EL DIOS DE LAS SEGUNDAS OPORTUNIDADES





SERIE DE ESTUDIOS BÍBLICOS EN GÉNESIS “VOLVIENDO A LOS FUNDAMENTOS”

TEXTO BÍBLICO: GÉNESIS 4:25-5:27

INTRODUCCIÓN

      Los seres humanos somos muy poco dados a dar nuevas oportunidades a los demás cuando éstos se equivocan o meten la pata. La paciencia y la confianza renovada no suele ser parte de nuestra manera de considerar el error y la falta cometida. Si alguien la hace, normalmente la paga, y si puede ser con creces, mejor que mejor. Si alguna persona yerra en el desempeño de su labor, lo normal, según mi experiencia, es que sea reconvenida de malos modos, despedida sin contemplaciones e insultada con un menosprecio de aúpa. Si en una relación somos imprudentes e incumplimos compromisos o promesas, lo más seguro es que se nos ponga una cruz y se nos tache para siempre de insensatos, de poco fiar o de sospechosos habituales. Esto tiene mucho que ver con la sabiduría popular que destilan los refranes castizos de nuestra tierra, sobre todo cuando se dice entre otras lindezas y tópicos que “piensa mal y acertarás” o que “por un perro que maté, me llamaron Mataperros.” Vaya, que el asunto de dar nuevas oportunidades al prójimo se nos da fatal y que ofrecer un nuevo comienzo a algo que se rompió y empezar de cero se nos antoja, humanamente hablando, un esfuerzo titánico y sobrehumano.

     Es entendible y comprensible que después de un borrón en el expediente, se nos aconseje, se nos amoneste, e incluso se nos castigue. Lo que no es entendible ni comprensible desde la óptica del evangelio de las segundas, terceras y enésimas oportunidades que predicó Jesús durante su ministerio en la tierra para con la humanidad entera, es que nos cerremos en banda cuando los demás nos fallan. Un cristiano debe superar la tendencia carnal de volver la espalda al que se equivoca y nos ha herido de algún modo, permitiendo que sea el Espíritu Santo el que provoque en nuestra actitud la imitación de Jesús en el trato con los que acudían a él rogando una segunda oportunidad para restaurar lo que se había hecho añicos en sus vidas y en las de otros. ¿Qué ocurriría si Dios en Cristo no nos ofreciese cada día sus misericordias, miles de oportunidades y ocasiones para confesar nuestros pecados, cientos de instantes en los que arrepentirnos de nuestras faltas contra Él? Seguramente hace mucho tiempo que estaríamos erradicados de la faz de la tierra a tenor de la misma justicia que gastamos con los demás, una justicia justiciera y sin un pequeño resquicio a la gracia, al perdón o a la compasión.

     En este sentido, después de leer, estudiar y escuchar la historia de Caín y Abel, y las bravatas de Lamec sobre la venganza y la violencia, podríamos sumirnos en la depresión más absoluta. ¿Hacia dónde se encaminaba una humanidad que había dejado de lado la justicia distributiva y la misericordia para aferrarse a toda una vida dedicada a la crueldad, al delito y a la maldad? ¿Estaba todo perdido para el ser humano tras la muerte del justo Abel? ¿Iba el Señor a dejar a la deriva de sus propios deseos concupiscentes a una raza humana que ya no quería tener comunión con Él? Por supuesto que no, gracias a Dios. El Señor no ejecuta su justicia santa sobre el ser humano depravado y enfangado en el pecado, aniquilándolo y borrándolo de un soplo de la memoria de la historia, sino que provee de una nueva línea promisoria a través de la cual el plan de salvación transcurra, con sus obstáculos y barreras, hasta desembocar en la cruz de Cristo siglos y siglos después. Dios no tira de un plan B alternativo a causa de que Caín lo ha sorprendido negativamente con su crimen fratricida o a causa de la multiplicación de las malvadas intenciones del ser humano. En su presciencia, Dios ya sabe lo que va a acontecer, y sus propósitos redentores logran plasmarse según sus sabios designios en personas que son escogidas para desarrollar y colaborar en el cumplimiento de sus planes eternos.

1.      SET: UN NUEVO COMIENZO

      Set es ese hombre que Dios elige para continuar con una estirpe de seres humanos que sirven a Dios y transmiten su voluntad a través de las eras de la historia de la humanidad. Tras el deceso violento de Abel, Dios concede a Adán y a Eva el don inefable de un hijo, que aun siendo él mismo, además es el sucesor y sustituto del fallecido trágicamente: “Y conoció de nuevo Adán a su mujer, la cual dio a luz un hijo, y llamó su nombre Set: Porque Dios, dijo ella, me ha sustituido otro hijo en lugar de Abel, a quien mató Caín.” (v. 25) Tanto Adán como Eva llegan al conocimiento del crimen de su hijo primogénito, tal vez avisados por el mismo Dios. Imaginemos el dolor de una pérdida como la de un hijo bueno y obediente, con un futuro por delante. Imaginemos la sensación desagradable y el regusto amargo que quedaría en el paladar del primer matrimonio, ya que hasta ese momento el ser humano no había sentido lo que era morir físicamente. Imaginemos el sonido de dos corazones rompiéndose al unísono al contemplar el cuerpo inerte de su retoño, carne de su carne, sangre de su sangre. Imaginemos el pesar y la mezcla perversa de emociones y sentimientos que surgirían de sus almas tristes al ver partir a su otro hijo, maldecido por Dios y desterrado en tierras desconocidas y peligrosas. El cuadro dantesco de una familia destrozada y disgregada, seguramente volvería a traer a la memoria de la primera pareja humana el juicio de Dios tras su desobediencia en el huerto del Edén.

     Sin embargo, Dios no deja que el sufrimiento se apodere del corazón humano, sino que despierta en una nueva ocasión el nacimiento de una esperanza, encarnada en Set, un regalo de Dios que paliará en la medida de lo posible el recuerdo doloroso y apesadumbrado de Abel. Caín queda como alguien ajeno a la familia, puesto que sus decisiones lo han hecho indigno de ser considerado como un hijo, y ahora solo es el asesino de Abel. Dios provee un renovado camino humano que prosiga el empeño divino en que la humanidad vuelva a ser lo que Él quiso que fuera en sus orígenes: bueno y perfecto en gran manera. El nombre del propio Set, “sustitución”, ya va perfilando el papel cristológico de Jesús como el sustituto de todos los mortales, aquel que nos justifica en la cruz del Calvario. Es de nuevo, la mujer, la que pone nombre a la criatura, y por tanto, es la que da significado a la nueva vida que toma entre sus amorosos brazos de madre.

     El capítulo cinco de Génesis recapitula y vuelve sobre sus pasos para resumir el acto generador que el Señor ha tenido a bien en incluir en la esencia del ser humano. A través de esta genealogía que presenta este capítulo, este recuento de descendientes de Adán y Eva, cinco son los elementos que podemos considerar como patrones que adornan la vida humana, y que son dados directamente por Dios: generación o creación, semejanza, género, bendición y nombre: “Este es el libro de las generaciones de Adán. El día en que creó Dios al hombre, a semejanza de Dios lo hizo. Varón y hembra los creó; y los bendijo, y llamó el nombre de ellos Adán, el día en que fueron creados.” (Génesis 5:1-2)

        En primer lugar, Dios es Creador de la humanidad, esto es, la humanidad no ha aparecido de la nada por sí misma, ni es producto del azar y de las combinaciones moleculares casuales. En segundo lugar, esta humanidad es semejante a Dios, cosa que excluye completamente la idea y el deseo del mortal por ser igual a su Creador. El ser humano es parecido a Dios en determinados atributos y características que en su beneplácito ha querido compartir con él, pero no es exactamente como Dios en toda su gloria, plenitud y naturaleza. En tercer lugar, el ser humano posee dos géneros, y no tropecientos mil, como otros abogan erróneamente en los tiempos que nos tocan vivir, el masculino y el femenino. Es la única combinación natural que produce la vida y que genera la reproducción biológica. En cuarto término, el Señor bendice a la humanidad, y en esa bendición viene implícito su deseo de hacerlo feliz, de tener comunión con su persona, de vivir plenamente su identidad como criatura privilegiada en el marco de la obediencia. Esta bendición es la que precisamente hace que Dios no haga desaparecer al ser humano a causa de su pecado. Por último, Dios pone nombre al ser humano, esto es, pone su sello genérico en su criatura para que ésta no olvide nunca de dónde viene, del polvo, a quién pertenece, a su Creador,  y hacia dónde debe dirigir su existencia al completo, a glorificar y a disfrutar de su Señor.

     La enumeración a continuación es el trasiego común que nos une como seres humanos: nacimiento, matrimonio, reproducción, muerte y herencia: “Y vivió Adán ciento treinta años, y engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen, y llamó su nombre Set. Y fueron los días de Adán después que engendró a Set, ochocientos años, y engendró hijos e hijas. Y fueron todos los días que vivió Adán novecientos treinta años; y murió.” (vv. 3-5). La largura de días en la edad de los primeros seres humanos no logró esquivar el beso frío de la muerte. Adán pudo comprobar de primera mano el sabor metálico e incierto del fin de sus días sobre la tierra, a pesar de su avanzada edad. Durante su existencia participó de la capacidad generadora que Dios le otorgó, viendo reproducida su condición y naturaleza en sus hijos, nietos y biznietos. La muerte aparece aquí de manera natural, sin violencias, con el convencimiento de que anduvo delante de Dios hasta su final, y que encomendó a su hijo Set un nuevo comienzo, un inicio alternativo al camino de los cainitas. La parca de dedos helados recogiendo el último estertor de Adán nos recuerda las palabras del salmista: “He aquí, diste a mis días término corto, y mi edad es como nada delante de ti; ciertamente es completa vanidad todo hombre que vive. Ciertamente como una sombra es el hombre; ciertamente en vano se afana; amontona riquezas, y no sabe quién las recogerá. Y ahora, Señor, ¿qué esperaré? Mi esperanza está en ti.” (Salmos 39:5-7); “Los días de nuestra edad son setenta años; y si en los más robustos son ochenta años, con todo, su fortaleza es molestia y trabajo, porque pronto pasan, y volamos.” (Salmos 90:10).

2. ENÓS: ADORANDO A DIOS

      Enós es un personaje bíblico que aparece brevemente, pero que nos enseña algo fundamental para entender la vida de la rama setita de la primera humanidad: “Y a Set también le nació un hijo, y llamó su nombre Enós. Entonces los hombres comenzaron a invocar el nombre de Jehová… Vivió Set ciento cinco años, y engendró a Enós. Y vivió Set, después que engendró a Enós, ochocientos siete años, y engendró hijos e hijas. Y fueron todos los días de Set novecientos doce años; y murió. Vivió Enós noventa años, y engendró a Cainán. Y vivió Enós, después que engendró a Cainán, ochocientos quince años, y engendró hijos e hijas. Y fueron todos los días de Enós novecientos cinco años; y murió.” (4:26; 5:6-11). En la misma línea que sus ancestros, Enós, cuyo nombre significa “ser humano”, nace, crece, se reproduce y muere. La única curiosidad que hallamos en él en medio de todos sus ancestros y descendientes es que justo durante su existencia, los seres humanos empiezan a adorar a Dios con el nombre que da a Moisés en el monte Horeb siglos más tarde, YHWH. ¿Es que antes de Enós no se adoraba a Dios, no se invocaba su nombre o no se comunicaba el registro oral de la creación? Abel y Caín ya ofrecieron ofrendas a Dios en su momento. Probablemente, a lo que se refiere el escritor de Génesis es que la adoración se convierte en una especie de institución con sus normativas y estipulaciones ya establecidas con cierta autoridad sacerdotal de por medio. Ya existen unas periodicidades, unas primitivas liturgias y unas regulaciones claras y consensuadas por todo el clan familiar.

3. ENOC: CAMINANDO CON DIOS

     Hasta Enoc, se suceden los nombres de sus antecesores descritos con los mismos patrones de dinámica vital que los anteriores, solo que con cambios en la edad a la que llegan los representantes de cada generación setita: “Vivió Cainán setenta años, y engendró a Mahalaleel. Y vivió Cainán, después que engendró a Mahalaleel, ochocientos cuarenta años, y engendró hijos e hijas. Y fueron todos los días de Cainán novecientos diez años; y murió. Vivió Mahalaleel sesenta y cinco años, y engendró a Jared. Y vivió Mahalaleel, después que engendró a Jared, ochocientos treinta años, y engendró hijos e hijas. Y fueron todos los días de Mahalaleel ochocientos noventa y cinco años; y murió. Vivió Jared ciento sesenta y dos años, y engendró a Enoc. Y vivió Jared, después que engendró a Enoc, ochocientos años, y engendró hijos e hijas. Y fueron todos los días de Jared novecientos sesenta y dos años; y murió.” (vv. 12-20) Como curiosidad, ofrecer los significados de sus nombres. Cainán significa “dueño, comprador”, Mahalaleel significa “alabanza a Dios”, y Jared quiere decir “gobernante.” Tal vez de manera simbólica sus nombres nos suscitan posibles ocupaciones propias de la sociedad primitiva como el comercio, el sacerdocio o la política, pero esto no son más que especulaciones interesantes. 

     Enoc descolla por encima de los demás componentes de las genealogías por un hecho ciertamente desconcertante y asombroso: “Vivió Enoc sesenta y cinco años, y engendró a Matusalén. Y caminó Enoc con Dios, después que engendró a Matusalén, trescientos años, y engendró hijos e hijas. Y fueron todos los días de Enoc trescientos sesenta y cinco años. Caminó, pues, Enoc con Dios, y desapareció, porque le llevó Dios.” (vv. 21-24). Enoc, dado el grado de comunión e íntima relación con Dios, es ascendido a los cielos antes de que tuviese que padecer la muerte. Junto con Elías el profeta tisbita, Enoc es único al recibir este privilegio tan grande. El indicativo que nos explica este hecho tan formidable es su caminar con Dios, como si en medio de una charla amistosa, durante un paseo matutino como el que compartía Dios con Adán y Eva en el Edén, Dios amase tanto a Enoc que le dispensase de pasar por el trance de mirar cara a cara a la muerte. Es como si Dios pudiese por fin haber encontrado a alguien de en medio de sus criaturas a alguien que se ajustaba casi perfectamente a lo que Dios esperaba del ser humano antes de la caída. 

       En el Nuevo Testamento se nos amplía este acontecimiento sublime y glorioso: “Por la fe Enoc fue traspuesto para no ver muerte, y no fue hallado, porque lo traspuso Dios; y antes que fuese traspuesto, tuvo testimonio de haber agradado a Dios.” (Hebreos 11:5). Dos son los elementos que logran este milagro sobrenatural realizado por Dios: la fe y la obediencia. Ambas dan forma a aquel corazón y a aquella vida que se consagra por completo a servir a Dios con devoción suprema. Creer en Dios y creer la Palabra de Dios son los dos ingredientes imprescindibles para aspirar a ser como Enoc, alguien del que nadie podía decir nada negativo o reprochable. Era alguien que colocaba a Dios por encima de todas las cosas, y que se dejaba guiar por una relación íntima, profunda y personal encomiable que rindió el fruto de un galardón que muchos quisiéramos obtener de las mismísimas manos de Dios. 

       Otro escritor neotestamentario también se refiere a Enoc en otros términos cuando habla sobre los falsos maestros que poblarán la tierra y engañarán a los creyentes de todos los siglos: “De estos también profetizó Enoc, séptimo desde Adán, diciendo: He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos de todas sus obras impías que han hecho impíamente, y de todas las cosas duras que los pecadores impíos han hablado contra él.” (Judas 14, 15). Aquí se relaciona a Enoc con el rol profético, algo que casa perfectamente con su caminar diario con Dios. En esta profecía, la cual se extiende hasta nuestros días, se condenan las mentiras y las falsedades de individuos que distorsionarán la fe y la obediencia en favor de sus bolsillos y aires de grandeza. El profeta solía estar imbuido del poder del Espíritu Santo, y por tanto, podemos colegir que Enoc era una persona llena de su presencia, de su poder, de su sabiduría y de su fruto.

      Para concluir esta lección, la línea genealógica nos depara la referencia del ser humano más longevo conocido de la historia, Matusalén, hijo de Enoc. “Vivió Matusalén ciento ochenta y siete años, y engendró a Lamec. Y vivió Matusalén, después que engendró a Lamec, setecientos ochenta y dos años, y engendró hijos e hijas. Fueron, pues, todos los días de Matusalén novecientos sesenta y nueve años; y murió.” (vv. 25-27). Matusalén significa “hombre de la jabalina”, con lo que el círculo de ocupaciones primitivas de la humanidad por parte del linaje setita se cierra con una posible alusión a la caza, a la pesca o a la parcela militar.

CONCLUSIÓN

    Como hemos podido constatar, Dios abre vías en la historia para ver cumplidos sus propósitos sin verse menoscabado su poder, su veracidad y su fidelidad a las promesas dadas. Además, entendemos que Dios es un Dios de segundas e innumerables oportunidades, lo cual veremos con mayor nitidez en la vida de nuestro próximo personaje bíblico, Noé.

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