VANIDAD INTELECTUAL
SERIE DE
SERMONES EN ECLESIASTÉS “SOMOS NIEBLA”
TEXTO
BÍBLICO: ECLESIASTÉS 1:12-18
INTRODUCCIÓN
Las ramas del
conocimiento que la humanidad tiene a su alcance para saber la razón, el origen
y el propósito de todo aquello que compone nuestra realidad, desde la
astrofísica hasta la física cuántica, pasando por la medicina y la psicología,
la historia, la ingeniería, el derecho y el comercio, se extienden como una red
de especializaciones en todas y cada una de las naciones que pueblan esta
tierra nuestra. Hoy día es posible estudiar casi cualquier cosa desde mil
prismas diferentes, desde la construcción de hipótesis y teorías para explicar
la esencia de la materia, desde la libertad de pensamiento y desde la ingente
cantidad de información que sigue generándose de cada investigación o búsqueda
intelectual. Hoy más que nunca millones y millones de datos están a disposición
de casi cualquiera en la red de redes, en bibliotecas electrónicas
prácticamente interminables y en instituciones que reciben fondos
gubernamentales para seguir desarrollando técnicas de averiguación y
confirmación de experimentos, proyectos y sueños. Vivimos inmersos en un océano
de información acerca de casi todo lo que podamos imaginarnos y surgen
continuamente investigaciones de lo más variopintas y absurdas, pero que hablan
en cierto modo de la gran capacidad que el ser humano tiene de satisfacer su
curiosidad y su sed de conocimientos, como si es malo leer en el retrete, si
las vacas son magnéticas, si se puede calcular la velocidad de la muerte, si
hizo calor o frío en el Edén, o si las tortugas bostezan. Ya lo predijo el
Señor por boca del profeta Daniel: “Pero
tú, Daniel, cierra las palabras y sella el libro hasta el tiempo del fin.
Muchos correrán de aquí para allá, y la ciencia se aumentará.” (Daniel 12:4)
Si, como suelen
afirmar los humanistas, el ser humano es capaz de lograr alcanzar la verdad y
la sabiduría únicamente con el empleo de la razón, y que este conocimiento ha
de tender a mejorar en todos los aspectos la convivencia entre los miembros de
la raza humana, y dado que la magnitud de conocimientos sobre prácticamente
todos los aspectos de nuestra realidad es más extensa y crece con mayor
progresión que nunca, ¿por qué tenemos la sensación de que los problemas
crecen, la sabiduría arregla más bien pocas crisis, y la ciencia no ha
erradicado el auténtico foco de guerras, peleas, envidias y codicias, el cual
se halla en el mismísimo corazón del hombre y de la mujer actual? He ahí el
quid de la cuestión. La intelectualidad y el afán por saber y descubrir nuestro
mundo y lo que lo rodea, no están siendo lo suficientemente poderosos como para
acabar con el clima de odio, de ambiciones desmedidas y de pobreza ética y
moral.
Salomón tuvo mucho
tiempo, como rey de Israel en Jerusalén, para dedicarse a averiguar de qué está
hecho el ser humano, la materia y todo aquello que puede ser reproducido
experimentalmente con los recursos de su época. Durante los largos periodos de
paz, quiso probar las mieles de la sabiduría humana, comprobar si éstas le
ofrecerían satisfacción mental y paz espiritual. No sabemos cuántos años dedicó
a investigar, a escudriñar las entrañas de la vida o a comprender los
entresijos de las dinámicas humanas, animales, vegetales, geológicas o físicas.
Pero lo que sí sabemos es que su conclusión después de verse absorbido por la
pasión por el conocimiento, era la siguiente: “Yo el Predicador fui rey sobre Israel en Jerusalén. Y di mi corazón a
inquirir y a buscar con sabiduría sobre todo lo que se hace debajo del cielo;
este penoso trabajo dio Dios a los hijos de los hombres, para que se ocupen en
él. Miré todas las obras que se hacen debajo del sol; y he aquí, todo ello es
vanidad y aflicción de espíritu.” (vv. 12-14)
Yo mismo siempre
he sido, desde que tengo uso de razón, una mente inquieta. He querido conocerlo
todo, hasta tal punto que mis padres me regalaron un diccionario enciclopédico
a mis trece años. Para mí, ese Larousse blanco de tapas duras y con miles de
páginas y cientos de fotografías, dibujos y mapas, era la puerta a conocer la
historia de las civilizaciones, las causas y efectos de las leyes físicas y
químicas, los mundos animales, vegetales y minerales… En mi inocencia, pensé
que ya tenía todo el saber de la humanidad en mi mano. Esto duró lo que se
tarda en leer un diccionario enciclopédico, ya que me di cuenta de que por más
que me afanase en aprender nuevas cosas, nuevas cosas aparecían para desdecir
las que aprendí, para mejorar las que leí y para completar las que me empeñé en
guardar en mi memoria. No podré nunca compararme con Salomón, el ser humano más
sabio e inteligente del planeta tierra de todos los tiempos, pero creo que
puedo sentir lo mismo que sintió cuando se dio cuenta de que por mucho que
supiese, siempre quedaría mucho por saberse, y que una vida no sería suficiente
como para saberlo todo.
Salomón inquirió,
esto es, intentó ir a la raíz de las cosas, y buscó, es decir, exploró cada
cosa desde diversos ángulos, y lo hizo con pasión, con obsesión y con
determinación increíble. Era un corazón científico y descubridor, inasequible
al desaliento ante los hallazgos que se insinúan ante sus sentidos. Concentró
todos sus esfuerzos y recursos en escrutar los misterios de la naturaleza, los
enigmas de la sique humana, y los arcanos de porqué la gente hace lo que hace.
Reconoce Salomón que empeñarse en conocer no es nada malo, que incluso es un
don de Dios, un regalo del cielo para despertar nuestras mentes, para apreciar
con mejor tino y placer lo que Dios ha creado, para reconocer su mano en todo
lo que se percibe con los sentidos. El conocimiento se convierte en algo
peligroso y pernicioso en el mismo instante en el que las motivaciones por las
que se quiere saber son malvadas o en el preciso momento en el que el ser
humano se envanece y se enorgullece de su altura intelectual. Pero si nuestra
búsqueda de respuestas a nuestras preguntas en cualquier área del conocimiento
es sincera y tiene como finalidad glorificar a Dios, la sabiduría y la ciencia
son una herramienta altamente beneficiosa para el individuo y para la
comunidad.
No obstante, a
pesar de que el privilegio de conocer es un don celestial dado a los seres
humanos, éste regalo es penoso. No cabe duda de que de lo que habla Salomón es
de que el conocimiento nunca nos satisfará ni colmará nuestra necesidad de
trascendencia, de cultivar una espiritualidad anclada en Dios, y de saciar la
hambrienta mente de la que disponemos. Además, cuando conocemos aquello que es
bueno y provechoso para el mortal, y constatamos el alto grado de inoperancia,
ignorancia e insensatez que existe en el alma humana que no tiene temor de
Dios, la pena embarga al sabio y al erudito. Y más amarga es la conclusión de
que por muchos conocimientos que atesoremos, siempre meteremos nosotros mismos
la pata hasta el corvejón en muchos asuntos de los que sabemos qué es correcto
y qué no lo es. Todas las acciones que el ser humano lleva a cabo durante su
vida carecen de sentido y dirección cuando únicamente están cimentadas en la
razón, en la experiencia científica y en el saber. Cualquier actividad en la
que se involucre el ser humano creyendo que el raciocinio es suficiente para
ser feliz, solo aporta a su tiempo angustia vital, frustración, decepción y una
depresión de caballo, ya que el pecado del corazón humano ha distorsionado su
método cognoscitivo y su capacidad de discernimiento ha sido entenebrecida por
la depravación de su alma. Cuando el saber se convierte en un fin en sí mismo,
estamos perdidos, ya que la única sabiduría que cuenta en realidad es la
sabiduría de lo alto que solo nuestro Señor puede entregarnos en nuestra
humildad y sencillez de espíritu.
Salomón realiza
en este punto de su discurso una breve digresión para hablar de una realidad
palmaria que tiene que ver con el tiempo y la historia: “Lo torcido no se puede enderezar, y lo incompleto no puede contarse.”
(v. 15) Parece obvio, a simple vista, que Salomón quiere enseñarnos algo
con esta sucinta frase. En primer lugar, siempre se ha dicho que cuando algo se
tuerce, sea lo que sea, es muy difícil volverlo a poner derecho. Los
agricultores que plantan sus árboles frutales, los padres que ven como sus
hijos son cuervos que les sacan los ojos, las personas que se obstinan en sus
planteamientos y conductas sin prestar atención a los consejos que de buena fe
se le ofrecen, los refranes que rezan que “quien
mal empieza, mal acaba,” son ejemplos claros de esta didáctica expresión
salomónica. Aunque el predicador dice algo más, y es que lo que pasó ya no
tiene arreglo. Los errores ya no pueden arreglarse, las malas decisiones se
cobran su precio y las pésimas elecciones demandarán sus consecuencias
funestas. No todo puede cambiarse. El pasado no puede cambiarse. Lo que
hicimos, dijimos y pensamos ya dejaron su huella indeleble en el tiempo, en la
historia, en los corazones que recibieron ese insulto, ese menosprecio, en los
cuerpos que sufrieron nuestras heridas. Conocer lo que pasó no es garantía de
que no volverá a suceder, y saber cómo resolver algo después de un traspiés, no
significa que en realidad se vaya a solucionar un problema del mismo calado en
el futuro.
En segundo lugar,
Salomón nos invita a reconocer que la mente humana no podrá nunca saberlo todo
y acaparar al completo todo aquello que quisiera conocer. Siempre habrá algo
más que no llegaremos a averiguar por mucho que profundicemos en nuestras
pesquisas intelectuales. Los científicos de nuestros tiempos, los cuales hacen
increíbles descubrimientos cada día sobre cualquier cosa que nos rodea, son
conscientes de que su sed inquisitiva nunca será saciada por muchos siglos y
siglos que pudiesen vivir. A esta confesión de nuestra finitud intelectual y
racional, Salomón añade que no sirve de nada elucubrar sobre aquello que pudo
haber sido si las condiciones hubiesen sido distintas de las que fueron. Llorar
por la leche derramada, lamentarse por lo que se perdió y ya no volverá, y
afligirse por situaciones que se escaparon a nuestro control, es inútil e
improductivo. Hacer cábalas sobre las probabilidades de que hechos pasados
sucediesen, es perder el tiempo tontamente. El conocimiento y la sabiduría se
extienden hacia lo que se puede hacer en el presente y hacia lo que se podrá
hacer en el porvenir. Todo lo demás es querer complicarse la existencia.
Podríamos decir
que Salomón estaba siendo demasiado pesimista con el tema de querer saberlo
todo. Nosotros abordaríamos este asunto de la vanidad intelectual del mismo
modo, si hubiésemos experimentado lo que él experimentó. Él mismo confiesa que
la adicción a la sabiduría se le subió a la cabeza un poco bastante: “Hablé yo en mi corazón, diciendo: He aquí
yo me he engrandecido, y he crecido en sabiduría sobre todos los que fueron
antes de mí en Jerusalén; y mi corazón ha percibido mucha sabiduría y ciencia.
Y dediqué mi corazón a conocer la sabiduría, y también a entender las locuras y
los desvaríos; conocí que aun esto era aflicción de espíritu. Porque en la
mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia, añade dolor.” (vv.
16-18) Salomón reflexiona para sus adentros y exhibe sus condecoraciones y
diplomas académicos como de calidad superior a cuantos le precedieron en la
historia. La soberbia y la altivez anidan en su mente, y se encumbra como el
más sabio de los sabios. Comete el craso error de ensoberbecerse a causa de la
gran cantidad de conocimientos, experiencias y vivencias sapienciales, y aun
así, es lo suficientemente capaz de no presumir de conocerlo todo de todo. Fue
mucha su sabiduría, pero no lo supo todo. El apóstol Pablo apostó siempre por
el amor en lugar de los muchos conocimientos que suben los humos: “El conocimiento envanece, pero el amor edifica.”
(1 Corintios 8:1)
Intentó adquirir
conocimientos en su fiebre intelectual acudiendo a las sabidurías de otros
pueblos, a los conocimientos de otras latitudes, y a las expresiones culturales
de otras naciones. Lo intentó del derecho y del revés, quiso ver si por la
senda de la locura y los desvaríos podría sacar algo en claro. Progresó en
verificar el origen de los problemas mentales, de las diferencias de criterio,
de las errabundas motivaciones humanas, y la conclusión es que había inquirido en
estas cosas sin sacar réditos que aclarasen su visión del mundo y del ser
humano. Cuántos más datos consignaba, cuántos más libros y tratados escribía,
cuántos más proverbios y poesías recopilaba, más entendía que la multitud de
las letras solo aporta amargura y desazón espiritual. Como dijo T. S. Eliot, “todo nuestro conocimiento nos acerca a
nuestra ignorancia”, y tal y como un proverbio reza, “un hombre sabio nunca es feliz.” A veces es mejor saber menos de
todo, y centrarse en lo que de verdad importa, que es aprender el temor de Dios
en mansedumbre y humildad, tal y como dejó registrado el propio Salomón en
Proverbios: “El temor de Jehová es el
principio de la sabiduría, y el conocimiento del Santísimo es la inteligencia.”
(Proverbios 9:10)
Tal y como hemos comprobado a través de la
experimentada vida de Salomón, la intelectualidad como fin en sí misma es como
una niebla que hoy puede darnos alguna satisfacción y alegría, pero que en
cualquier instante crítico de la vida que tenga que ver con lo espiritual o lo
ético, se convierte en algo sumamente ineficaz. Conocemos figuras de relumbrón
en las ciencias y en numerosos campos del arte y de la cultura que en términos
morales dejan bastante que desear. Pueden ser auténticos genios, pero con sus
actos y palabras parecen estar muy lejos de haber encontrado el genuino saber
que solamente se halla en la Palabra de Dios y en la puesta en marcha de sus
mandamientos y promesas. La vanidad intelectual podrá deslumbrar a muchos, pero
cuando se trate de comparecer delante del Señor, ni los cientos de obras
literarias, ni los innumerables experimentos realizados en un laboratorio, ni
las más celebradas hipótesis y teorías científicas, tendrán peso ante el justo
juicio de Dios en el día postrero. Pablo nos conmina a sopesar el camino del
saber por el saber y la ruta que nos acerca a la verdad de Cristo, y a tomar
una decisión al respecto: “Esto, pues,
digo y requiero en el Señor: que ya no andéis como los otros gentiles, que
andan en la vanidad de su mente, teniendo el entendimiento entenebrecido,
ajenos de la vida de Dios por la ignorancia que en ellos hay, por la dureza de
su corazón; los cuales, después que perdieron toda sensibilidad, se entregaron
a la lascivia para cometer con avidez toda clase de impureza. Mas vosotros no
habéis aprendido así a Cristo, si en verdad le habéis oído, y habéis sido por
él enseñados, conforme a la verdad que está en Jesús.” (Efesios 4:17-21)
Más bien
recojamos con espíritu reflexivo las palabras de nuestro predicador grabadas
para siempre en el libro de Proverbios y hagámoslas nuestras: “Porque Jehová da la sabiduría, y de su
boca viene el conocimiento y la inteligencia. Él provee de sana sabiduría a los
rectos; es escudo a los que caminan rectamente. Es el que guarda las veredas
del juicio, y preserva el camino de sus santos. Entonces entenderás justicia,
juicio y equidad, y todo buen camino.” (Proverbios 2:6-9)
Comentarios
Publicar un comentario