BAJO AUTORIDAD




SERIE DE SERMONES SOBRE ECLESIASTÉS “QOHELET: SOMOS NIEBLA”

TEXTO BÍBLICO: ECLESIASTÉS 8:1-9

INTRODUCCIÓN

      Cuenta una leyenda marroquí que un sultán ordenó a un pobre sastre de Fez que le fabricase un traje de mármol, y le advirtió que, si no lo hacía, le cortarían la cabeza. El pobre hombre, al ver que estaba perdido, se puso a llorar. Pero su hija, de espíritu agudo, vino en su ayuda. Cuando el sultán reclamó el traje de mármol, el pobre hombre hizo que le dijeran: “La ropa está lista. Pero necesito hilos de arena para coserla. ¿Puedes enviármelos?” Lo que esta historia nos enseña de forma tan sutil y sencilla es que en ocasiones la astucia y la sabiduría son las únicas herramientas con las que es posible enfrentarse a las veleidades del poder de personas con autoridad con eficacia y perspicacia. Sabemos que el poder es caprichoso y que las decisiones de muchos de los soberanos que ha podido sufrir la humanidad han dejado rastros de sangre y desdicha a su alrededor, y que solamente si se tira de discernimiento y conocimiento es posible sobrevivir. Gracias a Dios, nosotros en nuestro país hace ya tiempo que no tenemos por qué obedecer a pies juntillas determinadas leyes arbitrarias y amorales por el hecho de haber sido dictadas por caudillos y monarcas. Sin embargo, en muchos lugares del mundo, y en numerosas épocas, sobrevivir, en la mayoría de los casos, implicaba plegarse sin rechistar a la voluntad errática de los reyes y gobernantes.

     Salomón conoce al dedillo todo lo que comporta el poder absoluto sobre las vidas de miles de seres humanos. Sabe de qué pie calzan aquellos que detentan la autoridad, y el modo en el que los súbditos pueden capear el temporal de la ira irracional del rey. Tras su observación de la realidad cortesana y gubernativa, Salomón valora altamente que la sabiduría habite en el corazón coherente de una persona. Lo fácil y menos complicado era asentir con vehemencia ante cualquier ocurrencia real, someterse a las absurdas leyes que los monarcas ideaban tras una mala digestión y un peor sueño, o convertirse en seres serviles que no ponían pegas a disparatadas reglamentaciones legales. No obstante, Salomón desea presentar a la sabiduría y temor de Dios como una alternativa a la lisonja permanente ofrecida a las autoridades. 

1.      EL VALOR DE LA SABIDURÍA

      En el sermón anterior, Salomón suspiraba por encontrar a alguien sabio y entendido en una sociedad entregada a la ignorancia y la estulticia. Aquí, en este capítulo 8, continúa admirando a aquellos pocos de los que se puede decir que son inteligentes y conocedores del consejo divino: “¿Quién como el sabio? ¿Y quién como el que sabe la declaración de las cosas? La sabiduría del hombre ilumina su rostro, y la tosquedad de su semblante se mudará.” (v. 1) En pocas palabras, Salomón está diciendo que si hubiese más cantidad de sabios según Dios en el mundo, otro gallo cantaría. Si al menos pudiese hallar a personas con un atinado juicio, un discernimiento particularmente acertado y cuyas decisiones obedeciesen a los designios de Dios, otro mundo sería posible. Aquellos que obran en relación a la reflexión espiritual y a la voz de sus conciencias, dirigidas éstas por el Espíritu Santo, manifestarán en su apariencia y semblante la diferencia que existe entre sabiduría y estupidez. Cuando Salomón habla de que el rostro de los sabios se ilumina, habla de personas que hallan soluciones a los problemas, que gritan “eureka” cuando resuelven las dudas, y a las que se les enciende la bombillita cuando un entuerto se interpone en su camino. El rostro de aquellos que piensan las cosas antes de decirlas, y que someten todas sus elecciones en la vida al escrutinio de Dios adquiere la pátina del favor, la gracia y la gentileza. La tosquedad y la aspereza del gesto de las personas insensatas e idiotizadas contrastan con la suavidad y amabilidad del carácter sabio y entendido según la perspectiva de Dios.

      Con estas características de favor y gracia ante los ojos de Dios y del mundo, el sabio podía sobrevivir en la corte real, lugar donde se toman medidas, unas veces válidas, y otras veces disparatadas. Salomón quiere que tengamos en cuenta que la sabiduría y el temor de Dios nos habrán de llevar a superar con nota cualquier ley o norma arbitraria que la autoridad dicte: “Te aconsejo que guardes el mandamiento del rey y la palabra del juramento de Dios. No te apresures a irte de su presencia, ni en cosa mala persistas; porque él hará todo lo que quiere. Pues la palabra del rey es con potestad, ¿y quién le dirá: ¿Qué haces?” (vv. 2-4) Si quieres seguir respirando en presencia de la realeza o de cualquier potestad humana, lo más importante es ser leal a las leyes nacionales. Es menester prestar atención a todo cuanto brote de los labios del rey para estar preparados ante cualquier vicisitud o cambio de opinión. Ser consejero en palacio no era una bicoca, precisamente, sobre todo si no eras capaz de adaptarte a las veleidades del corazón humano rebosante de poder. ¿Obediencia quiere decir plegarse por completo a la voluntad real aunque ésta esté en completo desacuerdo con la ley de Dios? Por supuesto que no. Pero hay formas en las que se puede ser leal a la autoridad sin tener que renunciar a los mandatos divinos, y  sin tener que llegar a un enfrentamiento radical con el monarca o gobernante de turno. 

    Del mismo modo que es preciso obedecer al rey y a sus reglas, también lo es cumplir con la palabra dada a Dios en el momento de prometerle algo a cambio de su ayuda. Dios es la autoridad suprema, y si acatas las leyes humanas, ¿cómo no habrás de hacer lo mismo con las celestiales? Si prometes algo en juramento delante de Dios, será mejor que lo cumplas si no quieres recibir como pago a tu deslealtad para con Él innumerables desgracias. Otro consejo salomónico tiene que ver con no mostrar desafección o desapego al rey de forma ostensible y exagerada. Lo sabio es permanecer en su presencia un tiempo prudencial hasta que sea él mismo el que dé el visto bueno para tu retirada. Si tienes prisa por abandonar la corte, esto significará a los ojos del monarca que eres una persona infiel y a la que no le interesa cuanto tenga que decirle. Dar la espalda al rey, en determinados procedimientos protocolarios antiguos, suponía en el mayor de los casos, acabar sin la cabeza sobre los hombros. Salomón expresa su deseo de que estos detalles estén vivos cuando tratemos con las autoridades. 

     Tampoco es buena idea rebelarse contra sus normas y directivas. Cualquier persona es consciente de que la infracción legal deparará su castigo correspondiente. Empeñarse en contravenir la ley real, a menos que ésta sea injusta o contraria a los designios del Señor, supone ser reo de cualquier penalización que el monarca establezca. El rey es soberano, y por mucho que sepamos que algo no es correcto en sus palabras u obras, lo cierto es que poco podemos hacer para remediarlo con actitudes y acciones reivindicativas agresivas o transgresoras. Todo ellos solo hará que la furia y el enojo del rey caigan sobre nosotros como una lluvia de granizo incandescente. En los tiempos de Salomón solo los sabios y los consejeros podían llegar a convencer al rey de sus locas ideas y normas caprichosas, y no sin mucho trabajo y riesgo personal. Hoy podemos dar gracias al presunto derecho de expresión, el cual a menudo ha pasado de algo beneficioso para la libertad de opinión, a algo que se emplea como arma arrojadiza y ponzoñosa yendo en contra de algo solo por el placer de llevar la contraria sin argumentos ni razones. Nuestra manera de hablar debe encontrar coherencia con el ejemplo de Cristo, sin estridencias ni radicalizaciones fanáticas.

      Si obedecemos las leyes que la autoridad ha colocado para ordenar nuestra sociedad y para dotarla de todos aquellos elementos que procuran nuestro bienestar, los problemas serán mínimos: “El que guarda el mandamiento no experimentará mal; y el corazón del sabio discierne el tiempo y el juicio.” (v. 5) Si existe un código legal que todos compartimos, y que se ha consensuado como lo más aproximado posible a regular justamente las relaciones existentes entre iguales, entre instituciones e individuos, y entre las autoridades y el resto de ciudadanos, debemos hacerlo nuestro en tanto en cuanto no vulnere con alguna de sus normas nuestra libertad de conciencia delante de Dios. Si no contravenimos aquello que la ley estipula, si no transgredimos los límites que como sociedad nos hemos impuesto, y si no decidimos rebelarnos contra aquello que permite una convivencia tranquila y pacífica sin menoscabo de realizar una crítica edificante a determinadas reglas del juego que traspasan nuestra profesión cristiana, nada habrá de sucedernos, ni nada habrá de qué acusarnos. Además, si empleamos correctamente la sabiduría espiritual que Dios nos ofrece, sabremos en qué instantes o coyunturas podremos dirigirnos a la autoridad para presentar mejoras, propuestas en positivo y sugerencias basadas en argumentos éticos, sin que éstas nos eviten o nos estigmaticen marginando nuestra postura fundamentada en la naturaleza y esencia de Dios mismo.

2. LOS LÍMITES DE LA SABIDURÍA HUMANA

      Después de que Salomón haya ofrecido, a todo aquel que quiera escuchar, una serie de características positivas sobre las que se alza el valor del temor de Dios y la sabiduría que lo acompaña, y todo esto dentro de la interrelación entre ley y gobierno, y el creyente en Dios, el Predicador nos expone los límites que esta sabiduría tiene en el marco de lo terrenal: “Porque para todo lo que quisieres hay tiempo y juicio; porque el mal del hombre es grande sobre él; pues no sabe lo que ha de ser; y el cuándo haya de ser, ¿quién se lo enseñará?” (vv. 6-7) Los deseos del ser humano pueden encontrar su realidad durante el tiempo de su vida. La cuestión es saber hallar los momentos oportunos en los que esos deseos se materialicen y tener la capacidad de discernir si esos deseos son legítimos, lícitos y convenientes para nosotros. 

       Sabemos que a veces el cuerpo nos pide algo que está enfrentado con el interés de otras personas, que nuestros anhelos más profundos chocan frontalmente con las leyes y las normas de convivencia, y que nuestras ansias más desenfrenadas son consideradas por Dios un atentado contra la santidad y la piedad cristianas. A menudo hacemos caso de esa especie de filosofía barata que nos quieren vender en las películas y las series de televisión de seguir lo que nos dicta el corazón, del cual el profeta ya se encargó de decirnos que es lo más engañoso que nos podamos imaginar, y metemos la pata hasta el corvejón. Si el ser humano no atiende al consejo de Dios o a la voz de una conciencia sometida a Cristo, lo más seguro es que sus irrefrenables deseos se verán recompensados con una gran calamidad y un patinazo de aquí te espero. Como no tenemos la aptitud natural de saber qué ocurrirá mañana, nos lanzamos a la aventura sin pensar en las consecuencias de nuestros desmañados actos pasionales, y así nos va luego. El único que nos puede enseñar el qué y cuándo será algo en nuestras vidas es Dios, omnisciente y dueño del tiempo. Por eso, Salomón nos advierte de que nuestra sabiduría personal se limita al ahora y a las experiencias pasadas, de las cuales algo deberíamos haber aprendido a la hora de tomar según qué decisiones de acuerdo a nuestras veleidades y caprichitos varios.

      Por muy inteligentes que nos creamos, y por muy listos que pensemos que somos, existe una serie de fronteras que con nuestra sabiduría limitada y finita no podemos franquear aunque lo intentásemos con toda el alma: “No hay hombre que tenga potestad sobre el espíritu para retener el espíritu, ni potestad sobre el día de la muerte; y no valen armas en tal guerra, ni la impiedad librará al que la posee.” (v. 8) En primer lugar, nuestra sapiencia no puede atravesar la línea divisoria del alma, deseando poseerla. Nadie tiene la capacidad o el poder de atrapar en una urna el alma de otras personas. Puede encerrar el aspecto físico de alguien, puede someterlo a torturas y vejaciones interminables y puede acotar sus acciones y movimientos, pero nunca podrá domeñar su espíritu. Como decía Mel Gibson en su película mítica “Braveheart”, “pueden quitarnos la vida, pero jamás nos quitarán la libertad.” El pensamiento, la ideología, la fe o la creencia del ser humano no es susceptible de ser encarcelada a diferencia del cuerpo físico. Nadie puede pelear contra Dios, dueño de todas las almas humanas, cuando éste dicta que el tiempo ha terminado para esa persona, ya en su último aliento. Sería como querer capturar el viento o contener el océano embravecido.

    Y en segundo lugar, Salomón nos dice que nuestra sabiduría humana no puede controlar o vencer a la muerte. Esta frontera está cerrada a cal y canto, y nadie puede entrar o salir a su antojo. Cierto es que hoy día la experimentación genética y biológica ha avanzado muchísimo en un intento por sojuzgar a la muerte y atrasar su acción definitiva y contundente. Sin embargo, y a pesar de que existen voces de visionarios que predicen que el ser humano un día llegará a ser inmortal, la verdad terrible y constatable es que nadie escapa a ella. No valen contra ella la acumulación de conocimientos, las paredes llenas de diplomas y acreditaciones académicas, las publicaciones eruditas en revistas científicas, ni los premios Nobel a trayectorias de investigación, ciertamente notables y dignas de alabanza. La sabiduría no nos salva de cruzar un día la puerta que la parca deja abierta a todo mortal. Y mucho menos nos evita la muerte el dedicar nuestra vida a hacer maldades y a cometer crímenes de lesa humanidad. Tras la muerte todos seremos juzgados y nuestros actos serán expuestos delante de los escrutadores ojos de Dios, momento en el cual cada uno recibirá el pago por sus acciones u omisiones.

       Lo único que podemos hacer es asumir nuestra condición efímera y nuestra naturaleza perecedera, y vivir los años que tengamos por delante con la mirada puesta en Dios y con la sabiduría que solamente provee la visitación del Espíritu Santo a la persona que en él confía. Estas son las armas con las que podemos dar sentido a nuestra existencia, y no aquellas que se forjan para violentar un orden que Dios ha diseñado de forma inquebrantable e inmutable. No luchemos contra la muerte con estrategias y métodos de encarnización, de vitalidad asistida o de tratamientos crueles y experimentales que solo causan más dolor y sufrimiento. Cuando ésta se presenta ante nosotros, procuremos haber vivido según el temor de Dios, y así no temeremos su frío tacto, puesto que ese instante será el primero de toda una eternidad en la presencia del Señor. 

CONCLUSIÓN

       Salomón ha dejado claro que la sabiduría es un bien apreciado, atractivo y deseable, y que ésta tiene sus límites en el contexto de nuestra estancia temporal sobre la faz de esta tierra. Termina reflexionando sobre todas estas cosas y nos invita a hacer lo mismo como seguidores de Cristo y como siervos de la autoridad más alta que existe en el universo: “Todo esto he visto, y he puesto mi corazón en todo lo que debajo del sol se hace; hay tiempo en que el hombre se enseñorea del hombre para mal suyo.” (v. 9) La experiencia de Salomón se hace patente en estas palabras y no ceja en su continuo ejercicio de rumiar cada cosa que sucede a su alrededor. No cesa en su interés constante por meditar profundamente sobre los hechos de cada ser humano. Y surge en última instancia el pensamiento de que cuando el ser humano ejerce una autoridad brutal y explotadora sobre su prójimo, toda la sociedad se duele, y el propio tirano que coloca su bota humilladora sobre el cuello de otro ser humano, pierde con cada acto abyecto y dominante una parte de sí mismo, un pedazo de su humanidad, un trozo de su alma, y se auto esclaviza al pecado sin apenas darse cuenta. Como decía Frederick Douglas, escritor estadounidense del siglo XIX, “nadie puede poner una cadena en el tobillo de su prójimo sin tener el otro extremo alrededor de su cuello.”

       Estamos bajo autoridad, y hemos de saber comportarnos en esa tesitura inevitable mientras respiremos aire de la atmosfera. Pero cuando alguien pisotea los derechos de alguien, solo por el hecho de ser una persona con poder, dinero o influencia, la humanidad se empobrece, se pudre y se hunde en la negrura de los instintos más primarios y animales. 

       Coloquémonos primero bajo la autoridad y soberanía de Dios, y todo cuando hagamos desde este sometimiento santo y sabio, seguro que recuperará para esta sociedad mucha de la humanidad que se está perdiendo a causa de actitudes prepotentes y autoritarias. Esta es nuestra labor y nuestro papel como creyentes en una sociedad en la que el clasismo y la imposición materialista campan a sus anchas, la de mostrar sabiduría y gracia delante de todos desde el temor a Dios y el amor a nuestro prójimo.

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