LAS PLAGAS DEL GANADO Y DE ÚLCERAS


  

SERIE DE ESTUDIOS SOBRE ÉXODO “DIEZ PLAGAS Y UN CORDERO” 

TEXTO BÍBLICO: ÉXODO 9:1-12 

INTRODUCCIÓN 

       Las enfermedades siempre han estado con nosotros, al menos desde el instante en el que el ser humano decidió que podía ser como Dios, y así desligarse de su dependencia y soberanía. Animales, plantas y seres humanos hemos tenido que convivir siglo tras siglo con dolencias de toda clase y magnitud. Así, podemos hablar de pandemias como la peste de Justiniano que se expandió en Constantinopla, acabando con la vida de casi el 40 % de la población; la peste negra de mediados del s. XIV que se llevó por delante a aproximadamente cincuenta millones de personas en toda Europa; la viruela que arrasó con miles de vidas principalmente en el s. XVIII; la gripe española de principios del s. XX que mató a alrededor de 50 millones de personas en todo el mundo; la gripe asiática de 1957 que acusó el fallecimiento de un millón de personas; y el Virus de Inmunodeficiencia Adquirida o SIDA de los años 80 y 90 del s. XX, el cual afectó a millones de personas, con un fatal resultado de veinticinco millones de muertes en todo el mundo. Y hoy, no podemos dejar de hablar de la pandemia global del Covid-19, virus que sigue amenazándonos hasta no sabemos cuándo. Junto a estas pandemias, añadamos todas las afecciones cardíacas, cancerígenas, digestivas, neurológicas, hormonales y estructurales que han hecho estragos entre las filas de la humanidad a lo largo de la historia. 

     Los animales tampoco se han librado de la maldición de la enfermedad, y no precisamente porque estos tengan culpa alguna de la metedura de pata del ser humano en el Edén al trastocar el orden perfecto y bueno de Dios para toda la creación. Los animales, y de forma específica los ganados de los que nos surtimos para nuestra supervivencia de carne, leche, lana y otros recursos, también han sufrido grandes epidemias, o también llamadas zoonosis, que han mermado su número, influyendo notablemente en las economías de muchos países. Podemos nombrar como ejemplos de patologías del ganado a la enfermedad de las vacas locas, o encefalopatía espongiforme bovina, de los años 80 y 90; la gripe aviar de finales de los 90 y principios del año 2000; la peste bovina, la fiebre aftosa, la brucelosis, la rinoneumonitis equina o el síndrome respiratorio de Oriente Medio. Estas enfermedades adquieren una importancia especial, puesto que muchos países basan sus economías y su subsistencia precisamente en estos animales domésticos irremplazables.  

1. DEVASTACIÓN GANADERA 

      En un nuevo episodio de las negociaciones para dejar que Israel salga de Egipto para adorar a Dios en el desierto, el nivel de castigo y represalia por parte de Dios sube un peldaño más. Hemos pasado de los elementos básicos e inertes de la naturaleza a los animales más pequeños y molestos para los egipcios. Y ahora una nueva plaga amenaza al sustento más directo de la economía egipcia: la ganadería. Moisés no ceja en su empeño por recabar del faraón un compromiso auténtico que permita que sus compatriotas puedan tener una posibilidad de libertad en medio de su asfixiante explotación: Entonces Jehová dijo a Moisés: —Entra a la presencia del faraón, y dile: “Jehová, el Dios de los hebreos, dice así: Deja ir a mi pueblo para que me sirva, porque si no lo dejas ir, y lo sigues deteniendo, la mano de Jehová caerá, con plaga gravísima, sobre el ganado que está en los campos: sobre caballos, asnos, camellos, vacas y ovejas. Pero Jehová hará distinción entre los ganados de Israel y los de Egipto, de modo que nada muera de todo lo que pertenece a los hijos de Israel.” Y Jehová fijó el plazo, diciendo: —Mañana hará Jehová esta cosa en la tierra. Al día siguiente Jehová hizo aquello, y murió todo el ganado de Egipto; pero del ganado de los hijos de Israel no murió ni un animal. El faraón hizo averiguar, y se supo que del ganado de los hijos de Israel no había muerto ni un animal. Pero el corazón del faraón se endureció, y no dejó ir al pueblo.” (vv. 1-7) 

      Una vez más, Moisés se arma de coraje y paciencia para presentarse ante el mandatario egipcio. Con el respaldo de Dios, Moisés vuelve a incidir en el hecho de que los hebreos puedan disfrutar de un tiempo de celebración y adoración fuera de los límites de Egipto. Moisés ni siquiera espera una respuesta. Simplemente asegura con firmeza que, si el faraón continúa obstaculizando la voluntad de un Dios que ha probado ya de varias maneras portentosas que está por encima de los dioses del país, y del mismo rey de Egipto, el Señor tendrá que subir la apuesta en contra de la tranquilidad y prosperidad de la nación que oprime a su pueblo. Advierte Moisés que la plaga que sobrevendrá sobre todo Egipto, a excepción de la tierra de Gosén, asentamiento actual de los hebreos, será demoledora y dramática en sus efectos y consecuencias. La mano poderosa de Dios ahora se abatirá sobre los ganados que dan de comer a la población que gobierna el faraón. Aquellos animales domésticos que, al parecer estaban paciendo en los prados y pastos de las zonas aledañas al Nilo, como caballos, asnos, vacas, camellos y ovejas, altamente apreciados por todo lo que estos proporcionaban a todos los estratos sociales de Egipto, van a morir irremisiblemente como resultado de una enfermedad terrible que los hará incomestibles o aprovechables.  

      Imaginemos lo que supondría para una nación como la egipcia que dependía en gran parte de sus recursos ganaderos. Con miles de cabezas de ganado enfermas, moribundas y muertas, la crisis humanitaria sería un hecho contundente que se vería reflejado en los usos y costumbres egipcias. Sin embargo, no sabemos si es que el faraón no pensaba que las amenazas de Moisés pudieran llegar a algún sitio, o si es que estaba tan empecinado en llevar la contraria a Dios, pero no dejó de traslucir su negativa ante las palabras del siervo de Dios. Como respuesta, Dios anuncia por medio de su vocero que al día siguiente cumpliría con su juicio sobre el pueblo egipcio. Y así, al clarear el alba, los ganados dispersos por el territorio egipcio comienzan a enfermar, no sabemos muy bien de qué clase de patología, y van falleciendo allí donde están, sembrando toda la tierra de cadáveres, de buitres y de necrófagos animalejos, de moscas que revolotean en torno a la carne que se va pudriendo en los huesos de ovejas, vacas, camellos, caballos y asnos. No hay ningún animal doméstico que haya estado pastando que no se vea contagiado por esta extraña enfermedad. El colapso alimentario y logístico inicia su cuenta atrás mientras el faraón sigue expresando visiblemente su terquedad y desmedido orgullo. 

     Es interesante resaltar que esta plaga adquiere un significado simbólico relevante en lo concerniente a las divinidades del panteón egipcio. De hecho, la figura bovina, y en concreto el toro, es uno de los dioses más poderosos de la religión politeísta de Egipto. Señal de la fertilidad, el toro es el gran inseminador, imbuido de la potencia y la vitalidad de la existencia. Varias son las deidades que son imaginadas con forma bovina: Baj, el toro sagrado de Hermontis, la encarnación de Ra y Osiris y poseedor del poder germinador de la tierra; Merur, mediador de Atum; Apis, uno de los dioses más importantes relacionados incluso con la muerte; y Hathor, diosa que encarnaba la maternidad. Todas ellas son humilladas por el Señor en el despliegue extraordinario de su fuerza a través de esta plaga sobre el ganado. Dios está anunciando con este prodigio terrible que solo Él es Dios, no únicamente de los hebreos, sino de todo lo creado, de todas las naciones, de toda la tierra. Dios quita y da la vida, algo que ningún dios adorado por los egipcios podrá reproducir, por cuanto son vanos, inexistentes e imaginados para explicar lo que solo puede ser explicado por la existencia de Dios mismo. Nos preguntamos aquí dónde están los hechiceros y sus artes mágicas. ¿Se habrán dado por vencidos ante la evidencia de un poder sublime y excelso como el del Dios de los hebreos? 

      Parece que nada afecta al pétreo corazón del rey de Egipto. No valora el alcance de las consecuencias que la muerte de miles de cabezas de ganado tendrá sobre sus súbditos. Y, sin embargo, ha sido testigo de cómo Jehová ha preservado el ganado que cuidan los hebreos, y esto hace que su irremediable cabezonería perjudique seriamente la integridad económica y de supervivencia de su pueblo. En un solo día se ha perdido un capital agrario descomunal, pero el faraón no se deja llevar por lo que todo ojo puede constatar con rotundidad. Tampoco Dios va a mostrar misericordia con un corazón duro como el mármol. Seguirá erosionando, no solo la voluntad férrea del faraón, sino la capacidad de aguante de sus gobernados.  

2. DEVASTACIÓN CUTÁNEA 

       Es el momento de pasar a algo más personal y directo: “Entonces Jehová dijo a Moisés y a Aarón: —Tomad puñados de ceniza de un horno, y la esparcirá Moisés hacia el cielo delante del faraón. Se convertirá en polvo sobre toda la tierra de Egipto, y producirá sarpullido con úlceras en los hombres y en las bestias por todo el país de Egipto. Ellos tomaron ceniza del horno y se pusieron delante del faraón; la esparció Moisés hacia el cielo, y hubo sarpullido que produjo úlceras tanto en los hombres como en las bestias. Ni los hechiceros podían permanecer delante de Moisés a causa del sarpullido, pues los hechiceros tenían sarpullido como todos los egipcios. Pero Jehová endureció el corazón del faraón, y no los oyó, tal como Jehová lo había dicho a Moisés.” (vv. 8-12) 

       En esta ocasión ya ni siquiera se nos informa de una audiencia con el faraón en la que Moisés repita la cantinela de que debe dejar marchar a los israelitas a adorar a Dios en el desierto. Moisés ha entendido de parte de Dios que el alma del faraón sigue aferrada a su soberbia y altanería. No va a reconocer la autoridad de un dios extranjero y ajeno. Por tanto, el Señor da instrucciones a Moisés y a su hermano Aarón para que, en presencia del rey de Egipto, obren un nuevo milagro que tocará la fibra más sensible de cada egipcio: su cuerpo. Como demostración espectacular de una nueva muestra del poderío divino, Moisés y Aarón han de tomar en un recipiente la ceniza de un horno cualquiera. De forma teatral, ambos lanzarán puñados de esta ceniza al viento, todo ante los ojos atónitos del faraón y de su séquito de hechiceros y brujos. Esta ceniza se multiplicará en el aire y alcanzará a cada casa y corral de Egipto. No sabemos muy bien en qué se llega a transformar esta ceniza espolvoreada y acarreada por el viento, pero logra que todos los egipcios, faraón y magos incluidos, comiencen a rascarse como si tuvieran la sarna. No hay niño, anciano o joven que no se vea cubierto de un sarpullido (heb. shechin) encarnado que poco a poco se va convirtiendo en pústulas purulentas que no dejan de provocar el prurito en todos sus miembros. 

     Los animales que todavía quedaban con vida, aquellos que permanecieron en sus establos y corrales, también se ven infectados con esta molestísima plaga, y enloquecidos no dejan de saltar y corcovear ansiando un alivio a su picor que nunca llega. Seguro que habéis sentido alguna vez un escozor o picazón en la piel tan intenso que no habéis parado de darle uña, y, aunque sabemos que cuanto más nos rascamos, más nos pica el sarpullido que la picadura nos ha causado, seguimos rascándonos sin cesar hasta prácticamente hacernos sangre. Imaginemos por un instante esta clase de prurito, pero multiplicado por cientos de sarpullidos a lo largo y ancho del cuerpo de una persona. Imaginemos que este enrojecimiento cutáneo se va transformando en una úlcera de la que sale pus y otras sustancias pestilentes. Imaginemos a personas que normalmente trabajaban o estaban ocupadas en sus labores, pero que ahora es imposible llevarlas a cabo porque no paran de brincar, restregarse contra las esquinas o los dinteles de sus casas, o revolcarse por los suelos en busca de algo que les procure cierto alivio. Nada parece que surta efecto y todos, animales y humanos, parecen presas de un baile interminable que los deja exhaustos y llenos de úlceras y sangre. Esta plaga es un paso más en una escalada de trágicas medidas para que el faraón se dé por vencido al fin. 

      Antes preguntábamos por los hechiceros. Si antes nada pudieron hacer por imitar o revertir los estragos de la plaga sobre el ganado de Egipto, ahora pueden menos. El autor de los hechos nos informa de que los brujos de la corte del faraón están incapacitados temporalmente a causa de la picazón que los atribula y coloniza. Una vez más, el Señor demuestra su potencia humillando y sometiendo a aquellas divinidades que prometían o aseguraban la salud de sus adoradores. Esta plaga física que Dios había traído sobre los egipcios, ayudaría a considerar la idea de que ningún dios egipcio estaba en disposición de devolverles la salud. Ni Amón Re, dios creador y sanador, ni Tot, inventor de la medicina, ni Imhotep, sacerdote de Heliópolis y médico reconocido históricamente, ni Sejmet, diosa de la curación, pudieron hacer nada por los egipcios que estaban siendo afligidos por esta enfermedad cutánea tan dolorosa y fastidiosa.  

       El Señor es el dador de la salud, y es el Gran Médico, único capaz de sanar a los enfermos de sus dolencias más graves y severas. Dios continúa forjando entre los hebreos y los egipcios una imagen inolvidable de su soberanía y omnipotencia que siempre quedará recogida en las Escrituras para la posteridad. Es interesante reseñar que, en el libro del Deuteronomio, aparecen las úlceras egipcias dentro de una lista de maldiciones para aquellos israelitas que desobedecieran a Dios: “Jehová te herirá con la úlcera de Egipto, con tumores, con sarna y con comezón de que no puedas ser curado... Te herirá Jehová con maligna pústula en las rodillas y en las piernas, desde la planta de tu pie hasta tu coronilla, sin que puedas ser curado.” (Deuteronomio 28:27, 35) 

CONCLUSIÓN 

      El faraón, dejándose las uñas en su irrefrenable y desesperado intento por calmar el picor inmisericorde que le causan los sarpullidos, no se da por aludido. A pesar de estar pasándolas canutas, no se siente en la obligación de creer que Dios está detrás de todo lo que está sucediéndole a él y a sus súbditos. Sigue emperrado en su pobre intento de parecer fuerte, inamovible e insensible ante Moisés y Aarón. Ni Moisés ni Aarón se sorprenden. Todavía quedan plagas, a cuál más tremebunda y dantesca que la anterior, que puedan doblegarlo tarde o temprano. Son pacientes, sabiendo que Dios ya les había avisado de esta clase de cerrazón incomprensible. Los hebreos están sanos junto a sus ganados, y eso es lo que de momento importa.  

      ¿Será el faraón, cubierto de arriba a abajo de úlceras macilentas, capaz de reconsiderar sus decisiones y dejar que los hebreos vayan a exaltar a Dios en el desierto? ¿O seguirá en sus trece, empeñado en exhibir su altanería y presunción inútiles? ¿Qué nuevas plagas serán necesarias para someter al faraón bajo la autoridad de Jehová? La respuesta a esta pregunta y a muchas otras más, en nuestro próximo estudio sobre el libro del Éxodo.

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