LADRONES EN LA CASA DE DIOS
SERIE DE SERMONES SOBRE MALAQUÍAS “LA
RELIGIOSIDAD A JUICIO”
TEXTO BÍBLICO: MALAQUÍAS 3:6-12
INTRODUCCIÓN
Menos mal que Dios no cambia. Menos mal
que Dios no decide acabar con todos nosotros a causa de nuestras irrespetuosas
decisiones, de nuestras inclinaciones perversas y de nuestras intenciones
depravadas. Menos mal. Menos mal que Dios no decide darnos la espalda cuando
hemos metido la pata hasta el corvejón y lloramos inconsolablemente pidiendo
ayuda y auxilio. Menos mal que Dios, sabiendo lo que vamos a llevar a cabo y
que esto no es precisamente bueno, no nos lanza un rayo fulminante que nos
chamusque y nos avise por las malas de que ese no debe ser nuestro proceder.
Menos mal que Dios permite que abusemos de nuestra libertad de elección y no
nos elimina como quien fumiga un mueble repleto de carcomas. Menos mal que
Dios, pudiendo juzgarnos sumariamente en cuanto desobedecemos, sigue dándonos
oportunidades de redención y salvación. Menos mal que Dios no cambia como lo
hacemos nosotros, porque entonces se convertiría en un dios del Olimpo,
caprichoso y veleidoso en sus comportamientos y deseos. Menos mal que Dios es
inmutable en sus leyes, en sus juicios, en su amor, en su gracia, en su
misericordia y en su fidelidad. Menos mal. Porque si Dios cambiase, seguramente
no estaríamos contándolo ahora mismo.
Si pensamos en todas las veces en las que
le herimos, le insultamos a la cara, nos quejamos sin motivo, le echamos las
culpas por lo malo que nos sucede, nos rebelamos contra su voluntad, le
olvidamos cuando todo nos va genial, dudamos de sus promesas, nos burlamos de
sus mandamientos y le cambiamos por ídolos que nosotros mismos nos hemos
inventado, lo cierto es que deberíamos estar agradecidos por saber que Dios
nunca cambia. Dios ya tuvo la ocasión de destruir al completo la raza humana en
el diluvio universal, y de nuevo, la inmutabilidad de su gracia eligió salvar a
Noé y a su familia para comenzar de nuevo. Dios puso en los cielos ese arco
iris que algunos quieren convertir en la bandera del pecado homosexual, como
señal inequívoca de su inmutabilidad y su anhelo por restaurar lo que se había
echado a perder. Por amor a los seres humanos, Dios aún ejercita su paciencia
hasta que en un momento dado de la historia, el juicio final dictamine el
destino eterno que le corresponde a cada alma humana.
1.
UNA OFERTA DE AMOR Y PERDÓN
DESPRECIADA
Esa era la suerte que tenía el pueblo de
Israel. El Dios que no cambia ni muda pase lo que pase a su alrededor por
pecaminoso que sea, ofrece al ser humano una hoja de ruta que pasa por el
arrepentimiento, la confesión sincera de los pecados, el propósito de enmienda
y el perdón de todo un pueblo: “Porque
yo Jehová no cambio; por esto, hijos de Jacob, no habéis sido consumidos. Desde
los días de vuestros padres os habéis apartado de mis leyes, y no las
guardasteis. Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros, ha dicho Jehová de los
ejércitos.” (vv. 6-7). En su afán restaurador y regenerador, el Señor
invita a su pueblo, atrapado en su propia religiosidad falsa, a volverse hacia
Él para reanudar el pacto que había sido quebrantado tantas veces de manera
unilateral por el ser humano. Menos mal que Dios no cambia en su empeño
apasionado por relanzar la comunión de respeto y cariño que siempre quiso para
sus criaturas humanas. Las pesadillas que el mismo pueblo de Israel había
provocado en su contra al ser desconsiderados con Dios y sus mandamientos solo
serían un mal sueño que se desvanecería en la memoria del tiempo. Las
catástrofes y desastres de toda clase que plagaban la vida cotidiana de un
pueblo que se dedicaba a desobedecer al Señor de los ejércitos, serían solo una
niebla que desaparece cuando el sol se alza en el mediodía, si con corazón
contrito y humillado renunciaban a seguir pecando flagrantemente contra Él.
¡Qué maravilloso cuadro es aquel en el que un Padre abraza a su hijo
arrepentido de su mala cabeza en el pasado! ¡Qué renovadas esperanzas se abren
paso a través de la confesión de la iniquidad tras un tiempo de negligencias y
desvaríos!
Sin embargo, a pesar de recibir de manos
de Dios el regalo de la reconciliación, del perdón y de la redención, el religioso
contumaz no parece darse cuenta de su verdadera situación, y cínicamente
realiza una pregunta ciertamente provocadora a Dios: “Mas dijisteis: ¿En qué hemos de volvernos?” (v. 7). “¿De qué hemos de
arrepentirnos, Dios? Si nosotros hacemos las cosas bien. Cumplimos con los
requerimientos de la religión, ¿qué más esperas de nosotros? ¿Por qué habríamos
de someternos a tu perdón y misericordia, si no sentimos que debamos
arrepentirnos de nada?”, podrían ser la expresión de corazones de mármol y
de caras más duras que un saco de perras. Con toda la desfachatez e irrespeto
del mundo, están espetándole a Dios que se está equivocando, que ellos hacen lo
que se les exige desde la religión que ellos mismos han confeccionado a su
medida, a la medida de sus chantajes, de sus latrocinios, de sus blasfemias y
de su hedonismo exacerbado. En vez de asumir su responsabilidad en tropezar y
ser tropiezo de los demás, se alzan delante del Señor como personas que no
tienen nada de lo que albergar remordimientos. Sus conciencias y espíritus se
han anclado en las reglamentaciones religiosas vacías y vanas, y de ahí nadie
las va a sacar.
Imagino a Dios, presa de una ira terrible
al escuchar la respuesta cínica y presuntuosa de su pueblo. ¿Cómo podría
sentirse alguien que ha sido defraudado, decepcionado, herido o maltratado por
otra persona, que va al encuentro del agresor para arreglar las cosas, que
decide muy a su pesar perdonar los golpes recibidos, y en lugar de hallar
arrepentimiento, encima te da una paliza de miedo, te insulta o te menosprecia
con todo el morro del mundo? ¿Cómo te sentirías tú en ese caso? Contento seguro
que no. Seguramente mandarías a esa persona a freír morcillas, lo acusarías
ante un juez y disfrutarías viendo cómo cumple con el castigo que le corresponde.
Dios, al ver rechazada su oferta de paz, de prosperidad y de bendición, tiene
que hacer ver a los que se consideran justos y sin necesidad de perdón que su
vida religiosa solo es un sepulcro blanqueado que solo oculta podredumbre y
corrupción del alma.
2. LADRONES MALDITOS EN LA CASA DE
DIOS
En este caso, el Señor apela al bolsillo
de los impenitentes de Israel cuando se trata de traer los diezmos y ofrendas a
su templo: “¿Robará el hombre a Dios?
Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En
vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la
nación toda, me habéis robado.” (vv. 8-9) Dios responde a la pregunta
insoportable y petulante de los religiosos de su pueblo con otra pregunta. ¿El
ser humano puede ser tan estúpido como para pretender robar a Dios? ¿El mortal
es tan insensato como para creer que Dios no ve lo que cada uno hace con su
dinero y cuál es la actitud con la que se entrega la ofrenda en la casa de
Dios? Pues parece que sí, que el ser humano es, como diría José Mota, “beaucoup
de tonto”. A sabiendas de que Dios es conocedor de todo lo que ocurre en el
universo, va el religioso de turno y sisa a Dios lo que le corresponde. No solo
resta calidad a lo que ofrece, como vimos en capítulos anteriores, sino que
además deduce cantidad a lo que debe echar en el alfolí del templo. ¿Pensarían
los religiosos de la época que Dios era ciego, o que no sabía de contabilidad,
o que a Dios le iba a dar lo mismo poco que mucho? Pues no lo sabría decir con
rotundidad, pero creo que por ahí iban los tiros.
Aunque a veces el asunto del dinero en
relación con la vida espiritual de los creyentes, se ha convertido en tema
tabú, no sé muy bien porqué, la verdad, lo cierto es que el dinero habla mucho
de quiénes somos y de la calidad de comunión espiritual que tenemos con Dios. El
bolsillo suele ser una evidencia muy clara del estado del corazón humano, y en
lo que atañe al creyente, más allá de lo que se eche en el alfolí, Dios suele
interesarse en el corazón del que da más que en lo que entrega. Sabedores de
que Dios nos ha dado todo lo que tenemos, y que todo lo que Dios nos ha dado
debe ser gestionado y administrado prudentemente por nosotros en orden a que su
nombre sea glorificado y el bienestar de los menesterosos de nuestra comunidad
sea una realidad, es absolutamente de idiotas querer robar a Dios lo que Dios
ya te ha dado en su inmensa generosidad y misericordia. Dios no necesita tu
dinero, pero quiere tu corazón, y si tu corazón está en ver el modo de robarle
la cartera al Señor, apañado vas, porque Dios maldice a aquel que alberga este
tipo de planes e intenciones. El que no diezma ni ofrenda lo que sabe que es de
Dios, solamente se perjudica a sí mismo, no al Señor, que es dueño de todo el
oro y la plata que existen en esta tierra. Una mano que se cierra para dar al Señor,
es una mano cerrada que no puede recibir su bendición abundante. Pero una mano
abierta para dar a Dios y a los menesterosos es una mano que estará pronta para
ser colmada de la prosperidad y la provisión incalculable de nuestro Padre
celestial.
Robar a Dios nunca tuvo mucha salida ni
buenos finales. Conocemos a pseudo pastores o superapóstoles que se lucran a
costa de sus fieles, sabemos de charlatanes motivadores que promueven falsos
evangelios como el de la prosperidad o el de las palabras de fe, tenemos
noticias de obreros fraudulentos que meten sus manazas en las cuentas de su
feligresía, y no nos cabe duda de que sus corazones están más lejos de Dios que
la Tierra de Plutón. Todos tendrán aparejada su maldición y su condenación al
intentar robar a Dios y a sus hijos con técnicas y estrategias más propias de
la mercadotecnia y el márketing, despojando a los huérfanos, a las viudas y a
los extranjeros de sus ahorros y pensiones. Ananías y Safira supieron de forma
letal que con Dios no se juega, y que el juicio llega en cualquier instante
cuando se intenta timar y rapiñar lo que le corresponde al Señor. Cuando el ser
humano convierte su piedad cristiana en avaricia y codicia, Dios toma cartas en
el asunto con medidas drásticas y ejemplarizantes. La maldición planea sobre
las cabezas de los religiosos de Israel. Se hacen los desentendidos y los
suecos ante el ofrecimiento de perdón y vida de Dios, y esto tendrá
consecuencias funestas para toda la nación.
3. PRUEBA DE BENDICIÓN
Pero Dios vuelve a dar una nueva
oportunidad a todos. Menos mal que Dios no cambia: “Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y
probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las
ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que
sobreabunde. Reprenderé también por vosotros al devorador, y no os destruirá el
fruto de la tierra, ni vuestra vid en el campo será estéril, dice Jehová de los
ejércitos. Y todas las naciones os dirán bienaventurados; porque seréis tierra
deseable, dice Jehová de los ejércitos.” (vv. 10-12). Reconsiderad vuestra
terquedad e irresponsabilidad. Volved a ser fieles en vuestro acto de ofrendar
y diezmar. Llenad de provisiones, aceite y grano el almacén del templo para que
los sacerdotes puedan subsistir dignamente y puedan recuperar la sonrisa y la
devoción con que realizaban su labor consagrada. Devolved lo que habéis robado
y arrepentíos de vuestros malos caminos. Haced todo esto y el bien y la
misericordia os seguirán por largos días. Haced la prueba y lo veréis. Cambiad
vuestra actitud chulesca y grosera y todo cambiará para bendición y bienestar
de toda la nación.
Si el religioso se desprende de su carcasa
dura y falsa de piedad, podrá ser testigo de la abundancia de gracia y provisión
de Dios en su propia vida. Dios tomará de sus riquezas en gloria para
dispensarlas más allá del colmo a sus hijos, y la bendición nunca se apartará
de su hogar y de su familia. El Señor protegerá a su pueblo de las amenazas que
se ciernan sobre su bienestar, transformará las desgracias en baile, las penas
en sonrisas y las lágrimas de tristeza en lágrimas de felicidad y gratitud.
Todo lo que emprenda aquel que confía en el Señor y que ha dejado de
considerarse completamente justo para abrazar el perdón y la salvación de Dios,
será consumado con éxito bajo la milagrosa y poderosa mirada del Altísimo: “Y sabemos que a los que aman a Dios, todas
las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son
llamados.” (Romanos 8:28) Por añadidura, todos tus vecinos, todos tus
conocidos y amigos, sabrán que lo bienaventurado de tu estado es solamente el
resultado de vivir confiadamente al abrigo del Señor, tributando todo lo que
posees y eres en adoración a tu Dios y Creador. Muchos querrán tener ese gozo
más valioso que el oro y las perlas preciosas, y Cristo tu mayor tesoro, será
atractivo y deseable para aquellos que se relacionan contigo en el día a día.
Todo esto y mucho más, procede de un corazón que en vez de robar a Dios,
prefiere darlo todo a Dios.
CONCLUSIÓN
No vamos a predicar como iglesia que
cuanto más ofrendes, más dinero recibirás. No vamos a enseñar que si no
progresas económicamente en la vida es a causa de que no echas suficiente
dinero en el alfolí. No vamos a trasmitir la idea falsa de que el dinero mueve
la mano de Dios. Ni siquiera intentaremos coaccionarte, amenazarte u obligarte
a depositar un dinero que das con amargura, resignación, por costumbre o por
demostrar algo a los demás. Solo quiero que sepas, que si robas o escatimas a
Dios a sabiendas, que si tu conciencia te dice que lo que haces no es lo
correcto al defraudar al Señor, y que si tu mano se cierra a la hora de adorar
a Dios por medio de los diezmos y ofrendas, Dios no va a cambiar ni va a ser
más pobre. Menos mal que Dios no cambia. El problema es que estarás robándote a
ti mismo la oportunidad de ser perdonado y de ser prosperado aquí o en la vida
venidera con la bendición inagotable de Dios.
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