ADOPTADOS EN LA FAMILIA DE DIOS





SERIE DE SERMONES “VALIOSÍSIMO: HALLANDO TU VALOR EN DIOS”

TEXTO BÍBLICO: 1 JUAN 3:1-10

INTRODUCCIÓN

     Según el diccionario, la adopción es el “acto jurídico en virtud del cual un adulto toma como propio a un hijo ajeno, con el fin de establecer con él una relación paterno-filial con idénticos o análogos vínculos jurídicos que los que resultan de la procreación.” La adopción supone en general hacer que, sobre todo niños puedan aspirar a vivir en un entorno familiar protector y garante de su seguridad y dignidad personal. La adopción supone eliminar los vestigios del estado anterior de cosas para encontrar un nuevo contexto en el que recibir el amor y el cuidado de unos padres. En los tiempos en los que se escribe la epístola de Juan que hoy nos concierne, la ley romana entendía que la adoptio podía realizarse sobre ciudadanos libres o sobre esclavos libertos. En este último caso, esto comportaba que los padres adoptivos podían imponerles sus mismos nombres honrosos, contarlos entre su familia y hacerlos herederos en todo o en parte de sus propiedades. En general y en adelante, los libertos llevarían el nombre y apellido de su redentor o libertador, añadiéndose al principio del que ya tenían. 

     La figura de la adopción tal y como la hemos definido anteriormente es parte de la enseñanza de Pablo en la que se contrasta el estado anterior de esclavitud del pecado y de Satanás con una nueva realidad que surge de la redención de nuestras vidas gracias al sacrificio de Cristo en la cruz: “Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados.” (Romanos 8:15-17). Esa misma realidad espiritual de adopción es enfatizada en Gálatas 4: 4-7: “Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos. Y por cuanto sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, el cual clama: !Abba, Padre! Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero de Dios por medio de Cristo”. Además el apóstol de los gentiles resalta que la adopción completa en los cielos es nuestra esperanza más apasionada: “Nosotros también gemimos dentro de nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo.” (Romanos 8:23).
 
    En vista de estos textos bíblicos que pertenecen a la teología de la salvación de Pablo, nos damos cuenta de que ésta no era solamente monopolio del apóstol misionero. Juan también quiere que todos los que fueron esclavos del pecado son valiosísimos ante los ojos de Dios, por cuanto nos dio el privilegio de ser llamados hijos de Dios sin merecerlo. Ya en su evangelio, deja rotundamente claro que la adopción en la familia de Dios parte del beneplácito de Dios: “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios; los cuales no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios.” (Juan 1:12-13). Somos hijos de Dios, no en virtud de nuestros méritos, sino por gracia. Dios nos valora según sus parámetros de amor, justicia y bondad, y estima que si aceptamos el precio que su Hijo Jesucristo pagó en nuestro favor para rescatarnos de las cadenas del pecado, y creemos en obediencia fiel en sus promesas y su palabra, entonces seremos unos privilegiados al contarnos como parte de la familia de Dios.

     En el texto de hoy, Juan sigue ahondando en las implicaciones espirituales y prácticas de nuestra adopción como hijos de Dios. Para ello, no duda en exaltar el amor eterno y entrañable de Dios. No existe mayor manifestación de compasión y misericordia en el universo que adoptar a esclavos libertos del pecado: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios.” (v. 1). Sabiendo de dónde veníamos y de la inmundicia en la que nos revolcábamos antes de conocer a Cristo, Dios nos tuvo en gran estima, compadeciéndose de nuestros desvaríos e iniquidades. Nuestra identidad pasó de ser la de pertenecer a la familia de Satanás a ser sellados con el Espíritu Santo para siempre. La adopción de Dios es completa, y nada de lo que pueda hacer nuestro anterior amo, podrá arrebatarnos de las manos de Dios. Juan sabe que ser hijos de Dios no causa el mismo entusiasmo entre los incrédulos del mundo que nos rodea: “Por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él.” (v. 1). Del mismo modo que Jesús a los suyos vino y nadie supo reconocerlo, así también somos los hijos de Dios: valiosísimos ante los ojos del Señor y despreciados de los hombres. Nada temamos de esta triste realidad, pues así también participamos, como dijo Pablo anteriormente, de sus padecimientos, prólogo de nuestra glorificación en las alturas.

      Con gran cariño, el apóstol Juan quiere resaltar esta nueva identidad que nos da valor gracias al amor de Dios con orgullo gozoso, y nos cita con la plenitud de esta adopción maravillosa en un futuro en el que podremos contemplar al autor de nuestra redención con nuestros propios ojos: “Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro.” (vv. 2-3). Tal vez hubo preocupación entre el pueblo de Dios del primer siglo sobre la segunda venida de Cristo, y por eso la duda cundió entre aquellos que veían como esa esperanza se prolongaba en el tiempo. Juan acude al rescate de esas almas que anhelaban ver de nuevo al Salvador para insuflarles aliento y para animarlas en su búsqueda de la santidad y la pureza que Cristo encarnaba perfectamente. No importaba tanto el futuro grandioso que les aguardaba, sino el hecho de saberse hijos de Dios, y por tanto, herederos del Reino de los cielos.

     Juan también desea que esta nueva identidad de ser hechos hijos de Dios se asiente por completo en nuestro estilo de vida. No es suficiente con sabernos adoptados por Dios, sino que nuestra respuesta de gratitud ante este privilegio ha de sustanciarse en hechos. Aquí radica el problema del pecado. Si somos redimidos por Cristo, adoptados por Dios Padre y sellados por el Espíritu Santo, ¿por qué seguimos pecando? Juan parte de la base de una premisa lógica, de Perogrullo: “Todo aquel que comete pecado, infringe también la ley; pues el pecado es infracción de la ley.” (v. 4). Este es el estado de toda la humanidad. No existe nadie en el mundo que pueda considerarse intachable, perfecto o impecable. Todos desobedecemos a Dios continuamente, y por tanto, merecemos un castigo por infringir la norma de Dios. Sin embargo, entra en escena Cristo para cambiarlo todo: “Y sabéis que él apareció para quitar nuestros pecados, y no hay pecado en él.” (v. 5). Juan quiere volver a recordar a los destinatarios de esta carta que ya saben para qué vino al mundo Cristo: para perdonar nuestros pecados. Y solo existe una persona que pueda perdonar nuestros pecados, aquel que se hizo pecado por nosotros en la cruz. Solo el inocente podía cargar con la oscura y tenebrosa culpa de toda una humanidad que se hallaba de espaldas a Dios, muerta en sus delitos y pecados. 

     El pecado se constituye, según la mirada de Juan en relación con la salvación y la adopción, en el baremo que determina de qué parte estamos: “Todo aquel que permanece en él, no peca; todo aquel que peca, no le ha visto, ni le ha conocido.” (v. 6). Aquel que somete su voluntad a la voluntad de Cristo puede tropezar y caer, puede pecar y transgredir la ley de Dios, pero siempre volverá a Cristo para confesar y arrepentirse de sus malas acciones o de sus egoístas omisiones. Aquel que dice que conoce a Cristo, pero no ceja en el empeño de convertir el pecado en un modo de vida, sigue estando a merced de su dueño el diablo. Todos los que vivieron con Jesús, todos los que lo vieron haciendo grandes maravillas y todos los que le conocieron de primera mano en carne y espíritu, se vieron impelidos a acatar la ley de Dios como buenos discípulos de Cristo. 

      Los impostores ya comenzaban a tratar de engatusar a los primeros miembros de las iglesias de Cristo del primer siglo con batallitas e historietas que respaldaran su autoridad como primeros seguidores de Jesús, pero Juan advierte lo siguiente a sus oyentes: “Hijitos, nadie os engañe; el que hace justicia es justo, como él es justo. El que practica el pecado es del diablo; porque el diablo peca desde el principio. Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo.” (vv. 7, 8). Ya bien dijo Jesús en su momento en Mateo 7:16 que “por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos?” Al ser adoptados como hijos, no podemos seguir transitando por los caminos de pecado que tanto perjuicio nos causaron en el pasado. No podemos seguir deseando querer volver a encerrarnos en la prisión del pecado. Nuestra adopción supone vivir de acuerdo al modelo de Cristo en cuerpo y alma, siendo justos como él es justo. De otro modo estaríamos despreciando el valor que Dios nos da en virtud de la muerte de Cristo a favor nuestro, y estaríamos resistiéndonos a la misión de Jesús de destruir la maldad, la codicia y la crueldad que quiere sembrar el diablo en este mundo.

     Si nuestra nueva identidad como hijos de Dios, fruto de lo mucho que nos valora y ama el Señor, se encuentra en Dios, nuestros movimientos y respuestas a este privilegio debe ser el de no practicar el pecado: “Todo aquel que es nacido de Dios, no practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar porque es nacido de Dios.” (v. 9) En el preciso instante en el que resolvemos dejar atrás un pasado dirigido y presidido por el pecado, las malas acciones y los pensamientos malvados, y deseamos nacer de nuevo en Cristo, el pecado ya no se enseñorea de nosotros. El pecado ya no se convierte en un estilo de vida, en una constante manera de entender la vida. Podemos pecar, pero como hijos de Dios, el Espíritu Santo nos reprenderá en nuestras conciencias para rogar el perdón de Dios de manera inmediata. Ya no vivimos para pecar, sino que vivimos para honrar a Dios por medio de nuestras acciones y palabras. Cristo, la simiente de Dios, mora ahora en nosotros para siempre, y el pecado ya no constituye la primera de las opciones a la hora de encarar los asuntos de nuestra trayectoria vital. Ahora es Cristo nuestro camino y el Espíritu Santo nuestra guía para tropezar con menor frecuencia durante el tiempo en el que somos santificados.

CONCLUSIÓN

     Juan sabía perfectamente de lo que hablaba cuando dice lo siguiente en el versículo 10: “En esto se manifiestan los hijos de Dios, y los hijos del diablo: todo aquel que no hace justicia, y que no ama a su hermano, no es de Dios.” (v. 10). Las malas experiencias que el discípulo amado tuvo con algún que otro falso testigo de Cristo llevó a que dejase muy claro que la adopción como hijos de Dios implicaba ser justos en todas las áreas de la vida y en amar a los hermanos que formaban parte de la familia de Dios. Ser hijo de Dios es un placer y un privilegio siempre y cuando la armonía entre palabra y hecho se constatan en el día a día de la comunidad de fe, de la familia adoptada por Dios para su gloria y honra.
     

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