INCORREGIBLE



SERIE DE SERMONES SOBRE SOFONÍAS “DIES IRAE” 

TEXTO BÍBLICO: SOFONÍAS 3 

INTRODUCCIÓN 

      Hay personas que son incorregibles. Ya puedes amonestarlos, aconsejarlos o asesorarlos, que nunca tendrán la delicadeza de verificar si lo que les decimos es cierto o si se acomoda a su vida para bien. Les exhortamos por activa y por pasiva para que cambien de parecer sobre un tema que está más claro que la sopa de un asilo medieval, y no dan su brazo a torcer por mucho que insistamos. Con toda la buena fe y toda la paciencia del mundo, queremos que alguien recapacite por su bienestar, y esta persona, no solo ignora nuestra ayuda o reconvención, sino que encima se enfada y nos manda a coger espárragos, por decir algo suave. Puedes señalarle el camino que conduce a la felicidad, a la salvación, al perdón de Dios, pero, sin embargo, irá a la suya sin siquiera analizar que existen otras formas de abordar la realidad. A veces nos cansamos de invitarles a rectificar, y al final, los dejamos en manos de sus propias decisiones erróneas, por ver si, de algún modo, se dan cuenta de su estulticia e insensatez, y recobran el sentido común de cambiar su trayectoria vital. ¿No te ha pasado algo así con alguien al que estimabas enormemente, pero que ha rechazado sistemáticamente todos tus intentos de hacerle ver que no anda por sendas beneficiosas para su vida? 

      La cabezonería y la obstinación en hacer algo que contraviene frontalmente aquello que es ética y espiritualmente justo es parte de la naturaleza humana. ¿A cuántas personas que están inmersas en el tradicionalismo y la idolatría religiosa no les hemos tratado de hacer ver que sus prácticas están en franca contradicción con lo que dice la Palabra de Dios? ¿A cuántos individuos no les hemos dado testimonio de nuestro encuentro con Cristo para que abandonen su vana e insana manera de vivir, y nos han espantado como quien ahuyenta una mosca molesta? ¿A cuántos de nuestros familiares y amigos no les hemos querido hacer ver que pueden recibir de Dios el perdón de sus pecados y la vida eterna en Cristo Jesús, y nos han espetado que todas las religiones son iguales, que cada uno tiene su visión de la vida y de la muerte, y que no hay nada que podamos hacer para convencerles de seguir viviendo según su criterio personal a espaldas de Dios? Personas incorregibles las hay en todos los órdenes de nuestras relaciones, y cuando todos nuestros ímprobos esfuerzos aparentemente fracasan, solo queda respetar sus cosmovisiones, orar al Señor para que el Espíritu Santo cambie su percepción vital, y dar testimonio fiel y práctico del evangelio de Cristo mediante nuestras acciones y palabras. 

1. INCORREGIBLES HASTA LA MÉDULA 

      Sofonías termina su oráculo profético manifestando de pleno la clase de personas que vivían entre el pueblo escogido por Dios. La amplia mayoría de los habitantes de Judá y Jerusalén se habían entregado definitivamente al fruto de sus erradas decisiones, tanto en lo ético como en lo espiritual o religioso. El Señor quiere corregir sus comportamientos y conductas, redirigiéndolas a ser la clase de nación que coloca en el centro de su voluntad los designios divinos. No obstante, lo que halla, lo hace enfurecer: ¡Ay de la ciudad rebelde, contaminada y opresora! No escuchó la voz ni recibió la corrección; no confió en Jehová ni se acercó a su Dios. Sus príncipes son, en medio de ella, leones rugientes; sus jueces, lobos nocturnos que no dejan ni un hueso para la mañana. Sus profetas son altaneros, hombres fraudulentos; sus sacerdotes contaminaron el santuario, falsearon la Ley. Jehová es justo en medio de ella, no cometerá iniquidad; cada mañana, al despuntar el día, emite sin falta su juicio; pero el perverso no conoce la vergüenza.” (vv. 1-5) 

      Cuando la incorregibilidad se expande y se traslada a todos los estamentos civiles y sociales, el caos es absoluto. Tal es la situación que encuentra el Señor en la ciudad de Jerusalén, que de su boca solamente puede brotar un “¡ay!” La gran mayoría de los ciudadanos han optado por rebelarse completamente contra la ley de Dios, dado que no conviene a sus intereses egoístas y a sus sueños hedonistas. Para ellos es mejor despreciar los consejos y advertencias de las Escrituras, y así dar rienda suelta a sus deseos desenfrenados. En su obstinación han guiado a otros a recorrer su mismo camino, contagiando esta rebeldía al resto de la ciudadanía, contaminando con altas dosis de inmoralidad e injusticia los corazones vacilantes que contemplaban cómo, al pasar los días y los meses, los malvados prosperaban sin que ningún castigo celestial les azotase a causa de sus delitos y crímenes de lesa humanidad.  

      Como colofón a este cúmulo de despropósitos, una élite religiosa, política y económica se dedicaba a oprimir a los pobres, a los marginados y a los menesterosos, exprimiéndolos con nuevas reglas y normativas onerosas, con nuevas y arbitrarias leyes religiosas, y con la imposición de más tributos y gravámenes. ¿Os suena la película en estos tiempos contemporáneos nuestros en los que las urbes mastican y escupen a cuantos no forman parte de la red clientelar que las gobierna? 

     Sofonías, voz de Dios, constata que, en múltiples ocasiones el Señor había hablado al pueblo por medio de los profetas, pero que este mensaje había caído en saco roto. Se les conminó a recapacitar sobre sus ponzoñosas prácticas, pero hicieron caso omiso. Se desvincularon de Dios, de su Palabra y de aquellos siervos que trataron por todos los medios inculcar en las mentes de los habitantes de Jerusalén la necesidad de confiar en Dios y de acercarse a Él tras abandonar sus malhadados caminos. Es triste comprobar cómo toda una ciudad y toda una nación rompen su vinculación con Dios y su ley, desechando la misericordia y la sabiduría de Aquel que los había escogido para ser de bendición a todas las naciones. Para ejemplificar el estado tan lamentable de cosas, Sofonías acusa directamente a los diferentes estratos de responsabilidad y autoridad de la ciudad. Los primeros en la lista de denuncias son los gobernantes o príncipes. El profeta los compara a leones rugientes, es decir, a fieras salvajes que únicamente piensan en conservar el poder y aumentar su ascendencia sobre sus súbditos, a animales que solamente se dejan dirigir por sus instintos más básicos, y que devoran a aquellos que se interponen en sus metas y objetivos. 

     Los segundos de la lista son los jueces, aquellos que, en teoría, deben dispensar y ofrecer a sus conciudadanos justos juicios y sentencias ajustadas a derecho. Estos jueces, contra la esencia de su oficio, se dedican a masticar y engullir a aquellas personas que no tienen recursos suficientes para tener una buena defensa, dejándose untar económicamente por los poderosos para establecer dictámenes contrarios a la justicia más elemental. Son como lobos, saciándose de lo poco que queda a los necesitados y pobres. Sin misericordia ni empatía, se dedican a despojar hasta de lo más fundamental a aquellos que claman por justicia, pero que saben que serán fagocitados por el sistema judicial sin miramientos ni visos de una solución a sus problemas.  

      Los terceros de la enumeración de Sofonías son los profetas profesionales que pululaban por las cortes reales dando oráculos fraudulentos y sospechosamente positivos. Comprados hasta la médula, simplemente pregonaban promocionalmente las bondades del gobernante de turno, endulzaban los oídos de las multitudes con profecías falsas y demagógicas, y sumiendo a los ciudadanos en una sensación de paz, armonía y progreso que no era tal. Su orgullo y soberbia espiritual era bien constatable en sus palabras y sus invectivas contra aquellos siervos de Dios que, de verdad, profetizaban según el consejo divino. 

      Y, por último, pero no menos culpables de la situación de incorregibilidad y dureza de cerviz social, tenemos a los sacerdotes, a aquellos que, supuestamente, debían ser la luz del pueblo en términos religiosos y espirituales, pero que se entregaban a una hipocresía falaz y a un sincretismo deleznable en sus prácticas rituales en la casa de Dios. Con una displicencia y una negligencia atestiguada, operaban según sus caprichos y realizaban sus labores ceremoniales sin poner el corazón en ellas. En cuanto a su tarea educativa sobre cómo acercarse a Dios, sobre el modo de adorar al Señor y sobre la forma en la que el ciudadano debía tratar a su Creador, lo cierto es que empleaban torticera y convenientemente la Palabra de Dios a fin de que se ajustase a sus anhelos personales y a sus intereses individuales y corporativos. El Señor, considerando esta corrupción generalizada e institucionalizada, y apelando a su naturaleza santa, justa e impecable, informa a los malvados que su desvergüenza será juzgada sumariamente por Él en el día de su ira, en el instante en el que toda la ciudadanía de Jerusalén tendrá que dar cuentas de su incorregibilidad. 

2. ESPERANZA Y DECEPCIÓN DIVINA 

      Pero no termina aquí la amonestación y denuncia de Sofonías: “Hice destruir naciones, sus habitaciones están asoladas; he dejado desiertas sus calles hasta no quedar quien pase. Sus ciudades han quedado desoladas, no ha quedado ni un hombre ni un habitante. Me decía: Ciertamente me temerá, recibirá corrección y no será destruida su morada cuando yo la visite.” Mas ellos se apresuraron a corromper todos sus hechos. Por tanto, esperadme, dice Jehová, hasta el día en que me levante para juzgaros, porque mi determinación es reunir las naciones, juntar los reinos para derramar sobre ellos mi enojo, todo el ardor de mi ira, hasta que el fuego de mi celo consuma toda la tierra.” (vv. 6-8) 

     El Señor, habiendo juzgado a los enemigos de Judá y Jerusalén, espera que su pueblo reaccione. Como vimos en el capítulo anterior, Dios había abatido y destruido a los principales adversarios que rodeaban a su nación escogida. Judá debió haber visto el castigo demoledor de Dios sobre estas naciones paganas, corrompidas e idólatras, y reflexionar sobre su realidad social, judicial, gubernamental y religiosa. Uno podría decir que era un aviso para navegantes, un “cuando veas las barbas del vecino pelar, pon las tuyas a remojar.” Sin embargo, que si quieres arroz, Catalina. Es como si estuvieran ciegos ante la sentencia divina desplegada ante sus miradas.  

      En lugar de ello, escogen abundar más aún si cabe en refocilarse en el pecado y en la transgresión de la ley de Dios. ¿Quién los entiende? El pensamiento de Dios plasmado en el oráculo profético es ciertamente inquietante: “Si ven todo lo que les ha pasado a sus enemigos, si asumen que todo es parte de mi juicio santo, puede que haya esperanza para ellos. Se someterán a mi amonestación, regresarán a mí, y no tendré que consumar la misma sentencia que sancioné en su momento para las naciones que amenazaron a mi pueblo escogido.” La respuesta de Jerusalén es un bofetón ultrajante en el rostro de Dios. 

     Dado que el juicio a las naciones enemigas de Judá no ha surtido efecto sobre las conciencias de los jerosolimitanos, Dios toma cartas en el asunto. Su paciencia está en un tris de colmarse. La palabra “esperadme” nos habla a las claras sobre la indignación, la tristeza y la decepción del Señor. Es como cuando yo hacía algo malo cuando era adolescente y escapaba indemne de la reprimenda paterna, y mi padre me decía: “Ya vendrá Paco con las rebajas.” Todavía hoy no sé qué quería decir mi padre con esta frase, pero intuyo que tenía que ver con otro refrán: “Arrieros somos, y en el camino nos encontraremos.”  

      Tarde o temprano el juicio de Dios se abatirá sobre la injusticia y maldad de los moradores de Jerusalén. Llegará el día, terrible e iracundo, en el que el Señor reúna a todos los pueblos de la tierra y de la historia, y emita el fallo definitivo para sus almas, el cual determinará el destino de cada persona según sus obras. Para aquellos que habían menospreciado la calidad y la realidad del juicio de Dios, hallamos expresiones como “enojo,” “ardor de mi ira,” “fuego de mi celo,” y “consumir toda la tierra,” las cuales nos sugieren que en el día del juicio final nadie escapará a la escrutadora y evaluadora mirada del Santo de Israel. 

3. UNA NUEVA REALIDAD 

      Cuando este tribunal celestial ponga a cada cual, en su sitio, unos para gloria y vida eterna, y otros para destrucción y condenación perpetua, una renovada realidad surgirá para aquellos que eligieron servir y obedecer a Dios, incluso en los momentos y circunstancias más adversas: “En aquel tiempo devolveré yo a los pueblos pureza de labios, para que todos invoquen el nombre de Jehová, para que le sirvan de común consentimiento. De la región más allá de los ríos de Etiopía me suplicarán; la hija de mis esparcidos traerá mi ofrenda. En aquel día no serás avergonzada por ninguna de las obras con que te rebelaste contra mí, porque entonces quitaré de en medio de ti a los que se alegran en tu soberbia, y nunca más te ensoberbecerás en mi santo monte. Y dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre, el cual confiará en el nombre de Jehová. El resto de Israel no hará injusticia ni dirá mentira, ni en boca de ellos se hallará lengua engañosa, porque ellos serán apacentados y reposarán, y no habrá quien los atemorice.” (vv. 9-13) 

      La realidad del cielo es diametralmente opuesta a la que observamos anteriormente en la tierra. Aquellos que se sometieron integralmente a la soberanía divina recibirán el don de la pureza de labios, esto es, el regalo de adorar únicamente a Dios, de exaltarle para siempre, de glorificarle continuamente. La procacidad, el vituperio, la blasfemia y las murmuraciones serán historia. La boca proclamará las virtudes y bondades de Dios desde un corazón santo y sin pecado. La unanimidad en el servicio a Dios también será parte del hermoso y magnífico ambiente celestial. Todos, con una misma voz, un mismo espíritu y un mismo sentir, participaremos del servicio de amor a Dios. Todas las naciones en las que el remanente de los hijos de Dios ha mantenido su fidelidad y lealtad a su voluntad ofrendarán sus vidas para honrar a Cristo. Ya no hablamos únicamente de Israel o de los judíos como los destinatarios de esta profecía escatológica, sino que la iglesia de Cristo también formará parte de la familia de Dios, sin importar su gentilidad.  

     Otra de las características de la que podrán gozar los hombres y mujeres que fueron justificados por Cristo en el tribunal de Dios, es verificar que el pecado ya no será más. Ningún acusador podrá venir a nosotros para meter el dedo en la llaga de nuestras impiedades. Nadie podrá imputarnos ningún pecado más, porque Satanás será destruido para siempre, el enemigo que se reía de nuestros constantes traspiés en la vida terrenal. Si fuimos pretenciosos o soberbios en el plano terrestre, Dios nos perdonará para transmutar nuestra alma altanera en un alma humilde que se sujeta a la voluntad divina. Nuestras rebeliones serán sepultadas en lo más profundo del océano para no volver a importunarnos en nuestro hogar celestial.  

      El resultado de esta transformación espiritual tan radical será el de una iglesia humilde y dependiente de Dios, abierta a descubrir y disfrutar al Señor por toda la eternidad. Se acabaron las injusticias que hoy lastran nuestro mundo, se terminaron las mentiras con las que se han ido construyendo las convenciones sociales y el acceso al poder, y al fin, los engaños, las fake news, los timos, los eufemismos y las medias verdades dejarán de emponzoñar la mente y el espíritu de los redimidos. Seremos guiados por el Espíritu Santo en el conocimiento permanente de la Trinidad, descansaremos de nuestros trabajos y cargas, y el miedo habrá desaparecido de nuestro corazón, ya rebosante del amor de Cristo. ¡Qué ganas tenemos de que este instante llegue! ¿No late vuestro corazón más fuerte al escuchar y hacer vuestras las palabras proféticas de lo que nos aguarda en los cielos? 

4. PROMESAS PARA DOS ESCENAS TEMPORALES 

     En el intrincado tapiz de los pasajes proféticos, en los que una doble lente nos habla de un doble cumplimiento de los oráculos de Dios, tanto en este plano terrenal, como en el porvenir del fin de la historia, tal y como la conocemos ahora, Sofonías prevé, tanto la liberación de Israel de manos de sus captores, como la ensoñación prometedora de la Nueva Jerusalén: “¡Canta, hija de Sion! ¡Da voces de júbilo, Israel! ¡Gózate y regocíjate de todo corazón, hija de Jerusalén! Jehová ha retirado su juicio contra ti; ha echado fuera a tus enemigos. Jehová es Rey de Israel en medio de ti; no temerás ya ningún mal. En aquel tiempo se dirá a Jerusalén: “¡No temas, Sion, que no se debiliten tus manos!” Jehová está en medio de ti; ¡él es poderoso y te salvará! Se gozará por ti con alegría, callará de amor, se regocijará por ti con cánticos. Como en día de fiesta apartaré de ti la desgracia; te libraré del oprobio que pesa sobre ti. En aquel tiempo yo apremiaré a todos tus opresores; salvaré a la oveja que cojea y recogeré a la descarriada. Cambiaré su vergüenza en alabanza y renombre en toda la tierra. En aquel tiempo yo os traeré; en aquel tiempo os reuniré, y os daré renombre y fama entre todos los pueblos de la tierra, cuando levante vuestro cautiverio ante vuestros propios ojos, dice Jehová.” (vv. 14-20) 

      La alegría natural que explota en el alma de la ciudad santa de la Nueva Jerusalén se unirá al regocijo de toda la iglesia de todos los siglos. Dios ha cambiado el lamento en baile, el luto por una fiesta interminable, la tristeza que acarrea el pecado en un gozo inenarrable propio de corazones restaurados y perdonados. El enemigo ha sido derrotado para siempre, la muerte ha sido sorbida en victoria y el pecado ha dejado de ser. El Soberano universal ha establecido por toda la eternidad su trono, y el mal ya no será motivo de nuestras lágrimas. Bajo su dominio serán fortalecidos los miembros debilitados y su voz pregonará con un eco infinito con cuán grande amor nos ha amado, cuánta es la alegría que brota de su ser al contemplar a todo su pueblo aclamando su nombre y reconociendo el privilegio de haber sido sujetos de su inmensa misericordia y gracia. La imagen de Dios cantando es estremecedora y tierna. ¿Cómo debe ser la voz del Altísimo? Esperamos poder averiguarlo en su día.  

     Estar en la presencia de Dios será una gran fiesta que durará por siempre, en el que la congoja ya no se enseñoreará de los cuerpos y espíritus transformados, y en la que el infortunio no quitará el sueño o la paz de los creyentes. La liberación de todo aquello que nos señalaba como pecadores y como moribundos espirituales aliviará nuestros pesares y preocupaciones, aquella ansiedad que contaminó gran parte de nuestras existencias terrenales. La presión a la que fuimos sometidos por nuestros semejantes ya no será un problema en el que pensar, y seremos revigorizados por el agua de vida que fluye en las moradas celestiales. Dios no salvará al que se auto justifica o al que cree equivocadamente que merece el cielo por sus obras, sino que su pueblo estará conformado por ovejas cojas y descarriadas como somos tú y yo. Durante nuestra dinámica terrenal confesamos nuestra fragilidad y debilidad, nuestra insensatez y rebelión, y entramos a formar parte de su rebaño, un rebaño que ha sido recogido por Cristo y que será apacentado en las praderas verdes y rozagantes de la eternidad.  

     La vergüenza que causa el reconocimiento de nuestra indignidad ante Dios se trocará en un himno de gratitud al haber sido rescatados por gracia mediante la fe en Cristo. Nuestro nombre ya no será vinculado a delitos, transgresiones, crímenes o inmoralidades, sino que, en virtud del perdón real de nuestro Salvador y Señor, recibiremos un nombre nuevo y una fama completamente ajustada a nuestra realidad celestial. Seremos conocidos por Dios como sus hijos, y toda nuestra trayectoria en la tierra será borrada para siempre. Nos reuniremos delante del trono santo de Dios, de todas las naciones, lenguas, etnias, sexos y procedencias, y alzaremos nuestro cántico de liberación para agradecer que Dios haya quebrado las cadenas de nuestro pecado y nos haya liberado del cautiverio de Satanás. ¡Qué panorama tan excelso nos espera cuando Cristo regrese de nuevo o seamos llamados a la presencia del Señor en el instante que Dios ha previsto para nosotros! 

CONCLUSIÓN 

     Como podemos comprobar, en la doble lectura de los textos proféticos encontramos promesas, tanto para los lectores y escuchantes de la época en la que se compusieron, como para nosotros en la lejanía de los tiempos. Para el remanente de Judá habría esperanza por volver a habitar en Tierra Santa, por salir del cautiverio imperial para regresar a las raíces, y por construir una nueva realidad basada en Dios. Para nosotros, como iglesia de Cristo, y como renovado Israel de Dios, estas profecías de Sofonías nos ayudan a entender aquello que nos aguarda cuando el día de la ira de Dios sea consumado y dé paso a una increíble etapa de la eternidad en la que gozaremos de Cristo y de todos los dones que nos ha prometido.  

     Nuestro papel como comunidad de fe cristiana es la de no dejar de enseñar esta esperanza escatológica y la de dejarnos corregir por Dios, si no queremos ser receptores de su temible y universal juicio, y aprender en nuestra propia carne las consecuencias que se derivan de ser negligentes y rebeldes contra la voluntad divina. Permitamos que Dios nos amoneste, porque como bien sabemos ya, el Señor a quien ama, disciplina.

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