MIRA HACIA ARRIBA: LOS TIEMPOS SON DE DIOS




SERIE DE SERMONES SOBRE ECLESIASTÉS “QOHELET: SOMOS NIEBLA”

TEXTO BÍBLICO: ECLESIASTÉS 3:1-8

INTRODUCCIÓN

      ¿Alguna vez has escuchado en una película romántica o en una serie de televisión la expresión “esto es cosa del destino” o “estábamos predestinados a encontrarnos”? A simple vista, estas frases suenan en los labios de dos personas que se aman como poesía, como una canción apasionada de que sus vidas están hechas la una para la otra. Sin embargo, estas palabras encierran una idea que muchas personas tienen sobre por qué y para qué pasan las cosas. Existe una doctrina filosófica llamada “determinismo”, la cual afirma que “todo fenómeno está prefijado de una manera necesaria por las circunstancias o condiciones en que se produce, y, por consiguiente, ninguno de los actos de nuestra voluntad es libre, sino necesariamente preestablecido.” Hablando en plata, lo que esta ideología existencial quiere dar a entender es que no somos dueños de nuestro propio destino, sino que alguien o el azar, ya han trazado cada situación que nos ocurre, cada pensamiento que nos viene a la mente, cada acción e intención, y nada podemos hacer por cambiar ese plan predeterminado. Ya no suena tan romántico, ¿verdad? Aunque siempre existe la posibilidad de que alguien se sienta cómodo con esta idea, y lo fíe todo a la astrología, a los horóscopos y a los adivinos televisivos, porque, según estos individuos, el destino está escrito en las estrellas. Los tiempos ya han sido preestablecidos antes de que naciéramos y todo lo que nos sucede en la vida hemos de asumirlo con serenidad y resignación, puesto que nada hemos de cambiar.

     Alguien que pudiese leer el texto bíblico que hoy nos ocupa, y que escuchase superficialmente la voz de Salomón en estos versículos de Eclesiastés, tal vez albergue el pensamiento de que pase lo que pase en la vida, todo el pescado está vendido. En un vistazo general sobre uno de los textos más conocidos de este libro sapiencial, es posible tener la tentación de albergar el concepto de que somos marionetas manejadas al antojo de un ser superior, de que somos hormigas siendo observadas por un diseñador que nos ha arrebatado el libre albedrío o la capacidad de tomar decisiones de manera libre y autónoma. Sin embargo, es todo lo contrario. Salomón nos propone mirar hacia arriba, no para esperar el golpe del destino o para ser teledirigidos desde el cielo, sino para reconsiderar todas las cosas que suceden, todos nuestros pensamientos, todas nuestras actuaciones y todas nuestras palabras de acuerdo a sus designios soberanos y sin renunciar a nuestra libertad de elección en la vida sin limitar la grandeza del plan de Dios para la humanidad. No somos autómatas que hacen lo que se les dice sin recibir argumentos del por qué se hacen las cosas. No somos entes robotizados que se someten sin rechistar a los deseos de un dios caprichoso. Somos seres hechos de tiempo que debemos gestionar la materia de la que hemos sido creados por Dios para armonizarnos con los tiempos del Señor y su amorosa providencia.

     Vayamos al texto bíblico: “Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora.” (v. 1) Cada acción, idea e intención humana será llevada a cabo en la oportunidad del momento en el que se vive. La palabra “todo” aglutina todas aquellas cosas que nos identifican como seres con libre albedrío. Todos nuestros deseos, todos nuestros miedos, todas nuestras esperanzas, todas nuestras palabras y todas nuestras obras tienen su realidad en el tiempo de nuestra existencia terrenal. Lo realmente complicado es realizarlas dentro de los tiempos que Dios determina como los oportunos y correctos. Sabemos que a veces hacemos cosas a destiempo o fuera de tiempo, que, en ocasiones, o no llegamos o nos pasamos. Todo aquello que podamos pensar o hacer posee su espacio dentro del intervalo temporal determinado y acotado de nuestras vidas, pero no todo se acomoda a la voluntad de Dios. El ser humano anhela determinadas cosas que se hallan muy alejadas de lo que nos conviene, de lo que es bueno y justo, de lo que Dios afirma como deseable desde lo espiritual. Pero incluso estos deseos tienen su momento en el laberinto temporal en el que nos introducimos desde nuestro primer día, día que Dios estableció para nuestro nacimiento. Aunque vivamos inmersos en una vorágine absolutamente desenfrenada en el que los tiempos se nos escapan a causa de un estilo de vida centrado en el trabajo, el tiempo siempre dará una oportunidad para poder probar a hacer algo que desea nuestro corazón. La cuestión es si ese deseo es compatible con los tiempos de Dios, y si nuestra mirada se alza al cielo antes de tomar una decisión al respecto.

      Salomón a continuación enumera con gran sabiduría y habilidad sintetizadora el amplio espectro de acciones y actitudes humanas que definen esto que llamamos vida. No juzga si cada acción es buena o es mala. Solo deja constancia de la polarización, a veces antitética y otras veces paradójica, de las acciones humanas. Se vale de un recurso estilístico realmente exquisito para diseccionar al individuo dentro de su soledad y de su sociedad, el merismo, mediante el cual dos opuestos implican todas las actividades que subyacen entre los dos polos: “Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado; tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar; tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar; tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar; tiempo de romper, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar; tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz.” (vv. 2-8) Al parecer, Salomón, en su dilatada experiencia, reduce poéticamente todo cuanto el ser humano habrá de hacer durante los años de su edad, pero lo hace sin olvidar los grandes significados simbólicos que cada momento de la vida atesora.

       “Tiempo de nacer y tiempo de morir.” (v. 2) Salomón constata una realidad inmutable y cíclica que sigue ocurriendo desde que el pecado entró en este mundo. Unos nacen y otros fallecen. Es una de las leyes inquebrantables de la vida que el ser humano escogió tras caer de la gracia de Dios por causa de su desobediencia y orgullo. Todos hemos tenido un instante en la vida en el que hemos visto la luz tras ser llevados en el vientre de nuestras madres, y no cabe duda de que un día moriremos para pasar de este mundo con sus claroscuros y vaivenes a otro mundo, un territorio espiritual donde habremos de morar con Cristo por toda la eternidad. Sabiendo que unos nacen y otros mueren, hemos de saber administrar el tiempo que comprende este intervalo temporal para que nuestro nacimiento, querido por Dios, se armonice con nuestra trayectoria terrenal obedeciendo y amando al Señor, y con nuestra muerte, para los creyentes la puerta que se abre de par en par para disfrutar plenamente de las riquezas celestiales y para culminar una existencia de seguimiento de Cristo.

     “Tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado.” (v. 2) Como bien saben los agricultores, no toda semilla que se siembra, da el fruto deseado. Siempre existen instantes en la vida en la que es necesario plantar algo con la confianza de que de lo sembrado surgirá un fruto delicioso y apetecible. Y a menudo es así, ya que el resultado de nuestra plantación, de nuestras decisiones acertadas y sensatas, es hermoso, perfecto y valioso. Plantamos esfuerzo y tesón en nuestras carreras y vocaciones para recibir el fruto dulce de un trabajo que se adecúe a nuestra profesión; plantamos amor y cariño para contemplar como el fruto de una familia según Dios crece y a su vez fructifica para gozo y alegría del mundo; plantamos semillas de salvación en los corazones de los incrédulos, y esta simiente nos ofrece el espectáculo hermoso y espléndido de vidas entregadas a Cristo. No obstante, a veces plantamos cosas que se muestran estériles e infructuosas. En ocasiones queremos plantar algo que no se acomoda a la voluntad de Dios, sino que se conforma a los deseos vanos de nuestras concupiscencias, y esa planta solo absorbe nuestro tiempo, nuestras energías y nuestros recursos sin darnos réditos o beneficios. Después de un buen tiempo, y tras darnos por fin cuenta de nuestra pésima elección y de compararla con la voluntad de Dios, decidimos arrancar lo plantado, aunque signifique sacrificar algo o dar por perdida toda nuestra inversión. 

     “Tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de edificar.” (v. 3) ¿Es esto una apología de la violencia? Por supuesto que no. Matar no supone únicamente hablar de homicidio doloso o de asesinato vengativo. Matar a veces es la única manera de desarraigar un problema, de acabar con el abuso y la explotación, de terminar con una plaga o de reconocer nuestra culpa, destruyendo el mal que habita en nosotros. Tal vez no se trate de un derramamiento de sangre en toda regla, pero sí es el símbolo de morir a lo superfluo, a lo pecaminoso, a lo malvado y a lo abyecto, para ser resucitados, renovados y sanados espiritualmente. En tiempos de Salomón, seguramente estos tiempos y ocasiones se dirigirían a eliminar a los adversarios que atentaban contra la paz y la justicia, y a restañar las heridas infligidas durante una batalla, elaborando alianzas tras la batalla. Pero para nosotros hoy, destruir una vida humana no es una opción, por lo que lo único que nos queda en aquello que respecta a estas frases, es erradicar de nuestras vidas y de nuestra sociedad lo podrido, lo corrupto y lo infame, construyendo y edificando un futuro lleno de Cristo y repleto de su gracia y redención. Cura y edifica sobre los valores del Reino de los cielos, y mata y destruye todo aquello que supura odio, rencor, racismo, intolerancia e injusticia.

     “Tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de endechar, y tiempo de bailar.” (v. 4) A nadie le gusta tener que derramar lágrimas amargas. A nadie le encanta tener que lamentar la pérdida de un ser querido. Pero ambas son experiencias que nos hacen humanos, que nos identifican como seres con sentimientos, emociones y afectos. Cuando la desgracia se abate sobre nosotros, cuando el miedo nos atenaza en medio de la tempestad desatada contra nuestra felicidad, o cuando perdemos algo que amábamos con todas nuestras fuerzas, es preciso llorar. Es necesario dejar que el manantial de llanto limpie nuestro corazón de rencores, de culpas y de remordimientos. Es menester que las lágrimas dejen salir la frustración, la tristeza y la impotencia de dentro de nosotros. Desahogarnos sobre el hombro de un amigo o de un familiar, derramando nuestras emociones sin tener en cuenta lo que piensen los demás, es higiénico, curativo y altamente saludable. Mientras tengamos que transitar como peregrinos por este mundo, habremos de llorar y endechar, porque el dolor y la muerte, productos del pecado humano, son reales, y ante esta realidad, lo único que podemos hacer es levantarnos de nuevo para reír y bailar en tiempos más esperanzadores, más festivos, de celebración de la vida, de felicidad y satisfacción. Sonreír por la llegada de un hijo, por la consecución exitosa de una empresa, por hallar el amor verdadero, o por cumplir un sueño largamente deseado, son solo unos pocos motivos por los que no debemos dejar de gozarnos y alegrarnos en esta vida a pesar de los pesares. Danzar como peonzas en una fiesta tradicional, bailar hasta la madrugada conmemorando el júbilo de una celebración matrimonial, divertirse sanamente y con mesura agarrados de la mano y el talle de la persona amada, son sensaciones que también encuentran su oportunidad debajo del sol, y como cristianos no hemos de renunciar a esos instantes de risa y regocijo.

     “Tiempo de esparcir piedras, y tiempo de juntar piedras.” (v. 5) En tiempos de Salomón, para poder cultivar un terreno, era obligado quitar las piedras del mismo. Alguien dijo a modo de leyenda, que Dios le dio a un ángel un buen montón de piedras para que las distribuyese por el mundo, pero que tuvo la mala fortuna de que se le cayeran casi todas en Palestina, por lo que lo pedregoso del territorio, hacía necesario despedregar el campo a labrar. De modo contrario, si querías hacerle la pascua a tu adversario, lo que más fastidiaba era que el contrincante llenase de piedras la totalidad de la parcela. Hay tiempos en los que hay que marcar con piedras nuestra posición contra determinadas prácticas y conductas, y en otras ocasiones hemos de juntar piedras para construir muros de protección contra las deplorables influencias del mundo, para edificar hogares cristocéntricos, y para unificar criterios como piedras vivas que se funden en un solo cuerpo como iglesia.

     “Tiempo de abrazar, y tiempo de abstenerse de abrazar.” (v. 5) ¡Qué maravillosos son los abrazos que se dan sinceramente! No hay mayor manifestación de aprecio, después de los besos, que ofrezca tanta calidez, tanto cariño y tanta ternura. Como padres, sabemos lo que ocurre cuando nuestros hijos pasan de la infancia a la adolescencia, y contemplamos entre sorprendidos y confundidos como esos niños que siempre te abrazaban y te hacían carantoñas, ahora evitan esta expresión tan entrañable porque les da vergüencilla. ¡Aprovechad el tiempo, padres de niños pequeños, porque llegará el día en el que se aislarán como ermitaños en su habitación! Salomón también se refiere al hecho de que en determinados momentos de la vida es preciso dejar que lo que queremos siga su camino, desprendernos de algunas cosas que pueden lastrar nuestra dinámica vital, evitar asirnos de personas o elementos que forman parte de quienes somos para seguir creciendo y madurando. Para seguir a Cristo a menudo es menester tener que dejar de abrazar relaciones tóxicas y cesar en nuestra adoración de dioses vacíos y falsos.

     “Tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de desechar.” (v. 6) El creyente es un buscador por excelencia. Es alguien que no se conforma con lo que sabe, ni se siente reconfortado con lo que le dicen los demás. Es un explorador espiritual que va al encuentro de la verdad, intentando descubrir el auténtico camino de la salvación y de la plenitud. No se acomoda en el sillón de la complacencia, sino que se entrega apasionadamente a encontrar definitivamente a Aquel que puede saciar su deseo de trascendencia. Es difícil ser un buscador en nuestros días, ya que muchos optan por recibir de buen grado una fe empaquetada y preparada al gusto sin hacerse preguntas ni intentar responder a sus interrogantes existenciales, pero el cristiano tiene la certeza de que su búsqueda debe ser personal y de que ésta es una aventura continua mientras queda aliento en el cuerpo. Al encontrarse lo que se quiere, se debe guardar en el tesoro del corazón para poder recordar el por qué de lo que somos y hacemos. Por otro lado, también hay instantes en los que es preciso perder de vista cuestiones, personas e ideologías, porque entorpecen esa búsqueda genuina de Dios. Perder algo no siempre es negativo. En ocasiones es mejor perder algo para ganar o descubrir otra cosa mucho más valiosa, o para vivir en paz con Dios, con los demás seres humanos y con nosotros mismos. Desechar nocivas influencias, conversaciones venenosas y prácticas ponzoñosas siempre será beneficioso para nuestras almas.

      “Tiempo de romper, y tiempo de coser.” (v. 7) Las rupturas, en apariencia, siempre son traumáticas, ya que de algún modo dan a entender que hubo un tiempo en el que el amor, la consideración y el respeto eran la razón de ser de una relación, pero que por una serie de factores que comprende la falta de alguna de los anteriores componentes del vínculo, se ha quebrantado la confianza mutua. Sin embargo, a veces es necesario romper alianzas, amistades y contratos sociales para seguir creciendo como personas, para evitar males mayores en el futuro, y para no consumar equivocaciones que nos llevarán a consecuencias muy difíciles de asumir. En cuanto a coser, esta es una expresión últimamente muy habitual en los círculos políticos y de partido cuando la división de criterios y de bandos se concreta. Coser o remendar implica restaurar relaciones que fueron truncadas por un conjunto de razones, tanto legítimas como ilegítimas. Coser es volver a unir aquello que se había rasgado en los corazones de las personas que hoy están separadas, polarizadas y enemistadas encarnizadamente. Pues también hay tiempo para la reconciliación y la sanidad de los lazos fraternales, familiares, conyugales, paterno-filiales y de amistades, cuestión en la que debemos poner todo de nuestra parte para volver a saborear una intensa y edificante nueva relación sin los condicionantes del odio, del rencor y del olvido.

      “Tiempo de callar, y tiempo de hablar.” (v. 7) Yo creo que éste es el ejercicio más difícil de todos los que están encuadrados en la lista de Salomón. Saber en qué momento es oportuno permanecer en silencio, y discernir en que instantes es necesario hablar, nos cuesta horrores a los seres humanos. ¿En cuántos berenjenales no nos habremos metido por no decir las cosas cuando tocaba? ¿En cuántos entuertos no nos habremos involucrado por dejar que la sinhueso parlotee sin ton ni son? El tiempo del silencio lo debemos hallar en la escucha atenta del otro, sin interrumpir, con gentileza y paciencia, mientras que el tiempo de hablar lo hemos de encontrar cuando el silencio del otro comienza. Callar no supone rendirse al discurso del otro, ni someterse a sus argumentos, y eso es algo que mucha gente todavía no entiende. Como no queremos que nos coman la tostada, comenzamos a bramar como toros y a gritar como locos, intentando que nuestra voz se superponga a la del contrincante, como si alzando el volumen hiciese que nuestras razones tuviesen más valor. Hablar pausadamente, con conocimiento de causa, con las ideas claras y el corazón limpio de animosidades, es el mejor modo de acompañar los pensamientos y las posiciones propias. Tiempo tendremos de ambas cosas, aunque siempre, para bien o para mal,  optaremos por hablar más que callar.

      “Tiempo de amar, y tiempo de aborrecer; tiempo de guerra, y tiempo de paz.” (v. 8) He aquí, para cerrar el espectro de lo que ocurre en la vida, dos polos opuestos y sus respectivos efectos en la realidad. El amor trae paz, mientras que el aborrecimiento siempre acabará en guerras. El cristiano siempre debería desear amar, ya que este es el mayor doble mandamiento que Jesús nos dio, el de amar a Dios por encima de todas las cosas, y el de amar a nuestros semejantes como él mismo nos amó. El creyente en Dios es un hombre de paz, un pacificador cuyo amor por los demás, aún por los enemigos, es su santo y seña, en un mundo que prefiere aborrecerse y odiarse para conservar sus posturas, sus idiosincrasias y sus intereses egoístas. El amor debe primar en la vida del discípulo de Cristo y en la vida de la comunidad de fe. No obstante, esto no quita que tengamos que ponernos la armadura de Dios para combatir firmemente contra las asechanzas de Satanás, contra la imposición de ideologías antibíblicas y contra aquellos de nuestros vecinos que intenten destruir nuestro nombre, nuestra familia o nuestra fe. El cristiano es un soldado preparado y pertrechado para emplear con destreza la espada de la Palabra de Dios para resolver conflictos y luchas. Guerra y paz, amor y aborrecimiento, son aspectos propios de la vida que nos demuestran nuestra poca capacidad para mantenernos afirmados en el amor y en la paz, y más enredados en trifulcas y peleas que no nos llevan a ningún lugar, y que generan una cada vez mayor violencia y odio.

CONCLUSIÓN

     Salomón supo condensar en unos cuantos versículos el contenido de las acciones, actitudes e intenciones del ser humano. No importa en qué cosa pensemos; ya está contemplada dentro de estos intervalos de las polaridades del ser humano. Somos seres encadenados a las oscilaciones de la inconstancia de nuestra alma, y lo único que podemos hacer para evitar que esta esclavitud determine nuestros actos, es armonizarnos en cuerpo, mente y alma con los propósitos y el orden establecido y creado por Dios, el diseñador del universo. Contando con la sabiduría de Dios, revelada en su Palabra y en la persona de su Hijo Jesucristo, podremos encontrar la ocasión apropiada para hacer aquello que a Dios le agrada y que solo nos aportará bendición y crecimiento espiritual. Mira hacia arriba, ora al Señor, y encuentra el “timing” de Dios en cada decisión que tomes, ya que nunca saldrás defraudado al presentarla delante del que ordena los tiempos y las sazones, porque recuerda: no eres esclavo de ningún destino.

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