SALVADOS POR EL HIJO DE DIOS





SERIE DE SERMONES “VALIOSÍSIMO: HALLANDO TU VALOR EN DIOS”

TEXTO BÍBLICO: JUAN 1:1-5, 9-14

INTRODUCCIÓN

      En esa búsqueda de valor que todo humano comienza desde el mismo instante en el que tiene capacidad para discernir entre lo bueno y lo malo, siempre surge una serie de preguntas existenciales que le permitan saber con claridad y simplicidad de dónde viene, quién es y hacia dónde va. En los tiempos que nos toca vivir, las respuestas a estas preguntas ya han dejado de ser tan relevantes dada la proclividad de vivir el día, de disfrutar el presente y de olvidar cualquier cosa que se relacione con el pasado o el futuro. A la pregunta de dónde venimos, ya conocemos la respuesta que el mundo nos ofrece: venimos del azar molecular, de un afortunado encuentro celular y genético que ha evolucionado hasta ser lo que somos. A la cuestión de hacia dónde vamos, más allá de la supersticiosa costumbre de consultar a adivinos y astrólogos de todo pelaje, la gente prefiere no saberlo o se inclina por pensar que todo lo que existe es esta vida y que tras la muerte solo habrá la nada. Teniendo este panorama espiritual en mente, es normal que las personas solo intenten vivir el presente y el hoy de la manera más cómoda y feliz posible.

     Sin embargo, a pesar de que este pensamiento del carpe diem está sumamente arraigado en la cultura popular, lo cierto es que el pasado suele decir mucho del presente (y si no ahí tenemos la proliferación de consultas psicológicas y psiquiátricas), y el futuro incierto suele condicionar también el ahora. No importa de qué manera la humanidad enmascare o esconda sus más profundos traumas pretéritos. No importa de qué forma el ser humano intente ocultar su ansia de trascendencia o su miedo al porvenir. Después de todo, las preguntas existenciales vuelven a resurgir con más fuerza en el empeño por desentrañar qué sentido tiene nuestra existencia finita. 

    La Palabra de Dios aparece entonces para contestar estas cuestiones que nos incomodan y nos interrogan. El valor, propósito y sentido de nuestras vidas está en Dios. Nuestro origen y destino final se conectan indudablemente en Cristo para que podamos contemplar de qué manera tan maravillosa, apreciable y satisfactoria Dios ha hecho todo lo posible para demostrarnos su amor increíble. Si analizamos con seriedad y sinceridad nuestra vida desde que tuvimos uso de la razón, apreciaremos en su justa medida el hecho de que Dios se haya encarnado para salvarnos. Con vidas deshechas, desnortadas y errantes que no merecían el recuerdo de Dios, fuimos recogidos de nuestro miserable estado pecaminoso para ser contados como hijos de Dios. Sabiéndonos merecedores de la condenación eterna a causa de nuestros pecados y rebeliones, Cristo se acercó para perdonarnos y hacernos nacer de nuevo. Ahí es donde reside nuestro auténtico valor. No en lo que los demás piensen de nosotros, o en lo que el mundo establece que realmente valemos, sino en lo que Dios ha hecho a favor nuestro.

     En el evangelio de Juan encontramos a un Dios todopoderoso, creador de todas las cosas, sustentador de todo cuanto existe, glorioso en su majestad y perfecto en su verdad y justicia: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Éste era en principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho.” (vv. 1-3). Es la Palabra, el Logos, el Verbo. Eterno en su naturaleza y trino en su manifestación al ser humano, Dios se encarna en Cristo. Cristo no era un semidiós o un ser adoptado por Dios para realizar la labor de la salvación. El Hijo de Dios, Dios de vivos y muertos, era Dios mismo creando y preservando la realidad por medio de su Palabra. Es eterno como el Padre y como el Espíritu Santo, dando vida y luz a todo lo que había sido creado.

       La fuente de la vida, del alma y del espíritu es Dios, ya que de él salimos y a Él retornaremos tras nuestra muerte terrenal: “En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.” (v. 4). En Cristo, el Logos supremo y preexistente, la verdad resplandecía por encima de todas las cosas, mostrando al ser humano que solo en él era posible alcanzar el conocimiento de todo, de lo visible y lo invisible, de lo espiritual y de lo material, de lo celestial y lo terrenal. Esta verdad era como un faro que alumbraba las tinieblas en las que la humanidad se había sumido voluntariamente, escogiendo la desobediencia, el orgullo y el pecado en vez de la luz admirable de la soberanía de Dios, del amor y de la santidad. Cristo, en su ministerio terrenal ya hablaba de su identificación con la luz del mundo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.” (Juan 8:12). Esta luz vencería a la oscuridad en la cruz del Calvario para dar esperanza y auténtica libertad a aquellos que se convirtiesen en discípulos de Jesús, caminando por la vida con la respuesta a cualquier inquietud existencial que el ser humano pudiese albergar en su corazón: “La luz en las tinieblas resplandece, y las tinieblas no prevalecieron contra ella.” (v. 5).

      Con todo lo que era Dios y con todo lo que éramos nosotros, Él se acercó a visitarnos. Como criaturas rebeldes, infieles y egoístas que se arrastraban por la tierra cometiendo maldades sin cuento, como seres ingratos y traicioneros que dedicábamos nuestro tiempo a servirnos a nosotros mismos sin importarnos Dios o nuestros semejantes, y como almas que se postraban ante el altar idólatra del poder, el sexo o el dinero, no merecíamos que Dios se preocupase por nuestro lamentable estado. Más bien deberíamos ser raídos de la faz de la tierra a causa de la podredumbre que extendíamos a lo largo y ancho de toda la creación. Nuestro pecado en justicia debía habernos reportado el castigo de la muerte eterna. 

       Sin embargo, Dios desea que la luz de la vida y la verdad brille en medio de un contexto hostil y contrario a su bondad: “Aquella luz verdadera, que alumbra a todo hombre, venía a este mundo.” (v. 9). La llegada humilde de Dios a la tierra estuvo a punto de ser trastocada por el ansia de poder de Herodes. Su ministerio estuvo plagado de mil intentonas para callar su mensaje de salvación, de tentaciones por parte de Satanás y de acusaciones mentirosas e injustas para silenciar la verdad de Dios. Cumpliendo todas las profecías que le señalaban como el Mesías de Dios, el redentor esperado, las autoridades judías no dudaron en tacharlo de traidor y blasfemo. La mayor bendición del mundo encarnada en Cristo fue desdeñada y despreciada sin contemplaciones por la mayoría de aquellos que le conocieron a causa de su ceguera espiritual: “En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron.” (vv. 10-11). Aquellos que en teoría reconocerían mejor a Jesús como el Hijo de Dios fueron  precisamente los que rechazaron la gracia y el amor de Dios para salvación de sus almas. Ya lo predijo Isaías en su himno al Siervo sufriente: “Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado, y no lo estimamos.” (Isaías 53:3).

     Unos pocos de tantos, no obstante, le recibieron y creyeron que Jesús era el Hijo de Dios que quitaba el pecado del mundo, que sanaba corazones y cuerpos, que predicaba la verdad y la vida, que restauraba vidas marginales y que redimía con su sangre en el Gólgota a las almas cansadas y cargadas. No escogieron servir y seguir a Cristo como discípulos exclusivamente por propia voluntad, o como parte de una costumbre familiar, o para recibir el galardón de una vida recta e intachable. Recibieron a Cristo, porque sabían que la verdadera vida, la auténtica felicidad del ser humano y la genuina verdad a las preguntas del fuero interno humano, solo podían hallarse en él. Cristo eligió a cuantos le recibieron previa convicción de pecado en sus corazones gracias a la obra del Espíritu Santo, y en esa elección fueron considerados hijos legítimos de Dios, adoptados para salvación y vida eterna: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.” (vv. 12-13). Por eso nuestro valor es tan alto para Dios, porque a pesar de nuestra condición malvada, de nuestra imperfecta vida y de nuestra indigencia espiritual, nos ama tanto que desciende de su gloria para tocar nuestra llaga del error y el pecado, renovando todo nuestro ser al completo. De nuevo Isaías retrata con vívidas imágenes esta realidad: “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados.” (Isaías 53:5).

      Dios encarnado y humanado en Jesús no vino arropado con el poder absoluto que le pertenece para sobresalir como un superhombre en medio de las masas. No descendió de la gloria celestial para actuar de manera diferente a como actuaba cualquier otro ser humano. Jesús era cien por cien hombre, y cien por cien Dios, y en esa realidad particular que él reunía, sufrió como nosotros, disfrutó como nosotros de las cosas buenas de la vida y se compadeció de nuestros bandazos errabundos por la vida. El autor de la epístola a los Filipenses lo reseñó de una manera muy hermosa: “Jesús, el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.” (Filipenses 2:6-8). Esta realidad pudo ser constatada por Juan el evangelista, al poder participar de la transfiguración de Jesús y de la expresión inolvidable de la gloria que le pertenecía por ser Dios en cada uno de sus actos y palabras. Por eso Juan coloca este paréntesis aclaratorio, para dar fe de que su poder, autoridad y majestad eran perceptibles por aquellos que le recibían y creían en su nombre: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad.” (v. 14). Vino a nosotros con las manos llenas de amor y con la boca repleta de palabras de verdad y vida, y esto sirve para que sepamos apreciar lo especiales y valiosos que somos para Dios.

CONCLUSIÓN

     Aunque el Hijo de Dios subió a los cielos, su Espíritu sigue estando entre nosotros. Su presencia espiritual sigue llamando a hombres y mujeres a seguirle, sigue dispensando con amor y misericordia su perdón y salvación, y continúa dando respuestas de verdad y vida a nuestras preguntas existenciales. Ser salvados por el Hijo de Dios es la máxima manifestación de un Dios que nos quiere y nos ha tasado en el precio incalculable de la muerte de Cristo en la cruz. Eres valiosísimo y no debes olvidarlo cada vez que pienses que los demás no te estiman como es debido. El Hijo de Dios dio su vida por ti y esto habrás de atesorarlo siempre en lo más profundo de tu corazón hasta que puedas estar cara a cara ante él y poder darle las gracias por ese intenso amor eterno que demuestra por tu persona. Cuando el Hijo de Dios contempla el resultado de su entrega y sacrificio en nuestras vidas redimidas, ve “el fruto de la aflicción de su alma, y quedará satisfecho.” (Isaías 53:11).
    
    

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