CERTIDUMBRE MORTAL




SERIE DE SERMONES SOBRE ECLESIASTÉS “SOMOS NIEBLA”

TEXTO BÍBLICO: ECLESIASTÉS 2:12-23

INTRODUCCIÓN

      Los funerales siempre han sido una constante en el devenir de la convivencia social. El que más o el que menos, ha asistido a alguna de estas ceremonias de despedida de los restos mortales de un familiar, amigo o famoso de turno. El funeral se convierte en un instante en el que la pena por la pérdida se une al recordatorio de que nuestra naturaleza es limitada, de que nuestros días sobre la tierra están contados, y de que, tarde o temprano, nosotros seremos los protagonistas de un sepelio. No importa cómo hayas vivido, si en la abundancia de lujos o en la carestía más miserable: serás presa de las garras de la muerte y tu carcasa vacía quedará en este mundo. Lo que sí queda claro es que no todos los entierros son iguales. No es lo mismo la sepultura y funeral de un dictador tan funesto como fue Francisco Franco, que congregó a miles y miles de personas a los lados de una comitiva repleta de pompa y boato, y cuyo cuerpo fue depositado en una monumental tumba en el Valle de los Caídos, que la sepultura y funeral de aquellos que murieron del bando republicano en una zanja anónima y desprovista de cualquier recuerdo y memoria, o en nichos sin referencias a los pies del caudillo español. A unos se les rinden honores y homenajes, y a otros se les olvida para siempre apelando a no abrir heridas que, según determinados políticos, ya deberían haber cicatrizado. El fin de cada persona es distinto según su trayectoria individual, pero sigue siendo el fin.

     Salomón tenía la certidumbre de que la realidad de la muerte alcanzaría a todos, incluyéndose a sí mismo. Era consciente de que el paso del tiempo no perdonaba el deterioro corporal del ser humano. Además, en el texto bíblico que hoy nos ocupa, Salomón reflexiona sobre la sabiduría y la necedad, sobre la sensatez y la estupidez, sobre la inteligencia y la idiotez, y tras meditar largamente sobre el resultado de ser sabio o necio, deduce que la muerte iguala a ambas clases de personas: “Después volví yo a mirar para ver la sabiduría y los desvaríos y la necedad; porque ¿qué podrá hacer el hombre que venga después del rey? Nada, sino lo que ya ha sido hecho.” (v. 12) Tras haber escrito un discurso sobre la futilidad de tener y poseer cosas para hallar la felicidad y la satisfacción espiritual plena, Salomón considera y sopesa los dos platos de la balanza que caracterizan nuestras decisiones en la vida. Ante una elección personal sobre determinados actos o situaciones, podemos tomar dos vías: ser sabios y prudentes atendiendo a la voluntad de Dios, o ser unos auténticos pazguatos y cabeza huecas siguiendo las directrices de nuestro engañoso corazón. 

       El rey Salomón mismo fue un ejemplo de esta dicotomía: sirvió al Señor devotamente durante un tiempo, sujetándose a sus designios y mandamientos, y poco tiempo después se dejó llevar por los deseos de su concupiscencia, dando entrada a la idolatría en su palacio. Y es que es lo mismo que nos ocurre a nosotros: muchas veces nos sometemos al control del Espíritu Santo adorando al Señor, y otras tantas ocasiones lo contristamos y entristecemos dando rienda suelta a nuestro egoísmo e imprudencia. Sabiduría y necedad son alternativas propias de nuestro libre albedrío, y lamentablemente, solemos vivir neciamente a pesar de saber que nuestras decisiones erróneas tienen consecuencias trágicas. Salomón quiere ver más allá del presente, y al preguntarse sobre su sucesor en el trono, él mismo se responde con temor y temblor. Sin ser profeta ni pájaro de mal agüero, el rey confiesa su miedo y su certeza de que el próximo monarca que le suceda hará exactamente lo mismo que él hizo o peor aún. Yendo a las crónicas que nos hablan de su hijo, la verdad es que razón no le faltaba, ya que el reino de Israel fue dividido a causa de decisiones realmente desafortunadas.

1.      SABIOS Y NECIOS EN EL MISMO HOYO

     En su experiencia particular, Salomón reconoce que la sabiduría siempre se impondrá sobre la necedad, que el temor de Dios vence sobre la pecaminosidad humana, que vivir según las leyes y mandamientos del Señor es mejor que meter la pata día sí, y día también: “Y he visto que la sabiduría sobrepasa a la necedad, como la luz a las tinieblas.” (v. 13) La persona inteligente, es decir, aquella que se ciñe por completo a lo que la Palabra de Dios expone, puede ver las cosas como deberían ser y cómo son en realidad. No se lleva a engaño ni se deja embaucar por las atracciones propias de los deleites pecaminosos. Sabe lo que hace, y toma decisiones en dependencia de lo que Dios afirma como verdad y justicia. Sin embargo, el necio, aquel que aborrece los estatutos de Dios y camina de espaldas a ellos, tiene su mente embotada, enceguecida y atiborrada de oscuridad. Como diríamos castizamente, “no tiene luces ni entendederas.” Solo ve su ombligo, su estómago, su ansia de placeres prohibidos. No ve más allá de su interés por lograr aquello que satisfaga momentáneamente sus más depravados anhelos. Y aunque Salomón opta claramente por ser sabio según los parámetros de Dios, sabe que sabios y tontos irán al mismo hoyo el día menos pensado: “El sabio tiene sus ojos en su cabeza, mas el necio anda en tinieblas; pero también entendí yo que un mismo suceso acontecerá al uno como al otro.” (v. 14) Ante este hecho palmario e indiscutible de la certidumbre mortal, Salomón valora su búsqueda de plenitud en la ciencia y los conocimientos, y nos descubre a todos nosotros que el afán por saber más y más en este mundo solo es niebla que se desvanece ante la presencia de Dios en el principio de toda una eternidad conociéndole a Él: “Entonces dije yo en mi corazón: Como sucederá al necio, me sucederá también a mí. ¿Para qué, pues, he trabajado hasta ahora por hacerme más sabio? Y dije en mi corazón, que también esto era vanidad.” (v. 15)

2. LEGADOS SUSPICACES

      Al final, asume Salomón, por saber más o menos, no cambiará el destino que nos aguarda a todo ser humano: “Porque ni del sabio ni del necio habrá memoria para siempre; pues en los días venideros ya todo será olvidado, y también morirá el sabio como el necio.” (v. 16) La memoria selectiva y de corto alcance de la que adolece la raza humana, hará que tanto científicos, pensadores y políticos, como granujas, lelos y mentecatos, sean solo letras en una enciclopedia o cenizas en un panteón. El que queda aquí tras la defunción de otras personas, siempre querrá mejorar, superar y alcanzar mayores cotas de prestigio y conocimiento que los que le precedieron. El ser humano intentará por todos los medios hacer olvidar la fama, obra y memoria de sus ancestros, y atesorar para sí mismo notoriedad durante el mayor tiempo posible. No obstante, como bien sabemos, en el ciclo de la historia, la amnesia también se cebará con sus trabajos y desvelos en busca de éxito inmortal. Todos sin excepción, con nuestras sabias decisiones y con nuestros errores de cálculo, tendremos que cruzar la última puerta, y allí cualquier sapiencia quedará palidecida por la gloria de Dios, y toda estulticia será juzgada y penalizada en justicia.

     En el área del conocimiento y del saber humano, nunca se puede decir que algo ha sido acabado o terminado completamente, porque a cada interrogante contestado, le nacen mil y una incógnitas más que desentrañar e investigar. Salomón había trabajado ardua y esforzadamente por conocerlo todo, y así poder decir que lo sabía todo de todo, pero recordemos su tristeza y desánimo al darse cuenta de que no tendría años suficientes como para arañar la superficie del conocimiento. Aquí vuelve a enfatizar la impotencia y frustración que siente al no hallar en la ciencia el completo contentamiento espiritual que solo Dios puede ofrecer al mortal: “Aborrecí, por tanto, la vida, porque la obra que se hace debajo del sol me era fastidiosa; por cuanto todo es vanidad y aflicción de espíritu. Asimismo aborrecí todo mi trabajo que había hecho debajo del sol, el cual tendré que dejar a otro que vendrá después de mí. Y ¿quién sabe si será sabio o necio el que se enseñoreará de todo mi trabajo en que yo me afané y en que ocupé debajo del sol mi sabiduría? Esto también es vanidad.” (vv. 17-19)

     Imaginémonos cuál sería su estado de ánimo en cuanto a la acumulación de información y conocimientos que no le procuraban lo que su alma necesitaba, que no duda en hablar de aborrecimiento. Aborrecer algo significa detestar enormemente algo, cansarse del ejercicio inútil de seguir sabiendo cosas, perder el interés sobre una actividad como era la de investigar y escrutar los horizontes del saber. Tal era su depresión que incluso duda de la capacidad de quienes tengan que hacer uso de sus conclusiones sobre todo tipo de temas estudiados en profundidad y con agudeza. ¿Será alguien que continúe mi trabajo, honrando todo lo conseguido y logrado? ¿O será un sinsustancia que eche por tierra mi obra, la deje arrinconada en alguna estancia, o la destruya por completo al considerarla indigna? Salomón prefería no trastornarse pensando en lo que será, y vuelve a emplear la idea de que el conocimiento y los descubrimientos científicos son solo niebla que se esfuma con una nueva generación ingrata y olvidadiza. Su pesimismo se alía con su profunda depresión intelectual y existencia, provocándole a albergar sentimientos verdaderamente viscerales: “Volvió, por tanto, a desesperanzarse mi corazón acerca de todo el trabajo en que me afané, y en que había ocupado debajo del sol mi sabiduría. ¡Que el hombre trabaje con sabiduría, y con ciencia y con rectitud, y que haya de dar su hacienda a hombre que nunca trabajó en ello! También es esto vanidad y mal grande.” (vv. 20-21)

      El orgullo intelectual del que hablamos anteriormente en otro de los sermones, hace acto de aparición en el discurso sapiencial de Salomón. Es duro tener que dejar en manos de otras personas aquello por lo que trabajaste como un burro, aquello en lo que invertiste dinero y tiempo, aquello que forma parte indivisible de quiénes somos. Es difícil legar a futuros herederos un acopio descomunal de logros y éxitos, de empresas conseguidas a golpe de riñones, de la obra de toda una vida de desvelos y sacrificios. De ahí la desesperanza en el corazón de Salomón. Creía que nadie merecía apropiarse de todo su fatigoso trabajo, que nadie tenía la capacidad suficiente como para poder apreciar cada detalle de su ingente tarea. Su método fue hacerlo todo con pasión, con cabeza, con inteligencia y con coherencia moral y ética. Pero, ¿cuál sería el método de sus sucesores? Esta posibilidad desconocida atormentaba su mente día y noche, algo que solo podía curarse con la asunción de que los legados en realidad son solo niebla que se deja atrás y se olvida cuando uno ya está en la presencia de Dios.

3. ADICCIÓN AL TRABAJO

     De nuevo, la primera pregunta que Salomón se hizo a sí mismo en el primer capítulo de este libro de Eclesiastés aparece para volver a retomar la idea central de éste: “Porque ¿qué tiene el hombre de todo su trabajo, y de la fatiga de su corazón, con que se afana debajo del sol?” (v. 22) El ser humano pone cuerpo y alma en sus labores mientras está con vida en esta dimensión terrenal. ¿Pero qué saca de ellas? De su esfuerzo y dedicación, ¿qué beneficio resulta? Desde su privilegiada mirada y desde su amplísima capacidad deductiva e inductiva, Salomón responde a esta cuestión con un realismo estremecedor: “Porque todos sus días no son sino dolores, y sus trabajos molestias; aun de noche su corazón no reposa. Esto también es vanidad.” (v. 23) ¿Dónde está la gracia de ir a trabajar todos los días, de querer saber más y más, de acumular dinero en cuentas bancarias, de tener hijos y criarlos, de relacionarse con las personas, de construir una familia, de buscar satisfacción en el empleo? Solo hay dolor e injusticias en este mundo. No hay día en el que no aparezcan nuevas evidencias de que el sufrimiento está presente en todas las áreas de la vida. No existe instante en el tiempo en el que la crueldad humana no devore las pocas esperanzas y expectativas que tenemos en nuestros prójimos. Todo es padecimiento y preocupación, lo queramos asimilar o no.

     Por añadidura, el trabajo solo comporta molestias, sacrificios, desencuentros, explotación, frustración, e innumerables problemas derivados de querer exprimir vilmente las energías de los empleados. Trabajar, en muy pocos casos, nos ofrece placer y contentamiento, realización personal y satisfacción espiritual. En la mayoría de las ocasiones, trabajar es sinónimo de hastío, monotonía, cansancio, esclavitud y hartura. Y como si Salomón lo estuviese previendo, nos advierte de que incluso existen personas que no son capaces de desconectar de su empleo, que siguen ocupados y preocupados por lo que tendrán que hacer al día siguiente en el centro laboral, que devalúan su presencia y disfrute de la familia corriendo en pos de peticiones patronales fuera del horario de trabajo. Salomón ya anticipa la aparición de los adictos al trabajo, de aquellos que solo viven para trabajar, pero que no trabajan para vivir. Tal vez, incluso el propio Salomón hablase de sí mismo, de su obsesión por seguir estudiando, conociendo y entendiendo, dejando a un lado otras prioridades sumamente importantes como el cuidado de su progenie, y su comunión con Dios. En definitiva, el rey Salomón comprende que debe corregir su perspectiva de la existencia humana sobre la base del temor de Dios, y que la obsesión laboral solo es un espejismo nebuloso que desaparece cuando la certidumbre de la mortalidad está cerca de cumplirse en su propia carne.

CONCLUSIÓN

       La realidad se impone sobre cualquier deseo y decisión humana: todos moriremos seamos quienes seamos, y tengamos los sueños y ocupaciones que tengamos. Pero antes de que ese momento llegue, para gozo de aquellos que aman a Cristo, y para vergüenza y castigo de aquellos que le rechazaron en vida, podemos hacer algo para propiciar que nuestras decisiones sean sabias y no estúpidas, para que nuestras elecciones sean sensatas y no imprudentes. No importa en qué tumba acabes o si tus cenizas se las lleva el viento. No importa si tu ataúd es de caoba o es de pino contrachapado. Tu decisión siempre debe ser caminar según el temor de Dios.

       ¿Qué hacer entonces para ser sabios desde este amor por la voluntad de Dios? Aquello que podemos hacer para cambiar nuestro destino eterno es alinear nuestro estilo de vida, nuestros pensamientos y nuestras decisiones con la mente de Cristo. Si somos sabios seremos capaces de dejar que el Espíritu Santo reconduzca nuestra manera de actuar en la vida y asemeje nuestras acciones a aquellas que Jesús realizó mientras caminó entre nosotros. Sé sabio y que la luz del conocimiento de Dios guíe tus pasos para consagrarte más a Él y para recibirle con alegría como tu Señor y Salvador.     

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