LAS MANOS DEL CUERPO





SERIE DE SERMONES SOBRE LA UNIDAD DE LA IGLESIA

TEXTO BÍBLICO: ROMANOS 12:3-8

INTRODUCCIÓN

     Las manos siempre han adquirido un riquísimo simbolismo a lo largo de la historia. De las manos se pueden esperar grandes y hermosas obras, así como acciones deplorables y malvadas. Con las manos nos alimentamos, nos saludamos con un franco apretón, nos comunicamos a través de la escritura, somos capaces de medir distancias y de señalar con admiración las maravillas de la creación, nos convertimos en artífices de la creatividad pictórica y musical, logramos que otros puedan relajarse con un buen masaje y nos identificamos como seres únicos sin copia. Pero también con las manos perpetramos violentos crímenes, damos a entender amenazas y tensiones a los demás, acusamos con nuestro índice al prójimo y robamos lo que no nos pertenece. Así son las manos: capaces de lo mejor y de lo peor dependiendo de las intenciones del corazón y de los deseos del alma. Sin manos la vida sería más dura y difícil, por lo que la necesidad siempre estará por encima de las fechorías que éstas cometan en un momento dado.

    La iglesia, al igual que tiene una cabeza que es Cristo, y que tiene un corazón que es la misión que cada creyente tiene de predicar su evangelio, también tiene manos que trabajan, que actúan y que practican la misión del Reino de Dios. De nada serviría tener un cerebro que dictase las órdenes y un corazón que diese vida y propósito a las manos, si estas permanecen en la pasividad, la indiferencia y la inoperancia. Las manos suscitan la idea de actividad, de compromiso y de operatividad. De otro modo, solo serían apéndices testimoniales en el cuerpo que sugerirían que alguna vez tuvieron un papel importante en la armonía de todo el organismo vital. En la iglesia de Cristo no queremos ni deseamos esto. Queremos manos que se muestren ávidas por trabajar, que se involucren en todas las áreas de ministerio de la comunidad de fe y que se pongan al servicio de la misión de Cristo. Las manos somos nosotros gestionando nuestros dones desde la pasión por comunicar el evangelio de salvación y desde la adecuada mayordomía de los mismos. Para ello es preciso escuchar al apóstol Pablo en su epístola a los Romanos. Ahí encontramos tres actitudes que deben presidir nuestra práctica de los dones y nuestro anhelo por encontrar nuestro lugar en el seno de la congregación de los santos.

A. MANOS AUTÉNTICAMENTE HUMILDES

“Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que deba tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de la fe que Dios repartió a cada uno.” (v. 3)

     Pablo no quiere hablar de su percepción personal sobre lo que es correcto o no en el desempeño de los dones espirituales dentro de la iglesia. Por ello, apela a la gracia que Dios le ha dado de ser apóstol y maestro a las iglesias de Asia Menor y Europa, de tal modo que, ya no es su opinión la que quiere verter en estos versículos, sino que habla directamente de parte de Dios. Desde esa autoridad suprema conferida por Cristo en su llamamiento, el apóstol quiere que todos en Roma entiendan que estas recomendaciones e instrucciones son para todos sin excepción. Todos los creyentes y miembros de la iglesia de Cristo deben tener muy en cuenta las apreciaciones que a continuación expresa Pablo. La primera de ellas es que la humildad debe presidir el desempeño de los dones en el organigrama de la iglesia. Ni el orgullo desmedido ni la falsa humildad que solo pide el aplauso tienen cabida en la dinámica espiritual y de servicio de la comunidad de fe. En otros escritos Pablo subraya esta idea: “Porque el que se cree ser algo, no siendo nada, a sí mismo se engaña.” (Gálatas 6:3), y Pedro, su consiervo apostólico también lo tiene como algo digno de ser reseñado: “Todos, sumisos unos a otros, revestidos de humildad, porque: Dios resiste a los soberbios y da gracia a los humildes.” (1 Pedro 5:5).
 
     Nadie debe sobreestimar o sobrevalorar sus dones y capacidades. Para lograr escapar de esta tentación existente en las iglesias de antaño y de hoy día, es menester apelar a la cordura, desechando de nuestra mentalidad la idea de la soberbia espiritual o de la falsa humildad. Si pensamos por un instante quiénes somos en comparación con Dios, no podemos por menos que reconocer que no somos nada. Sin embargo, cuando nos miramos en el espejo de Cristo somos capaces de vislumbrar cómo Dios puede usarnos como instrumentos de valor para su gloria cuando ponemos en marcha los dones del Espíritu Santo que nos han sido conferidos. Humanamente hablando, no nos queda más remedio que confesar nuestra incapacidad para lograr empresas eternas e imperecederas, no nos queda más remedio que asumir que tenemos límites que nos hacen frágiles y débiles. No obstante, incluso en ese estado lamentable Cristo nos rescata como nuevas criaturas que pueden obrar con sus dones para la edificación de los santos y para la extensión del evangelio. 

      Desde nuestra carnalidad usamos nuestros dones con ambición desmedida, unas veces depreciando los dones de otros hermanos, otras abusando de ellos desde los celos, la amargura, la vergüenza, la negligencia y la indiferencia, y en determinados casos, exhibiendo una pseudohumildad fingida que únicamente ansía el aplauso y la alabanza de los demás. Menos mal que podemos cambiar todas estas actitudes negativas y nocivas para el correcto funcionamiento de la iglesia. Podemos asumir y comprender que Dios nos da el don oportuno y adecuado para nuestro potencial y características en virtud de la medida de fe que Dios nos dio en un momento dado de nuestra nueva vida en Cristo. Debemos acatar sin frustración, desánimo, culpabilidad, mediocridad o derrotismo el soberano diseño de Dios para su iglesia, dentro del cual somos piezas importantísimas para lograr que sus designios se lleven a cabo completa y satisfactoriamente. Tal y como el propio Pablo afirma en otra de sus cartas, tenemos el don que mejor se acopla a quiénes somos en Cristo y hemos de aplicarlo con humildad y sencillez de corazón: “Pero a cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho… Pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere.” (1 Corintios 12:7, 11).

B. MANOS UNIDAS EN LA DIVERSIDAD

“Porque de la manera que en un cuerpo tenemos muchos miembros, pero no todos los miembros tienen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un cuerpo en Cristo, y todos miembros los unos de los otros.” (vv. 4-5)

      Hace unos días dejamos atrás la Eurocopa de fútbol con Portugal siendo el vencedor final, y precisamente en el ejemplo de lo que es un equipo de fútbol podemos atisbar un poco de lo que significa ser manos que se unen y entrelazan en la diversidad de dones que existe en la comunidad de fe. Seguramente los más futboleros habrán escuchado críticas sobre el vedetismo que a menudo se instala en los vestuarios de muchos clubes de fútbol. Siempre hay un jugador que despunta por su calidad y su técnica asombrosa, pero que también trata de manipular al entrenador para que todos jueguen a su servicio, y así deslumbrar mejor a todos en detrimento del juego de equipo. El problema de este planteamiento estratégico es que, a pesar de buenos resultados, consigue un ambiente muy enrarecido entre los componentes del equipo, con envidias, celos y desplantes varios que se traducen en discusiones y rumores que minan la armonía del conjunto. ¿Es mejor tener buenos resultados o ser un equipo unido y armonioso? Esta es la disyuntiva que surge en los medios futbolísticos. Lo mismo sucede cuando un entrenador peca de orgullo y de inventar la cuadratura del círculo colocando a un jugador en una posición que no es natural para él. Puede salir bien y ser encumbrado como un genio, o, como pasa en la mayoría de los casos, puede salir mal y recibir una buena reprimenda del club.

    Lo mismo sucede en la iglesia de Cristo. Si alguien se considera lo más de lo más y trastoca el normal y eficaz funcionamiento de los dones espirituales, ya puede ser polifacético, carismático y un dechado de virtudes, que tarde o temprano el orden establecido por Dios en la iglesia comenzará a convertirse en un nido de comentarios mordaces, de celos y de punzantes indirectas, hasta que por fin toda la estructura orgánica de la comunidad de fe se vendrá abajo estrepitosamente. Y también pasa lo mismo cuando queremos meter con calzador a hermanos en ministerios que no se adecúan con el don que el Espíritu Santo les ha dado. Si no se trabaja armoniosamente, si no ocupamos el lugar que nos corresponde dentro de la iglesia, si no nos consideramos un cuerpo unido por la misma cabeza que es Cristo, y si no nos preocupamos los unos por los otros, las manos del cuerpo solo frenarán y obstaculizarán la correcta dinámica de crecimiento de la iglesia. Todos tenemos dones distintos y hemos de unificarlos bajo la soberanía de Dios, la autoridad de Cristo y la guía del Espíritu Santo.

C. MANOS ACTIVAS EN EL SERVICIO

“De manera que, teniendo diferentes dones, según la gracia que nos es dada, si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe; o si de servicio, en servir; o el que enseña, en la enseñanza; el que exhorta, en la exhortación; el que reparte, con liberalidad; el que preside, con solicitud; el que hace misericordia, con alegría.” (vv. 6-8)

     Todos sabemos qué ocurre cuando los músculos no se ejercitan, los tendones se anquilosan y las articulaciones no reciben su dosis de actividad cotidiana. La parálisis se va adueñando de las terminaciones nerviosas y la lentitud se instala en cada movimiento que se desea realizar. Del mismo modo ocurre con las manos del cuerpo de Cristo. Si no practicamos los dones espirituales que se nos han conferido, toda la iglesia se resentirá dolorosamente de tal pasividad e inactividad. Pablo no solo desea hacer ver a los destinatarios de su epístola que existe una vasta variedad de roles en la comunidad de fe, sino que también busca que interioricen lo que significa la dependencia mutua y la lealtad entre miembros del mismo cuerpo. Dios en su gracia soberana ha repartido los carismas de manera sabia y consciente, puesto que nos conoce mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos, y además sabe de qué pie cojeamos en lo que se refiere al orgullo personal y la motivación de nuestros actos. Entendida la idea de que Dios es el que dispensa sus dones para que la iglesia crezca, se desarrolle espiritualmente y se conduzca en orden y concierto para dar probado testimonio de su identificación con Cristo, Pablo enumera algunos de los dones que el Señor ha dispuesto sean imprescindibles para la edificación del cuerpo de Cristo. 

     Es interesante comprobar que Pablo cita esta serie de dones espirituales añadiendo el talante que debe acompañar al buen desempeño de los mismos. Así mismo es revelador comprobar que la unión de esta representativa gama de dones nos lleva a adquirir el carácter de Cristo y a lograr la llenura del Espíritu Santo y, por lo tanto, mostrar en la vida de la iglesia el fruto de éste. Más allá de las diferentes clases de dones aquí referidos, lo importante es el espíritu con el que se llevan a cabo. De ese modo, podríamos aplicar todas estas actitudes a todos los dones que se pongan al servicio de la comunidad de fe. Fe, espíritu de servicio, intención didáctica, motivación consoladora, administración generosa, solicitud y disponibilidad absoluta y gozo, han de ser elementos que dan a los dones su verdadera dimensión desde la perspectiva de Dios, y que consiguen una iglesia en plenitud que aspira a progresar espiritualmente hasta cotas inimaginables. Sin fe los dones se quedan en nada, sin espíritu de servicio adulteramos nuestras capacidades con el veneno del egoísmo y el favoritismo, sin buscar enseñar o animar a nuestros hermanos los dones carecen de valor y efectividad, sin generosidad y desprendimiento amorosos los carismas son únicamente el testimonio sombrío y gris de su máximo esplendor, y sin alegría y gozo, todo cuanto emprendamos en la iglesia estará impregnado de un activismo sin alma ni empatía. Nuestro, pues, debes ser el adquirir el compromiso de unir fuerzas y habilidades, energías y dones, para que el carácter de la cabeza de la iglesia que es Cristo, pueda identificarse en las manos que se muestran activas y listas para la acción.

CONCLUSIÓN

    Tú y yo somos manos del cuerpo de Cristo. Si de verdad queremos que estas manos sean manos, tres cosas hemos de propiciar en el seno de nuestra querida iglesia: una humildad auténtica, una valoración de la riqueza de nuestra diversidad desde la unidad, y un movimiento hacia delante que demuestre de qué pasta estamos hechos los creyentes de Carlet. Con cabeza y corazón, activa tus manos para que la vida que compartimos con este mundo enfermo fluya a borbotones para salvación y redención de muchos.

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