LA ÚLTIMA CENA




SERMÓN DE JUEVES SANTO

TEXTO BÍBLICO: LUCAS 22:7-23

       Todo estaba listo para esa noche. No sabíamos ni cómo ni cuándo Jesús había realizado los preparativos para celebrar la Pascua, pero cuando entramos a ese aposento, cada detalle estaba colocado con esmero en cada lugar. Íbamos a participar de uno de los momentos más importantes de nuestra religión, a fin de recordar las bondades y las misericordias de Dios para con su pueblo Israel a lo largo de la historia. Todos los presentes en el aposento conocíamos a la perfección el significado de esta festividad, aun cuando el propósito actual de ésta había perdido casi por completo su sentido original para convertirse en una excusa más para exaltar sentimientos nacionalistas, para subrayar la hipocresía religiosa en la que vivíamos, y para recaudar un buen dinero a costa de peregrinos y viajeros de todos los rincones del mundo que acudían en masa a Jerusalén. La Pascua se había convertido en un auténtico negocio, y la auténtica y genuina significancia de este evento, la liberación de Israel a manos de Egipto y la protección de Dios en el día del exterminio de los primogénitos, se había extraviado en la memoria popular.

      El día de los panes sin levadura había llegado al fin. Esta jornada era culminada con el sacrificio familiar del cordero pascual. El cordero se sacrificaba el día 14 del mes de Nisán y cuando un nuevo día asomaba en los cielos, debía ser comido y compartido por los comensales reclinados en la mesa. Esa tarde debía celebrarse la Pascua en un hogar o en una habitación reservada para la ocasión. El cordero debía ser asado en un espeto de granado. Todos debíamos ir ataviados con nuestras mejores galas, con el color blanco como símbolo de pureza. El anfitrión o aquel que encabezaba la mesa irían desarrollando el curso del protocolo ritual. 

       En este acto de reconocimiento de que ya no eran esclavos de Egipto, el anfitrión tenía el deber de interpretar cada uno de los elementos de la mesa en relación a la liberación de Egipto ocurrida siglos atrás. Las hierbas amargas nos recordarían la esclavitud dura y terrible que habían padecido nuestros antepasados. La fruta cocida, por su color y consistencia, nos traería a la memoria la miserable existencia de trabajos y penalidades que muchos de nuestros ancestros tuvieron que pasar haciendo ladrillos de adobe para Faraón. El cordero asado nos revelaría esa sangre carmesí del cordero que se aplicó a los dinteles y jambas de las puertas de las viviendas de los hebreos en tiempos de su explotación egipcia, esa comida fraternal y familiar dentro de sus hogares, y cómo la muerte horrible que portaba el ángel del Señor pasaba de largo de sus casas mientras destruía a los primogénitos de sus opresores. La fiesta se alargaría entre conversaciones, risas y la meditación en el simbolismo de estos elementos.

      Nos llamó la atención que Jesús lo tuviese todo completamente planificado. Normalmente, Judas Iscariote, uno de los nuestros, era el que hacía de tesorero y se encargaba de los gastos que pudiesen derivarse de nuestras pernoctaciones y aprovisionamientos. Sin embargo, Jesús había optado por llevar a cabo los preparativos y la elección del lugar de la celebración pascual sin contar con él. Jesús sabría el por qué, puesto que, en nuestra sorpresa al respecto, tampoco le preguntamos. Lo único que hizo fue encomendar a Pedro y a Juan que se encargasen de todo: “Id, preparadnos la pascua para que la comamos.” Tanto Pedro como Juan, se miraron mutuamente, echaron un vistazo a Judas Iscariote, y éste se encogió de hombros. Pedro le preguntó a Jesús: “¿Dónde quieres que la preparemos?” 

      Su respuesta, tan enigmática como siempre, algo a lo que nos había acostumbrado durante estos últimos tres años de convivencia junto a él, fue la siguiente: “He aquí, al entrar en la ciudad os saldrá al encuentro un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidle hasta la casa donde entrare, y decid al padre de familia de esa casa: El Maestro te dice: ¿Dónde está el aposento donde he de comer la pascua con mis discípulos? Entonces él os mostrará un gran aposento alto ya dispuesto; preparad allí.”

      Sabíamos que Jesús había recibido amenazas y coacciones de parte de las altas instancias religiosas, y cuando nos habló de este hombre con el cántaro, no nos pareció nada anormal. Estábamos habituados a caminar con pies de plomo en un territorio hostil como era Jerusalén, con sus adalides religiosos siempre poniéndonos lazos y trampas con el fin de ser mal vistos por las multitudes o para colocarnos en situaciones comprometidas con la autoridad civil romana. No era de extrañar que Jesús hubiese urdido un mecanismo clandestino de comunicación mediante el cual poder encontrar en la noche de la Pascua, un entorno pacífico y tranquilo en el que celebrar esta ceremonia tan importante para todos, y como descubriríamos más tarde, para él. 

       Pedro y Juan siguieron las instrucciones de Jesús mientras el resto de nosotros permanecíamos cerca de Jesús, aguardando la señal para poder acceder al gran aposento que había sido elegido y cenar todos juntos. En ese ínterin, Judas Iscariote musitó una disculpa para tratar ciertos asuntos relacionados con nuestra estancia en Jerusalén y no volvimos a saber nada de él hasta justo el instante en el que todos entramos en un gran salón totalmente adecentado y listo para disfrutar de la Pascua.

       Al entrar en el aposento, ninguno de nosotros se sintió con la necesidad de lavarse los pies. Esperábamos a alguien que pudiese realizar esa humillante labor, pero nadie se dio por aludido, así que, cuando ya nos íbamos a recostar en nuestros respectivos lugares alrededor de la mesa, con nuestros pies roñosos, sucios y sudorosos, Jesús se levantó de su lugar de honor, “se quitó su manto, y tomando una toalla, se la ciñó. Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla con que estaba ceñido.” 

       La cara que pusimos era un auténtico poema. ¿Nuestro maestro, a quien debíamos todo nuestro respeto y nuestra honra, nos estaba lavando los pies? A algunos de nosotros no nos importó, aunque sí que nos chocó sobremanera. Pedro, tan temperamental como siempre, se negó en un principio a ser lavado, pero Jesús tuvo que reconvenirle con rotundidad: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después. Si no te lavare, no tendrás parte conmigo. El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros limpios estáis, aunque no todos.” Esta última frase nos dejó sin respiración. ¿En qué clave podíamos interpretar estas palabras tan misteriosas?

      Justo después de haber acabado de lavarnos con sus propias manos nuestros mugrientos pies, y con una vergüenza que nos hacía sonrojar hasta el nacimiento de nuestro cabello, Jesús nos dio una de esas lecciones magistrales que nunca olvidaríamos: “¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis. De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que le envió. Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis. No hablo de todos vosotros; yo sé a quienes he elegido; mas para que se cumpla la Escritura: El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar. Desde ahora os lo digo antes que suceda, para que cuando suceda, creáis que yo soy. De cierto, de cierto os digo: El que recibe al que yo enviare, me recibe a mí; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió.” De nuevo, esa alusión a que uno de los presentes iba a traicionarle nos sobrecogió de temor, provocando miradas nerviosas y un interrogante que nos encogía las entrañas.

      El ambiente festivo comenzó a enrarecerse y a tensionarse entre nosotros. Jesús volvió a sentarse a la mesa para dar comienzo a la Pascua, y ninguno de nosotros pudo atisbar ansiedad o intranquilidad en sus gestos y ademanes. Sin embargo, de pronto, el rostro de Jesús se contrajo en una mezcla de sonrisa agridulce, y expresó como si de un suspiro se tratase lo que su corazón albergaba en ese preciso instante: “¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca! Porque os digo que no la comeré más, hasta que se cumpla en el reino de Dios.” De nuevo, nos miramos perplejos ante esta nueva declaración. Ya le habíamos escuchado en ocasiones anteriores comentar que sus últimos días sobre la faz de la tierra estaban al caer, que iba a morir entregado en manos de sus detractores, que iba a preparar un lugar para nosotros en un emplazamiento ignoto. Ahora tenía la sensación de que hablaba en serio, de que sus palabras se entremezclaban con un sufrimiento interior difícil de soportar, de que la proximidad de acontecimientos dramáticos era una realidad palpable.

      Tras esta afirmación que hacía que nuestros corazones palpitasen como tambores de guerra, Jesús alzó el cáliz en el que se hallaba el vino del que todos íbamos a participar, y dio gracias por el fruto de la vid. En todas nuestras vidas no habíamos escuchado una interpretación simbólica tan estremecedora como la que nuestro maestro hacía de este elemento: “Tomad esto, y repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta que el reino de Dios venga.”
 
       A continuación, tomó el pan, lo partió, y dio también gracias por él al Señor, y en cuanto pronunció unas palabras acerca de él, se me hizo un nudo en la garganta: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí.” La idea de que Jesús fuese sacrificado como lo había sido el cordero pascual se escapaba a mi capacidad deductiva. ¿Qué quería decir con que su cuerpo iba a ser entregado por nosotros? ¿Qué iba a ocurrir para que Jesús ya no pudiese participar más de una pascua junto a nosotros? Se nos hacía un mundo pensar en su ausencia, en que algo trágico truncase nuestra vida a su lado.

      Ya comiendo del cordero y mojando pan en los jugos que éste había soltado tras ser asado, pude percibir en los ojos de algunos de mis compañeros una desazón que no les dejaba alimentarse y ni disfrutar de la fiesta. En Jesús también podía observarse un comportamiento extraño e inusual. Y así, mientras comíamos, Jesús lanzó en medio de la reunión una declaración que nos dejó atónitos y fríos: “De cierto, de cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar.” Así que, esa era la razón por la que el ambiente de nuestra cena se estaba convirtiendo en un mar de sospechas y tristezas.
 
       Volvió a tomar la copa de vino, y pronunció una frase que conmovió todo mi ser: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama. Mas he aquí, la mano del que me entrega está conmigo en la mesa. A la verdad el Hijo del Hombre va, según lo que está determinado; pero ¡ay de aquel hombre por quien es entregado!”

      Todos volvimos a contemplarnos de arriba abajo, tratando de encontrar una evidencia gestual o una huidiza mirada que nos diese la pista que nos condujese a averiguar al traidor entre nosotros. En un santiamén, todos empezamos a murmurar, a tratar de adivinar las intenciones ocultas de nuestros compañeros. Pedro, que no se cortaba un pelo a la hora de sacar la verdad a relucir, hizo una seña a Juan, el cual estaba justo al lado de Jesús en la mesa, para ver si podía sonsacar a Jesús la identidad del culpable. Juan, que tenía una relación muy estrecha con el maestro, le preguntó: “Señor, ¿quién es?”

      Jesús extendiendo su mano en la que llevaba un trozo de pan, le respondió: “A quien yo diere el pan mojado, aquél es.” Juan, atento al gesto de Jesús, pudo comprobar que el receptor de este pan mojado en la salsa del cordero era Judas Iscariote. Yo también pude verlo, aunque no entendí muy bien la situación. Normalmente, cuando alguien te daba a comer del pan mojado, suponía un gran privilegio, y por ello, nadie le dio gran importancia, menos Juan, que sabía de qué iba el asunto. 

       En el mismísimo momento en el que Judas Iscariote aceptó el pan mojado de parte de Jesús, algo pareció bullir en su rostro, una especie de maligna sonrisa que sobrevoló sus labios, y que súbitamente desapareció. Sin embargo, Jesús sabía algo que nosotros no podíamos ver con nuestros velados ojos, y por ello dirigió unas breves palabras a Judas Iscariote, las cuales no atinamos ninguno de nosotros a interpretar sospechosamente: “Lo que vas a hacer, hazlo más pronto.” Creí en primera instancia, que Jesús le estaba encargando que se ocupara lo antes posible de comprar avituallamiento para el resto de la fiesta o que dedicase parte de la bolsa de la que él era el responsable, a dar limosnas a los más menesterosos de Jerusalén. Nada más comer el pan que Jesús le había entregado, se disculpó nerviosamente, y se marchó del aposento con premura inusitada.

     Con la mosca detrás de la oreja después de las continuas alusiones a la muerte de Jesús, éste volvió a remarcar su pronta partida: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y en seguida le glorificará. Hijitos, aún estaré con vosotros un poco. Me buscaréis; pero como dije a los judíos, así os digo ahora a vosotros: A donde yo voy, vosotros no podéis ir. Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.” No cabía duda de que estaba expresando sus últimas voluntades, de que se estaba despidiendo de nosotros de un modo que todavía no sabíamos cómo tomarnos. 

     Por eso, Pedro, una vez más, interpela a Jesús al respecto de su anuncio: “Señor, ¿a dónde vas?” Jesús con una media sonrisa, esa clase de sonrisa que esconde algo que sabe que va a ocurrir en el futuro, le contesta: “A donde yo voy, no me puedes seguir ahora; mas me seguirás después.” Pedro sacude la cabeza, como si algo se le escapase, y quiere que Jesús sepa que no es necesario un adiós, que él está para lo que sea menester: “Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? Mi vida pondré por ti.” Así es Pedro, un hombre sin complejos que habla sin pensar en las consecuencias de sus manifestaciones, pero que tiene el corazón lleno de buenas intenciones. Todos lo conocíamos bastante bien tras tres años de andanzas y experiencias. Pero Jesús le entrega un mensaje que suena a profecía y que lo deja completamente asombrado: “¿Tu vida pondrás por mí? De cierto, de cierto te digo: No cantará el gallo, sin que me hayas negado tres veces.” 

       La cara que puso Pedro era de incredulidad y de absoluto desconcierto, algo que pocas veces habíamos tenido la oportunidad de contemplar en él. Su rostro se ensombreció y dio por zanjada cualquier discusión sobre las motivaciones que movían a Jesús a prácticamente despedirse de todos nosotros.

     Después de que Jesús desgranase sus enseñanzas sobre lo que iba a suceder con nosotros en los sucesivos años, sobre el advenimiento del Espíritu Santo, sobre permanecer fieles a su legado y a su ejemplo de vida, sobre las expectativas de un mundo contrario a su mensaje de salvación, y sobre el galardón que Dios entregaría a quienes perseverasen en predicar el evangelio a toda costa, se levantó para orar por cada uno de nosotros, para interceder delante de Dios por cada una de nuestras vidas, unas vidas que serían transformadas para siempre en cuestión de unas pocas horas. Al terminar su plegaria, recogió su manto, se puso las sandalias, y salió del aposento rumbo a Getsemaní, lugar que Jesús había escogido para encontrarse a solas con Dios en oración. 

      Nosotros le seguimos, ya cansados de tanto trajín y de tantas caminatas, en medio de la noche, siguiendo los pasos de nuestro querido maestro, con un resquicio de temor todavía en nuestros huesos. Quién nos iba a decir que esa misma noche, en las tinieblas del huerto de los olivos, Jesús iba a entablar la batalla más dura y cruel de su vida, una lucha a brazo partido con las tenebrosas manipulaciones de Satanás, una pelea que nos atañía directamente a nosotros y al resto de la humanidad. Algunos de nosotros recibiríamos esa misma noche, el golpe más demoledor de nuestras existencias, pero esto ya es otra historia que deberá contarse en otro momento.


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