EMAÚS: RESURRECCIÓN DE LAS ESPERANZAS FRUSTRADAS
SERMÓN DEL
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
TEXTO
BÍBLICO: LUCAS 24:13-35
La languidez
de sus respectivas expresiones hablaba por sí misma. Eran los dos vivos rostros
de la tristeza y del desamparo. Donde hace unos días la sonrisa iluminaba sus
miradas, hoy solo queda la sombra del desespero, la huidiza sospecha de las
represalias por haber seguido a un maestro prometedor, pero que ahora solo era
pasto de la corrupción con que trata la muerte a los cadáveres. Ellos mismos
eran eso, cadáveres andantes, con el corazón roto en mil pedazos, con las
esperanzas hechas añicos, con el alma atravesada por la amargura de aquellos
que ven cómo sus sueños se hacen trizas en un santiamén.
Sus pies
arrastraban el polvo del camino mientras rumiaban sobre todas las cosas que
habían visto en las últimas semanas, sobre los milagros y las palabras de
Jesús, sobre la algazara que recibió con vítores y aplausos su entrada en
Jerusalén. Los hombros caídos y la espalda cargada por un desenlace inesperado
que los había llenado de estupor e incredulidad: la caída del que parecía iba a
ser la solución a los problemas del pueblo judío.
Mientras salían
de Jerusalén, con el temor en los talones y la amenaza de la persecución de
cuantos habían acompañado a Jesús en los últimos tiempos, no cesan de mover la
cabeza de un lado a otro, empeñados en quitar de sus mentes la imagen terrible
y demoledora de su amado maestro colgando de un vergonzoso madero en el
Gólgota. No podían dar crédito a lo que sus llorosos ojos pudieron contemplar
en la cumbre de este monte de infame nombre. No podía ser. ¿Cómo era posible
que alguien que demostró tanta autoridad y tanto poder mientras vivió y caminó
entre nosotros, se dejase atrapar sin hacer nada para defenderse?
La idea no les
entraba en la cabeza. Además, habían sido testigos de cómo el resto de sus más
directos discípulos escapaban de la hora más tenebrosa de sus vidas, de cómo se
arracimaban en un rincón oscuro de una casa a la espera de que la tormenta
aminorase. Su estado emocional era de decepción, de desilusión, de frustración
completa.
Recorriendo los pocos kilómetros que separan
Jerusalén de la aldea a la que pertenecen, Emaús, quisieron llenar los
silencios que brotaban de las dudas y de los anhelos destripados con una
conversación que les diese luz acerca de todo lo que había acontecido en el
intervalo de una vertiginosa semana. Recordaron a Jesús sentado sobre un
pollino, siendo recibido como si de un auténtico rey se tratase, a cientos de
personas que aclamaban su presencia en la ciudad santa, a sus seguidores
henchidos de gozo y de alegría. Trajeron a la memoria las enseñanzas que
dispensaba Jesús en el atrio del Templo, desafiando a los religiosos que, al
fin y a la postre, acabarían llevándose el gato al agua con la connivencia de
Judas Iscariote, un traidor y sedicioso que entregaría a Jesús a cambio de un
puñado de monedas.
No se olvidaron
de detallar el instante en el que Jesús fue prendido por la guardia del Templo,
en el que cualquier esperanza de triunfo de su mensaje y del Reino que éste
predicaba se desvanecía en la niebla de una noche fría y opresiva. Y nunca
podrían arrancar de su alma el preciso momento en el que fue humillado delante
de una multitud que gritaba su crucifixión, en el que fue azotado sin
misericordia y en el que cargó con la cruz en la que sería clavado y en la que
moriría como un criminal, como un perro inmundo. Sin embargo, lo que más los
tenía confusos y desconcertados eran las noticias de que Jesús había resucitado
de entre los muertos, de que la roca que taponaba el sepulcro en el que había sido
depositado había sido removida, y su cuerpo había desaparecido misteriosamente.
Discutían y debatían entre sí buscando sentido a lo que parecía definitivo e
irresoluble, impensable e irracional, sobrenatural e imposible, sin llegar a
una conclusión que les satisficiera del todo.
Sus cabezas
gachas repasaban entre lamentos y sollozos el final de algo hermoso que se
quedó en agua de borrajas. Ni siquiera saludaban a cuantos transeúntes se
cruzaban con ellos en el camino, tal era su dolor y su congoja. De repente, un
viandante se acercó presurosamente desde atrás para darles alcance. Notaron su
presencia junto a ellos, y con sus mustios gestos quisieron dar a entender que
no estaban para conversaciones triviales ni para entablar un diálogo interesante.
A pesar de que el horno no estaba para bollos, el recién llegado tomó la
iniciativa: “¿Qué pláticas son estas que
tenéis entre vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes?”
Los dos
caminantes de Emaús se detuvieron bruscamente, como si de algún modo se
sintiesen insultados u ofendidos. Se quedaron mirando a este extraño que les
abordaba con esta pregunta, y Cleofás, porque así se llamaba uno de los de
Emaús, le espetó ásperamente: “¿Eres tú
el único forastero en Jerusalén que no has sabido las cosas que en ella han
acontecido en estos días?”
El nuevo
acompañante no se dejó influir por el tono de voz de Cleofás. Es como si
entendiese que tras esta fría y dura contestación había un escalofrío de
sufrimiento espiritual. Y en lugar de seguir su camino, dado el enrarecido
ambiente que se estaba fraguando en esos momentos, volvió a la carga con una
nueva cuestión: “¿Qué cosas?”
Asombrado, Cleofás
miró a su compañero de fatigas, y luego se volvió a este forastero que ignoraba
todo el revuelo que Jesús había causado en Jerusalén, y le contestó: “De Jesús nazareno, que fue varón profeta,
poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo le
entregaron los principales sacerdotes y nuestros gobernantes a sentencia de
muerte, y le crucificaron.” El forastero pareció querer saber más del
asunto, y les conminó a que siguieran con esa historia que lo estaba
fascinando.
Cleofás,
aprovechando el tirón de su atención, vio la oportunidad de desahogarse, y continuó: “Pero nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel;
y ahora, además de todo esto, hoy es ya el tercer día que esto ha acontecido.
Aunque también nos han asombrado unas mujeres de entre nosotros, las que antes
del día fueron al sepulcro; y como no hallaron su cuerpo, vinieron diciendo que
también habían visto visión de ángeles, quienes dijeron que él vive. Y fueron
algunos de los nuestros al sepulcro, y hallaron así como las mujeres habían
dicho, pero a él no le vieron.”
Súbitamente, el
desconocido reaccionó de forma espontánea e inesperada. Como si les conociese
desde siempre, pronunció unas palabras que los dejó helados e impertérritos: “¡Oh insensatos, y tardos de corazón para
creer todo lo que los profetas han dicho! ¿No era necesario que el Cristo
padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?”
No podían creer
lo que estaban escuchando. Este personaje que inicialmente parecía no saber
nada de todo lo que había sucedido en Jerusalén en los últimos días, sin
embargo, los increpa y los tacha de insensatos y de incrédulos. Este caminante
sabía mucho más de lo que les había dejado entrever. Y parecía tener un
conocimiento bastante profundo de las profecías de tiempos inmemoriales, así
como una perspicacia aguda del significado de estos oráculos que prometían el
advenimiento del Mesías, la esperanza de Israel. En pocas palabras, estaba
explicando a sus acompañantes que todo lo que Cleofás había reseñado en torno a
la figura de Jesús, no era ni más ni menos que el cumplimiento fehaciente del
plan de Dios desde la fundación del mundo. Todo lo que habían estado
discutiendo y hablando por el camino, en definitiva formaba parte de los
propósitos misteriosos de Dios, y ahora este forastero les estaba exponiendo
con todo detalle cada una de las profecías que, desde el principio de la
creación del cosmos, resonaban desde el pasado hasta la actualidad.
La claridad
empezaba a cobrar vida en sus ojos antes apenados. La verdad comenzaba a
resurgir de entre las cenizas de sus expectativas erradas. La auténtica razón
de todo lo que habían contemplado de primera mano se hacía cada vez más
patente, más nítida. Con cada argumento que presentaba el desconocido, más se
les inflamaba el corazón, como si la chispa de los designios de Dios hubiese
prendido inusitadamente en medio de los tizones casi apagados del rescoldo de
sus almas. Lo que antes no captaban,
ahora lo podían asumir y asimilar de forma más sencilla. Lo que les parecía
imposible e improbable, ahora se convertía en algo plausible y hasta lógico.
Nunca antes
habían escuchado a alguien que desgranase con tanta soltura y facilidad los
enigmas de las profecías mesiánicas de antaño. Nadie, a excepción de Jesús, les
había instruido con tanto poder y autoridad como lo estaba haciendo este transeúnte
que no conocían de nada. Y mientras el desconocido casaba las promesas de Dios
con los acontecimientos del ahora, ya casi habían llegado a casa.
Justo en la
entrada de Emaús, el caminante sin nombre se dispuso a despedirse de ellos,
justificando su adiós porque tenía que seguir su ruta hacia otras latitudes. No
obstante, Cleofás y su compañero, no se podían permitir el lujo de dejar de
agradecer hospitalariamente todo el bien que les había hecho poder conversar
con alguien que sabía tanto de la Palabra de Dios y que les había iluminado con
tanto tino, transformando su lúgubre pena en un regocijo interior que pugnaba
por salir al exterior de sus atezados rostros. Por esa razón le rogaron
encarecidamente que hiciese un alto en el camino y que los acompañase a sus
hogares: “Quédate con nosotros, porque
se hace tarde, y el día ya ha declinado.”
Tal fue el
cúmulo de ruegos y peticiones, que al final lo persuadieron para que pudiese
cenar con ellos y pernoctase en la casa de uno de ellos. Y así, tras lavarse
los pies y haber sido recibidos con alegría por sus esposas, los comensales se
recuestan alrededor de la mesa de la que van a participar. Los anfitriones
invitan al desconocido, como huésped de honor que era, a que dé gracias por el
pan y a que lo parta antes de poder cenar. El invitado, en ese instante, toma
el pan, y lo bendice con la siguiente oración: “Bendito eres Tú, hashem, Dios nuestro, Rey del universo, que hace salir
el pan de la tierra.” Y justo cuando el misterioso invitado parte el pan y
lo reparte a todos los miembros de la familia, algo maravilloso y asombroso
sucede en ellos: ahora ya saben quién es su enigmático huésped. Es Jesús.
De una forma que los
anfitriones no sabrían ni explicar, quieren abrazarse a él con lágrimas de
felicidad en sus ojos, pero de repente, ya no está allí. Ha desaparecido como
por arte de birlibirloque. Se ha desvanecido, no sin haber dejado en sus
corazones la certeza y la seguridad de que Jesús había estado junto a ellos, de
que algo dentro de ellos les estaba guiando a reconocerle en cada enseñanza, en
cada expresión y en cada mirada. Levantándose como un resorte, ambos discípulos
de Jesús se abrazan y ríen ante la atónita vista de sus familias, y comenzaron
a decirse el uno al otro: “¿No ardía
nuestro corazón en nosotros, mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos
abría las Escrituras?”
Sin pensarlo ni
poco ni mucho, se vistieron, y raudos y veloces, corrieron de regreso a
Jerusalén para dar fe de que Jesús estaba vivo, de que las noticias que las
mujeres y algunos de los apóstoles sobre la resurrección de su maestro, eran
absolutamente ciertas. ¿Recordáis ese arrastrar de pies con el que se dirigían
a Emaús? Ahora eran pies alados como los de Mercurio, los que volaban entre
risas y manifestaciones de gozo y esperanza, acortando la distancia que les
separaba de Jerusalén.
En cuanto
llegaron a la ciudad santa, lograron entablar contacto con algunos de los
discípulos que todavía quedaban allí, y con la respiración todavía agitada y la
ropa llena de polvo, entraron en el aposento en el que los once apóstoles de
Jesús se reunían. Allí descubrieron que no habían sido los únicos en ver cara a
cara a Jesús resucitado. Todos los presentes estaban que no cabían en sí de
gozo y júbilo, puesto que Jesús no estaba muerto, sino que se había aparecido a
sus discípulos más íntimos con el objetivo de confirmar que su pronóstico de
volver a la vida después del tercer día tras su ejecución se había cumplido sin
tardanza. De una manera muy especial lo había hecho a Pedro, y por eso muchos
de los allí reunidos decían: “Ha
resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón.”
Cleofás y su
compañero se unieron a esta renovada ilusión contando de qué forma habían
experimentado la presencia resucitada de Jesús, y cómo en la forma de partir el
pan, tan peculiar y particular de éste, habían disfrutado del mejor día de sus
vidas.
Jesús sigue
vivo. Sigue caminando por el mundo tratando de hacerse el encontradizo contigo.
Continúa deseando que leas y estudies la Palabra de Dios para que te des cuenta
de que su vida, su obra en la tierra, su muerte y su resurrección no es una
milonga religiosa. Persiste en su meta de que aceptes su compañía mientras
caminas por la vida, para poder enseñarte la verdad de todas las cosas. Quiere
que tu corazón arda apasionadamente por él con cada paso que das junto a su
presencia. Quiere regalarte vida, y vida en abundancia, porque solamente aquel
que venció a la muerte, puede dar vida eterna a aquel que quiere partir el pan
con él.
Jesús ha
resucitado, y lo ha hecho para que tú también puedas participar de su muerte y
resurrección. Debes morir al pecado para resurgir más vivo que nunca.
Verdaderamente Jesús ha resucitado, y ciertamente aquel que cree en su
resurrección será salvo y disfrutará de toda una eternidad viviendo de verdad.
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