TERRENOS
SERIE
DE SERMONES SOBRE MATEO 13 “PARABOLÉ”
TEXTO
BÍBLICO: MATEO 13:1-9; 18-23
Como
cada lunes, el pastor Martín desayunó un par de churros con
chocolate, se vistió de sport y salió a la calle con la Biblia bajo
el brazo. Desde hacía años tenía la costumbre de recorrer las
calles de su ciudad en busca de personas que quisiesen escuchar la
Palabra de Dios, y en ocasiones había alguien que estaba dispuesto a
prestarle un poco de su tiempo para oír qué tenía que decir sobre
Dios y todas esas cosas. Mucha gente lo esquivaba mientras paseaba
por el parque, y otros incluso se burlaban de su mensaje. Casi nadie
tenía interés en conocer mejor a Jesús, su vida, su sacrificio
salvador en la cruz y su resurrección. La gran mayoría de personas
preferían vivir sus vidas al margen de lo que llamaban “religión”.
Sin embargo, Martín siempre tenía la esperanza de encontrarse con
personas preocupadas por su espiritualidad y por su relación con
Dios. Durante los años de su ministerio pastoral había visto a
personas entregarse a Cristo y no había mejor recompensa al trabajo
duro de la evangelización y la predicación bíblica que ser testigo
de una transformación de vida inigualable y permanente. No se iba a
rendir fácilmente ante el desaliento y la impasibilidad de las
gentes de su localidad.
Después
de varios intentos nulos de iniciar una conversación sobre Cristo y
sobre su evangelio, una señora llamada Adalberta pareció mostrar un
cierto interés en saber más sobre lo que Martín explicaba con las
manos aferradas a su ajada biblia. Sentada en un banco del parque, y
con todo el tiempo del mundo por delante, al menos hasta marcharse a
casa para hacer la comida a su familia, Adalberta no perdió ripio de
todo lo que exponía Martín sobre el plan de salvación de Dios.
Martín no sabía si es que Adalberta solamente quería pasar el rato
charlando, o si de verdad había una actitud de escucha genuina hacia
su mensaje. Aunque esto no era lo más importante, la ocasión la
pintaban calva, y dedicó media hora a presentar de forma resumida y
sencilla la vida y obras de Cristo. Adalberta asentía con la cabeza
con cada afirmación de Martín, e incluso se lanzó a criticar la
religión que había mamado desde su infancia, aduciendo que lo que
Martín le explicaba tenía bastante más sentido que ésta. Tras
mirar su reloj, Adalberta agradeció efusivamente a Martín que la
acompañase con esta amena plática, y se despidió, no sin antes ser
invitada a ir el próximo domingo a la iglesia.
Veinte
minutos más tarde, Martín se topó con un muchacho de unos veinte
años que había parado durante unos minutos para descansar cerca de
una fuente del parque. Mientras se refrescaba, se sentó en las
escaleras de una pérgola, y ahí aprovechó Martín para presentarse
y preguntarle sobre si conocía a Jesús. El muchacho, que se llamaba
Belarmino, Mino para los amigos, le contestó que sí, que cuando era
niño recordaba la catequesis que le daba una profesora de religión
de su barrio, y que incluso, había formado parte de los Scouts.
Martín, valorando la base religiosa de Belarmino y empleando el
símil del ciclismo, compartió con éste la aventura de ser
cristiano y el viaje espiritual que podía iniciar junto a Cristo.
Afortunadamente, Belarmino respondió positivamente al discurso de
Martín, hasta tal punto que le pidió los datos de la iglesia, los
horarios de culto, y una biblia. Se le veía ilusionado al haber
encontrado unas verdades que creía haber dejado en el olvido, y
Martín se ofreció a seguir hablando de otros temas de la Biblia
mientras le hacía entrega de su tarjeta pastoral. Se dieron la
diestra y Belarmino, montándose en su bicicleta, prometió que el
domingo estaría en la iglesia para saber más de Cristo.
Parecía
que el día iba a cundir después de todo. Iba pensativo por las
intrincadas y laberínticas avenidas del parque cuando chocó sin
querer con una señora de mediana edad, elegante y con un maletín
que se le abrió dejando salir volando un montón de papeles. Martín
se disculpó a la vez que ayudaba a esta señora a recoger la
documentación desparramada por el suelo. Clorinda, porque así se
llamaba la dama, restó importancia al encontronazo y se disculpó a
su vez. Reconoció que iba con prisas, que llegaba tarde a una
reunión de empresa para presentar unos informes, y que el estrés
estaba mermando su capacidad de prestar atención a todo lo que le
rodeaba. Martín vio la ocasión de hablar de Cristo como el único
que podía dar descanso a los trabajados y paz a los esclavos de la
ansiedad.
Este
planteamiento atrajo la atención de Clorinda, y obviando el hecho de
que se estaba demorando en su propósito inicial de llegar con tiempo
a su empresa, quiso conocer más de ese Jesús que podía hacer el
milagro de calmar el alma acelerada de una ejecutiva como ella.
Martín, sin querer extenderse en demasía para no incrementar el
apuro de Clorinda, le comunicó con simplicidad las buenas nuevas de
salvación en Cristo. El rostro de Clorinda se suavizó, su mirada se
apaciguó y su sonrisa afluyó radiante al recibir unas noticias tan
necesarias para su agobiado tren de vida. Martín le ofreció su
tarjeta y la invitó a que cualquier día pudiese asistir para
comprender mejor lo que Dios la amaba. Se dieron la mano y se dijeron
hasta pronto.
“¡No
está mal dado que casi nadie quiere detenerse un solo instante para
escuchar del evangelio!”,
pensó para sus adentros Martín. Estaba alegre y no cesaba de orar
mentalmente al Señor para que estas tres personas a las que había
conocido pudiesen venir el próximo domingo a la capilla. En estas
estaba Martín, ya pensando en regresar a casa para comer junto a su
esposa e hijos, cuando vio al otro lado de un paso de peatones a
Donaciano, un amigo de la infancia al que hacía mucho tiempo que no
veía. ¡Qué recuerdos tan gratos le traía volver a ver a su amigo
del alma! Esperó a que cruzase la calle para abordarle. Donaciano,
sorprendido, ensanchó su sonrisa y sus ojos se abrieron de par en
par: “¡Cuánto
tiempo sin verte, Martín! ¿Qué es de tu vida? ¿Cuándo fue la
última vez que nos encontramos? Hace ya algunos años, ¿verdad? Por
lo menos veinte...” Martín
también contento le respondió: “Tú
te fuiste a estudiar y a trabajar al extranjero, ¿verdad? Las cosas
aquí no estaban muy bien que digamos en términos laborales y
económicos... ¿A dónde fuiste? ¿Cuándo has vuelto a la ciudad?
¡Es que no me puedo creer que estés ahora mismo aquí!”
Decidieron
sentarse en la terracita de una cafetería cercana a la estación de
trenes y ponerse un poco al día sobre sus vidas. Donaciano le contó
a Martín que había ido a estudiar a Alemania, que había estado
trabajando en una multinacional automovilística y que allí había
conocido a la que es su esposa. Tenía un par de hijos y, al mejorar
un poco la situación socioeconómica de España, y recibir una buena
oferta para trabajar en una sucursal de la empresa alemana de la que
procedía, no se lo pensó dos veces y aterrizó en la ciudad para
establecerse definitivamente. Martín también le relató la historia
de su vida: en la universidad, mientras estudiaba psicología, se
unió a un grupo bíblico que realizaba estudios sobre la vida de
Jesús. Allí se entregó a Dios y decidió comenzar a frecuentar una
iglesia evangélica. Tras acabar la carrera, sintió que era llamado
por el Señor para prepararse mejor teológicamente con el objetivo
de ser pastor. Se matriculó en el seminario y al tercer año de su
grado en Teología conoció a su esposa. Hacía diez años que era
pastor de la iglesia evangélica bautista de la ciudad, y tenía
también dos niñas.
Con
un cafecito de por medio, y con las emociones a flor de piel por el
reencuentro, Donaciano se quedó pasmado al saber que ahora Martín
era pastor evangélico. “¡Quién
lo hubiera dicho! ¡Con lo gamberro que eras en el instituto!
Cuéntame más de ese cambio tan radical... Es que no me hago a la
idea de que hayas llegado a dónde estás ahora...”,
dijo Donaciano. Martín le explicó con detalle el proceso que lo
había llevado a conocer a Cristo como su Señor y Salvador, y
subrayó la importancia de esta experiencia personal con algunos
textos de la Biblia. Al final, Donaciano pareció comprender bastante
bien la historia, hasta el punto de quedar con Martín para hablar
más sobre el tema de Dios, de la Biblia, de Jesús y de la cruz.
Agendaron el sábado para poder pasar más tiempo juntos en la casa
de Donaciano, con una barbacoa de por medio, y así también
presentar a sus respectivas familias. “¡Será
un día genial! ¡No te olvides de traer fotos de nuestros tiempos
mozos!”, gritó
Donaciano mientras daba un abrazo de oso a Martín.
Martín
estaba exultante. Había sembrado cuatro corazones con el evangelio
de gracia, y como todo buen pastor, sus expectativas eran muy
optimistas. Ahora solo quedaba esperar al domingo siguiente para
observar el resultado de su siembra. Pagó los cafés y marchó
agradecido a Dios por haber puesto en su camino a estas cuatro
personas, tan distintas entre sí, pero que habían tenido la misma
oportunidad de conocer el fundamento del evangelio del Reino de los
cielos: “Aquel
día salió Jesús de la casa y se sentó junto al mar. Se le acercó
mucha gente, así que él, entrando en la barca, se sentó, y toda la
gente estaba en la playa. Les habló muchas cosas por parábolas,
diciendo: «El sembrador salió a sembrar. Mientras sembraba, parte
de la semilla cayó junto al camino, y vinieron las aves y la
comieron. Parte cayó en pedregales, donde no había mucha tierra, y
brotó pronto, porque no tenía profundidad de tierra; pero cuando
salió el sol, se quemó y, como no tenía raíz, se secó. Parte
cayó entre espinos, y los espinos crecieron y la ahogaron. Pero
parte cayó en buena tierra, y dio fruto, cuál a ciento, cuál a
sesenta y cuál a treinta por uno. El que tiene oídos para oír,
oiga.»” (vv. 1-9)
Adalberta
nunca llegó a ir a la iglesia: “Oíd,
pues, vosotros la parábola del sembrador: Cuando alguno oye la
palabra del Reino y no la entiende, viene el malo y arrebata lo que
fue sembrado en su corazón. Éste es el que fue sembrado junto al
camino.” (vv. 18-19) Esta
señora solamente escuchó a Martín para pasar un rato entretenido y
agradable, pero no puso sus cinco sentidos en todo aquello que estaba
comunicándole sobre Cristo y la manera de alcanzar la vida eterna. A
ella se le antojaron palabras interesantes y adornadas con algunas
cosas que le parecían verdad, pero el meollo del evangelio no había
sido asumido y comprendido. Era una visión más de la religión,
pensaba Adalberta.
Siguió
con su vida, con sus quehaceres, vacía de espíritu. Llenaba su vida
con actividades, se dejaba arrastrar por el curso de la corriente de
este mundo y nunca tuvo la intención de comprometerse o involucrarse
en la causa de Cristo. No entendía muchas cosas de lo que Martín le
había expuesto, pero tampoco tuvo la impresión de necesitar aclarar
sus dudas. Satanás la había hecho renunciar, desde que se levantó
del banco para volver a casa, a implicarse más profundamente en el
conocimiento de Cristo. Con el paso de la semana, el encuentro con
Martín se fue difuminando y desvaneciendo hasta desaparecer por
completo.
Belarmino
sí que asistió el domingo al servicio de culto a Dios. Se
entusiasmó con el tiempo de alabanza y adoración, le encantó el
trato amable que le tributó toda la congregación, e incluso, en el
llamamiento final evangelístico de Martín, levantó su mano con una
ilusión tremenda. Se comprometió inicialmente a ser discipulado por
Martín una vez por semana. Todo parecía perfecto. Sin embargo, el
tiempo fue pasando, y después de cuatro sesiones de discipulado,
Belarmino comenzó a faltar a estas reuniones con las excusas más
peregrinas y pobres habidas y por haber. Martín, preocupado,
concertó un encuentro informal con él en una cafetería cercana a
la casa de Belarmino.
Allí
Belarmino le comentó vagamente que estaba teniendo problemas serios
con sus padres y hermanos, ya que su familia era muy reticente a
considerar a los evangélicos como una confesión cristiana. Para
ellos, a Belarmino le estaban comiendo la cabeza con versiones
extrañas y heréticas de la Biblia. La presión estaba siendo tan
grande que había decidido que, por el momento, y hasta que las aguas
volviesen a su cauce de paz y tranquilidad familiar, no volvería ni
a la iglesia ni a las reuniones de discipulado. Martín intentó
convencerlo apelando a que estaba perdiendo una ocasión inmejorable
de crecer en Cristo, pero todo fue en vano. Fue la despedida más
amarga de su vida: “El
que fue sembrado en pedregales es el que oye la palabra y al momento
la recibe con gozo, pero no tiene raíz en sí, sino que es de corta
duración, pues al venir la aflicción o la persecución por causa de
la palabra, luego tropieza.” (vv. 20-21)
Clorinda
también probó a asistir a las reuniones dominicales de la iglesia
bautista de la ciudad. Se encontró con un ambiente relajado,
tranquilo y reposado en el que poder saciar su hambre por el
evangelio, y admiraba la serenidad de aquellos que formaban parte de
la comunidad de fe. Ella necesitaba esto en su vida. Hacer un alto en
el camino, reorganizar sus prioridades y vivir una vida menos
ajetreada y más centrada en desarrollar una relación con Dios.
Clorinda sabía lo que quería y quería servir a Cristo. Durante una
buena temporada fue parte de la iglesia, colaborando en las
actividades, mostrándose ávida de respuestas bíblicas a sus
preguntas existenciales. Todos la apreciaban y ella seguía creciendo
y madurando espiritualmente. Hasta que un buen día dejó de hacer
acto de presencia en el templo.
Martín
la visitó junto a su esposa para conocer las razones de este abrupto
distanciamiento que había cogido desprevenidos a todos. Con la
ansiedad grabada en sus expresiones y movimientos, Clorinda les
refirió que había aceptado un ascenso en su empresa, y que ahora
sus responsabilidades laborales se habían incrementado notablemente.
Ya no tenía tiempo para ir a la iglesia, o para leer y estudiar la
Biblia. Su trabajo la absorbía enormemente, iba a comprarse un
dúplex en una urbanización de lujo al norte de la ciudad, y ya no
podría apartar un espacio para tener comunión con los hermanos.
Iría cuando pudiese y cuando sus ocupaciones le permitieran abrir un
hueco en su apretada agenda. Entristecidos, Martín y su esposa se
marcharon pensando que las preocupaciones materiales habían
arrebatado a Clorinda ese primer amor por Cristo. Oraron juntos para
que algún día ella se diera cuenta de lo que perdía colocando en
la cúspide de sus prioridades su asfixiante trabajo:
“El que fue sembrado entre espinos es el que oye la palabra, pero
las preocupaciones de este siglo y el engaño de las riquezas ahogan
la palabra, y se hace infructuosa.” (v. 22)
Donaciano
fue, precisamente, el que sorprendió gratamente a Martín. Nunca
hubiese imaginado que Donaciano quedase prendado de la figura de
Cristo. Nunca le había conocido inquietudes espirituales. Sin
embargo, Donaciano, junto con su familia, llegaron a incorporarse a
la iglesia de una manera fantástica. Con el paso de los meses, tanto
Donaciano como su esposa, aceptaron seguir tras las huellas de
Cristo, haciéndolo su Señor y Salvador de por vida. El día en el
que Martín los bautizó fue uno de los días más hermosos y
emocionantes de su vida. Su gran amigo ahora era su hermano en
Cristo. Donaciano y su esposa se implicaron de lleno en el trabajo
dentro de la comunidad de fe, e incluso, Donaciano llegó a ser, tras
un par de años, maestro de la Escuela Dominical de Adultos. Su
experiencia en el ámbito empresarial le confería una habilidad
especial para comunicar el evangelio a personas escépticas y ateas
que formaban parte de su círculo íntimo de amistades y de
compañerismo. Su ejemplo y testimonio fue usado por Dios para que
muchas otras personas pudiesen con el tiempo someter sus existencias
bajo la soberanía y señorío de Cristo:
“Pero el que fue sembrado en buena tierra es el que oye y entiende
la palabra, y da fruto; y produce a ciento, a sesenta y a treinta por
uno.” (v. 23)
Del
mismo modo que Martín, todos nosotros somos sembradores del
evangelio de Cristo, bien a través de la predicación de la Palabra
de Dios, bien a través de nuestras acciones o estilo de vida, o bien
por medio de nuestro trato a los demás. Tenemos ante nosotros miles
de terrenos distintos en los que podemos sembrar la semilla preciosa
de las buenas noticias de salvación en Jesucristo. Sin importar la
clase de tierra que cada persona represente, la palabra de vida debe
ser arrojada para dejar que sea el Espíritu Santo el que obre en
cada corazón y conciencia. Nuestra misión es seguir mostrando a
cada persona que forma parte de nuestras vidas que Dios lo ama y que
desea perdonar sus pecados después de arrepentirse de ellos. Llena
tu bolsa de semillas de amor y gracia cada día, porque nunca sabes
en qué instante se presentará la ocasión maravillosa de que
alguien desee hacerla suya para toda la eternidad.
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