DISTINTO EN MI CARÁCTER: HAMBRIENTO Y SEDIENTO DE DIOS





SERIE DE SERMONES SOBRE EL SERMÓN DEL MONTE “DISTINTOS: VIVIENDO POR ENCIMA DE LA NORMA”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 5:6

“Bienaventurados los que tienen sed y hambre de justicia, porque ellos serán saciados.” 

INTRODUCCIÓN

      No ha habido época a lo largo de la historia de la humanidad en la que el ser humano haya podido encontrar la felicidad de la justicia perfecta. Desde la caída en pecado de Adán y Eva, la injusticia, la violencia y el agravio siempre han campado a sus anchas fuese cual fuese la civilización que en ese momento sobresaliese. Ningún ordenamiento jurídico ha podido ser cumplido a carta cabal, ningún cuerpo de leyes y normas ha evitado que el ser humano transgreda los modales y estipulaciones de justicia social, y la humanidad sistemáticamente ha anunciado que cualquier estatuto o directiva legislativa está para quebrantarse. Así ha sido y así seguirá siendo siempre mientras hombres y mujeres pueblen la tierra. Esto podría llevarnos a lo que hoy podemos considerar como resignación, un estado en el que solo queda encogerse de hombros, murmurar por lo bajini que esto es lo que hay, rendirse con el pensamiento de que no hay nada que hacer, que no hay remedio y que por mucho que nos afanemos en buscar la justicia, no la encontraremos, por lo menos no en este mundo cruel. Vivimos así, enfangados, inmovilizados y aquietados, mientras muchos se lo llevan crudo, mientras los ladrones y criminales se van de rositas, y mientras el pobre y menesteroso es pisoteado y despreciado.

      Sin embargo, esto no debe ser así para el discípulo cristiano. Nuestro carácter debe ser distinto de este tipo de actitudes pesimistas y resignadas. Nuestro empeño debe ser que cada día la justicia de Dios pueda tener su eco en nuestro medio ambiente. Si dejamos caer nuestros brazos a los lados con una mueca de cansancio y hastío, nada podremos cambiar. Si deducimos por fin que por mucho que nos esforcemos, los frutos de nuestras reivindicaciones y denuncias nunca llegarán a buen puerto y que no dejarán su huella en la sociedad, entonces estaremos dejando el paso franco a las corruptelas, a los delitos flagrantes, a la ignominiosa práctica de la marginación y a actividades perversas que tarde o temprano nos alcanzarán a nosotros en cuerpo o conciencia. El creyente en Cristo no puede mostrarse temeroso o impertérrito ante las injusticias que se perpetran a nuestro alrededor. Jesús así lo hizo y lo enseñó, con sus actos y con sus palabras, con sus actitudes y su testimonio de vida. Nunca le importó que los que querían que el estatus quo de explotación y la opresión le amenazaran para que cejase en su empeño. El amor que se desbordaba en su corazón le impedía contemplar a cada ser humano en su miseria y dolor, y no hacer nada para mitigarlo o impedirlo.

      Jesús, en la bienaventuranza que hoy nos ocupa, nos sigue invitando a ser felices en el seguimiento discipular desde el hambre y la sed por que la justicia de Dios sea instaurada a lo largo y ancho de su reinado. El hambre y la sed son procesos muy propios de todo ser humano, sobre todo si hablamos de la parcela de lo físico y biológico. Aunque en la Unión Europea, según se ha sabido recientemente, el derecho al alimento no esté contemplado como un derecho fundamental, tener hambre y sed significa depender del alimento y del agua necesarios para poder sobrevivir. Si estos dos elementos son primordiales para la continuidad de la existencia física, ¿qué podremos decir de esa hambre y sed espirituales, las cuales también son propios de la naturaleza humana que anhela rescatar un poco de esperanza de una humanidad pecadora y autodestructiva? Nadie en su sano juicio dirá que prefiere que lo traten indignamente, que le roben, que lo maltraten o que lo acusen injustamente de algo, ¿verdad? Por eso, cuando nuestra vida se ve amenazada por la hambruna de la injusticia y por los sequedales de la marginación social, enseguida nos ponemos en marcha para solventar esas circunstancias. 

     Lo mismo debe suceder para con nuestro prójimo. No podemos hacer como si no pasara nada cuando sabemos y vemos la violencia de género, las diferencias salariales entre hombres y mujeres, la intolerancia religiosa, el odio a los valores de libertad de expresión y confesión, el ninguneo hacia los más desfavorecidos, o la conculcación de los derechos más básicos de cualquier ser humano, venga de donde venga, y sea quien sea. El discípulo que tiene hambre y sed de justicia es aquel que desea por encima de todas las cosas que la voluntad de Dios sea cumplida en nuestro medio, comenzando por nuestra manera de vivir y de convivir en sociedad y comunidad. Hemos de ansiar la liberación de todo ser humano que está encadenado y enclaustrado en la prisión de la opresión. ¿Cómo podemos demostrar al mundo que tenemos hambre y sed de la justicia de Dios? Promocionando la defensa de los derechos civiles que no pongan en entredicho nuestra fe, reivindicando la independencia judicial en los tribunales, apelando a la integridad ética de los trabajadores y empresarios, de los bancos e instituciones públicas, y honrando nuestro hogar y nuestra familia con conductas y prácticas según la voluntad del Señor.
     Tener hambre y sed de justicia, un deseo ferviente y sincero de que los designios divinos se plasmen en nuestra realidad presente y en nuestro ámbito temporal actual, supone no estar contentos con cómo están las cosas. ¿Podemos decir que todo funciona a las mil maravillas, que vivimos en un mundo utópico y bucólico, que nuestra vida es un camino asfaltado por baldosas doradas y adornado de rosas sin espinas? Por supuesto que no. Pero a veces nos asalta el pensamiento de que es mejor no meterse en líos, que no es preciso protestar o denunciar, que si en nuestro hogar todo va de categoría, que cada palo aguante su vela. Dejamos desamparados a quienes necesitan nuestra ayuda y auxilio para no ensuciarnos ni meternos en camisas de once varas. Incurriríamos un grave error al pensar que Dios no demandará cuentas de esta clase de pensamientos y planteamientos. No, hermano y hermana, no hemos de resignarnos sabiéndonos ciudadanos del Reino de los cielos. Luchemos y peleemos la buena batalla de la fe como Pablo, descubriendo los tejemanejes de los perversos y crueles individuos que injustamente quieren manipularnos y controlarnos a su antojo. Sería lamentable que nosotros como iglesia, como cuerpo de Cristo, no acudiéramos al ejemplo de Jesús para verificar que nuestro carácter como personas y como comunidad de fe debe ser el de no conformarse a este mundo. Aquel que tiene hambre y sed de justicia actúa en consonancia con su fe, acomodando su mente a la mente de Dios, del mismo modo que hizo Jesús.

      El Señor durante su estancia terrenal demostró en cientos de ocasiones que su misión no era seguir los dictados de una élite religiosa opresora ni de bailar el agua a los poderosos y esclavizadores del pueblo. De eso nada. Jesús dejó meridianamente claro que él era un buscador de la justicia costase lo que costase. Por ello, se juntó con la morralla de su mundo, con las prostitutas, los ladrones, los traidores, los menesterosos, los desvalidos y las mujeres. No vino al mundo a confirmar la fe y las obras de los fariseos, maestros de la ley o escribas. No descendió de los cielos para pasar desapercibido, para aclimatarse a las modas de su tiempo, para dorar la píldora a los que practicaban la injusticia sin ton ni son. Todo lo contrario: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento.” (Mateo 9:12-13). Su discurso programático en Lucas es sumamente esclarecedor al respecto del hambre y la sed de justicia de Jesús: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor.” (Lucas 4:18-19) Si Jesús tenía en su mente y corazón a los pobres de este mundo, ¿por qué vamos nosotros a olvidarlos?

      La promesa feliz que acompañará por toda la eternidad al discípulo de Cristo que no se resigna ante la injusticia que puebla este mundo será la de ser saciado por la justicia de Dios, bien por la justificación personal alcanzada en virtud del sacrificio vicario de Cristo en la cruz, bien por ver cómo Dios juzga perfectamente las acciones, palabras y pensamientos de los malvados de la tierra. En ese momento revelador y sublime, podremos ver nuestra esperanza cumplida, y entenderemos que todas las abominables obras de la humanidad serán puestas al descubierto ante todo el cosmos y que éstas recibirán su merecido. Nuestra mayor recompensa será la misma que el salmista reseñó en el Salmo 17:15: “En cuanto a mí, veré tu rostro en justicia; estaré satisfecho cuando despierte a tu semejanza.” Saber que nuestro carácter se ajusta perfectamente al carácter de Cristo cuando estemos en su presencia, será la mejor manera de interpretar, vivir y disfrutar la felicidad y la dicha más completas.

CONCLUSIÓN

     No te entregues a la contemplación de todo el mal y de toda la injusticia que mancha de sangre la raíz y cimiento de este mundo. No te quejes sin hacer nada al respecto. No llores de impotencia cuando algún crimen o delito se perpetra ante tus ojos. Toma las riendas de tu vida, busca ser como Jesús y aprende cada día a tener cada vez más hambre y sed de Dios, cambiando en el proceso tu mundo y extendiendo el alcance e influencia del Reino de los cielos allí por donde vayas.

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