ESPÍRITUS INMUNDOS





SERIE DE SERMONES “EL LADO OSCURO”

TEXTO BÍBLICO: MARCOS 9:14-29
 
      Lo había conseguido. Sabía que la fama que acompañaba a los discípulos de Jesús les precedía, y que muchos de mis hermanos habían sido expulsados de decenas de personas en los últimos tiempos. Estabamos siendo diezmados a causa del poder y la autoridad que Jesús había conferido a sus seguidores más inmediatos, y gran cantidad de personas comenzaban a creer con mayor fervor que ellos estaban exhibiendo las credenciales definitivas de mensajeros del Mesías. Antes de que todo esto sucediera, muchos años atrás, yo vivía a cuerpo de rey en la carcasa de este muchacho, ahora centro de atención de todo el pueblo. La religiosidad hipócrita de los fariseos, la sabiduría legalista de los escribas y la carencia de esperanzas en las vidas de los ciudadanos de a pie de esta aldea en la que me encontraba, hacía que mi existencia fuese plácida y cómoda. De vez en cuando atormentaba a este muchacho que me servía de hogar. Unas veces, cuando una hoguera se encendía en algún lugar de la localidad, lo arrojaba sin compasión ni miramientos para que se quemara. Otras veces, en el preciso instante en el que se acercaba al mar para contemplar el oleaje, lo empujaba violentamente a las profundidades de las aguas para ahogarlo. 

      Mi trabajo y mi placer era torturarlo, descarnar la imagen de Dios en su cuerpo y en su alma, contaminar su inocencia de niño con mi presencia, marcarlo de por vida con el estigma de la sordera y la mudez. No había mejor diversión que verlo revolcarse en tierra mientras soltaba espumarajos por la boca, mientras se debatía entre retorcimientos y convulsiones. Nadie en su sano juicio se había acercado a ayudarlo, porque las patadas y los puñetazos que mi huésped daba a diestro y siniestro estaban dirigidos por mi saña y mi fuerza sobrehumana. En definitiva, parecía que mi hotel cinco estrellas, mi muchacho, iba a proveerme de innumerables ocasiones para demostrar que nuestra potencia de fuego era considerable, y que el ser humano no podía hacer nada, o casi nada, por detenernos. Todo iba a las mil maravillas hasta que Jesús y tres de sus discípulos más íntimos aparecieron en escena. Hasta ese momento, los otros nueve discípulos, los Tomases, los Judas, Bartolomé, Andrés y compañía, habían intentado arrancarme de la mente y el corazón del chico, pero sin éxito. No reconocía su autoridad. Nada podían hacer en mi contra, dado que sus vidas carecían de algo que sí podría vencerme definitivamente. 

     Mientras controlaba como a una marioneta a mi muchacho, y en vista de que los discípulos nada lograban a la hora de exorcizarme, vinieron en mi auxilio mis queridísimos escribas. No cabe duda de que eran mis aliados aun sin saberlo. Creyendo que ellos eran los depositarios de la sabiduria y ciencia de las Escrituras, que conocían todos los entresijos de la ortodoxia doctrinal de la Ley de Moisés y de los profetas, y que solo ellos habían de detentar la habilidad divina de expulsar a los espíritus inmundos como yo, sin embargo, solo eran instrumentos obstaculizadores que usábamos en la sombra y de manera astuta, para que las multitudes pudiesen dudar de Jesús y del reino que decía que estaba inaugurando. Y con mi chico tirado por los suelos, padeciendo como un perro porque así me complacía, los discípulos y los escribas comienzan a disputar y discutir entre ellos. ¡Qué alegría y qué regocijo sentía en mí al comprobar cómo los planes de Dios de convencer a las masas eran menoscabados a causa del orgullo humano! Pero mi gozo quedó en un pozo cuando apareció mi más acérrimo enemigo junto con Padro, Juan y Santiago. 

      Conocía perfectamente a Jesús. Era uno con Dios desde antes de ser creados los cielos, la tierra , e incluso nosotros mismos, los espíritus inmundos, o ángeles caídos como nos llaman algunos. Era Dios mismo con toda la gloria y el poder más que suficientes como para hacernos temblar de miedo. Me podríais preguntar si creo en él. ¡Por supuesto! ¿Cómo no habríamos de hacerlo, si él es el Hijo de Dios, eterno y majestuoso, aquel contra el cual hemos luchado durante eones para arrebatarle el cetro de mando de todo el universo, y así entregárselo a nuestro lugarteniente Satanás? Su sola presencia me provoca el pánico y el miedo más angustiante. Sobre todo porque sabía que si actuaba en mi contra, estaría perdido para siempre, y debería vagar de nuevo por las dimensiones aéreas e invisibles para capturar un alma nueva entre mis fauces. Aparecer entre la multitud, la cual queda entre sorprendida y aliviada en vista del debate feroz que se estaba entablando entre sus seguidores y los escribas. Dejan de prestar atención a los dimes y diretes de éstos para concentrar su atención en él. ¿Qué diría de sus discípulos, los cuales han sido incapaces de expulsarme del cuerpo del muchacho sordomudo? ¿O contraatacaría a los escribas convirtiendo el momento en una pelea de gallos dialéctica? Solo pensaba en que nadie se fijase en mi habitáculo mortal. Que Jesús no me prestara atención y que se enfrascase en peleas apologéticas que no conducirían a nada, o en todo caso llevarían a aumentar la confusión reinante.

     Siempre he querido infravalorar a Jesús. No obstante, éste, en lugar de meterse con los escribas, solo pregunta el porqué de la discusión a sus discípulos. No es que no supiera de qué iba el tema. Claro que lo sabía. Perfectamente. Simplemente quería cambiar de tercio para hacer lo que menos agrada a un espíritu inmundo como yo: un exorcismo en toda regla. Dado que sus discípulos han fracasado en su aptitud exorcizadora, ahora es su turno. Antes de que cualquiera de sus discípulos abra la boca, ya hay un individuo que parece acongojado y lleno de penas, informándole de la situación. Este individuo también ha sido mi esclavo durante años y años. Tal vez no lo he poseído como al muchacho, pero siendo su padre, le he hecho bailar al son que más me convenía tantas veces… Su rostro, ajado y cariacontecido, surcado por mil arrugas de preocupación, y con la mirada desesperada del que lo ha perdido casi todo, es mi delicia, mi obra de arte. Con una chispa de esperanza se coloca delante de Jesús para explicarle el asunto que ha provocado esta polvareda dialéctica entre sus discípulos y los escribas. Lo curioso es que, a pesar de comprobar que los seguidores inmediatos de Jesús nada pudieron hacer por su hijo, acude sin pensarlo dos veces a Jesús considerándolo desde el honor de llamarlo “maestro”. Esto ya empezaba a preocuparme. Volví a zarandear al chico un rato más como represalia a las palabras del padre.

      El padre expuso su caso ante Jesús, el cual escuchaba con atención cada detalle de la historia. El diagnóstico del mal que aquejaba a su hijo era el correcto. Mi labor más deliciosa era hacer enmudecer al chico, que ningún grito expresara el dolor y el sufrimiento que sentía cada vez que sometía su cuerpo y su mente a mi antojo. Por no decir que hacerlo temblar sin ton ni son en los momentos más inoportunos, provocar una baba espesa que le resbalaba por el mentón, hacer rechinar los dientes a causa de las violentas contracciones que le provocaba sin compasión, y debilitarlo con mengua de sus fuerzas y vigor juveniles, eran mi diversión más apetecible. El muchacho era mi parque de atracciones particular, mi coto de caza preferido y mi madriguera. El padre termina su narración hablando de la ineptitud de los discípulos de este maestro de Nazaret. Jesús, al acabar de escuchar al padre, estalla. Lo hace desde esa ira santa que lo indigna, pero que no le permite pecar, ir más allá, dejar de confiar en sus seguidores, y darlo todo por perdido. Jesús se alza en medio de la multitud para reprochar a todos, incluidos sus aprendices, que sean un pueblo incrédulo, inoperante en las cuestiones de la fe. Con voz bien audible, pregunta retóricamente a la muchedumbre sobre el tiempo que debe estar entre ellos hasta que comprendan la verdadera realidad de lo espiritual y el alcance de la gracia y el poder de Dios. Y aunque me encanta que Jesús se enfade con la debilidad de sus discípulos, y que señale claramente al padre como una persona con poca fe en la sanidad de su hijo, un sudor frío comienza a recorrer mi espalda como un aviso de que las cosas se van a poner feas de verdad.

     Con una orden taxativa, Jesús solicita que le traigan al muchacho, mi hogar y nido. Me resisto todo lo que puedo, resoplo, invito al chico a que de manera espasmódica se reboce en la tierra y el polvo. No quiero ir hacia donde está Jesús. Me niego a ser derrotado así como así. No deseo tener que abandonar esta vida que disfruto con fruición sublime. Los espumarajos se derraman en el suelo con cada sacudida que provoco en los miembros maltrechos del chico. El padre se echa las manos a la cabeza, porque es capaz de ver que esta vez los ataques epilépticos que le causo son de una naturaleza descomunal y agresiva. Pero Jesús no pierde la calma ante esta manifestación tan desesperada por mi parte. Sabe quién soy y a lo que he venido. Y conoce la manera de hacerme salir de la vida de este muchacho atormentado. Su pregunta al padre, en vista del espectáculo que estoy desplegando ante todo el mundo es desconcertante. ¿Por qué Jesús quiere saber el tiempo que llevo dentro del chico? El padre desconsolado y nervioso responde que desde niño siempre ha sido el pelele que he manejado a mi voluntad, que invariablemente ha padecido por mi causa, y que he estado a punto de acabar con su último aliento en algún episodio de odio por mi parte hacia él y el Creador que lo hizo.

     El padre, lanzándose a los pies de Jesús, ruega con lágrimas en los ojos y heridas abiertas en el corazón, que tenga misericordia, no solo de su hijo, el cual la necesita más que nadie, sino que la tenga también con él. Toda una vida padeciendo y afligiéndose a causa del mal de su hijo, toda una existencia llorando, sin dormir, siempre velando porque no muriese o se hiriese de gravedad. Ese es mi territorio: el sufrimiento y la violencia. Y ahora, con esa plegaria emotiva, querían desterrarme de él. Ya sabía yo que Jesús no podría negarse a echar una mano a esta familia, mi reino adorado de caos y pecado, y en ese preciso instante supe que mis horas estaban contadas. Redoblando mis esfuerzos por mantenerme firme ante lo que se avecinaba, seguía haciendo patalear a mi muchacho, entre el polvo y las miradas atemorizadas de la gente. Lo que había faltado a la hora de expulsarme de mi hogar era la fe. No era la fe de los discípulos la que me echaría de mi casa humana. Solo la fe de un padre que confiase, aunque fuera un poco, en Jesús y su poder y gracia, lograría acabar con mi permanencia en el cuerpo del muchacho. Por eso lo que dijo Jesús al padre me hizo temblar de veras. Jesús insta al padre a que si puede creer, lo imposible dejará paso a lo posible. Le está dando la oportunidad al padre de la criatura de que confíe en él para que su hijo sea restaurado y purificado de todo mal, es decir, de mi presencia maléfica.

     Lo que durante tantos años nadie había conseguido, estaba a punto de acontecer. El padre, armándose de todo el valor que pudo reunir, y de toda la fe que pudo exprimir de su alma desangelada, pronunció las palabras que nunca creí que fuese a escuchar: “Creo; ayuda mi incredulidad.” Era el fin para mí. No lo era porque el padre ofreciese una cantidad descomunal y formidable de fe en ese mismo momento. Era mi final porque esta declaración sincera de necesidad, humildad y dependencia de Jesús, abría de par en par el derramamiento abundante de la gracia y la misericordia de Dios sobre la vida del muchacho. ¡Qué terribles palabras tuvo que decir el padre! ¡Estaba completamente perdido! Nada podía hacer por evitar lo inevitable. Cuando Jesús observó como la gente se arremolinaba a su alrededor esperando un acto puro y milagroso del poder de lo alto, su voz taladró mi ser hasta límites inimaginables. Su reprensión me inmovilizó, dejándome indefenso ante sus órdenes. Toda resistencia era inútil. Solo podía bramar y gemir a causa del dolor que me estaba infligiendo su autoridad desatada y su palabra potente. En mi último adiós al muchacho que tan bien me había servido en mis propósitos, le provoqué una gran descarga de adrenalina que su cuerpo, cansado y marchito, débil y sometido a demasiada presión, se desplomó inerme, casi sin vida. Yo tuve que marcharme con cajas destempladas, con el rabo entre las piernas, desterrado de por vida de este chico al cual nunca jamás volvería a atormentar. 

     Alejándome, en la distancia espiritual invisible que está vedada de momento a la vista del ser humano, pude ver como la mano de Jesús, firme y solícita, levantaba a un muchacho totalmente cambiado, renovado y sanado. Su libertad fue mi condena, y su salvación mi fracaso. La fe de un padre, unida al poder de Jesús, había destruido mis deseos de proseguir con mi obra de destrucción, engaño y desconcierto entre los seres humanos. Ahora debía ser un vagabundo más del ejército de mi señor Satanás, a la espera de ser juzgado y castigado por mis malvados y voluntarios actos de servicio demoníacos. Solo esperaba que muchos seres humanos hicieran caso omiso de las palabras y hechos tanto de Jesús como de sus discípulos sobre la faz de la tierra. Ya hemos sido vencidos, pero nos llevaremos con nosotros al mayor número de seres humanos posible, sobre todo a aquellos que no se han decidido por creer y confiar en Cristo, nuestro más odiado y temido adversario.

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