CONSEJOS DE UN PADRE A UN HIJO
SERIE
DE SERMONES SOBRE PROVERBIOS “SAPIENTIA”
TEXTO
BÍBLICO: PROVERBIOS 4:1-15
Martinet lanzó su mochila en el vestíbulo visiblemente afectado por algo.
Tenía un humor de perros y no dejaba de mascullar por lo bajini una
sarta de amargas quejas e improperios. Su padre, Martín, sentado una
de las butacas del salón contempló impertérrito cómo su hijo
pasaba como una exhalación cerca de él, sin que éste lo saludase
ni hiciese el menor gesto de haberlo visto. “¿Qué
mosca le habrá picado?”,
se preguntó el padre. “Normalmente
viene contento de pasar tiempo con los amigos después de clase,”
pensó para sus adentros. Un portazo sonó estridente en el pasillo y
hasta los cuadros temblaron en sus colgaduras. Preocupado, Martín
decidió que, tras unos minutos de gracia, debía hablar con su
vástago. Fuese cual fuese el problema que estaba transformando a su
hijo de alguien amable y educado en una furia mitológica, Martín se
veía en la obligación de ayudar a superarlo o solventarlo,
dependiendo de la cuestión que le plantease su hijo. Después de un
rato razonable, se acercó a la puerta de la habitación de Martinet,
y llamó con un par de golpes.
“Martinet,
¿ocurre algo?,” preguntó
Martín. Silencio. Martín volvió a insistir: “Sabes
que puedes contar conmigo para intentar solucionar lo que quiera que
te esté avinagrando el carácter.”
La única respuesta que se oyó desde el fondo de la habitación fue
un “déjame
tranquilo”
apagado y sollozante. Martín se tomó la libertad de abrir un poco
la puerta y echar un vistazo. Allí estaba Martinet: tumbado boca
abajo en su cama, tapado con el edredón e inmóvil. El padre se
sentó suavemente en la silla del escritorio atestado de papeles,
tazas del desayuno de esa mañana y bolsas vacías de patatas fritas.
Apoyó su mano en lo que se suponía era la cabeza de su hijo y lo
acarició un par de minutos. Al fin, el pelo despeinado de Martinet
hizo acto de aparición junto con un rostro enrojecido por las
lágrimas. “Martinet,
¿qué te pasa? ¿Ha sucedido algo grave con tus amigos o en clase?,”
inquirió su padre. Con voz temblorosa por la rabia y el
desconcierto, Martinet le respondió: “La
vida no es justa. Todo lo malo me pasa a mí. Ya no puedes confiar en
nada ni en nadie.”
Con el ceño fruncido, Martín quiso conocer con más detalle el
motivo de la indignación que brotaba del pecho de su amado hijo.
“A
unos cuantos de la cuadrilla se les ha ocurrido entrar en el
hipermercado a robar bebidas, y a pesar de que algunos hemos
intentado quitarles la idea de la cabeza, al final nos han convencido
de que no pasaría nada, que tenían un método infalible para quitar
el sensor, y que lo importante era poder divertirse, hacer que la
adrenalina circulase por la sangre, pasarlo bien. El plan parecía
perfecto, de verdad, papá. Y justo cuando íbamos a salirnos con la
nuestra, el guardia de seguridad nos ha cogido a mí y a Fulano, y el
resto ha salido corriendo dejándonos tirados. Te lo estoy contando
porque pronto recibirás una notificación de la policía, y prefiero
decírtelo ahora. Estoy avergonzado y siento haber metido la pata de
esta manera. ¿Podrás perdonarme? Eso sí, en cuanto pille a los
fugitivos de la cuadrilla les voy a dar su merecido...,” contó
Martinet entre hipidos. Otra clase de padre hubiese cogido de una
oreja a Martinet y le hubiera echado una bronca de campeonato. Lo
hubiera castigado a cadena perpetua sin paga ni móvil ni salidas con
los amigos. Sin embargo, Martín, valorando la sinceridad y la
contrición de su hijo, decidió darle una nueva oportunidad.
“Mira,
hijo, debes recordar todo lo que te he ido enseñando a lo largo de
tu joven vida. Sabes que sirvo a Dios y que mi existencia está
dirigida por valores y principios regidos por la voluntad de Dios
expresada en su Palabra. No voy a castigarte ni a abroncarte. No
creas; ganas no me faltan. Pero creo que has aprendido la lección
más básica del mundo: los malos caminos nunca llevan a buenos
destinos. No obstante, quisiera compartir contigo unas palabras que
te van a ayudar a pensártelo dos veces antes de involucrarte en
pendencias, delitos y travesuras.”
Martín buscó en la estantería de la habitación de su hijo y cogió
un ejemplar de las Sagradas Escrituras que le había regalado hacía
ya varios años. Quitándole el polvo de un soplido, Martín abrió
la Biblia por el libro de Proverbios, concretamente en el capítulo
cuatro. Martinet se sentó rodilla con rodilla con su padre, y
retirando con el dorso de su mano un lagrimón de su mejilla, prestó
atención a los consejos que su padre le iba a dar.
“Escuchad,
hijos, la enseñanza de un padre; estad atentos, para adquirir
cordura. Yo os doy buena enseñanza; por eso, no descuidéis mi
instrucción. Yo también fui un hijo para mi padre, delicado y único
a los ojos de mi madre. Él me enseñaba, diciendo: “Retén mis
razones en tu corazón, guarda mis mandamientos y vivirás.””
(vv. 1-4)
Martín, alzando su mirada de estas palabras, observó a su hijo, a
la carne de su carne y sangre de su sangre. Era su viva imagen cuando
él mismo era joven e intrépido. Por supuesto, sus ojos eran de su
madre, y la forma de su barbilla le recordaba siempre a ella. Martín
recordaba también aquellos tiempos en los que se entregaba a la
presión de grupo, en los que se unía invariablemente a los
proyectos de dudosa moralidad que se proponía en la cuadrilla. A su
memoria venían recuerdos de fechorías y díscolas actividades, y de
cómo en una de estas transgresiones de la ley uno de sus amigos
había perdido la vida a causa de su mala cabeza. También rememoraba
ahora el modo en el que su padre lo había cogido por banda para
hacerle entrar en razón y para hacerle ver que estaba cometiendo
errores que tendrían consecuencias para su futuro.
“Debes
escucharme, Martinet. No voy a echarte el sermón para amargarte el
día, ni para hundirte más en la miseria, ni para cumplir mi
expediente como padre. Solo quiero aconsejarte, del mismo modo que
hicieron mis padres cuando la tontería se saldó con un precio
demasiado alto para ser pagado. Presta atención a mis palabras y
atesóralas en tu corazón. No hagas lo del “predícame padre, que
por uno me entra y por el otro me sale.” Si ahora te digo estas
cosas es porque te quiero, y deseo con toda mi alma que tomes en
consideración la vía de madurar y de pensar las cosas desde la
óptica de Jesús, en vez de lanzarse al fango sin ton ni son. Lo que
intento decirte es que entiendas que lo que la Palabra de Dios te
transmite en cuanto a tomar decisiones sabias y sensatas, en lugar de
dejarte llevar por lo que otras personas te digan.”
“Yo
también fui joven como tú, y mis padres trabajaron para inculcarme
valores cristianos y enseñanzas útiles para mi formación como
persona de bien. Algunas veces les hice caso, y otras preferí seguir
la corriente de mis amistades. Cuando puse en práctica los consejos
de ambos, las cosas me fueron bien. Cuando creí que podía hacer lo
que me viniera en gana junto a mis iguales, entonces cometí errores
que siguen estando en mi mente como cicatrices de una gran tragedia.”
“Mis
padres me amaban,”
prosiguió Martín. “Me
querían hasta el delirio. Incluso cuando me equivocaba y optaba por
tomar decisiones erradas, ellos estaban ahí para ayudarme y para
tratar de sacarme de los atolladeros en los que me metía por
voluntad propia. Y no cesaban de manifestar su cariño incondicional
a través de las meditaciones, los devocionales y las lecturas de la
Palabra de Dios. Yo no quiero que llegue el momento en el que algo
más que un furtivo episodio de robo llame a la puerta de este hogar.
Y por eso quiero transmitirte lo mismo que mis padres me ofrecieron:
la impagable y maravillosa sabiduría de vida que surge de la
reflexión bíblica y del aprendizaje espiritual. Mi padre siempre me
decía que debía retener y entretejer las enseñanzas de las
Escrituras en mi manera de pensar, de actuar y de hablar. Si quería
tener una vida provechosa, feliz y satisfactoria más allá de la
locura de la juventud, debía hacer mías cada una de las palabras
escritas en la Biblia.”
Martinet
asintió, todavía cabizbajo a causa del peso de su problema. “Lo
sé, papá. Dentro de mí sé que no debía haberme dejado embaucar y
engañar por mis supuestos amigos. Pero, es que, si uno quiere
encajar dentro del grupo, ha de demostrar que se está dispuesto a
arriesgarse a la hora de impresionar a los demás.” Martín,
lo miró de hito en hito, y respondió: “Hijo,
hay algunas acciones que te pueden marcar de por vida. Y has de saber
que el tiempo para impresionar a tus iguales pasará, y deberás
construir tu vida sobre decisiones acertadas y dirigidas por Dios si
quieres prosperar.” “Lo sé,” acertó
a decir Martinet mientras aguzaba el oído ante los consejos de su
padre.
Martín
siguió leyendo Proverbios 4: “Adquiere
sabiduría, adquiere inteligencia, no te olvides de ella ni te
apartes de las razones de mi boca; no la abandones, y ella te
guardará; ámala, y te protegerá. Sabiduría, ante todo, ¡adquiere
sabiduría! Sobre todo lo que posees, ¡adquiere inteligencia!
Engrandécela, y ella te engrandecerá; te honrará, si tú la
abrazas. Un adorno de gracia pondrá en tu cabeza; una corona de
belleza te entregará.” (vv. 5-9)
“Sé
que el impulso juvenil a veces nos ha hecho dar coces contra el
aguijón infinitud de veces, hijo. A menudo hemos creído que lo
sabíamos todo de la vida, que nadie, ni siquiera nuestros padres nos
podrían enseñar algo nuevo. Cuando llegamos a la adolescencia
pareciera que nos vamos a comer el mundo, y cuando comienzan a
asediarnos los problemas y las adversidades, entonces aprendemos que
el mundo es el que se nos come a nosotros. A fin de evitar este tipo
de situaciones ahora en tu juventud, procura siempre rodearte de
personas sabias, que saben lo que se hacen, que tienen experiencia y
han vivido lo que tú estás todavía empezando a experimentar. No
dejes de leer la Palabra de Dios en todo tiempo, para que tus días
se llenen de disfrute y deleite y así no se trunquen por los deseos
impetuosos de la juventud. Busca ser sabio, no en tu propia opinión,
sino procura empaparte de las enseñanzas espirituales que se
despliegan ante ti en la Biblia. No le des la espalda a las lecciones
que Dios quiere plantar en tu corazón, porque, lamentablemente, y te
lo digo, hijo, por propia experiencia, habrás de probar la hiel
amarga de las consecuencias,”
explicó Martín a su vástago mientras ponía una de sus manos en su
hombro.
Pensativo,
Martín retomó el hilo de sus argumentos: “Mira,
hijo. En esta vida se nos intenta vender la burra de que lo material
lo es todo, de que el consumismo y el capitalismo es lo que da
verdadero valor a un ser humano. Te verás tentado por toda clase de
atractivos que ofrece este mundo gobernado por Satanás. Pero si algo
has de tener de sobra siempre, en cada ocasión y circunstancia, es
sabiduría de lo alto, es temor de Dios. Así podrás vencer las
artimañas del maligno, evitarás unirte a las infracciones que tus
amigos cometen con la excusa de la diversión, y tu nombre será
reconocido como el nombre de alguien en quien se puede confiar, que
tiene un estilo de vida íntegro y que antepone siempre a Dios por
delante de todas las cosas. Cuando camines por el mundo, nadie tendrá
nada que reprocharte o echarte en cara, y la hermosura de un
testimonio digno de Cristo te abrirá muchas puertas, puertas que te
conducirán a la felicidad y a la gloria. Tal vez ahora que eres
joven no des importancia al valor de ser apreciado por ser honesto y
honrado, pero llegará un día en el que comprenderás la relevancia
de vivir coherentemente con tu fe en Dios.”
“Papá,
yo te considero un ejemplo real de lo que Dios puede hacer en la vida
de cualquiera que le busca. Yo mismo quisiera tener la fe que tú
tienes. Aún tengo muchas cosas que comprender, cosas a las que les
estoy dando vueltas desde hace algún tiempo. Y duele saber que no
puedes confiar en aquellos que quieres creer que nunca te dejarán en
la estacada. Todo es tan confuso y tan difícil de asimilar...,”
musitó Martinet con un deje de enojo. Martín, comprendiendo su
frustración, no quiso dejar pasar la oportunidad de clarificar lo
que es la vida para cualquier persona, y para cualquier joven en
particular. Volviendo al texto de Proverbios 4, siguió leyendo:
“Escucha,
hijo mío, recibe mis razones y se te multiplicarán los años de tu
vida. Por el camino de la sabiduría te he encaminado, por veredas
derechas te he hecho andar. Cuando andes, no se acortarán tus pasos;
si corres, no tropezarás. Aférrate a la instrucción, no la dejes;
guárdala, porque ella es tu vida. No entres en la vereda de los
impíos ni vayas por el camino de los malos. Déjala, no pases por
ella; apártate de ella, pasa de largo.” (vv. 10-15)
Martín
puso en las manos de su hijo la Biblia: “En
la vida solamente hay dos caminos. Que nadie te engañe diciéndote
que hay tantos caminos como personas hay en el mundo. Eso no es
cierto. Claro, todos tenemos nuestra historia, nuestras
circunstancias y nuestro contexto. Pero todos paseamos por esta
dimensión terrenal por dos clases de sendas. Si quieres ver cómo tu
vida se va por el retrete, si deseas que tu futuro sea un revoltijo
magmático de desdichas y miserias, y si ansías contemplar cómo
todos tus sueños y proyectos se van a pique, solo tienes que escoger
el camino de los perversos y de los delincuentes. Si quieres observar
cómo tu familia se derrumba, cómo tu salud se deteriora a ojos
vista y cómo la muerte viene a buscar lo que más quiere para
arrebatártelo sin compasión, únicamente debes dejarte llevar por
la corriente inmoral y depravada de este mundo. Roba, miente, sé
infiel, engaña, codicia, arrebata y déjate esclavizar por
sustancias estupefacientes y vicios infames. Este camino va cuesta
abajo, no debes esforzarte para nada, y su pavimento es suave y
llevadero. El problema es que te llevará directamente al infierno, a
la condenación eterna, a la perdición espiritual y carnal. ¿Quieres
engrosar la gran cantidad de personas que escogen esta autopista, y
malgastar tu vida, Martinet?”
Martinet
se quedó mirando a su padre con la boca bien abierta y los ojos como
platos. “Papá,
nunca te había visto tan serio y jamás te había escuchado decir
estas cosas con tanta rotundidad y preocupación,”
comentó Martinet. “Eso
es,”
replicó su padre, “porque
nunca me habías dado motivos como para presentarte la realidad de
los dos destinos eternos de esta forma tan lisa y llanamente. Te
quiero con todas mis entrañas, hijo. Y por nada del mundo quisiera
tener que verte recorriendo todos los tugurios de la ciudad rogando
por unas monedas con las que calmar tu adicción a la bebida. No
soportaría tener que recogerte en un callejón infecto bañándote
en tu propio vómito. No deseo imaginarte dando bandazos en esta
vida, sin propósito ni sentido, cayendo una y otra vez en los mismos
errores, cometiendo los mismos pecados y enfrentándote a la cárcel
o con la misma muerte.”
Un
atisbo de lágrima pugnaba por saltar de sus ojos vidriosos, algo que
no pasó desapercibido para su hijo. Martinet, dejando a un lado la
Biblia, tomó de las manos a su padre: “No
sabía que mis actos podrían afectarte tanto, papá.”
Martín, sus ojos arrasados ya en llanto, confirmaba este afecto
inefable, no sin acabar de dar una lección a su hijo sobre la
sabiduría que procede de Dios: “Hijo,
yo a la verdad me entristezco con solo pensar en lo que sería tu
vida sin Cristo y sin inteligencia espiritual. Pero hay alguien con
mayúsculas al que se le encoge el corazón cada vez que tú y yo no
hacemos aquello que es correcto, bueno y agradable a sus ojos: a
Dios.”
Recomponiéndose
un poco, Martín concluyó su charla paterno-filial del siguiente
modo: “Si
la certeza de que hay un camino que destruye vidas y descompone
semblantes no te mueve a meditar en la Palabra de Dios, si el temor a
ver en el arroyo todos tus planes y proyectos a causa del egoísmo y
el orgullo, quiero también que sepas que hay otro camino, un camino
más excelente y que hará que tu vida valga la pena ser vivida. Ese
camino es Cristo, el camino de la sabiduría y del discernimiento
espiritual. Si transitas por esta vía, una senda tortuosa,
sacrificada y estrecha, no exenta de amenazas y peligros, y sembrada
de pruebas y tentaciones, y lo haces cogido de la mano de Dios, tu
vida será como Dios diseñó que fuese desde el principio de todas
las cosas. ¿Tendrás luchas internas? Seguro. ¿Albergarás alguna
que otra duda? Te lo garantizo. Pero descubrirás que vivir según la
sabiduría de Dios te facilitará ser feliz, cuidar de tu familia,
tener un trabajo que realices con gozo para la gloria de Dios y
disfrutarás de cada instante sin el sobresalto de las trágicas
consecuencias de tu pasado.”
“Este
es el camino por el que intento andar cada día, pidiendo al Espíritu
Santo que me guíe y que me transforme a la imagen de Cristo. ¿Soy
perfecto? Sé que no lo soy, pero aspiro a serlo mientras obedezco y
asumo los valores y principios que brotan de la Palabra de Dios. Nada
me haría más feliz que aceptases voluntaria y personalmente la
salvación y el señorío de Cristo, lo sabes. Pero es una decisión
que tú mismo has de tomar. Espero que no haya sido demasiado pesado.
Comprende de nuevo que anhelo por encima de todo tu bienestar físico,
mental, emocional, y de manera sobresaliente, tu bienestar
espiritual. Dame un abrazo, hijo.”
Martinet
se lanzó a los brazos cálidos y tiernos de su padre, y los dos
lloraron como solo saben llorar los padres junto a sus hijos. La
pelota estaba en el tejado de Martinet, y ahora él, y solo él,
tenía la última palabra sobre sus amigos, sobre sus acciones y
sobre el evangelio de salvación de Cristo. ¿Has tomado ya tu
decisión? ¿Has hablado a tus hijos de la inmensa alegría que te
llevarías al verlos a los pies de Cristo? ¿Les has explicado con
sencillez y profundidad la realidad de los dos caminos, el de la
sabiduría y el temor de Dios, y el de la impiedad y el pecado? No
tardes mucho en hacerlo, porque el porvenir eterno de nuestros
descendientes está en juego.
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