DISTINTO EN MI CARÁCTER: MISERICORDIOSO
SERIE DE SERMONES SOBRE EL SERMÓN DEL
MONTE “DISTINTOS: VIVIENDO POR ENCIMA DE LA NORMA”
TEXTO BÍBLICO: MATEO 5:7
“Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos alcanzarán misericordia.”
INTRODUCCIÓN
Cuando el dolor y el sufrimiento acogotan
a cualquiera, algo que se agradece sobremanera es una mano amiga que te ayude a
pasar el amargo trago, que te abrace en tu postración, que comprenda perfecta y
sinceramente qué es lo que sientes en ese instante de aflicción, que te
acompañe sin juicios ni condenas mientras las lágrimas de tristeza surcan su
rostro. No existe mejor bálsamo ni más reconfortante sentimiento que saberse al
abrigo del castigo de la vida en las palabras de aliento y entendimiento de una
persona misericordiosa. Sentarse solos, abandonados y marginados por todos
cuando más arrecian las torrenciales lluvias sobre nosotros, es una de las
peores sensaciones que cualquiera puede experimentar. No sé si a alguno de
vosotros le ha sucedido tal cosa, y espero que nunca hayáis tenido que padecer
la indiferencia e insensibilidad de vuestros semejantes, pero no cabe duda de
que todo ser humano desea, que cuando las cosas se ponen feas, alguien se
apiade de éste y le muestre su amor auténtico de manera práctica.
Y es que ejercer misericordia con alguien
no se limita a suspirar entristecidos por la suerte del menesteroso. No es
simplemente ingresar una cantidad de dinero a un número de cuenta para
solventar la papeleta de la necesidad. No es mostrarse compungidos mientras
meneamos la cabeza con desaprobación. La misericordia es como el movimiento, se
demuestra andando. En términos generales, la misericordia supone compadecernos
de los sufrimientos y desdichas de nuestros congéneres, expresando algo más que
un sentimiento de simpatía. Supone involucrarse personalmente con la persona,
poniéndose en su pellejo, calzando sus zapatos y contemplando la negrura de la
desgracia desde la mirada del doliente. Consiste en ser solidario de corazón y
acción, auxiliando en la medida de lo posible al maltratado, al olvidado, al
intocable. La palabra griega habla de un concepto que se ajusta a lo
entrañable, a lo profundo, a lo amoroso. La gracia del misericordioso empatiza
con la situación difícil por la que pasa el enfermo, el preso, el leproso
social o el estigmatizado cultural. La misericordia es necesaria para que
nuestra civilización no se vea reducida al caótico egocentrismo que solo conduce
a la destrucción de todo lo que se ha venido construyendo a lo largo de la
historia.
DIOS: LA FUENTE DE LA MISERICORDIA
Jesús nos llama, como discípulos suyos, a
vivir por encima de la norma, a ser distintos en nuestro carácter, siendo
misericordiosos. Y hemos de serlo en virtud del ejemplo que Jesús dio durante
su ministerio de amor y compasión sobre la faz de la tierra. Nuestro modelo por
excelencia de misericordia es el mismo modelo que el propio Jesús tuvo mientras
caminó entre nosotros: “Sed, pues,
misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso.” (Lucas 6:36). No
ha habido, ni habrá mayor manifestación de misericordia que la que Dios ofreció
al mundo a través de su Hijo unigénito. Descender de su trono de gloria y poder
para encarnarse en la piel, los huesos y la apariencia de un ser humano, fue la
expresión más completa e ilustrativa de la intensidad grandiosa de la
misericordia divina. Dios hombre, sufriendo las mismas necesidades, sintiendo
las mismas sensaciones y gustando tanto de lo bueno como de lo malo de la vida
terrenal, es la imagen más perfecta y clara de hasta dónde Dios ha sido capaz
de llegar por identificarse con nuestra dinámica vital. En esa misericordia de
Dios, concretada y cumplida en Cristo, nosotros hemos de vernos impulsados en
el trato favorable y benevolente para con el prójimo.
Es en la iniciativa misericordiosa de
Dios dibujada en la narrativa del padre que corre hacia su hijo perdido, que
contemplamos el poder de un corazón misericordioso que no duda en amar sin
juzgar ni condenar: “Y cuando aún (el
hijo pródigo) estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y
corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó.” (Lucas 15:20). Cualquier
otro padre que no hubiese bebido del ejemplo de Dios, hubiese reconvenido,
amonestado o rechazado al hijo perdido, y esa suele ser la norma en multitud de
ocasiones en nuestra sociedad: “Tú te lo
has buscado. Apechuga con las consecuencias de tus actos.” No obstante,
constatamos en el modelo misericordioso de Dios, que el amor atraviesa las
fronteras y barreras de los prejuicios y de los juicios de valor condenatorios
para abrazarnos en Cristo, para devolvernos nuestra dignidad olvidada, para
celebrar una fiesta en nuestro honor. Nuestra práctica misericordiosa, teniendo
en cuenta esta parábola de hondos significados, ha de amoldarse a los criterios
de Dios, los cuales dan preferencia a la compasión y la comprensión por encima
del legalismo y el dedo acusador.
A veces nos cegamos en invertir el orden
de las cosas. Anteponemos las normas y las reglas frías a la calidez del amor y
la ternura. Nos centramos excesivamente a lo que la persona debe hacer en vez
de enfocarnos en las necesidades de la persona. Nos equivocamos al abordar la
vida de una persona desde la óptica de sus defectos, sin considerar que nuestra
misión es la misma que la de Jesús: “Los
sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues, y aprended lo
que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar
a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento.” (Mateo 9:12, 13). Por eso
Jesús siempre recriminó a los religiosos legalistas e hipócritas su falta de
tacto y su ausencia de compasión: “Y si
supieseis qué significa: Misericordia quiero, y no sacrificio, no condenaríais
a los inocentes.” (Mateo 12:7). Jesús siempre demostró su misericordia sin
interrogar sobre los detalles pecaminosos de nadie, sin condenar a la mujer
adúltera, sanando al enfermo y al leproso sin solicitar de ellos que debían
convertirse en sus adeptos, echando fuera demonios de jóvenes atormentados sin
condicionar sus milagros al cumplimiento de alguna clase de mandamiento. Jesús
era misericordioso porque era todo amor, todo comprensión, todo gracia, todo
ternura incondicional. Hacía el bien sin mirar a quién lo hacía.
A. LA FELICIDAD DE LA MISERICORDIA
Proverbios suele ser un libro en el que
más se nos cita con la misericordia práctica en el Antiguo Testamento. Una
manera de poner en marcha nuestro carácter misericordioso que nos distingue
como hijos de Dios es apiadándonos de los pobres de este mundo: “Peca el que menosprecia a su prójimo; mas
el que tiene misericordia de los pobres es bienaventurado.” (Proverbios 14:21).
La norma social habitual suele identificarse con la primera parte del
versículo. El menosprecio del menesteroso y necesitado están a la orden del
día. Este menosprecio se demuestra en la marginación social, en el
arrinconamiento cultural y confesional, en familias desalojadas de sus casas
por estar todos sus miembros en el paro, en hogares desestructurados olvidados
por las instancias gubernamentales, en sin techo que vagan por el mundo sin
alguien que los atienda y les brinde un gramo de esperanza para el futuro, en
jóvenes desprovistos de oportunidades laborales y educacionales. Sin embargo,
el creyente en Cristo y la iglesia del Señor deben implicarse del mismo modo
que lo hizo Jesús, ya que de este modo seremos verdaderamente felices. Y si no,
recordad aquel instante en el que movidos a misericordia velásteis por el
bienestar de personas que prácticamente no tenían alimentos, ropa o cobijo. ¿No
sentíais que un calor especial recorría vuestro cuerpo y que el amor de Dios
estaba siendo canalizado a través vuestro?: “Contentamiento es a los hombres hacer misericordia.” (Proverbios
19:22); “A su alma hace bien el hombre misericordioso; mas el cruel se
atormenta a sí mismo.” (Proverbios 11:17)
B. LA RESTAURACIÓN DE LOS
MISERICORDIOSOS
Otro aspecto de la misericordia práctica
y activa tiene que ver con la corrección y la disciplina cristiana. Lo más
fácil cuando alguien cae en desgracia por causa de sus propios errores y
equivocaciones, es señalar con el dedo y decir con acritud: “Ya te lo dije. Esto te pasa por no hacerme
caso. Apáñatelas como puedas.” Pero este camino no lleva al aprendizaje ni
a la restauración del daño causado. Aunque tengamos la tentación de recriminar
y reprochar al prójimo por sus malas decisiones, hemos de ser lo
suficientemente misericordiosos como para valorar el consejo bíblico que
encontramos en Proverbios 16:6: “Con
misericordia y verdad se corrige el pecado, y con el temor del Señor los
hombres se apartan del mal.” No se corrige a nadie con condenación o con
una sarta de “ya te lo dijes”. Siempre y cuando el que ha incurrido en una
falta muestre un espíritu de contrición y arrepentimiento, la misericordia ha
de ser la respuesta a su situación enojosa. En nuestro ejercicio de la
misericordia para con este tipo de casos, primero, hemos de recordar que
nosotros también hemos metido la pata hasta el corvejón en el pasado y que
también nos hubiese gustado que nos abrazaran en vez de despacharnos con cajas
destempladas, y segundo, no estamos exentos de caer en los mismos errores del
necesitado en el futuro. Con estas dos panorámicas de la vida y de nuestra
inclinación a tropezar, sabremos mostrarnos misericordiosos y compasivos con el
desdichado, y daremos comienzo a un proceso de restauración y aprendizaje de la
experiencia bajo el temor y la verdad de Dios.
C. LA BENDICIÓN DE SER
MISERICORDIOSOS
Por último, ser misericordiosos supone
recibir de Dios bendiciones tan increíbles y maravillosas como una vida
satisfactoria, una justicia real y una fama honrosa: “El que sigue la justicia y la misericordia hallará la vida, la
justicia y la honra.” (Proverbios 21:21). Este último punto tiene que ver
con la recompensa jubilosa que recibiremos todos aquellos que nos subamos al
carro de la misericordia. Ser misericordiosos, según las palabras de Jesús,
deviene en ser recibidos misericordiosamente por Dios. Este recibimiento en el
Reino de los cielos lleva aparejados estos tres galardones, ya disfrutados como
parte de la vida eterna en este mundo. Por un lado, recibiremos la vida de
Dios, una existencia repleta de gozo, satisfacción, realización y sentido del
deber cumplido que nos hará avanzar hacia el futuro con determinación y
esperanza. Por otro, la justicia de Dios, descrita como justificación en el día
final de la historia, nos será imputada en Cristo como premio por haber
empatizado activa y prácticamente con nuestros semejantes necesitados. Y por
último, nos convertiremos así en personas respetadas, con una reputación
misericordiosa, con un testimonio de vida que atraerá a aquellos de nuestros
prójimos que necesitan un hombro sobre el que llorar, un fuerte y cariñoso
abrazo que dé consuelo, unas palabras que den aliento y fuerzas a pesar de las
adversidades. Estas bendiciones, y muchas más, serán entregadas por Cristo en
el momento en el que haga recuento de cómo hemos prodigado nuestro amor y nuestra
misericordia: “El ojo misericordioso
será bendito, porque dio de su pan al indigente.” (Proverbios 22:9) ¡Ojalá
seamos recibidos por Cristo como siervos dignos suyos en nuestra actividad
empática, compasiva y piadosa!
CONCLUSIÓN
El discípulo de Cristo debe ser
misericordioso siempre, y debe serlo con todos los que aúllan de dolor y pena
en medio de nuestra comunidad. Nunca olvidemos las palabras de Jesús que nos
invitan a no cesar en nuestro empeño de vivir por encima de la norma siendo
misericordiosos: “Entonces el Rey dirá a
los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para
vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de
comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve
desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis
a mí. Entonces los justos le responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos
hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te dimos de beber? ¿Y cuándo te
vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te cubrimos? ¿O cuándo te vimos
enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y respondiendo el Rey, les dirá: De
cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más
pequeños, a mí lo hicisteis.” (Mateo 25:34-40)
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