AMANDO COMO CRISTO





SERIE DE ESTUDIOS “RELACIONES AUTÉNTICAS”

TEXTO BÍBLICO: JUAN 15:9-17

INTRODUCCIÓN

      El concepto de amor como tal, ha sido desintegrado y atomizado por la ideología relativista que predica que todo es relativo, que las soluciones definitivas y completamente correctas no existen, que las definiciones dependen de las circunstancias volubles y líquidas de cada individuo, y que según con que lente se miren determinados elementos antaño considerados absolutos, éstos pueden ver variado su significado. En vista de este panorama reconocido hoy como de la post-verdad, esto es, que cada uno siente que algo es verdadero sin que nadie pueda argumentar lo contrario, el amor se ha transformado en un caleidoscópico factor que cabe en todas las clases de relaciones humanas, animales, vegetales, e incluso, alienígenas. Como decía aquella mítica canción, el amor está en el aire, es vaporoso, se diluye en los torpes y deslavazados deseos egocéntricos del ser humano, a cualquier cosa se le llama amor, y cuidado con que pienses lo contrario. Pasiones concupiscentes y desordenadas ahora son amor. Relaciones contra natura hoy es amor. Afectos enfermizos y obsesivos son parte del psicodélico y amplísimo espectro del amor. Confundir amor con dar rienda suelta a los apetitos más perversos y oscuros del alma humana resulta un auténtico insulto contra la verdadera y auténtica esencia del amor por excelencia: Dios.

      Resistiendo los embates de la percepción retorcida de lo que es el amor desde la óptica mundanal, el creyente siempre debe buscar y fomentar esa clase de amor que desborda y descoloca una mentalidad pecaminosa como es la del ser humano incrédulo y sin Dios. Como cristianos, es nuestra meta fundamental procurar la construcción de relaciones auténticas que imitan ese amor agape de Cristo. El amor que depende de las circunstancias, de los estados emocionales y mentales, de la situación financiera o del pie con que uno se levante por la mañana, no es ese amor abundante y eterno que brota de las mismísimas entrañas de Jesús. Siempre hemos escuchado que existen varias clases de amor: el amor eros que ama por una serie de motivos atractivos, pero perecederos, a la otra persona; el amor filial, el cual muestra su afecto leal y fiel por otra persona que no forma parte de la familia carnal, pero que puede verse afectado por el “por el interés, te quiero Andrés”, y que la distancia puede atenuar hasta hacerlo desaparecer sin darnos cuenta; el amor fraternal que reside en la comunión de los hijos de Dios y en su unión espiritual bajo el reinado de Cristo en sus vidas; y el amor agape, Dios mismo como fuente del amor definitivo, total y perfecto, amando a pesar de los pesares, queriendo a pesar de las infidelidades del ser humano, y prodigando su gracia amorosa sobre buenos y malos a fin de acercarlos a su abrazo de salvación. De todos ellos, nuestro objetivo debe centrarse en ese amor agape del que hizo gala Jesús en su vida y en su muerte, en el trato diario con quienes se acercaban a él y en la cruz del perdón.

     El texto bíblico que hoy nos ocupa es una declaración suprema de la amistad verdadera que Jesús quiere entablar con quienes quieren amarle y con quienes desean seguirle hasta el fin. Jesús no amaba a sus discípulos tratando de obtener un beneficio particular, ni les amaba para ejercer una influencia manipuladora para crear su propia religión de éxito. Estas sí son las motivaciones de muchos de los mercachifles de la fe que rondan por estos mundos de Dios. Jesús amaba de verdad, sin dobles intenciones, sin hipocresías y sin valorar los réditos que sacaría de esta estrecha relación con sus escogidos. Veamos de qué manera nos ama Jesús para que, a nuestra vez, podamos amar a los demás y a Dios con un amor profundo, real y sincero.

A.     AMAR COMO JESÚS SUPONE PERMANENCIA Y OBEDIENCIA

“Como el Padre me ha amado, así también yo os he amado; permaneced en mi amor. Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; así como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor. Estas cosas os he hablado, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea cumplido. Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado.” (vv. 9-12)

      No cabe duda de que el versículo nueve deja nítida la clase de amor que Jesús estaba prodigando a sus discípulos. El amor que despliega cada día y que seguirá demostrando por los siglos de los siglos a aquellos que le aman, es un amor que procede del mismísimo corazón de Dios. El amor del Padre para con su Hijo Jesucristo había sido una constante durante su ministerio. La dinámica vital de Jesús dependía y bebía inevitablemente del amor de Dios: “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar.” (Juan 10:17) En ese amor que es Dios mismo, Jesús quiere seguir diseminándolo entre sus más íntimos colaboradores, para que a su vez sea canalizado a través de ellos para saturar de amor y gracia al mundo. Pero ese amor divino no debe ser menospreciado o devaluado al pensar que será dispensado a toda la raza humana sin condiciones. Dios no es un Dios de gracia barata, ni de amor universal que obvia el pecado y la perversión del ser humano egoísta. Jesús no desea que ese amor paternal de Dios que puede constatarse en su propia persona y vida, solo sea algo pasajero, momentáneo y efímero en el alma humana. Por eso pide de sus seguidores que permanezcan, que vivan, que moren y perseveren en ese amor intenso e inigualable.

     Y es que el amor, por la propia esencia de su concepto, demanda permanencia, constancia, lealtad y fidelidad. Un amor que solo vive del interés, de un desliz, de una apariencia que pronto decae, de un estado de ánimo, no es amor verdadero. El auténtico amor, el amor de Jesús, el amor del Padre, está por encima de todas estas cosas, y dura para siempre sin importar los baches y obstáculos que se presentan en la vida. Esta permanencia en el amor de Jesús está cimentada en la obediencia. No hay amor sin ser garantes y salvaguardas de los mandamientos de Dios. Los mandamientos divinos no están ahí colocados en piedra para prohibir y condenar a las personas. Los estatutos del Señor son la expresión más hermosa, después de Cristo, del amor inabarcable de Dios por sus criaturas. Dios anhela que el ser humano sea feliz, y por eso, como no quiere que caigamos en el error de regirnos por nuestras caprichosas voluntades y ser destruidos por nuestros propios actos pecaminosos, nos revela el camino más seguro para evitar males mayores en nuestra vida. Sabiendo esto, reconociendo el amor de Dios en cada uno de sus mandamientos, los cuales se resumen en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, el creyente ha de ejercitar la obediencia como respuesta a éste. El modelo de permanencia y obediencia es Jesús mismo, el cual nunca dejó de acatar voluntaria y amorosamente todas las indicaciones que su Padre le entregó. Jesús no obedece a Dios coartado, amenazado o con una actitud quejumbrosa, sino que se adapta perfectamente al plan trazado por Dios Padre desde la fundación del mundo. Jesús obedece a su Padre con gozo y alegría, conociendo que, aunque todo parezca oscurecerse en el aquí y el ahora, el horizonte se muestra resplandeciente y glorioso. Saber que muchos serían salvados gracias a su sacrificio obediente y permanente, hace que la alegría aflore a su rostro cuando los nubarrones de tormenta se ciernen sobre su ministerio terrenal. Ese gozo es compartido con sus seguidores para que esta esperanza feliz pueda llenar los corazones de aquellos que pronto irían a predicar y anunciar las buenas nuevas de redención y perdón en su nombre.

     El mandamiento que Jesús desea dejar para la posteridad, y que recoge el espíritu de la ley del Antiguo Testamento con respecto a las relaciones interpersonales, supera con creces al original en Deuteronomio. Ya no se trata de amar únicamente tal como nos amamos a nosotros mismos, lo cual es de por sí, una auténtica quimera utópica. La idea que quiere transmitir Jesús es que se puede amar con mayor intensidad y potencia. Se puede amar al prójimo desde su amor por la humanidad. Se puede amar desde la imagen de la cruz, del derramamiento de la vida en favor de personas que no merecen ser amadas en justicia, del sacrificio voluntario por los enemigos y los detractores. Este es un nivel mucho más excelente del amor que supera a cualquier manifestación humana del mismo. Y este amor es por el que debemos luchar como discípulos suyos, amando como él nos amó, guardando este mandamiento hasta el fin de nuestros días sobre la faz de la tierra.

B.     AMAR COMO JESÚS SUPONE DISFRUTAR DE SU AMISTAD

“Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer.” (vv. 13-15)

       En ese desarrollo que Jesús hace de una auténtica y genuina relación de amor por el prójimo, lo ejemplifica con el sacrificio. Señalándose a sí mismo de manera profética, Jesús define el amor más sublime como aquel que ama hasta la muerte a su amigo. ¿Seríamos capaces de asumir este compromiso con cualquiera de nuestras amistades? ¿Pondríamos la mano en el fuego por aquellos a los que consideramos nuestros amigos del alma? La respuesta no puede darse en la frialdad de los buenos momentos que pasamos con ellos, sino en aquellas circunstancias en las que debemos interceder, incluso con nuestras propias vidas, por ellos con tal de evitarles el sufrimiento, el dolor o el infortunio. Es precisamente en los instantes más delicados y críticos de la vida donde este amor se hace patente. Cuando el sol brilla sobre la primavera de un afecto, ser amigo es pan comido, Pero, ¿y cuando nuestro amigo o amiga está en tris de desfallecer por la desgracia, o cuando la desdicha se ceba despiadadamente en éste o ésta? Si tu compromiso de amistad es tan fuerte como el de Jesús por sus amigos, tu amigo tiene un verdadero tesoro en tu amistad para con él. 

     Sin embargo, Jesús no concibe la amistad como una simple camaradería, como un compañerismo esporádico o como pasar un breve tiempo de risas y alegría. La amistad genuina que sugiere Jesús es aquella que se somete a su voluntad. Es una oración condicional, la cual nos lleva a reconsiderar la idea forzada y errónea de que Dios habrá de salvar a toda la humanidad, apelando a su formidable amor y desterrando su justicia. Somos amigos de Jesús si somos obedientes a sus mandamientos. De otro modo, solo seremos enemigos suyos. Si en vez de amar a los demás del mismo modo en que nos amó a nosotros, siendo quiénes éramos, con todos nuestros delitos y pecados aún frescos, nos dedicamos a perpetrar crímenes de odio contra nuestros semejantes, ¿cómo podríamos ser amigos de Jesús? Es contrario a la lógica espiritual, creer que podemos ser denominados cristianos, cuando desobedecemos sistemáticamente este mandamiento de amor que nos traslada Jesús. Pero si actuamos con este amor en este mundo descreído, ya no volveremos a ser llamados enemigos, o ni siquiera siervos, personas que están al margen de las promesas y frutos de Dios. Al ser amigos de Jesús, podemos recibir una iluminación espiritual gozosa y privilegiada de parte de Dios, de tal modo que podamos situarnos en el mismo plano en el que Jesús estuvo durante su ministerio terrenal. Disfrutar de la amistad de Jesús nos lleva a considerar la voluntad de Dios de manera directa y práctica, amando al estilo de Jesús: “Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos.” (Juan 17:26)

C.     AMAR COMO JESÚS SUPONE DISFRUTAR NUESTRA ELECCIÓN DIVINA

“No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dé.” (v. 16)

       Si hay algo claro que sabemos acerca de nuestras amistades, es que nosotros las elegimos. Somos nosotros los que deseamos entablar una relación fraternal, amorosa o amistosa con alguien, y si prende la chispa del entendimiento, de las cosas en común o de los afectos sinceros, entonces se crea un lazo que crece con el trato diario o periódico. A veces nos equivocamos al elegir edificar una amistad con alguien, puesto que tal vez la otra persona no haya sido lo suficientemente franca o solo haya aprovechado esta conexión para aprovecharse de algo que podemos ofrecerle. Sin embargo, en lo que se refiere a Jesús, la cosa cambia sustancialmente. Fijémonos en la afirmación que realiza Jesús acerca de sus discípulos. Se trata de una afirmación en la que se asegura por completo que él nos ha escogido a nosotros, y no nosotros a él. En primer lugar, él nos escoge. ¿Por qué? Siendo como somos, infieles y desleales con nuestras propias amistades humanas, ¿cuál es la razón que lleva a Jesús a considerarnos sus amigos, a amarnos hasta la muerte? El motivo: el amor agape, la gracia y la misericordia de Dios. A veces queremos saber el porqué de las cosas, pero cuando sabemos que Dios nos ama como nos ama, no necesito desentrañar qué ha llevado al Señor del universo a quererme y a elegirme como su amigo. Solamente debo responder a este amor con amor, a esta elección con obediencia y fidelidad. En segundo lugar, nosotros no le escogemos, aunque pueda parecer una contradicción. ¿No somos nosotros los que nos acercamos a Jesús? ¿No somos nosotros los que elegimos y aceptamos seguirle? Pues ya vemos que no. Y no estoy respaldando la idea de una predestinación irresistible en la que no tenemos arte ni parte. Solo me remito a la obra que el Espíritu Santo realiza en nosotros, en nuestra necesidad de ser perdonados y redimidos, en nuestra chispa de eternidad que Dios puso en nuestra conciencia para ser avivada a través de su llamamiento. Sí, Jesús nos escoge como parte de su iniciativa de amor, porque si no fuera así, nosotros no hubiéramos buscado su amor, su gracia y su salvación. 

     Mientras disfrutamos de su amistad y del privilegio y placer de ser escogidos por su amor, nuestro cometido es el de dar un fruto consecuente con ese amor que hemos recibido y que nos ha reconciliado con Dios. Este fruto no habla de hacer un par de cosas buenas cada día, de realizar una serie de actos filantrópicos para acallar nuestra conciencia, de quedar bien con los demás guardando las distancias, de estar en paz con el cosmos. El fruto de la obediencia amorosa a Jesús ha de ser permanente, debe ser un estilo de vida que resplandezca en medio de las tinieblas de este mundo, ha de aferrarse a Cristo aun cuando al ser buenos con los demás recibamos burlas, reveses y decepciones. En ese espíritu de bondad, de amor y de compasión por el prójimo, podremos elevar nuestras plegarias al Señor, sabiendo que nuestra manera de vivir se corresponde con la obediencia firme y constante al mandamiento de amor de Jesús. Y estas oraciones, guiadas por nuestro ánimo de bendecir a todos, amigos y enemigos, y dirigidas por el Espíritu Santo, serán recibidas por Dios con agrado y cumplidas con poder en nuestro entorno habitual.

CONCLUSIÓN

      Si queremos construir relaciones valiosas, auténticas y relevantes, no podemos por menos que seguir escuchando las palabras de Jesús a través del tiempo y el espacio: “Esto os mando: Que os améis unos a otros.” (v. 17) De guardar, cumplir y practicar este mandato dependerá que el amor de Cristo fluya a través de nosotros hacia aquellos que todavía no saben amar ni reconocer el amor genuino, real y verdadero de Dios.

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