también depende de que su humanidad sea refrescada por el descanso, ordena a sus discípulos que partan en barca hacia la otra orilla del mar: En seguida Jesús hizo a sus discípulos entrar en la barca e ir delante de él a la otra ribera, entre tanto que él despedía a la multitud. Después de despedir a la multitud, subió al monte a orar aparte; y cuando llegó la noche, estaba allí solo.” (vv. 22-23) 

     A veces vemos a Jesús como a un superhéroe, como a un titán incansable, sin fisuras ni debilidades, sin necesidades propias ni espacio para recobrar el aliento tras una ardua jornada. Tengamos en cuenta que Jesús, aunque era ciento por ciento Dios, también era ciento por ciento ser humano, y, por tanto, estaba tan sujeto al hambre, a la sed, al afecto o al cansancio como lo estamos tú y yo. Pero además de dejar patente su necesidad de lograr un lugar en el que poder recuperarse físicamente, también nos muestra su dependencia constante de Dios en el plano espiritual. La oración es para Jesús un momento irrenunciable. Era el modo de comparar notas con su Padre celestial, de recabar su ánimo y respaldo, de contarle cómo había ido el día, de rogar por la salvación del mayor número de personas posibles, de recuperar sus energías menguadas a causa de las decepciones que muchos de los que acudían a él le procuraban. La conversación sin interrupciones ni interferencias, en un emplazamiento solitario, tal vez mirando el firmamento cuajado de estrellas, se convertía para Jesús en un oasis regenerador y reparador de gran calidad. 

    ¿Acaso no necesitas en determinadas ocasiones detenerte en medio de la vorágine que te envuelve, y presentarte a Dios en oración, dejando a un lado el ruido que se interpone entre Él y tú? ¿No sientes el anhelo por entablar un diálogo sincero, puro y directo con tu Creador, y solicitarle que recalibre tu alma desde la verdad de su sabia voluntad? ¿No has tenido momentos difíciles, duros y críticos en los que la realidad en la que existes te supera, y necesitas recargar la batería de tu espíritu suplicando humildemente que Dios aumente tu fe, te acompañe en tus circunstancias, sean cuales sean, y te respalde con su poder y gracia? Seguro que has pasado por situaciones de esta clase, y estabas cansado, hastiado y aburrido de tanto sinsentido. En Jesús tienes la prueba definitiva de que, en tu tiempo de oración y adoración diarios, puedes comenzar tus mañanas apelando a las bondades y misericordias de Dios, y tienes la ocasión de terminar tu jornada confesando y agradeciendo su fidelidad. Es así como Jesús podía encarar un día más en su frenético ministerio terrenal. Es así como tú puedes ejercitar tu fe desde el alba hasta el anochecer: a través de la oración. 

2. FANTASMAS MARINOS 

     Mientras Jesús reflexionaba y hablaba con su Padre, los discípulos se hallaban navegando por el mar de Galilea, rumbo a la otra ribera para retomar su periplo por las aldeas. Sin embargo, cuando uno menos se lo espera, los elementos naturales se confabulan para provocar el pavor en el ser humano: “Ya la barca estaba en medio del mar, azotada por las olas, porque el viento era contrario. Pero a la cuarta vigilia de la noche, Jesús fue a ellos andando sobre el mar. Los discípulos, viéndolo andar sobre el mar, se turbaron, diciendo: —¡Un fantasma! Y gritaron de miedo.” (vv. 24-26) 

     Justo a mitad del viaje, el viento se desata furiosamente para azotar la embarcación en la que se hallaban los discípulos de Jesús. Sopla en contra dirección, impidiendo que, por muchos esfuerzos que hiciesen los marineros por evitarlo, pudiesen surcar las aguas con tranquilidad y serenidad. La nave comienza a escorar de un lado a otro, y, a pesar de que en ésta habían avezados y experimentados pescadores, a nadie se le escapaba que, cuando estallaba una tormenta en el mar de Galilea, lo peor podía pasar. Conocían de relatos de naufragios, de veteranos marinos cayendo por la borda para morir en los abismos, de barcas partidas en dos a causa del ímpetu de los iracundos vientos y las gigantescas olas. Todos se aprestaron a echar una mano, achicando las continuas oleadas de agua que pugnaban por anegar la nao. El miedo y el terror iniciaron su obra demoledora en los ánimos de los tripulantes, al comprobar que sus acciones eran ímprobas, y que su situación era realmente adversa. Además, Jesús no estaba ahí para calmar la tempestad, no estaba para librarlos de un final que se antojaba dantesco y trágico.  

     No sabemos durante cuánto tiempo estuvieron batallando contra la meteorología y las inclemencias del oraje, pero seguro que a los discípulos les pareció una auténtica eternidad. Sudorosos, empapados, exhaustos y temblorosos, no cesaban de minimizar el efecto demoledor que la tormenta estaba causando en la integridad de la embarcación. Repentinamente, en una hora de entre las tres y las seis de la madrugada, uno de los seguidores íntimos de Jesús acertó a atisbar una figura lejana y clara que parecía aproximarse a ellos. Al acortarse la distancia entre ellos y esta silueta, pudieron reconocer vagamente la forma de un ser humano que caminaba sobre las aguas. Alguno de los discípulos, presa del pánico y enceguecido por la lluvia y la espuma del mar, solamente pudo hallar una explicación a este fenómeno tan asombroso: era un espíritu surgido de la nada, un fantasma, quizás de un marinero fallecido en una tempestad como la que ellos estaban sufriendo. Por si el temor ya no fuera suficiente, solamente por el hecho de verse en un aprieto descomunal a causa de las enormes olas que los zarandeaba, ahora también debían prestar atención a una aparición sobrenatural de la que sospechaban intenciones malignas. 

      Existen crisis que podemos ver venir, así como podemos barruntar que va a caer un buen chaparrón al observar acercarse un nubarrón preñado de lluvia o granizo. Ante estos instantes adversos, procuramos prepararnos y planificamos los pasos oportunos para restar el mayor mal que puedan hacernos. Sin embargo, existen otras crisis que nos pillan desprevenidos, que aparecen como por ensalmo, que instantáneamente nos sumen en la desgracia y la aflicción. Cuando suceden, nos arremangamos y tratamos por todos los medios poder disminuir su influencia sobre cada ámbito de nuestras vidas, e iniciamos, desde nuestro instinto de supervivencia, un desesperado intento por solventar la papeleta con nuestros métodos y estrategias. Achicamos el agua que entra por los boquetes que la tribulación ha hecho en el casco de nuestra existencia, nos afanamos por emplear nuestra sabiduría para salvar algo de la destrucción, y fracasamos a la hora de tapar las vías abiertas en el fondo de nuestra vida. Y por si esto fuera poco, nuevas desgracias y vicisitudes nos visitan, nosotros todavía obturando los huecos por los que se cuela el agua, y entendemos que, atendiendo a nuestras fuerzas, nada podemos hacer para hundirnos en la miseria. Los fantasmas de la incertidumbre se presentan y solo queda gritar y gritar de terror. 

3. SOY YO, NO TEMÁIS 

      ¿Qué puede evaporar nuestro miedo ante las adversidades y congojas? ¿Quién tiene el poder para reparar nuestro barco y llevarlo a buen puerto? La respuesta, no por simple, deja de ser increíblemente maravillosa. La respuesta es Jesús: “Pero en seguida Jesús les habló, diciendo: —¡Tened ánimo! Soy yo, no temáis. Entonces le respondió Pedro, y dijo: —Señor, si eres tú, manda que yo vaya a ti sobre las aguas. Y él dijo: —Ven. Y descendiendo Pedro de la barca, andaba sobre las aguas para ir a Jesús.” (vv. 27-29) 

     Todavía con los dientes castañeteando y con los ojos desorbitados, los discípulos escuchan claramente la voz de la aparición que se les acercaba a ojos vista. Esta voz les es sumamente familiar. No es un fantasma del que tener temor. Es Jesús. ¡Al fin! Nadie como Jesús para hacer una entrada tan espectacular. Jesús desea calmar sus trepidantes corazones, aminorar la velocidad de sus latidos y evitarles un síncope o un infarto de miocardio. Sus palabras siguen resonando en las mentes y oídos de aquellos que han puesto su confianza en él para ser salvos: “Recuperad el resuello. Ya estoy aquí. Soy yo, Jesús, vuestro maestro. No hay motivos para seguir atemorizados.” Con estas frases, Jesús serena a los nerviosos y ansiosos discípulos, y les ofrece la seguridad y el refugio de su poder y autoridad sobre la naturaleza. No obstante, antes de que Jesús calme la tempestad y domeñe las olas y el viento, Pedro el atrevido, el temperamental Pedro, no se conforma con ver aquietada la embarcación para retomar la ruta que los llevaría a un puerto tranquilo. Con un enronquecido grito, Pedro realiza una petición asombrosa y algo descabellada: él también desea caminar sobre las aguas. 

     Pedro deposita toda su fe en que Cristo, su Señor y Salvador, le permitirá cumplir este repentino anhelo. No sabemos qué se le pasó por la cabeza a Pedro al realizar este pedido a Jesús, si fue un capricho momentáneo, o si fue la manera que tuvo de demostrar a Jesús que estaba dispuesto a todo por seguirle y creerle. Lo cierto es que reconoce que Jesús tiene la potestad de dejar que el agua sea líquida o de permitir que Pedro sea ligero como una brizna de paja. Y allá que va Pedro. Pasa una pierna por encima de la borda, y luego otra. Con determinación inquebrantable posa una de sus plantas en la superficie del mar y comprueba que, efectivamente, no se hunde como una piedra. Luego, coloca el otro pie y se yergue, mientras mira a Jesús como su próxima parada.  

     En el preciso momento en el que Jesús hace acto de aparición en medio de nuestras crisis y adversidades personales, y le hacemos partícipe de nuestros problemas, la cosa cambia radicalmente. Cuando hemos dejado de bracear buscando una tabla de salvación, y hemos permitido que Jesús se haga cargo de nuestra ansiedad y de nuestras preocupaciones, es cuando podemos ver la luz al final del túnel. La presencia poderosa de Jesús aquieta nuestra desazón, nos traslada a un lugar de paz y confianza, y nos libra de cualquier perjuicio que la crisis pudiera haber causado en nuestra realidad. Sus palabras siguen siendo tan ciertas como en el pasaje que hoy nos ocupa. Cuando fiamos todo a Cristo, él nos alienta y erradica el miedo y la depresión de nuestras vidas, resurgiendo de entre el caótico oleaje de las tribulaciones victoriosos y triunfantes en virtud de su autoridad y soberanía. Si nos enfocamos en Jesús antes de cometer la imprudencia de querer resolver nuestros problemas con nuestros propios recursos, arribaremos al seguro y buen puerto de la gracia divina. 

4. PASOS DE FE 

     Paso a paso, Pedro no da crédito a sus ojos. Está paseando sobre el mar mientras tiende sus manos a su maestro. ¿Estaría Jesús sonriendo en ese momento? Vacilante y tiritando de frío, Pedro fija sus ojos en Jesús y está siendo testigo de primera mano de su naturaleza e identidad portentosas. Todo iba bien hasta que comete un craso error: “Pero al ver el fuerte viento, tuvo miedo y comenzó a hundirse. Entonces gritó: —¡Señor, sálvame! Al momento Jesús, extendiendo la mano, lo sostuvo y le dijo: —¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste?” (vv. 30-31) 

     En lugar de proyectar su mirada a Jesús, el autor de su posibilidad de andar sobre el mar, echa un vistazo al alterado estado de la tempestad, y vuelve a dar cabida al temor en su corazón. Ha desplazado su atención de Jesús al viento, y por un breve minuto, ha dudado sobre el éxito de su desplazamiento marino, ha caído en la equivocación de desviar su enfoque de seguridad hacia la vacilación y la falta de fe en Jesús. Esto provoca que poco a poco sus pies y sus piernas, luego su cintura y su tórax vayan sumergiéndose en el embravecido mar de Galilea. Ya con el agua al cuello, literalmente hablando, y en vista de que iba a ser engullido por las olas, vuelve en sí de su yerro, y ruega encarecida y sonoramente a Jesús que le eche una mano, que lo rescate de las oscuras y amenazantes profundidades acuáticas. De sus labios solamente brota una escueta petición, teñida de llanto y arrepentimiento: “¡Señor, sálvame!” La desesperación con la que lanza su S. O. S. a Jesús es tan dramática que éste, acercándose inmediatamente a Pedro, lo ase férreamente de su muñeca y lo alza completamente empapado hasta abrazarlo. Jesús recrimina con dureza a Pedro su comportamiento, su cortedad de miras, su carencia de fe. ¡Qué triste es dudar de Jesús cuando él está justo a tu lado o delante de ti! 

     Pedro había sido testigo de excepción de innumerables maravillas y milagros realizados por Jesús durante su ministerio itinerante. ¿Por qué de repente pierde su fe en Jesús y duda de su poder y autoridad? ¿No nos pasa a nosotros justamente lo mismo? ¿No apartamos nuestra mirada de Cristo cuando escogemos sacarnos a nosotros mismos las castañas del fuego sin contar con su ayuda? ¿No nos sucede que, en cuanto estamos atrapados en las arenas movedizas de un problema, dudamos de si en realidad Cristo puede rescatarnos? ¿No ocurre que, después de haber sido perdonados por Cristo, aún vacilamos y seguimos sintiéndonos culpables de algo que ya ha sido olvidado por Dios? Desviamos la mirada de Cristo, el autor y consumador de nuestra fe, y no podemos esperar mantenernos en pie en medio del mar. Nos hundimos en las honduras abisales cuando elegimos ignorar el poder y la autoridad divinas de Cristo. Y luego, cuando nuestra agonía se hace insoportable, clamamos como descosidos para que Jesús nos salve y nos saque del atolladero. No podemos esperar más que el reproche y la amonestación de Cristo sobre nuestra infidelidad e incredulidad. No esperes nunca a que, hundido hasta las cejas, recurras a Jesús en oración y súplica. Pídele desde el principio que te auxilie y socorra y te evitarás más de un remojón innecesario. 

5. HIJO DE DIOS A BORDO 

      Y, conforme Jesús y Pedro, suben a bordo, como si de un mal sueño se tratase, tempestad, viento y oleaje se tranquilizan y dan paso a una noche plácida y serena: “En cuanto ellos subieron a la barca, se calmó el viento. Entonces los que estaban en la barca se acercaron y lo adoraron, diciendo: —Verdaderamente eres Hijo de Dios.” (vv. 32-33) 

     Es importante tener en cuenta que los discípulos de Jesús, Pedro el arrojado incluido, estaban participando de un proceso de aprendizaje espiritual inacabado hasta este momento. Estaban asimilando muchas enseñanzas, verdades y realidades sobrenaturales en muy poco tiempo, y en ocasiones, les resultaba complicado poder reconocer en Jesús al auténtico y genuino Mesías prometido. La experiencia por la que habían atravesado en este episodio del mar de Galilea, posiblemente fue un acicate importantísimo para verificar y confirmar la identidad de su maestro. Con Jesús ya en la barca, con un entorno más pacífico y acogedor, los discípulos ya no pueden poner en entredicho quién es realmente Jesús, y, por tanto, solo queda adorarle como quién es, Dios mismo hecho carne y hueso, viniendo al mundo a redimir a los pecadores que se arrepienten y que depositan su fe en él. El hecho de adorar a Jesús indica claramente que todos y cada uno de sus seguidores escogidos era consciente de quién era aquel al que servían y obedecían. Adorar a Jesús implicaba por extensión adorar a Dios mismo. De ahí que los discípulos a una confiesen solemne y reverentemente a Jesús como el Hijo de Dios, el Salvador de Israel, el ungido del Señor. Esta declaración surge de un crecimiento madurativo y espiritual que irá en crescendo hasta la muerte y resurrección de Jesús. 

     Una vez las turbulencias por las que estábamos pasando dan paso al gozo y a la paz de saberse en manos de Cristo, solo queda adorarle y reconocer de viva voz quién es él, mostrando a su vez gratitud y humildad constantes. Si Jesús es el eje de nuestra mirada espiritual, y hemos dejado que sea él el que marque el ritmo del oleaje hasta calmarlo por completo, la pesadilla por la que hemos atravesado quedará simplemente como un mal recuerdo que pronto se desvanecerá en el tiempo. Si nuestra fe en Cristo es inamovible e inasequible a las dudas, tendremos el privilegio de resurgir de entre las cenizas más fuertes, más enriquecidos, más seguros y más bendecidos. Dios es nuestro amparo y nuestra fortaleza en las dificultades, y Cristo es nuestro mejor salvavidas cuando el temporal comienza a golpear con furia contra nuestro navío vital. Como dice un himno precioso: “Oh alma cansada y turbada, sin luz en la senda andarás; al Salvador mira y vive, del mundo la luz es su faz. Fija tus ojos en Cristo, tan lleno de gracia y amor, y lo terrenal sin valor será a la luz del glorioso Jesús.” 

CONCLUSIÓN 

     Jesús sigue dominando tempestades y ciclones, turbiones y huracanes, sobre todo cuando amenazan tu estabilidad y tu integridad personal. No seas obstinado ni duro de cerviz cuando un problema te acose o una crisis te quite el sueño, queriendo arreglarlos por tu cuenta y riesgo. Posa tus ojos en Cristo, encomiéndale tu camino y tu dificultad, y deja que sea él el que se encargue de tus desvelos y complicaciones. Y cuando menos te lo esperes, la noche limpia y cubierta de estrellas dará la bienvenida a tu alma calmada y apaciguada.

 

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