ARREPENTIMIENTO
SERIE DE
SERMONES EN ZACARÍAS “REDIMIDOS, REFINADOS, RESTAURADOS”
TEXTO
BÍBLICO: ZACARÍAS 1:1-6
INTRODUCCIÓN
El
arrepentimiento no suele aparecer en nuestras vidas de forma espontánea y
fácil. Reconocer la metedura de pata, confesar abiertamente que no hemos hecho
lo correcto y lo bueno, tener que expresar con palabras y corazón el error y el
pecado cometidos, o asumir que hemos fracasado en algo a sabiendas de que
íbamos por caminos y sendas equivocados, resulta un ejercicio que, humanamente,
pocos llevan a cabo de forma continua, sincera y con el ánimo de hacer
propósito de enmienda. Casi siempre las personas se arrepienten cuando se les
ha pillado con las manos en la masa, justo en el instante en el que cualquier
excusa suena realmente ridícula, y ya solo les queda desnudar el alma para que
el castigo no sea tan terrible. Con un par de lagrimitas de cocodrilo, una
promesa de no volver a cometer el delito nunca más, y un par de amonestaciones
superficiales, el culpable al fin se ve liberado, en la medida de lo posible,
del peso de su desvarío momentáneo. Aceptan la penitencia impuesta por sus
actos, la cumplen, y en cuanto pueden vuelven a sucumbir a la tentación de
volver a liarla parda.
También el tema
del arrepentimiento se está convirtiendo a pasos agigantados en una acción poco
relevante o recomendable desde el punto de vista de nuestra cultura.
Arrepentirse, para muchos, supone transigir, humillarse y manifestar al mundo
que existen fallos, taras o defectos en sus vidas. Por eso, en muchas ocasiones
vemos en películas y series de televisión individuos que emplean la manida
frase de “no tengo nada de qué
arrepentirme” o “no me arrepiento
absolutamente de nada.” De esta manera afirman su derecho a equivocarse
bajo la justificación peregrina de que son como son, y que sus actos acompañan
a su identidad e individualidad de forma inseparable. Saben que han hecho algo
absolutamente abominable en términos morales y éticos, pero aun así se amparan
y parapetan tras la idea que impera tanto en estos días de “yo soy así, así seguiré, nunca cambiaré, y eso es lo que hay.”
Lamentablemente, esta clase de personas, cuando llegue el día del juicio final,
ya no tendrán tiempo para cambiar su rumbo desde el arrepentimiento y la contrición
de espíritu.
A veces, el
creyente en Cristo piensa que ya no necesita arrepentirse de sus pecados, dado
que ya ha sido redimido en virtud del sacrificio de nuestro Salvador. Sin
embargo, todos nosotros, a título individual y a título comunitario, debemos
desterrar este pensamiento. El arrepentimiento sincero y genuino debe formar
parte cotidiana de nuestra vida devocional y de nuestra comunión con Dios, ya
que, de otro modo no podremos profundizar y avanzar en el conocimiento de
nuestra salvación. Zacarías, profeta por la gracia de Dios y conocedor del
contexto religioso y social que rodeaba al pueblo de Judá tras su destierro en
Babilonia, quiere mostrarnos a través de los oráculos de Dios, que continuamos
necesitando ser redimidos, refinados y restaurados a través del
arrepentimiento. El significado del nombre de este profeta ya es lo
suficientemente esclarecedor como para entender el simbolismo de su acción
profética entre los suyos: “El Señor
recuerda.” Dios recuerda tu pecado en tanto en cuanto no sea confesado ante
Él y el alma humana no se arrepienta de sus malas acciones. Dios se acuerda de
sus promesas y de su pacto con la humanidad. Dios tiene memoria del hambre y de
la sed de justicia de sus criaturas. Dios tiene grabada en su mente y en su
corazón la razón por la que envía a una serie de profetas para que las personas
también se acuerden de que tienen deudas pendientes con Él y que deben
saldarlas positivamente antes de que la catástrofe del infierno acabe con
cualquier posibilidad de cambiar de parecer.
1.
ARREPENTIMIENTO
Y ACERCAMIENTO DE DIOS
Zacarías era un
joven profeta de Dios que había sido instruido en el oficio sacerdotal por su
abuelo Iddo, ya que su padre, Berequías, al parecer fallece en la flor de la
vida. Nacido en las tierras extranjeras del exilio babilónico, se une a la
tropa que acompaña a Zorobabel de nuevo a su patria, allá por el 537 a. C. Sus
mensajes proféticos llegarán a citarse en 41 ocasiones en el Nuevo Testamento,
lo cual ya nos habla de la importancia de su discurso. Coincide en el tiempo
con otro profeta, Hageo, y comienza su ministerio profético apenas un mes
después de la reconstrucción del templo de Jerusalén. Es una época de nuevos
inicios, de esperanzas de restauración, de deseos de retornar a las raíces de
su identidad nacional. No obstante, las cosas no parecen ir lo bien que se
podría esperar. Así comienza el libro del profeta Zacarías: “En el octavo mes del año segundo de Darío,
vino palabra de Jehová al profeta Zacarías hijo de Berequías, hijo de Iddo,
diciendo: Se enojó Jehová en gran manera contra vuestros padres.” (vv. 1-2)
Es realmente
interesante comprobar que los hechos y profecías que se van a desplegar en este
libro, se adscriben a un momento histórico reconocible. Esto nos ayuda a
entender que no se trata de un libro acrónico, sino que se fundamenta en una
época concreta de la historia y en una situación particular de la sociedad a la
que va a dirigir sus oráculos. Dios será el que hable de ahora en adelante por
medio de la voz de Zacarías, y cada palabra que brote de la garganta de éste,
será medida, contundente y clara. La primera frase que ha quedado para la posteridad
de Dios a través de Zacarías es una frase que hace honor al nombre del profeta.
Dios trae a la memoria aquellos tiempos del pasado en el que los antepasados de
aquellos que retornan a su patria cometieron errores garrafales que les llevó a
ser apresados, desterrados e insertados en una tierra pagana y lejana. Es una
advertencia a navegantes, un punto de apoyo desde el cual el discurso de
redención, refinamiento y restauración adquirirán su auténtica dimensión.
El enojo de
Dios no era precisamente pequeño o pasajero. No era un enfado momentáneo por un
episodio puntual de desobediencia. Se trataba de una ira santa que abominaba
por completo de las palabras, pensamientos y actos de un pueblo que había
extraviado su rumbo, cayendo en la injusticia social, la idolatría ritual, la
hipocresía religiosa y el olvido absoluto de las leyes y de las bendiciones de
Dios. A causa de esta ira divina, el Señor tuvo que tomar cartas en el asunto,
juzgando en vida a toda una nación que había escogido, a excepción de un
remanente, vivir de espaldas a Dios y a su voluntad. Habían despreciado el amor
de Dios, juntamente con sus indicaciones para vivir vidas santas y prósperas, y
se habían entregado a prácticas deleznables que el Señor no podía soportar por
más tiempo. De ahí que entregase a su pueblo en manos de otras naciones, que
desarraigase a miles y miles de personas de su identidad, y que aprendieran que
con Dios no se juega, y que el Señor no puede ser burlado permanentemente.
Con esta primera
toma de contacto en mente, Zacarías desgrana el resto del mensaje de Dios,
apelando en primer lugar al arrepentimiento: “Diles, pues: Así ha dicho Jehová de los ejércitos: Volveos a mí, dice
Jehová de los ejércitos, y yo me volveré a vosotros, ha dicho Jehová de los
ejércitos.” (v. 3) De algún modo, el Señor quiere que el nuevo pueblo que
se vuelve a asentar en Judá recuerde el peso de las consecuencias que tuvieron
que arrostrar sus ancestros. Dios desea que esta nación que vuelve a resurgir
de sus cenizas cual Ave Fénix, recapacite, aprenda de los errores del pasado, y
tome la determinación de ir al encuentro de un Dios que los espera con los
brazos bien abiertos. Volverse significa dar media vuelta, dejar de caminar por
una senda equivocada e incierta, arrepentirse de las malas decisiones que se
tomaron en un momento dado, y buscar a Dios para recibir su perdón y su gracia.
Si el ser humano
pecador se da cuenta de que su vida está en bancarrota, y de que sus acciones y
elecciones van en dirección contraria a los designios de Dios, y se arrepiente
de todo corazón, Dios se vuelve hacia esa persona y le demuestra su amor y
compasión de una forma transformadora y poderosa. Dios deja de darle la espalda
a causa de que su santidad le impide cohabitar con la negrura pestilente del
pecado que abruma su alma, y abraza sin reproches al hijo pródigo que al fin ha
visto la luz al final del túnel. Si como pueblo de Dios confesamos nuestros
pecados delante de Él y nos arrepentimos sinceramente, aceptando lo falible de
nuestro comportamiento, a buen seguro recibiremos de nuestro Señor Jesucristo
el perdón que quita el lastre de nuestro espíritu y que limpia nuestro ser para
vivir de acuerdo a su ejemplo.
2.
ARREPENTIMIENTO
Y APRENDIZAJE DEL PASADO
La promesa
profética que Zacarías reseña aquí es maravillosamente increíble. Con cada paso
que demos hacia el arrepentimiento, nos acercamos más y más a disfrutar
plenamente de Dios. Pero esta promesa debe su privilegiado contenido a aprender
de otros que nos precedieron y que sufrieron el pago por sus pecados: “No seáis como vuestros padres, a los
cuales clamaron los primeros profetas, diciendo: Así ha dicho Jehová de los
ejércitos: Volveos ahora de vuestros malos caminos y de vuestras malas obras; y
no atendieron, ni me escucharon, dice Jehová.” (v. 4) Sus antepasados
tuvieron la misma oportunidad que la que Dios está dando a este pueblo, el cual
intenta comenzar desde cero la reconstrucción de su identidad comunitaria y
religiosa. Dios envió a una pléyade de profetas, de voceros y de mensajeros que
hiciese recapacitar a un pueblo rebelde y desafiante. Todos supieron de las
repercusiones trágicas que conllevaba pasar olímpicamente de Dios, y vivir en
una permanente autodestrucción social, religiosa y espiritual. Quien avisa, no
es traidor, podríamos decir con el adagio popular. Nadie podía excusarse ante
Dios tras su juicio de destierro y cautiverio, porque los siervos del Señor
habían advertido y alertado a todo el mundo de que si seguían transitando por
una vereda repleta de pecado, odio y blasfemia, tendrían que asumir las
consecuencias funestas que se derivaban de ello.
Los pregoneros
de la gracia de Dios fueron sistemáticamente obviados, vilipendiados y
marginados. Nadie que está enfangado hasta el cuello en pecados e impiedades
quiere escuchar la verdad de Dios de labios de sus enviados. Estaban cómodos en
su estilo de vida depravado y provocador. Pensaron que Dios nunca iba a
consumar su juicio sobre ellos, ya que eran el pueblo escogido. Se confiaron
demasiado, dejaron pasar el tiempo sin manifestar una sola evidencia de querer
regresar a Dios, y el mal les alcanzó de pleno cuando menos lo esperaron.
¿Oyeron a los primeros profetas clamar a voz en cuello que todos debían
arrepentirse de sus pecados si no querían recibir un merecido castigo? Claro
que sí, pero no escucharon ni hicieron suyas estas palabras de amonestación y
exhortación. ¿Sabían que estaban menospreciando el poder de Dios de juzgar a
las naciones a causa de sus extravíos? Por supuesto. Pero mantuvieron su estilo
de vida a pesar de todo, lo cual les acarreó tener que perderlo todo en un
instante horrible y dantesco.
Zacarías recoge
ahora el testigo de los primeros profetas para advertirles del peligro que
correrían si volvían a vivir del mismo modo en que lo hicieron sus antepasados.
La paciencia de Dios tiene su término y no iba a estar enviando profetas
eternamente para llamar la atención a su pueblo. De ahí que Zacarías les
pregunte retóricamente a sus oyentes lo siguiente: “Vuestros padres, ¿dónde están? y los profetas, ¿han de vivir para
siempre?” (v. 5) Sus antepasados tuvieron que morir en la batalla o en
tierra extranjera, sufriendo la humillación más grande para cualquier persona
que es que te arranquen de cuajo de tu tierra, de tus costumbres y de tu
identidad cultural. ¿Estaban los que regresan a Judá para reedificar la casa de
Dios dispuestos a volver a correr la misma suerte que sus ancestros?
3.
ARREPENTIMIENTO
Y CONFESIÓN
Sabemos que el
amor y la misericordia de Dios recorren las venas y las arterias de su Palabra.
Y también entendemos que la justicia acompaña a esta compasión y a esta gracia
celestial. Por eso, Dios, hablando por medio de Zacarías, quiere extender una
invitación profética que nadie en su sano juicio quisiera rechazar, pero que
requiere de dar el paso inicial de arrepentirse de sus pecados y desenfrenos: “Pero mis palabras y mis ordenanzas que
mandé a mis siervos los profetas, ¿no alcanzaron a vuestros padres? Por eso
volvieron ellos y dijeron: Como Jehová de los ejércitos pensó tratarnos
conforme a nuestros caminos, y conforme a nuestras obras, así lo hizo con
nosotros.” (v. 6) Cuando Dios dice que algo va a ocurrir, ocurre tarde o
temprano, pero ocurre. Dios no gasta saliva en vano, ni comisiona a sus
profetas para perder el tiempo. Las palabras y las leyes de Dios se cumplen a
rajatabla. Dios es verdad. Y cuando te habla a través de las Escrituras, y de
manera particular desde Zacarías, debes asimilar la realidad de que el Señor
siempre hará lo que dice que hará. Si los antepasados de los retornados
pudieron contemplar sobrecogidos y espantados que el juicio de Dios había sido
sumario y rotundo para con ellos, había que tomarse en serio cada una de las
advertencias proféticas de su siervo.
En medio de este
juicio santo, muchos no tuvieron más remedio que confirmar delante de Dios que
habían recibido en justicia el salario de sus maldades y perversiones. De ahí
que los que vuelven reconozcan con sabiduría y conocimiento de causa que jugar
al gato y al ratón con Dios no es muy buena idea que digamos. Confiesan
abiertamente que merecían todo lo que les había pasado, vuelven en sí después
de sus pésimas acciones y se abren a la posibilidad de ser redimidos, refinados
y restaurados por Dios. Como iglesia nosotros también debemos aprender de los
errores del pasado, confesar sin ambages que metimos la pata hasta el fondo, y
solicitar de Dios que nos purifique, que nos haga madurar en nuestra vida
espiritual y que nos perdone por tantas tonterías que dijimos, tantas
barbaridades que hicimos al hermano o al prójimo, y tantas barrabasadas que
cometimos sin contar con el beneplácito de Dios. Desde este aprendizaje y desde
la contrición, es que podemos seguir creciendo en gracia delante de los ojos
del Señor, es que podemos asemejarnos cada vez más a Cristo, y es que podemos
recibir del Espíritu Santo aquellos dones que nos permitan ser un cuerpo bien
conjuntado y correctamente dirigido.
CONCLUSIÓN
El
arrepentimiento y la confesión forman parte inexcusable de nuestra vida en
comunidad. Sabemos que tenemos motivos suficientes como para reflexionar sobre
qué cosas hacemos mal desde la óptica de Dios, y que no existe mejor prueba de
vivir vidas maduras espiritualmente que derramar delante del Señor nuestra
alma, con toda su negrura y todo su pecado, y así recibir de Cristo el perdón
que nos liberará de la carga de nuestros secretos y del daño que hicimos a
otras personas.
Arrepiéntete
diariamente mientras cae el ocaso, y dormirás a pierna suelta en la paz que
solo Dios sabe dar a aquellos que tienen la conciencia limpia y la mirada
puesta en Cristo. Arrepintámonos como iglesia también, sobre todo de aquellas
cosas que hacemos y que hieren a otras personas, y que no están en consonancia con
nuestro testimonio, y estaremos dando el primer paso a un avivamiento en el que
veremos como Dios nos redime, nos refina y nos restaura.
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