PASTORES CUALIFICADOS
SERIE DE
ESTUDIOS EN 1 TIMOTEO “SOMOS IGLESIA”
TEXTO
BÍBLICO: 1 TIMOTEO 3:1-7
INTRODUCCIÓN
Una vez, uno de
mis profesores de la Facultad de Teología UEBE, habló a la clase sobre lo que
suponía ser pastor de una iglesia en los tiempos actuales. Nos habló de la
visión algo romántica de lo que significaba ser pastor por parte de los
miembros de las congregaciones, y a riesgo de ser mal interpretado, pinchó el globo
ilusorio de algunos de los alumnos al decirnos que, si alguien quería un empleo
repleto de sinsabores, malas experiencias, sueldo tirando a bajo, condiciones
laborales demasiado a menudo paupérrimas, y expectativas abrumadoramente
elevadísimas, ser pastor era el camino. Si querías ganar dinero a espuertas, si
deseabas tener un horario razonable y acotado en el que desarrollar tu vocación
y profesión, y si preferías un estilo de vida sin preocupaciones ajenas, la
peor decisión que podías tomar era la de aspirar a ser pastor de un rebaño de
lo más variopinto y desconcertante. Vamos, que sin obviar que también existen
buenos momentos y satisfacciones espirituales de gran calidad, ser pastor no
era precisamente el sueño de personas que no quieren complicarse la vida
atendiendo las necesidades, en todos los aspectos, de un grupo humano con todas
las imperfecciones que esto denota.
Otro de nuestros
profesores siempre usaba una frase de tono jocoso para referirse a la, a veces
denostada, vocación pastoral: “El que
sabe, sabe, y el que no, para pastor.” Solo los pastores que pueden hallar
un tiempo a propósito para compartir con sus colegas de ministerio, pueden
derramar sus dilemas, sus vivencias y sus frustraciones, dentro de la
discreción y el lógico desahogo emocional que todo ser humano sometido a
presiones de todo tipo necesita. Vivimos tiempos difíciles para el pastoreo de
nuestras iglesias, puesto que tres problemas asoman en el horizonte bautista:
el de instruir convenientemente a los futuros pastores en una educación
excelente con propuestas prácticas mientras dura su aprendizaje académico, el
de hallar pastores cualificados que tras su graduación asuman el reto de
trabajar en iglesias de todo pelaje e identidad que todavía no tienen un guía
espiritual que les dirija, y el de buscar un recambio generacional de garantías
que vaya asumiendo paulatinamente la transición de aquellos pastores más
ancianos o que se jubilan. Y esto por no hablar de las acreditaciones
pastorales ante modelos foráneos en los que no prima precisamente la
preparación teológica, pastoral e intelectual. Ante esta serie de situaciones,
las iglesias se las ven y se las desean para encontrar a aquel ministro de
culto que se ajuste a sus requisitos, idiosincrasia y parámetros pastorales.
1.
EL DESEO
DEL PASTOR CUALIFICADO
Pablo tenía más
de una preocupación de este calado en mente cuando escribe a Timoteo acerca de
la cualificación personal que todo pastor debe demostrar antes de hacerse cargo
de una comunidad de fe cristiana. Él mismo era pastor a la par que misionero, y
a la luz del encargo dado a su hijo espiritual Timoteo, éste también reunía las
condiciones básicas y fundamentales de lo que era ser pastor de una iglesia.
Sabedor de las andanzas de falsos pastores, con piel de cordero y fauces de
lobo rapaz, el apóstol de los gentiles entrega a Timoteo una lista de
requerimientos que debían adornar la labor pastoral en el seno del cuerpo de
Cristo. Comienza alabando la voluntad y actitud de aquellos que desean
fervientemente trabajar en la obra del Señor como pastores de su grey: “Palabra fiel: Si alguno anhela obispado,
buena obra desea.” (v. 1) Lo que Pablo va a reseñar a continuación no es
discutible, ni puede ponerse en tela de juicio, ni ha de ser objeto de duda.
Todos los atributos que debe encarnar el pastor u obispo (gr. episkopos), son las credenciales constatables y palpables de
su llamamiento divino. Si alguien aspira (gr.
oregó) a ser pastor de una iglesia, si éste da pasos seguros tras las
pisadas del Príncipe de los pastores que es Cristo Jesús, Señor nuestro, será
digno de ser alabado y apoyado. La palabra “obispo,”
aunque se empleaba a nivel profano con la idea de administrador civil,
inspector o gestor financiero, en el marco de la dinámica eclesial nos remite
al concepto de sobreveedor, supervisor, anciano o pastor. Sabemos que hoy día
esta palabra no se emplea habitualmente para hablar del pastor de turno,
seguramente por las connotaciones jerárquicas que el catolicismo romano ha
provocado en el vocablo.
Querer de todo
corazón trabajar como pastor en la iglesia de Cristo, adquiere el sentido de un
deseo (gr. epithumeo) o compulsión
apasionada que procede del llamamiento del Espíritu Santo sobre una persona en
concreto. No se trata de una opción profesional más como ser mecánico, doctor o
abogado. No es un oficio en el que te embarcas hoy para abandonarlo mañana como
quien cambia de empleo. Ser pastor inflama las entrañas de la persona con un
celo por cuidar, atender y alimentar espiritualmente a una comunidad cristiana.
Solo aquellos que son pastores según el corazón de Dios saben que lo son, no en
virtud de ganancias deshonestas o ansia de poder, sino que se someten a Cristo
para servir en la iglesia con humildad y sencillez como un miembro más de su
cuerpo. Anhelar el pastorado es una buena obra, un ministerio noble, honroso,
excelente y de alta calidad espiritual, aunque éste esté plagado de mil y una
experiencias surgidas de la interacción con otros semejantes, tanto positivas
como negativas. Pablo, en definitiva, recomienda que aquellos que han sido
elegidos por Dios para ser obispos no se desanimen, sino que comprendan que su
labor es una labor que Cristo considerará en su tribunal de galardones.
2.
REQUISITOS
DEL PASTOR CUALIFICADO
Después de este
espaldarazo a todos cuantos quieran de verdad ser pastores, Pablo enumera una
especie de control de calidad del pastor, el cual consta de múltiples
requisitos y filtros, con el fin de no introducir o nombrar a una persona que
pueda liarla parda en la iglesia a causa de la falta o negligencia en el
cumplimiento de su tarea ministerial. Mientras preparo este estudio, no puedo
evitar mirarme en el espejo de estipulaciones paulinas sobre cómo ser un pastor
cualificado. Comencemos: “Pero es
necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio,
prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar.” (v. 2) Pablo no
contempla ninguna de las siguientes instrucciones como optativas, y por ello no
duda en decir que “es necesario”,
que no es posible renunciar a unas, matizar otras o hacer la vista gorda sobre
un porcentaje de las mismas. El pastor, en primer lugar, debe ser irreprensible
(gr. anepil emptós), es decir, un ejemplo moral y espiritual. La palabra griega
ofrece el significado de “no poder ser
encarcelado.” Podríamos añadir que ser pastor implica estar en paz con la
sociedad y con los deberes que de ella emanan. Solamente con este requisito nos
daremos cuenta de lo difícil y arduo que es mantenerse día sí, y día también,
como modelo de vida, tanto en lo privado como en lo público. Ser irreprochable
requiere de una disciplina devocional y personal realmente grande y dedicada.
De ahí, que, por desgracia, muchas personas pongan erróneamente su fe en el
pastor en vez de en Dios, y que cuando el pastor meta la pata, por la razón y
en la medida que sea, se apartan de la iglesia. Entendamos que el pastor no es
absolutamente perfecto, que es un ser mortal con sus luchas y sus debilidades,
y que a veces su criterio no sea precisamente el correcto a causa de las
circunstancias que lo afecten, tanto en su vida eclesial como en la particular
y familiar. El pastor ha de aspirar a ser alguien confiable, un pilar firme en
el que poder descansar, y un referente moral y ético en el que mirarse.
El pastor, en segundo
lugar, ha de ser marido de una sola mujer. Tal como hablamos en el capítulo
referente al papel de la mujer en la dinámica pedagógica de la iglesia, no
solía ser lo normal que una fémina asumiese un cargo de dirección y enseñanza
en los tiempos del primer siglo después de Cristo. Sin embargo, teniendo en
cuenta que poco a poco se han ido transformando los prejuicios de género, y que
la mujer ha ido incorporándose naturalmente a posiciones de enseñanza, de
consejería y de la pastoral, y que en Cristo ya no hay ni varón ni mujer,
entendamos este versículo como aplicable en ambos sentidos del género, tanto el
masculino como el femenino. Por tanto, podríamos colegir que la pastora debe
ser también esposa de un solo varón. Muchas son las explicaciones que se han
tratado de dar a esta especificación conyugal, aunque la más plausible se
refiera a que la fidelidad matrimonial debe primar por encima de cualquier
escarceo amoroso, aventura extramatrimonial o infidelidad conyugal. No existe
nada que dañe más el testimonio de un pastor que verse involucrado en
escándalos de índole sexual, y nada que trastorne tanto la vida de la iglesia
como un adulterio en el marco de la familia del pastor. ¡Cuántos pastores y
cuántas pastoras no han caído en desgracia a causa de sucumbir a las
tentaciones de la carne y del deseo sexual!
En tercer término,
el pastor debe ser sobrio (gr.
nophalios), o sea, una persona que no es adicta a las bebidas espirituosas
o de rango alcohólico. Un pastor borracho que suba al púlpito puede causar
estragos en su congregación, hace el ridículo delante de todos, miembros y
simpatizantes, y comete errores de bulto en su percepción de lo que la iglesia
necesita. Metafóricamente, un pastor sobrio es aquel que está siempre alerta y
vigilante ante cualquier ataque que sobrevenga a la iglesia, es aquel que tiene
la mente clara y su visión del llamamiento se supedita a la voluntad de Dios y
al sentido común que surge de la sabiduría de lo alto. Es capaz de mantener a
raya, con la ayuda del Espíritu Santo, cualquier situación adversa que pueda
presentársele en lo individual y en lo comunitario. Junto a la sobriedad,
aparece la prudencia, ese elemento de cautela y sensatez que prefiere discernir
los espíritus de aquellos que franquean la entrada a la comunión de los santos,
y que pone en cuarentena cualquier intención o interés que no se ajuste a los
principios bíblicos que rigen la dinámica eclesial. No habla por hablar, sino
que reflexiona largo y tendido sobre las consecuencias de sus acciones
pastorales y su mensaje a la iglesia, sin apresurarse indebidamente hacia la
demagogia.
En quinto lugar, el
pastor ha de mostrar decoro, orden y respetabilidad. Como decía alguien, no
solo debe serlo, sino parecerlo. Un pastor que no tiene claras las directrices
y la planificación de su ministerio, y que de forma desordenada y caótica
atiende a sus ovejas, no puede llegar a ser un buen pastor. Cuando la
incoherencia campa a sus anchas en la vida del pastor, ese mismo caos se verá
reflejado en la estructura de la iglesia a la que guía. Sin una disciplina
férrea y constante, sin una preparación cuidadosa y minuciosa, sin un criterio
nítido de cómo abordar cuestiones nucleares de la vida de la comunidad de fe, y
sin una meta consistente que sustente los esfuerzos de los hermanos y los encauce
hacia el crecimiento y la edificación mutua, la iglesia declina y se desmorona
como un castillo de arena arrastrado por la marea. ¿Cómo es posible respetar a
un pastor si éste se muestra confuso en cuanto a cómo resolver problemas
internos? ¿Cómo podría alguien reconocer la autoridad del pastor si éste se
queda perplejo y paralizado ante una crisis eclesial?
En sexto lugar, el
pastor ha de forjar un carácter hospitalario u hospedador (gr. filoxenos). Una iglesia inicia su crecimiento numérico desde
la voluntad de dar la bienvenida a todos aquellos que cruzan las puertas del
lugar de culto cristiano. Y esta cariñosa hospitalidad debe empezar por el
pastor. Él debe ser el primero en saludar a los visitantes y a los que son de
casa. Él ha de encontrar el instante perfecto para compartir unas palabras de
ánimo y aliento con aquellos que visitan por primera vez la iglesia. Desde la
hospitalidad se construye el testimonio real de un corazón que ama a los
extranjeros, a aquellos que vienen de lejos para compartir la Palabra de Dios,
a los hermanos y hermanas que provienen de otras latitudes para transmitirnos
en el culto de adoración sus experiencias en el Señor. La mesa del pastor
siempre ha de estar lista para recibir a cualquiera que de buen grado y con sinceridad
desea compartir tiempo y alimentos. Un pastor desabrido, desagradable en el
trato o indiferente ante las personas nuevas, es solo un asalariado que busca
no implicarse en lo más mínimo con potenciales buscadores de Dios que acuden a
la iglesia que pastorean.
Al pastor
cualificado, en séptimo lugar, se le requiere que sea apto para enseñar, que
sea un maestro (gr. didáktikos) digno
de confianza y avezado en el conocimiento de la Palabra de Dios. La aptitud no
es simplemente el resultado de años de estudio e investigación en una facultad
teológica, ni es el producto de la experiencia. La capacidad de poder enseñar
el consejo de Dios, de desentrañar los tesoros que de la Palabra de Dios
surgen, proviene del Espíritu Santo, aquel que imbuye al pastor de la sabiduría
necesaria para interpretar y aplicar el texto bíblico para beneficio y
bendición de la iglesia. No enseña sus opiniones, ni se limita a aportar su
propia perspectiva de lo que lee y estudia, sino que propicia en el corazón y
en la mente de cada creyente que compone la iglesia, un ejercicio reflexivo y
de aprendizaje, que resulte atractivo y actualizado. Su enfoque pedagógico
reside en exponer la Palabra de Dios ante el resto de miembros de la comunidad
de fe, con el objetivo de aumentar el crecimiento espiritual de todos. No se
dedica a impartir doctrinas falsas o erróneas, ni a diseminar en el seno de la
iglesia la semilla de la polémica y la controversia falaz.
3.
ACTITUD DEL
PASTOR CUALIFICADO
El apóstol podría
haberse detenido aquí, y podríamos decir que un pastor con estas condiciones y
características, ya sería un gran pastor, un pastor que muchas iglesias
desearían tener. Sin embargo, la enumeración de requisitos pastorales continúa:
“No dado al vino, no pendenciero, no
codicioso de ganancias deshonestas, sino amable, apacible, no avaro.” (v. 3) Pablo
vuelve de nuevo sobre el asunto de la ebriedad y las melopeas, seguramente
porque alguna persona con este tipo de vicio habría querido convertirse en
pastor de alguna congregación conocida por el apóstol. Después, en octavo
lugar, nos asegura que el pastor no debe dar lugar a la violencia y la
agresividad, que no debe dar pie a ser un buscabullas y un peleón de cantina (gr. ploktós). Entrar al trapo en las
disputas como un miura desatado, buscar siempre los pies al gato para incordiar
o contrariar aposta a alguien, o dejarse llevar por la ira cuando se le lleva
la contraria, son elementos que distinguen al pastor verdadero del pastor
falso. Más bien, debe ser apacible o pacífico (gr. amachós), amable y atento,
considerado y gentil (gr. epiekós),
exhibiendo un carácter atemperado y paciente incluso en los instantes en los
que a uno le gustaría blandir una buena vara de avellano.
Otra de las
condiciones elementales, la novena, que un pastor debe contribuir a demostrar
es la de no dejarse influenciar por el dinero, tanto por la avaricia y la
codicia del vil metal, como por la falta del mismo. El pastor hace su labor
desde la obediencia a Dios y no desde la nómina con la que se pagan sus
servicios. Si un presunto pastor ya marca su caché antes de ir a conocer una
iglesia, o si exige cantidades exorbitantes que merman los recursos exiguos de
una comunidad de fe, sin considerar la humildad de los hermanos a los que puede
llegar a pastorear, estamos apañados. Todo obrero es digno de su salario, y eso
ya lo sabemos y lo tenemos en cuenta. Pero cuando un supuesto aspirante a
pastor solo cumple con su ministerio solamente para ganarse la vida, o para
aprovecharse de la buena voluntad y generosidad de los miembros de la iglesia
inflando sus emolumentos, o metiendo las zarpas en las ofrendas, éste solo está
ahí como un jornalero desapasionado o un funcionario que solo trabaja lo justo
para que no se note su disgusto. El pastor no debe caer en la trampa de las
ganancias deshonestas, y en la medida de lo posible, es recomendable que no
tenga nada que ver con la administración de las finanzas en la iglesia, para no
sucumbir a la tentación dineraria.
4.
VIDA
FAMILIAR DEL PASTOR CUALIFICADO
Pablo sigue
describiendo al pastor cualificado por excelencia, y lo hace desde la imagen de
un hogar compacto y consagrado a Dios: “Que
gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad
(pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de
Dios?)” (vv. 4-5) El pastor, en décimo lugar, tiene el deber de administrar
correctamente su hogar. Sus finanzas, la educación de sus hijos, el amor
manifestado a su esposa y a sus retoños, su tiempo familiar, etc., deben estar
bajo control. De manera especial, Pablo habla de los hijos del pastor. Éstos
deben respetar y honrar a su padre y a su madre, y deben hacerlo con sinceridad
y gran afecto. Para ello, es preciso crear un entorno propicio en el que toda
la familia se sienta unida, amada, cuidada por Dios y dirigida por el Espíritu
Santo. El pastor ha de inculcar en sus hijos el temor de Dios sin exasperarlos
ni violentar su cada vez mayor capacidad decisoria. Mientras son niños, los
hijos pueden sujetarse más fácilmente si la educación y el ejemplo paterno y
materno son coherentes y consecuentes. En cuanto van adquiriendo más
conocimiento y pueden desplegar su libre albedrío con cabalidad y propiedad,
será más difícil. Sin embargo, llega un momento en el que los hijos deben aprender
a ser dueños de sus acciones y palabras, asumiendo la responsabilidad. Cuando
un hijo se rebela contra su padre, éste debe aplicar la disciplina oportuna
para que se acomode a la normativa familiar. Lo que no puede un pastor es
considerar su actividad pastoral a la luz del comportamiento de unos hijos
rebeldes con una edad en la que es prácticamente imposible hacerles comprender
la importancia de la unidad y el respeto familiar.
La cualificación
pastoral debe medirse desde los intentos firmes por mantener la iglesia unida
del mismo modo que se esfuerza, dentro de sus posibilidades y circunstancias,
en procurar la unidad familiar. Al fin y al cabo, la iglesia no es más que una
gran familia espiritual que ha de reforzar sus lazos y su identidad común.
Cuidar (gr. epimelomai) de la
iglesia de Dios no es fácil, ya que en muchos casos, existen también hermanos y
hermanas rebeldes, y a los que, si no se subsana la coyuntura problemática, hay
que dejar marchar para que formen parte de otras familias o para que tomen su
propio camino espiritual al margen de la comunidad de fe. Un pastor cualificado
puede tratar de reconducir la crisis hasta cierto punto, después del cual, no
queda más remedio que dar a elegir entre la disciplina eclesial o la posición personal,
siempre con amor y con las puertas abiertas por si estos hermanos problemáticos
deciden someterse al pacto de iglesia y a la autoridad pastoral. El pastor
cualificado es responsable de aquello que tiene que ver con la conservación de
los principios rectores que presiden la comunidad de fe, pero cuando el libre
albedrío de algunas personas choca frontalmente con la esencia cristocéntrica y
fraternal de la congregación, no se le puede demandar alguna clase de
responsabilidad concreta.
5.
LA
EXPERIENCIA DEL PASTOR CUALIFICADO
En undécimo
término, el pastor cualificado requiere de una cierta experiencia y de una
particular visión de sí mismo como siervo delante de Dios y de la iglesia: “No un neófito, no sea que envaneciéndose
caiga en la condenación del diablo.” (v. 6) ¿A qué se refiere Pablo con la
expresión “neófito”? La palabra
significa en el original griego, “nuevo
convertido.” La experiencia es un grado, y el currículum vitae ministerial
debe hablar sobre una consistencia espiritual, un trabajo incansable y unas
referencias claras y positivas de otras congregaciones, o de otros pastores.
Por ejemplo, Pablo daba la cara por Timoteo. Y no lo hacía por puro nepotismo o
enchufismo. Lo hacía desde el conocimiento de las acciones, de la labor y del llamamiento
divino de Timoteo. Lo mismo sucede en nuestros días cuando hacemos referencia a
la acreditación pastoral. Esta acreditación, que solamente el Colegio Pastoral
de nuestra unión bautista puede otorgar a los candidatos para ser pastores en
alguna de nuestras congregaciones hermanas, garantiza que el candidato no sea
un hermano que está más verde que los prados gallegos.
Sí, claro, en un
neófito podemos encontrar mucho entusiasmo e ilusión, una pasión desaforada por
hacer las cosas lo mejor posible. Sin embargo, a tenor de algún que otro
episodio en el que un neófito tomó las riendas de alguna iglesia del que era
conocedor Pablo, son más los problemas que un recién convertido causa que las
soluciones. Sobre todo porque se le pueden subir los humos demasiado deprisa,
considerarse por encima de los demás, y envanecerse hasta cotas desconocidas.
Si la raíz espiritual del neófito todavía no es capaz de darle estabilidad
espiritual y pastoral, el orgullo se adueña de su primera buena fe, y ensalza
la labor pastoral sobre cualquier otro ministerio en la iglesia. De ahí al
autoritarismo no hay más que un pequeño trecho. El pastor acreditadamente
maduro sabe cuál es su lugar y rol en el seno de la comunidad de fe, y siempre
tiene en mente que su llamamiento no le hace más especial que al resto de
hermanos, sino todo lo contrario, le suma mayor responsabilidad al estar al
cargo de toda una iglesia de la que habrá de dar cuentas ante el tribunal de
Cristo. Cuando la vanidad (gr. tiphoo)
o las ínfulas moran en el corazón del pastor espiritualmente novato, Satanás
tiene franca entrada en el mismísimo núcleo de la iglesia, y los destrozos y
escándalos están garantizados. El orgullo, como bien sabemos, puede demoler
piedra a piedra todo un testimonio cristiano local, hasta hacer desaparecer o
dividir a la iglesia.
6.
LA
PROYECCIÓN PÚBLICA DEL PASTOR CUALIFICADO
Por último, y en
duodécimo lugar, Pablo considera altamente relevante que el pastor acreditado
tenga también una vertiente pública coherente y reseñable: “También es necesario que tenga buen testimonio de los de afuera, para
que no caiga en descrédito y en lazo del diablo.” (v. 7) A la madurez
espiritual se le añade tener un testimonio (gr.
martiria) de vida público incontaminado e irreprochable. La comunidad de fe
cristiana no es un ghetto o una institución que deba auto-marginarse con tal de
no ensuciarse con las tendencias pecaminosas de la sociedad. Por eso, el pastor
debe adquirir una proyección pública ejemplar y modélica, sin que nadie que no
forme parte de la iglesia, tenga razones de peso para echar en cara al pastor,
y así disminuir por extensión el testimonio de una congregación.
El pastor debe ser
la cara visible de la iglesia y debe conducirse como un ciudadano más que
obedece las leyes y que se ajusta a los deberes y derechos que todo buen vecino
tiene como parte de la sociedad local. Si un pastor predica y exhibe una imagen
de santidad y benevolencia en los cultos y servicios eclesiales, y en cuanto
sale del templo se dedica a maltratar a otros, a insultar a unos, o a formar
parte de corruptelas y chanchullos contrarios a su mensaje dominical y a su
fachada luminosa, la iglesia se ve afectada de manera muy grave, deteriorándose
la influencia que ésta pueda tener en su contexto civil y cultural. El diablo
sonríe cada vez que un pastor cae en la tentación del adulterio, de las
ganancias deshonestas y del orgullo, ya que tras éste, el testimonio de la
iglesia se resiente enormemente.
CONCLUSIÓN
Reunir todos estos
requisitos debe ser siempre la aspiración de cualquier hermano o hermana que
anhela ser pastor o pastora. No será fácil reunirlos todos, lograr la
perfección en todas las áreas que propone Pablo, o mantenerse siempre en la
brecha. Sin embargo, todo pastor cualificado que desee ser excelente en el
desarrollo de su llamamiento pastoral para gloria de Dios y beneficio de los
creyentes de la iglesia, no debe dormirse en los laureles, no ha de entregarse
a las tentaciones que Satanás presenta con mayor frecuencia y fuerza a los
pastores, y nunca debe renunciar a parecerse con cada vez mayor semejanza a
Cristo, el Príncipe de los pastores.
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