EL ACUSADOR DE LOS HOMBRES





SERIE DE SERMONES “EL LADO OSCURO: CONOCIENDO A NUESTRO ENEMIGO”

TEXTO BÍBLICO: APOCALIPSIS 12:7-12

INTRODUCCIÓN

       ¿Quién no ha tenido en alguna ocasión uno o varios enemigos que le han hecho la pascua en un momento dado? Tal vez fueron esos compañeros de clase que se burlaban de ti y que te acosaban sin motivo aparente. Quizá fue un compañero de trabajo que veía en ti una amenaza a su ascenso. Tal vez era una persona envidiosa a rabiar que deseaba lo que tenías, y que como el perro del hortelano, ni comía ni te dejaba comer a ti también. O quizás es ese vecino que te hace la vida imposible por quitarte del medio con chismes e insultos altisonantes. A lo mejor era un amigo que se convirtió en un adversario irreconciliable a causa de diferencias políticas, ideológicas o religiosas. De un modo u otro, todos hemos tenido que saborear la amargura del ataque sin compasión de alguien que no nos quiere bien, y cuyo deseo es hacerte un infeliz y un miserable. Son aquellos que se ríen de tu desgracia y que te niegan el pan y la sal. Son aquellos que te miran con ojeriza y solo profieren insultos y difamaciones sin sentido ni razón aparentes. Son aquellos que no soportan verte felices y alegres, y que urden planes arteros con los que borrarte la sonrisa de la cara. Son aquellos que prefieren perder su tiempo haciéndote la vida un yogur que dedicarse a vivir sus vidas sin meterse en las ajenas. 

     Los enemigos son cosa seria. Nunca puedes decir que la enemistad ha llegado a su final, o que el adversario ha cejado en su empeño por complicarnos la existencia. No hay manera. Ya podemos ser amables, educados y corteses con ellos para ver si cambian de parecer, y los añadimos a nuestra causa con nuestra simpatía y buen carácter, que volverán a la carga tarde o temprano con la excusa de algún error puntual que podamos cometer. Son enemigos acérrimos aquellos que nos señalan nuestras faltas y meteduras de pata empleando nuestra identidad cristiana para avergonzarnos delante de todo el mundo. Terribles en su ira, creativos en sus formas de venganza, imaginativos a más no poder en sus métodos de guerra y batalla. ¿Pero sabéis qué? Esta clase de enemigos no es la de la que debemos preocuparnos. Está escrito en la Palabra de Dios que a estos adversarios siempre los tendremos revoloteando a nuestro alrededor, preparados para acosarnos e intimidarnos, pero que son de carne y hueso, enemigos que solo pueden tocar nuestra carne, pero no nuestro espíritu: “He aquí, yo os envío como a ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como serpientes, y sencillos como palomas. Y guardaos de los hombres, porque os entregarán a los concilios, y en sus sinagogas os azotarán… No temáis a los que matan el cuerpo, mas el alma no pueden matar.” (Mateo 10:16, 17, 28). 

     Sin embargo, existe un enemigo tan terrible y pavoroso que anhela nuestra caída en desgracia, no solo ante nuestra sociedad, sino también ante Dios. Este adversario es más poderoso que nosotros mismos si pretendemos caminar por la vida sin la protección de Dios. En la vida del creyente, el poder y las trampas de este enemigo se recrudecen más que en las existencias de los incrédulos, puesto que estos últimos ya se hallan encadenados al pecado, siervo fiel suyo. Escuché en una ocasión que donde una iglesia erige su capilla, allí mismo este enemigo alza la suya propia. También aprendí que para saber a qué nos enfrentamos cuando Jesús nos advierte que en el mundo tendremos aflicción, es preciso conocer bien a nuestro máximo oponente espiritual: Satanás.

     El texto bíblico que hoy nos ocupa nos permite reconocer algunas de las características más representativas del carácter de nuestro acusador. Juan apóstol en una de sus múltiples visiones durante su estancia penosa y poco grata en la isla de Patmos, donde fue exiliado y desterrado, es testigo de una gran batalla en los cielos que lo sobrecoge por su encarnizamiento y bravura, y que lo lleva a considerar que la amenaza que se cierne sobre la humanidad no es una tontería o algo que es posible obviar: “Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; y luchaban el dragón y sus ángeles” (v. 7) Parece ser que Satanás y sus huestes no asumieron su primera derrota en el primer enfrentamiento que tuvieron con Dios y todos sus ejércitos angélicos tras la creación del mundo en Génesis, y decidieron volver a la carga en el preciso instante en el que creyeron que la muerte de Jesús en la cruz era el mayor varapalo sufrido para el plan de redención de Dios. Supusieron, erróneamente claro, que ese era el instante en el que podían dar su golpe de estado y así reclamar para sí el trono que solo pertenece al Altísimo Dios. Pretendieron ver una fisura en los cielos que les permitiese entrar victoriosos para derrotar al ejército celestial. Nada más lejos de la realidad. Cristo muere y resucita para después ascender a la diestra del Padre para hacerse cargo de nuestra defensa ante Dios. Antes de su ascensión gloriosa, Satanás podía recorrer los pasillos del cielo para acusar y burlarse de los seres humanos ante Dios, pero ahora esa labor ya no es posible realizarla, por cuanto Jesucristo y su obra de salvación en la cruz requiere exiliar al tentador y acusador, dado que su trabajo de zapa en contra de los seres humanos ha dejado de tener efecto gracias a la sangre derramada del Cordero de Dios, Jesucristo nuestro Señor.

      Satanás, el dragón vengativo y orgulloso, se encuentra con una resistencia formidable al entablar lid con el arcángel Miguel, cuyo nombre significa “¿Quién es como Dios?”, al cual le acompañan legiones de ángeles preparados para rechazar sus envalentonados intentos por hacerse con el poder del universo que solo corresponde a Dios. El protector y príncipe del pueblo de Dios, el cual ya había librado otras batallas para infligir otras tantas derrotas al Maligno (Daniel 10:13, 21), elabora una estrategia tan eficaz como victoriosa, logrando que el dragón sea desterrado de los cielos para siempre: “Pero no prevalecieron, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo.” (v. 8) La derrota estrepitosa y humillante del dragón y sus hordas de ángeles caídos, provoca su expulsión inmediata de la presencia celestial de Dios. Ya no podrán volver a intentar auparse a los cielos para conquistarlos. Esta batalla celestial nos permite comprobar que una de las principales características de Satanás es su ambición desmedida y su soberbia impresentable, las cuales solo llevan a su destrucción y condenación. Nuestro más feroz enemigo, en su altivez y presunción tratará de inocular esta misma actitud en aquellos a los que tienta y seduce, haciéndoles ansiar ser como Dios o a desdeñar la soberanía de Cristo en sus vidas, apartándolos de la gracia que Dios les ofrece por medio de su amado Hijo.

      Esta debacle sufrida es el principio de su final definitivo: “Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y Satanás, el cual engaña al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él.” (v. 9) Este versículo habla perfectamente de lo que aguarda a aquellos que todavía habitamos la tierra después de la derrota terrible que Satanás sufre a manos de Dios. En este breve texto encontramos los nombres y apelativos que se le dedican a nuestro enemigo más perverso. En su destierro final, se le llama “gran dragón”, símbolo del caos y del desorden, contexto en el que nuestro contrincante se mueve a sus anchas. En contraposición a un Dios como el nuestro, que es un Dios de orden, armonía y paz, Satanás se erige como el señor del caos más absoluto, de la guerra y de la violencia. Podemos constatar que se mueve como pez en el agua cada vez que el odio humano se plasma en conflictos armados y episodios bélicos en los que la muerte cruel es el resultado más funesto. 

      Además se le reconoce como la serpiente antigua, esa serpiente que susurró con palabras zalameras y engañosas al ser humano en Génesis 3 para desvincularse de Dios abrazando la desobediencia, el orgullo y la ambición que son marcas de su propio carácter depravado. Esa serpiente no ha dejado de incitar al ser humano con mentiras y falsas promesas de placer, tratando de cegar su entendimiento con la oferta de deleites y goces perecederos y fatuos que solo conllevan futuras lágrimas y desesperación. Pablo nos advierte de su lengua bífida y venenosa: “Pero temo que como la serpiente con su astucia engañó a Eva, vuestros sentidos sean de alguna manera extraviados de la sincera fidelidad a Cristo.” (2 Corintios 11:3).

       Es también el diablo, cuyo significado original es el de alguien que dedica su vida a difamar a los demás sin ton ni son. Sus artimañas y ardides se concentran en la lengua y en la boca, puesto que sabe perfectamente que por medio de las palabras, una reputación y una fama pueden ser deshechas y asoladas, un testimonio puede ser puesto en entredicho, y un estilo de vida puede mirarse con sospecha. Nuestro enemigo no duda en mentir para conseguir que la difamación deje ese poso tan habitual de duda de la integridad del individuo.

     Satanás es el nombre clásico con el que conocemos a este traicionero y astuto enemigo nuestro. La palabra hebrea de la que construimos este vocablo castellano proviene de la idea de adversario. Al pasar de la generalización a la particularización de esta palabra, el autor de esta carta universal de Apocalipsis nos guía a la idea de que es el adversario por excelencia. No existe otro enemigo más fuerte, formidable y terrible. La influencia de este mundo o nuestros propios deseos carnales quedan empequeñecidos por los arrebatos furiosos y las maniobras letales que Satanás exhibe en nuestra contra. 

     Engañador es también su oficio más relevante y conocido. No solo engaña y tima a los creyentes. Lo hace con todo ser humano viviente que se encuentra en su camino. Lo hace con los ateos e incrédulos: “En los cuales el dios de este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios.” (2 Corintios 4:4) Ya intentó zarandear mentalmente a Pedro y al resto de apóstoles (Lucas 22:31), lo logró con Judas Iscariote (Juan 13:2), y trata de ganar ventaja sobre nosotros en la actualidad (2 Corintios 2:11). Su odio hacia el ser humano, corona de la creación de Dios, es tan grande y obsesivo, que intenta por todos los medios a su alcance, distorsionar nuestra visión de lo que es correcto y bueno, de lo que es malo o pernicioso. No tiene reparos en hacernos dudar de lo que Cristo ha hecho en nuestras vidas. No le duelen prendas en recordarnos nuestros pecados pasados y perdonados para incomodar nuestra conciencia ya lavada, para desvelarnos con la culpa ya pagada. Sus mentiras y falsedades son tan convincentes, que, como se nos alerta en la Palabra de Dios, solo un remanente reconocerá la verdad de Dios en un océano de almas que prefieren vivir en la mentira más grosera y descarada. Incluso los escogidos llegarán a rendirse ante sus falsas manifestaciones de piedad (Mateo 24:24).

      Satanás no esta solo en este mundo, alejado de su meta celestial. Sus compinches antaño angélicos le acompañan. Están a su servicio para infligir males horribles a aquellos que dan entrada a sus manipulaciones e influencia. Atormentan a las personas débiles y frágiles, poseyéndolas y anulando su personalidad. Son ángeles errantes que conocen ya su sentencia, y que no tienen nada que perder, pero que siguen siendo criaturas temblorosas cuando Cristo las conmina a marcharse de las vidas de aquellos que con fe entregan sus vidas a Dios. Sus hordas sedientas de sangre son un instrumento peligroso y traicionero en sus manos perversas.

      Tras la debacle y destierro de Satanás, el gran dragón, y sus soldados corrompidos, una tonante voz es escuchada por Juan, el cual la consigna en su carta para dar ánimo a aquellos que hemos de luchar a brazo partido contra las añagazas del diablo: “Entonces oí una gran voz en el cielo, que decía: Ahora ha venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo; porque ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche.” (v. 10). Una vez la salvación obrada por la muerte y resurrección de Cristo en favor de aquellos que creen en su nombre ha invalidado la capacidad de Satanás de acusarlos, una vez el poder de Dios derramado sobre su Hijo haciéndolo Soberano del universo, Rey de reyes y Señor de señores, y una vez el reino de Dios ha sido instaurado e inaugurado por Cristo en virtud de su soberanía y autoridad, la labor de Satanás carece de valor ante el trono celestial de gloria. Esa tarea de acusar al ser humano delante de Dios, de recorrer el mundo para poner en entredicho la piedad de los hijos de Dios, de señalar con el dedo a cada mortal para que fuese fulminado por el justo juicio del Señor de la creación, ya no ha lugar. Cristo ha ocupado su lugar a la diestra del Padre para abogar por nosotros, por los que hemos decidido seguirle, obedecerle y servirle para toda la eternidad, y hemos aceptado de buen grado, voluntariamente, su expiación en el Calvario. Así lo declaró el mismo Juan en una de sus epístolas: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.” (1 Juan 2:1) Satanás ya no puede acusar ante Dios a quienes ya han sido justificados por fe mediante la gracia de Dios en Cristo: “Por lo cual alegraos, cielos, y los que moráis en ellos. !!Ay de los moradores de la tierra y del mar! porque el diablo ha descendido a vosotros con gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo.” (Romanos 8:33-34)

      También los creyentes participan de esta derrota final de nuestro adversario: “Y ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos, y menospreciaron sus vidas hasta la muerte.” (v. 11) La gran voz celestial reconoce que, de la misma manera en que Cristo y su redención en nuestro favor ha propiciado la derrota de Satanás, los creyentes, haciendo válido el sacrificio de Cristo en la cruz por fe y con un estilo de vida práctico y ético consecuente con esa fe, han puesto su granito de arena, y lo siguen poniendo cada vez que rechazan la tentación que Satanás pone en su camino y lo hacen huir con el rabo entre las piernas. Su predicación y comunicación del evangelio de Cristo al mundo también ha sembrado la simiente de perdón y redención en Jesucristo en las vidas de los que hoy todavía siguen siendo esclavos del pecado y del diablo, arrebatando de sus fauces sanguinarias y ahítas de almas, la vida de muchas personas perdidas. A veces vencer supone sacrificarse, y muchos creyentes en el evangelio de Jesús decidieron dar sus vidas para agradar antes a Dios que a los hombres, suprimeron sus deseos concupiscentes para abrazar el fruto del Espíritu Santo, y desecharon cualquier oferta de esplendor y poder terrenales para ofrendar sus vidas para la gloria de Dios. Pablo fue un ejemplo de esta circunstancia: “Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios.” (Hechos 20:24) Como dice la versión de La Palabra, creyentes como Pablo de toda la historia, los cuales nos precedieron, triunfaron sobre el lado oscuro demoníaco “sin que su amor a la vida les hiciera rehuir la muerte.”

      Como culminación a este cántico de victoria que la gran voz deja oír por todo el orbe, las dos esferas de la realidad, la celestial, la cual se ha deshecho de la presencia de Satanás para siempre jamás, y la terrenal, la cual se convierte en morada del engañador y embaucador por antonomasia, se verán afectadas de manera distinta: “Por lo cual alegraos, cielos, y los que moráis en ellos. ¡Ay de los moradores de la tierra y del mar! Porque el diablo ha descendido a vosotros con gran ira, sabiendo que tiene poco tiempo.” (v. 12). El cielo se alegra aliviado por el lastre y la amenaza constante que suponía un ser antaño angélico siempre a la espera de usurpar el lugar de majestad de Dios. Sin embargo, ese gozo y júbilo inefable de los cielos, se contrasta con la tristeza y congoja de los habitantes de la tierra y los mares. A nosotros, mortales humanos, nos corresponde seguir luchando y combatiendo los últimos coletazos, mortales de necesidad, eso sí, de Satanás. 

       El diablo, nuestro gran contrincante, está en medio de nosotros, y no está para tomarse un respiro o estar de vacaciones. No ha venido a lamerse las heridas infligidas por la gran derrota celestial. Ha aterrizado sobre nuestro mundo para asesinar espiritualmente, para mentir, para difamar, para sembrar de odio y maldad los corazones de la humanidad, para engañar y para cauterizar conciencias. Ebrio de furor, arremete contra los siervos de Dios de manera inclemente y terrible, intentando influir negativamente en la mente de los incrédulos para que nos vean como enemigos de la razón o de su estilo de vida caprichoso y decididamente pervertido. Su objetivo y diana principales es la iglesia, somos tú y yo, seguidores y discípulos de Cristo. Su tirria es tan grave y obsesiva que, sabiendo que sus horas están contadas antes de ser arrojado al lago de fuego y azufre en el que penará y pagará por sus desvaríos y yerros, tratará de arrebatarnos el gozo de nuestra salvación al cometer el craso error de creer en sus mentiras y sucumbir a su encanto tentador. Recordemos esto, el enemigo ha sido vencido ya. Solo queda recurrir a Cristo para librar las escaramuzas del diablo hasta que celebremos el triunfo en los cielos.

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