LIBERTADOS POR EL PERDÓN DE DIOS
SERIE DE
SERMONES “VALIOSÍSIMO: ENCONTRANDO NUESTRO VALOR EN DIOS”
TEXTO
BÍBLICO: JUAN 8:2-11
Sentía
que todo se había acabado para mí. Mi pecado por fin había sido descubierto y
ahora solo cabía esperar el castigo. Durante meses había frecuentado el lugar
en el que había sido pillada in fraganti, teniendo relaciones sexuales con un
hombre casado. Pensamos que nadie sabría nada de nuestros escarceos y para ello
escogimos un lugar apartado de las miradas indiscretas de la gente. Sin
embargo, no fue suficiente, y cuando menos lo pensé, la puerta de la habitación
fue desgajada del dintel para dar paso a una muchedumbre que nos gritaba y nos
acusaba con sus dedos y miradas. Habíamos sido sorprendidos en nuestro
adulterio, y sabíamos a qué nos exponíamos si descubrían nuestra relación. Al
principio, en el fragor de manos y brazos que nos separaban en el lecho de
nuestro encuentro carnal no me di cuenta, aunque mientras me llevaban en
volandas, con la brusquedad que caracteriza a los verdugos y jueces de nuestro
pueblo, pensé en dónde estaría el hombre con el que había participado del juego
peligroso del adulterio. Sin embargo, ya mis pensamientos volaron hacia las
intenciones justicieras de mis acusadores. Entre vituperios altisonantes,
golpes inmisericordes y estirones violentos, solo pensaba en que mi muerte se
acercaba a pasos agigantados. Aunque sabía que la ley de Moisés ya no se
aplicaba de manera tan estricta como antaño, tenía la impresión de que en esta
ocasión se me iba a utilizar como un instrumento de la hipocresía y el
legalismo religioso.
Dando
tumbos, y con solo un camisón por vestimenta, aquellos que no cesaban de
condenarme y de señalarme con sus dedos acusatorios, entraron en el recinto del
Templo. ¿Por qué no escogieron un lugar a las afueras de la ciudad donde
ajusticiarme? ¿Cuál era la razón de traerme a un lugar tan santo y sagrado
sabiéndome manchada por el oprobio de mi inconsciente e imprudente delito? Al
acercarnos a una muchedumbre arremolinada que escuchaba a un hombre que parecía
estar enseñándoles, los escribas y fariseos que continuaban respirando amenazas
contra mi persona, me lanzaron de malos modos delante de su presencia. Por el
camino, muchos de los que me acusaban tomaban piedras que aferraban en sus
manos crispadas por el odio. Sentado como estaba este hombre al que yo no
conocía, me di cuenta de que solo iba a ser un pelele más que la masa
enfurecida iba a usar para sus propios intereses. Allí, arrodillada y con la
cabeza baja, me convertí en el espectáculo de cientos de personas que me
miraban con ira y desprecio. Nunca me había sentido peor en la vida. Yo solo rogaba
porque alguien se apiadase de mí y me dejara ir. Había aprendido la lección y
no volvería a cometer el mismo error de cometer adulterio.
Todavía
temblando por el miedo y el dolor, una voz de entre mis captores se dirigió al
maestro sentado frente a mí: “Maestro,
esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo de adulterio. Y en la ley nos
mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” (vv. 4-5).
Así que esto no tenía nada que ver conmigo, sino que todo se relacionaba con
una interpretación de la ley de Dios. No cabía duda de que los fariseos y
escribas se habían superado en un intento de pillar en un renuncio a este
maestro. El tono con el que lo llamaron “maestro” llamó poderosamente mi
atención. Había un retintín y un tono más bien sarcástico e irónico que me
inducía a pensar que no eran precisamente grandes amigos. Yo reconocía que
había pecado contra Dios, contra la comunidad y contra la esposa de mi amante.
Entendía incluso que merecía un castigo, y que éste, según los mandamientos de
Dios a Moisés, podía ser la de morir lapidada. Lo que ya me dejó estupefacta
fue el hecho de provocar en el maestro del Templo una respuesta ante esta
práctica que había caído en desuso en muchos lugares de Palestina. ¿Qué diría
este maestro? ¿Me condenaría también? ¿Me sentenciaría a una muerte terrible y
cruel?
La
reacción del maestro al que llamaban Jesús fue totalmente desconcertante. En
vez de responder convenientemente a la trampa que le estaban tendiendo, se
agachó y comenzó a escribir en el polvo del suelo. Los fariseos y escribas
tenían todas las de ganar. A Jesús no le quedaba más remedio que reconocer que
el adulterio debía ser pagado con sangre. Si decía otra cosa, se le iban a
echar encima para acusarle de falso maestro y de engañador de las masas. La
cosa no pintaba bien para este maestro que seguía garabateando en la tierra. El
silencio se hizo eterno mientras la multitud esperaba una contestación que
dejase satisfechos a todos. Al ver que no decía palabra, mis acusadores
volvieron a la carga, insistiendo en la misma cuestión de forma vehemente y
escandalosa. Parece que al fin, el maestro había meditado su contestación, y se
irguió para mirar a los ojos a todos los que estábamos allí. Su mirada,
resuelta y algo molesta por la insistencia de los que querían sorprenderle en
alguna falta, estaba llena de una mezcla de pena y sabiduría. Con una voz alta
y clara, se dirigió a mis acosadores y les espetó: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra
contra ella.” (v. 7). A una, todos enmudecieron. Era digno de verse que los
que antes gritaban, acusaban y no cesaban de aullar amenazas de muerte contra
mí, ahora permanecían en silencio.
El
maestro, tras dejar caer esta sentencia breve, pero rotunda, volvió a agacharse
para continuar con su enigmática escritura en el suelo. De nuevo, dejó
patidifusos a todos, acusadores y aprendices de su enseñanza. Su rostro solo
contemplaba cómo sus dedos esculpían en el polvo palabras que no tuve la
oportunidad de leer. Dejó que cada persona de las allí presentes examinasen su
vida a la luz de la ley de Moisés. Entre murmullos y comentarios, la caterva de
acusadores que me había llevado ante el maestro, comenzó a desfilar saliendo
del recinto del Templo, y dejando caer las piedras que tenían como objetivo
castigar mi pecado. Del más anciano de ellos al más joven, todos asumieron que
no estaban en disposición de juzgar a otros. Los más mayores tenían muchos
secretos que seguir ocultando, y los más jóvenes reconocían en conciencia que
no estaban a la altura de una justicia que también podía señalarles a ellos. El
maestro los había desarmado con una estrategia extraordinariamente perfecta. Y
allí quedamos: el maestro y yo. Cuando ya el último de mis captores trasponía
el umbral del atrio del Templo, el maestro volvió a levantarse, y mientras
estiraba las piernas y miraba a su alrededor en busca de aquellos que querían
tentarle tan indignamente, se dirigió a mí, todavía cabizbaja por la vergüenza
de saberme implicada en un acto pecaminoso como era el adulterio.
“Mujer, ¿dónde están los que te acusaban?
¿Ninguno te condenó?” (v. 10), me dijo con voz queda y serena. El maestro
tranquilizó mi corazón con dulzura y verdad. Solo supe constatar la realidad
que nos circundaba: “Ninguno, Señor.”
(v. 11). Entre lágrimas de gratitud a Dios por haberme librado de la
muerte, supe en ese instante que no estaba delante de un maestro o un rabino
más que buscaba discípulos para crear una escuela de pensamiento religioso.
Algo dentro de mí me dijo que estaba ante alguien realmente especial y distinto
a los demás religiosos. Por eso, salió de mi alma el llamarlo “Señor”, porque
en definitiva, mi vida al completo había estado en sus manos y en su respuesta.
Levantándome del polvo y de mi miserable pecado, me tomó del brazo y a unos
centímetros de mi cara, el maestro me dijo: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más.” (v. 11). Con una sonrisa
comencé a andar todavía renqueante y malherida, pero en paz con Dios al saberme
perdonada de mis pecados sin haberlo merecido. Haría enmienda de vida y
comenzaría a saber más de este maestro que tan bondadosa y tiernamente me trató
en mis momentos más críticos.
Esta
historia es mi historia y la tuya. Nuestra naturaleza pecaminosa nos hizo
perpetrar delitos y cometer errores que en nada agradaban a Dios. Vivíamos
sumidos en un mundo de mentiras y engaños, de podredumbre y de malas acciones.
Incluso racionalizábamos nuestro pecado para que pareciera que todo estaba
bien, que no había nada malo en ello. No obstante, cuando nuestra conducta
transgresora de los mandamientos de Dios comenzó a dar sus frutos amargos,
cuando fuimos pillados en falta, cuando las consecuencias de nuestra
depravación nos alcanzaron, nos dimos cuenta de que necesitábamos ser
perdonados por Dios y por nuestros semejantes. Mi madre me decía que “tanto va el cántaro a la fuente, que al
final se rompe”, y tristemente esta fue una realidad patente en nuestra
vida sin Dios ni perdón. Ya lo decía también Pablo: “Mas todas las cosas, cuando son puestas en evidencia por la luz, son
hechas manifiestas; porque la luz es lo que manifiesta todo.” (Efesios 5:13).
Es mejor dejarnos perdonar por Dios que seguir viviendo existencias infectadas
por pecados ocultos que tarde o temprano saldrán a la luz para avergonzarnos y
desnudar quiénes somos en realidad ante el mundo.
Pero
Dios nos muestra en su evangelio que Cristo no fue enviado por Él para condenar
al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él (Juan 3:17). Su perdón está a disposición de todo aquel que crea en
su nombre. En la narración bíblica de hoy hemos podido comprobar cómo aun
mereciendo la muerte como paga de nuestro pecado, Jesús es capaz de
perdonarnos, de restaurarnos en la amistad con Dios y de darnos un nuevo
propósito de santidad, rectitud y pureza. Dios muestra lo valiosísimos que
somos al poder constatar que incluso el pecador más terrible puede recibir de
Dios el perdón y la ayuda necesaria para resarcir en la medida de lo posible a
aquellos a los que ofendió e hirió. El perdón de Jesús a la mujer adúltera
contrasta con la pecaminosidad de aquellos que se creían puros y completamente
perfectos. Siempre necesitaremos del perdón de Cristo en nuestras vidas, ya que
esta es una evidencia maravillosa de que valemos mucho para Dios. En ese perdón
increíble de Dios somos liberados de la culpa de nuestras impiedades para
siempre, y podemos hacer de nuestra vida una vida en la que la libertad de
Cristo resplandezca en nuestras palabras, hechos y pensamientos.
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