EL ASESINO, EL VAGABUNDO Y EL CONSTRUCTOR
SERIE DE
ESTUDIOS EN GÉNESIS “VOLVAMOS A LOS FUNDAMENTOS”
TEXTO
BÍBLICO: GÉNESIS 4:8-24
INTRODUCCIÓN
Es encender la
televisión o revisar el periódico digital de buena mañana, y las noticias sobre
asesinatos y homicidios, de todas las formas y colores, vuelven a
desilusionarme acerca de la capacidad humana de convivir en sociedad sin
llevarse a nadie por delante. Es sentarse a ver una película o serie para
comprobar que, en la mayoría de tramas e historias, el asesinato o la muerte
violenta de alguien aparece en escena como centro de todo el desarrollo
narrativo. A raíz de la realidad del homicidio, series como CSI, Bones, Castle,
Se ha escrito un crimen, Sherlock, Elementary, y miles más, centran su interés
en el modo más ingenioso, tecnológico o alternativo de descubrir al criminal
sanguinario de turno. Es comenzar a leer una novela, sea histórica, fantástica,
policíaca o de terror, y el derramamiento de sangre salta de las páginas a la
mente en milésimas de segundo, para seguir sobrecogiéndote el corazón, las
entrañas y el alma. No existe modo de escapar o de eludir el episodio trágico y
dantesco de una o varias vidas segadas antes de tiempo.
Precisamente hace
unos días, mientras veía una película producida por Netflix, llamada “1922”, en la que se narra el asesinato
de una mujer a manos de su esposo y de su hijo por una cuestión de dinero y
tierras en el Medio Oeste norteamericano, el perverso protagonista, reconoce
que en su interior existe un confabulador que persigue lograr sus fines a toda
costa manipulando incluso a su propio descendiente hasta convencerlo de que
asesinar a su madre es lo mejor para los dos. En uno de sus diálogos, el padre
de familia asegura que Dios quita la vida a todos menos a aquellos que son
asesinados, ya que son los seres humanos los que se arrogan con una
prerrogativa divina. En cierta manera, tiene razón. El homicidio y el
asesinato, con todos sus matices y casuísticas, logra cortar de manera
imprudente y anticipada la existencia de una persona. Las razones que llevan a
un ser humano a llevar a cabo esta infame acción casi siempre tienen que ver
con ese viejo hombre confabulador que llevamos todos en nuestro interior.
A.
EL ASESINO
Retomando el
estudio y el texto bíblico anterior, encontramos a Caín siendo avisado y
aconsejado por Dios. En sus manos está resistirse a la tentación de lograr
satisfacción a su frustración y a su envidiosa visión de lo conseguido por su
hermano Abel. ¿Reflexionará por un instante sobre las consecuencias que tendrán
sus actos? La respuesta la encontramos en el v. 8: “Y dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos al campo. Y aconteció
que estando ellos en el campo, Caín se levantó contra su hermano Abel, y lo
mató.” Aprovechándose de su relación fraternal y de la inocencia de su
hermano, Caín sale fuera del círculo de la sociedad adánica para culminar
prácticamente sus intenciones ocultas. Abel no parece sospechar nada. Se trata
de un simple paseo en el que hablar de sus cosas, o de un instante en el que
enseñarle algo relacionado con su tarea agrícola. Nada hacía dudar de las
motivaciones oscuras que albergaba el corazón de Caín. El hecho en sí del
asesinato debe realizarse fuera de la vista de los demás seres humanos, ha de
perpetrarse con premeditación, alevosía y engaño. Nadie había arrebatado la
vida de otra persona antes, y la experiencia que vive Caín con sus manos llenas
de sangre es la primera de muchas que vendrán a continuación a manchar el
expediente de la humanidad. Caín mata a su hermano deliberadamente, es decir,
no lo hace por descuido o por accidente. Sabe perfectamente lo que hace y
plasma en la realidad un plan previamente pensado y repensado sin dar la
oportunidad de que le remuerda la conciencia. Conscientemente, asesta el golpe
demoledor y fatal que costará la vida a un inocente, a una oveja que va
directamente al matadero sin saber hacia dónde se dirige.
Este asesinato no
se trata del homicidio de alguien ajeno a uno mismo. Es el derramamiento de la
misma sangre que corre por las venas de ambos, es el crimen fratricida en su
expresión más amarga, algo que seguirá recorriendo la historia del pueblo de
Dios a lo largo del Génesis por medio de Isaac e Ismael, Jacob y Esaú, José y
sus hermanos. Este abyecto crimen de sangre es un crimen que resuena en las
páginas de la Escritura, y de manera especial en el Nuevo Testamento: “Para que venga sobre vosotros toda la
sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el
justo…” (Mateo 23:35; Lucas 11:51); “Porque este es el mensaje que habéis oído
desde el principio: Que nos amemos los unos a los otros. No como Caín, que era
del maligno y mató a su hermano. ¿Y por qué causa lo mató? Porque sus obras
eran malas, y las de su hermano justas.” (1 Juan 3:11-12). En esa justicia
que se atribuye a Abel podemos atisbar un tipo de Cristo en su persona, ya
yerta en el suelo a causa de la maldad del corazón humano, derramando su sangre
piadosa y sin tacha, voceando el pecado de aquellos que asesinaron también a
Cristo impíamente en la cruz del Calvario, siendo él justo e inocente como
Abel.
¿Se arrepentiría
Caín de su acción terrible y clamaría a Dios pidiendo misericordia y perdón?
¿Contemplaría la sangre de su hermano en sus manos y el cuerpo inerte de Abel
volviendo en sí de su perversa y mortal decisión? La reacción de Caín es más la
de un sociópata frío y calculador, que la de una persona contrita y humillada
ante Dios: “Y el Señor dijo a Caín:
¿Dónde está Abel tu hermano?” (v. 9) No sabemos cuánto tiempo pasó hasta
este momento en el que Dios comienza su interrogatorio. Lo que sabemos es que a
Dios no le pasa desapercibida la ausencia de un alma sobre la faz de la tierra,
ya que Él, y solo Él, quita y da vida al mortal terrenal. Su pregunta, al igual
que la que hizo al ser humano en el Edén después de comer del árbol prohibido,
tiene como objetivo lograr la confesión arrepentida de Caín. Dios le ofrece la
oportunidad de enmendarse y reconocer su crimen. El Señor podía haberlo
fulminado instantáneamente en el preciso momento de su acción deleznable contra
su hermano. Sin embargo, opta por que el corazón negro de Caín pueda encontrar
redención y salvación. ¿Caería Caín de rodillas ante Dios pidiendo clemencia y
asumiendo las consecuencias de sus actos?
Parece ser que
pasar olímpicamente de Dios es algo genético o aprendido de los progenitores,
porque la contestación de Caín es todo menos humilde y apenada: “Y el respondió: No sé. ¿Soy yo acaso
guarda de mi hermano?” (v. 9) Esta es la misma cantinela que todo ser
humano que ha sido pillado in fraganti haciendo de las suyas, suele emplear
para sacudirse la responsabilidad de sus acciones. “No sé”. Decirle esto a Dios equivale a decir que Dios es tonto y
no lo sabe aún. Es ironizar sobre la imperfección de Dios, con la idea de que
el Señor no estaba presente en el lugar del crimen, y por lo tanto, no podía
conocer la ubicación del cadáver aún caliente de su hermano. Estas dos palabras
son las que muchos de nuestros hijos utilizan para escurrir el bulto. Poca
sensatez y poca honestidad había en la declaración insolente de Caín ante Dios.
Para rizar el rizo, Caín encima le dice a Dios que la vida de su hermano no es
cosa suya. No es quien para estar siempre pendiente de sus cosas, de sus
actividades, y mucho menos de su paradero actual. “No sé dónde está y me importa un pimiento lo que sea de su vida.” ¡Habrase
visto tamaña desfachatez y chocarrería petulante! No entiende que la dimensión
individual es afectada por la comunitaria, y viceversa, que el interés por su
hermano es determinante para el bienestar de toda la sociedad a la que
pertenecían ambos. ¿De verdad no sabía que su crimen no sería tenido en cuenta
por el escrutador e inexorable ojo de Dios? En las expresiones de Caín
encontramos indiferencia, frialdad, apatía, pasotismo, superficialidad,
cauterización de la conciencia y mentira a raudales. ¿Pensaba de verdad que se
iba a ir de rositas tras haber arrebatado la vida a su hermano de una manera
tan violenta?
La acusación de
Dios que viene a continuación no admite debates, excusas baratas, escapatorias
malabares o bromitas estúpidas: “Y él le
dijo: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la
tierra.” (v. 10) La primera pregunta forma parte de una fórmula de
interpelación al acusado muy común en los juicios del Antiguo Oriente. Se
acabaron las monsergas, los jueguecitos y las tonterías. Dios sabía
perfectamente todo lo que había acontecido en el campo minutos u horas antes.
Lo más interesante de la declaración que realiza el Señor sobre la sangre
derramada de Abel es que nos asegura la justicia divina para cada caso de
asesinato que se perpetra en nuestro mundo sin importar el hecho de que existan
testigos de ese homicidio. No importa lo que se tarde en señalar al criminal,
Dios ejecutará su justo juicio sobre aquellas personas que piensan que no son
vistas en su actuación delictiva y sangrienta, puesto que la vida derramada
innoblemente por los asesinos presenta su caso delante de la presencia de Dios
para recibir vindicación. Una curiosa manera tradicional judía de hacer que la
sangre derramada no clame al Señor, era cubrirla con arena, aunque esto no
servía de nada en su vano intento por escapar de la culpa de su transgresión.
B. EL
VAGABUNDO
La maldición
entonces resuena terrible y rotunda en los oídos del que creía que iba a
escaparse de su responsabilidad y de sus acciones crueles: “Ahora, pues, maldito seas tú de la tierra, que abrió su boca para
recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Cuando labres la tierra, no te
volverá a dar su fuerza; errante y extranjero serás en la tierra.” (vv. 11-12).
La tierra vuelve a adquirir su estado de maldición a causa del ser humano.
La tierra no solo se muestra hostil y salvaje ante las acometidas humanas por
domeñarla, sino que se convierte en el recipiente de la sangre de los muertos
violentamente asesinados. Por causa de la obra macabra de Caín, la tierra
redoblará sus esfuerzos por permanecer improductiva e insensible a las
necesidades del delincuente homicida. Si ya era un problema a causa de las
repercusiones nefastas de la desobediencia de Adán, ahora se multiplica la
dificultad por sacar beneficio de ella y se elevan las estrategias humanas por
esquilmarla y explotarla sin misericordia. Por añadidura, se conmina a Caín a
que abandone la comunidad familiar, a que vague por el mundo. La palabra
“vagabundo” en hebreo significa “moverse
de acá para allá”, “andar sin rumbo”, “perder el sentido de la vida.” Este
era el camino que elige el asesino, un camino de marginación, de separación y
de soledad.
Del mismo modo,
el vocablo “errante” aporta la acepción de “caminar
a tientas como los ciegos.” Cometer el crimen aborrecible del asesinato
procura al que lo lleva a cabo una existencia sin Dios, con el corazón cegado
por la envidia, la ira, la ambición, el desdén y la indiferencia para con el
prójimo. Es la asociabilidad de la que tanto se habla en los campos de la
sociología, la antropología y la psicología. El pecado logra que el ser humano
se suma en un vacío y en un aislamiento autoinfligidos que lo alejan del
semejante y de Dios. Job sabía lo que suponía traspasar los límites de lo
establecido por Dios: “Hizo alejar de mí
a mis hermanos, y mis conocidos como extraños se apartaron de mí. Mis parientes
se detuvieron, y mis conocidos se olvidaron de mí. Los moradores de mi casa y
mis criadas me tuvieron por extraño; forastero fui yo a sus ojos. Llamé a mi
siervo, y no respondió; de mi propia boca le suplicaba. Mi aliento vino a ser
extraño a mi mujer, aunque por los hijos de mis entrañas le rogaba. Aun los
muchachos me menospreciaron; al levantarme, hablaban contra mí. Todos mis
íntimos amigos me aborrecieron, y los que yo amaba se volvieron contra mí.”
(Job 19:13-19).
Caín,
considerando el coste de su maldición y las ramificaciones que surgirían de
esta condena directa de Dios por causa de su pecado, suplica misericordia de
una manera muy curiosa: “Y dijo Caín a
Jehová: Grande es mi castigo para ser soportado. He aquí me echas hoy de la
tierra, y de tu presencia me esconderé, y seré errante y extranjero en la
tierra; y sucederá que cualquiera que me hallare, me matará.” (vv. 13-14). Caín
no parece retractarse de su comportamiento abominable, sino que simplemente
lamenta el hecho de que va a ser cortado de la comunidad familiar a la que
pertenece, y de que va a ser despojado de todo lo que es suyo. Es la típica y
clásica estampa de aquellos que al final reconocen su crimen porque los han
pillado con las manos en la masa, y no porque su conciencia les haya dictado
que deben arrepentirse y confesar su falta. No ruega clemencia a Dios desde una
posición de contrición, sino desde una posición de supervivencia en un mundo
que ahora se le antoja inmenso, inhóspito y que posiblemente le devolverá con
creces el fruto de su delito de sangre. Se esconderá como sus padres tras haber
pecado, los cuales tampoco reconocieron abiertamente su culpa, y nunca
reconocerá que el asesinato cometido es algo malo y perverso. No le preocupa
recuperar su comunión con Dios o su relación social. Lo que realmente lo
desazona es encontrarse con la horma de su zapato y que ésta le arrebate la
vida como él mismo hizo con su hermano.
Aun a pesar de
decirle a Dios que ha sido demasiado duro con él, y que no hay visos de
arrepentimiento por su parte, el Señor muestra su compasión dentro de la
justicia ejercida: “Y le respondió
Jehová: Ciertamente cualquiera que matare a Caín, siete veces será castigado.
Entonces Jehová puso señal en Caín, para que no lo matase cualquiera que le
hallara.” (v. 15) La señal que indicará a cualquiera que se tropiece con
Caín que su pena por acabar con su vida será multiplicada por siete es una
incógnita. ¿Era un tatuaje, una escarificación dérmica, algún símbolo en sus
ropajes? No lo sabemos. Algunos mentecatos racistas quisieron ver perversamente
la señal de Caín en el color de la piel, cosa que debe repugnar a cualquier
creyente. Lo cierto es que esta señal indicaría a todo el mundo, por una parte,
que era intocable so pena de una condena horrible a manos de Dios, el vengador
por excelencia de los seres humanos que ven acortada su vida abruptamente, y
por otra parte, su condición de nómada, errante y marginado. El siete es un
número simbólico que habla sobre la perfección y sobre la plenitud, así que el
que intentase matar a Caín se exponía a una muerte segura.
C. EL
CONSTRUCTOR
Caín ya no
encuentra su lugar entre su familia, y debe dejarlo todo para caminar
itinerante por las tierras que irá descubriendo en su andadura solitaria y
ciega: “Salió, pues, Caín de delante de
Jehová, y habitó en tierra de Nod, al oriente de Edén. Y conoció Caín a su
mujer, la cual concibió y dio a luz a Enoc; y edificó una ciudad, y llamó el
nombre de la ciudad del nombre de su hijo, Enoc. Y a Enoc le nació Irad, e Irad
engendró a Mehujael, y Mehujael engendró a Metusael, y Metusael engendró a
Lamec.” (vv. 16-18). La salida de Caín es en primer lugar, de delante del
Señor, de delante de su presencia justa y santa. Esta es la situación de
aquellos que pecan, no la del abandono de Dios, sino la del exilio personal de
delante de la voluntad divina. En este
destierro maldito, Caín logra asentarse en una tierra que habla perfectamente
de sus circunstancias, la tierra de Nod, cuyo nombre significa “errante”. Su
lugar actual es imposible de conocer, aunque nos ofrece la idea de que era un
territorio al que se retiraban aquellos individuos que cometían crímenes
antisociales y donde se establecían con sus familias para perpetuar sus
acciones delictivas. Aquí, en Nod, Caín se casa con una mujer anónima de la que
tiene un hijo llamado Enoc, y cuyo nombre será también el nombre de la primera
ciudad construida. El primer signo de arquitectura civil aparece aquí para respaldar
un estilo de vida sedentario y apegado a las posesiones materiales. Caín
detesta su maldición e intenta mitigarla en la construcción de un entorno
social que se ajusta a su falta de escrúpulos y remilgos en relación a
continuar pecando.
Algunos
preguntan que de dónde salió la mujer de Caín si solo cuatro personas, contando
a Abel, poblaban el mundo. Seríamos demasiado ingenuos si no pensáramos que
Adán y Eva tuvieron más hijos e hijas, los cuales, de forma endogámica al
principio se uniesen en matrimonio hasta multiplicarse sobre la faz de la
tierra. He ahí una explicación plausible. La descendencia cainita será la
responsable de propagar la genealogía de la violencia como veremos a
continuación. Y es que, como dice un proverbio chino, “la madre de la violencia siempre está encinta.”
Como colofón a esa
violencia in crescendo, aparece la figura de Lamec, la cual ya nos ayuda a
entender lo que sobrevendrá a la raza humana a causa del pecado desatado, crudo
y carente de conciencia: “Y Lamec tomó
para sí dos mujeres; el nombre de la una fue Ada, y el nombre de la otra, Zila.
Y Ada dio a luz a Jabal, el cual fue padre de los que habitan en tiendas y
crían ganados. Y el nombre de su hermano fue Jubal, el cual fue padre de todos
los que tocan arpa y flauta. Y Zila también dio a luz a Tubal-caín, artífice de
toda obra de bronce y de hierro; y la hermana de Tubal-caín fue Naama. Y dijo
Lamec a sus mujeres: Ada y Zila, oíd mi voz; mujeres de Lamec, escuchad mi
dicho: Que un varón mataré por mi herida, y un joven por mi golpe. Si siete
veces será vengado Caín, Lamec en verdad setenta veces siete lo será.” (vv.
19-24). La vida de Lamec se resume en bigamia y violencia. Con el fin de
seguir extendiendo el pecado criminal, el ser humano recurre al sometimiento de
la mujer, de su prójimo y de la creación de Dios. De este modo, contemplamos
como los descendientes de Lamec el bravucón, hacen gala de sus dones y
talentos, puestos a disposición del enseñoreamiento de la tierra y todo lo que
en ella habita. Jabal se dedica a la ganadería trashumante, su hermano Jubal a
la música, cuyo nombre significa “cuerno, trompeta”, y su otro hermano,
Tubal-caín, a la herrería o metalurgia, puesto que su nombre es una mezcla
entre trabajos de metal y trabajos de hierro. Es el principio de la
civilización tecnológica, ese riesgo apasionante que debe ser gestionado con un
espíritu de pureza y bondad para que sus frutos redunden en el bienestar de la
humanidad y en glorificación de Dios.
Lamec exhibe, de
manera particular, una actitud desprovista de todo vestigio de remordimientos y
escrúpulos a la hora de planificar la muerte de otras personas. En lugar de
aprender de su antepasado Caín, decide que su nombre será asociado al final de
la justicia distributiva, del ojo por ojo y diente por diente, de la ley del
talión. Sus actos homicidas llevarán el sello retorcido de aquellos que piensan
que sus amenazas les proporcionará el poder que necesitan sin que nadie se
atreva a arrebatárselo. Como contraposición a estas setenta veces siete
venganzas, Mateo 18:21-22 opta por
perdonar hasta setenta veces siete: “Entonces
se le acercó Pedro y le dijo: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que
peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: No te digo hasta siete, sino aun
hasta setenta veces siete.” La violencia solo engendra más violencia, y la
escalada de conflictos estará asegurada. Sin embargo, el perdón ejercido desde
el amor, la paciencia y la gratitud dada a Dios, será capaz de construir un
mundo sin el hedor inconfundible de la muerte caprichosa y del derramamiento de
sangre.
CONCLUSIÓN
Encontremos
esperanza en las palabras de Isaías, las cuales se harán realidad cuando
Cristo, el Príncipe de Paz, acabe con todas las manifestaciones oscuras de la
violencia: “Y juzgará entre las
naciones, y reprenderá a muchos pueblos; y volverán sus espadas en rejas de
arado, y sus lanzas en hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se
adiestrarán más para la guerra.” (Isaías 2:4). Será el final de una
genealogía del pecado y del asesinato que todavía hoy sigue pudriendo la
esencia de nuestras sociedades y civilizaciones, la cual debe hallarse en el
Dios de la vida.
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