EL GENUINO PERDÓN


 

SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 18-19 “NO TODO ESTÁ PERDIDO” 

TEXTO BÍBLICO: MATEO 18:15-22 

INTRODUCCIÓN 

       Que el cualquier ámbito donde se desarrollan las relaciones interpersonales hay roces y choques que pueden alterar el buen funcionamiento del trabajo en equipo o la óptima convivencia social, es algo que todos sabemos por experiencia. Que por una cosa u otra no nos llevemos a partir un piñón con alguno de nuestros compañeros de trabajo, es un hecho palmario que hemos podido constatar en varias ocasiones. Que dentro de nuestra familia carnal se arme la marimorena entre miembros de esta por asuntos de lo más variado, es una dinámica asumida prácticamente por todos. Que, en el colegio, el instituto o en la universidad tengamos encontronazos personales con condiscípulos y profesores, no es una novedad. Que dentro del mismo partido político o el mismo gobierno existan distintas voces discordantes que se atacan mutuamente, entra dentro de lo normal. Que el conflicto aparezca en el matrimonio, entra dentro de lo que podemos esperar. Cualquier contacto interpersonal o relacional conlleva, tarde o temprano, instantes o etapas en los que saltan los insultos, los menosprecios, las palabras hirientes, los golpes, las amenazas, los reproches, las culpabilizaciones y las rupturas emocionales y afectivas. Desde que el ser humano en el Edén rompió relaciones con Dios, desobedeciéndole, siempre ha tenido sus más y sus menos con el prójimo. 

      Dado que la iglesia de Cristo también está conformada por personas de toda clase y condición, repleta de una amplia gama de personalidades y caracteres, esta también se ve afectada negativamente por las disputas entre hermanos en la fe. Los motivos por los que se puede armar una zaragata entre miembros de una iglesia local pueden ser de cualquier tipo. Los ataques desmedidos o arteros se suceden en cuanto los criterios o las actitudes son disparejas, las miradas que matan y las puyas irónicas son el pan de cada día en las reuniones administrativas, las insinuaciones y los rumores corren como la pólvora entre dos o más correligionarios, y todo explota, causando bajas significativas en la grey de Dios, con especial referencia a los daños colaterales a otros hermanos y hermanas que solamente pasaban por allí. Claro, esto nos da qué pensar. Si la iglesia se supone que es el refugio del guerrero, la asamblea de los santos y piadosos hijos de Dios, el oasis de descanso y paz espirituales que anticipan el cielo ya en la tierra, ¿por qué surgen peleas, discusiones encendidas y pleitos que sobrepasan la línea de la presunta fraternidad cristiana? Si el Señor nos ha hecho nuevas criaturas, si el Espíritu Santo está limando nuestras asperezas, ¿por qué seguimos creando situaciones lamentables de desprecio, rencor y venganza? 

      Estas son buenas preguntas para personas que no han alcanzado la madurez espiritual suficiente como para entender que si esto sucede es porque no se ha llegado a comprender el alcance, naturaleza y sentido del perdón de Cristo. Es lógico que por cualquier cuestión existan dimes y diretes, circunstancias poco agradables, pero sujetas a una esencia humana todavía en proceso de santificación. Creo que ninguna iglesia está exenta de tener que vérselas con algún episodio de trifulca, sea más leve o grave. Pero, aunque sepamos que esto pasa habitualmente en un organismo constituido por seres humanos, esto no es óbice para que escuchemos la voz de Jesús en lo tocante al perdón que hemos de dispensar a aquellos que nos dañan o que han sido intransigentes y crueles con nosotros a título personal. De algún modo, en los versículos que hoy vamos a valorar, Jesús dispone un sistema procedimental disciplinario que se puede implementar en todas las áreas de nuestra vida, pero de forma más específica en el de la iglesia del Señor. 

1. PROCESO DISCIPLINARIO DEL PERDÓN 

      Jesús acaba de exponer con la parábola de la oveja perdida el inmenso amor y perdón que demuestra por cada uno de aquellos que se extravía en la vida y que es encontrado por la gracia de Dios. Vimos que, cuando el buen pastor recoge a la oveja descarriada, no la maltrata ni la condena, sino que la reincorpora al resto del rebaño sin ningún tipo de reproche. Ahora, Jesús enlaza esta preciosa enseñanza con el perdón entre hermanos, un tema que recorre todo el Nuevo Testamento en diferentes capítulos de la trayectoria de la iglesia primitiva. En primer lugar, Jesús, enfocándose en la iglesia futura que ya está en formación, invita a sus discípulos a que consideren un procedimiento disciplinario en el que el perdón y la restauración son el núcleo central:Por tanto, si tu hermano peca contra ti, ve y repréndelo estando tú y él solos; si te oye, has ganado a tu hermano. Pero si no te oye, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oye a ellos, dilo a la iglesia; y si no oye a la iglesia, tenlo por gentil y publicano.” (vv. 15-17) 

      Por norma general, cuando una persona es insultada o dañada de algún modo, ésta siempre espera a que la persona que la ha agredido venga a presentar sus disculpas, y si estas son sinceras, perdonarlo o no. También es común, que, cuando la persona que ha herido a un tercero, se acerca a este para suplicar su perdón, esta se sienta tan dolida y decepcionada que no quiera escuchar ni una palabra de aquel que hace poco tiempo la ha soliviantado. La persona que no conoce del perdón de Cristo, suele actuar de esta forma, e incluso, si tiene la oportunidad, emprenderá las acciones correspondientes para saciar su sed de venganza o para recibir alguna clase de compensación por parte del agresor. Muy pocas veces la persona agraviada está en disposición de perdonar alegremente al que le ha hecho la vida un yogur. Sin embargo, a tenor de lo que Jesús nos enseña en circunstancias así, la iniciativa debe tomarla aquel individuo que ha sido ultrajado. Una vez que el rugido en los oídos se ha calmado, y que la sangre vuelve a su temperatura habitual, es el momento de visitar al hermano que te ha abofeteado o que te ha vituperado. Cuesta mucho decidir entre estar a la defensiva mientras se urde un plan de contraataque, o pretender resolver el problema con amor, con firmeza y con la ayuda de Dios. 

      De manera íntima, el procedimiento del perdón comienza a iniciarse. Tragarse el orgullo propio, llamar a la puerta de tu hermano, algo que no hemos de olvidar nunca incluso a pesar de la herida abierta en nuestro cuerpo o mente, y exponer con dulzura y firmeza el error que este ha cometido contra su persona, es un primer paso sumamente complicado. Conozco a muchas personas que todavía se lo están pensando. Personas que han sido zaheridas, y que han dejado que el paso del tiempo siga endureciendo su corazón, hasta el punto de odiar y no perdonar a alguien durante toda su vida. Nadie dijo que enfrentarse cara a cara con quien ha pecado contra ti sea sencillo. Pero una vez se da ese paso, es mucho más fácil poder solventar ese encono, desatar el nudo gordiano que obstaculiza volver a recuperar una comunión fraternal con el que, volvamos a recordarlo de nuevo, sigue siendo nuestro hermano. Si tu hermano se aviene a razones, reconoce su equivocación, pide disculpas sinceras y se arrepiente de corazón por el daño causado a tu persona, uno de los milagros más increíbles y maravillosos se obrará ante los ojos de ambos. El perdón de Cristo fluirá a través del canal del agraviado hacia el agresor, y podrá restaurarse aquello que se había perdido, una relación de afecto y compañerismo que nunca debió resquebrajarse bajo ningún concepto. Lo que estaba perdido volverá a ser ganado, y el peso que abrumaba el corazón de ambos se desvanecerá como si nunca hubiese existido. 

      El problema aparece cuando el que ha cometido la infracción contra aquel que ha ido confiadamente a arreglar la situación conflictiva, se obstina en su postura. Existen personas que, aun a sabiendas que han metido la pata hasta el corvejón con alguien al que apreciaban, siguen enrocados en su estúpido e inútil orgullo. No sienten que deban responder ante sus actos, porque creen dentro de sí mismos que la persona a la que se ha herido lo tenía merecido. Imaginémonos el rostro descompuesto de alguien que quiere restaurar la relación rota con toda la buena fe del mundo, y se encuentra con una actitud tremendamente hostil por parte del victimario. Jesús no dice que, en ese preciso instante, la víctima del daño se dé media vuelta, vaya por donde ha venido, y haga una cruz a una relación irremisiblemente perdida y truncada. Todo lo contrario. Hay que seguir insistiendo, porque tarde o temprano, ambos hermanos se encontrarán en la misma asamblea de la iglesia, y su desencuentro puede desembocar en males mayores para la totalidad de la congregación. De ahí que Jesús aconseje que el agraviado vuelva a visitar en su hogar al agresor en compañía de dos o tres testigos, miembros y hermanos de la misma iglesia, para que estos verifiquen, a la par que intenten persuadir al altivo infractor, si cambia de idea y se deja perdonar, o si se empecina en mostrar un talante despectivo y presuntuoso. 

      Una vez recabado el testimonio de los dos o tres hermanos que acompañan a la víctima del maltrato, de que el maltratador no entra en vereda aun a pesar del peso de la evidencia en su contra, no quedará más remedio que comunicar la situación a toda la comunidad de fe. El asunto pasa de ser algo íntimo a ser algo público, con el objetivo de que el agresor se dé cuenta de hasta qué punto su inamovible e inexplicable voluntad de seguir negando lo obvio y de obedecer al Señor en lo referente al amor que debe profesar a su hermano en todo tiempo, ha sido algo que afecta al resto de hermanos y hermanas de la iglesia. ¿Habrá personas que llegan a endurecer tanto sus corazones, incluso a pesar de los consejos y advertencias de sus consiervos, que son capaces de negarse de plano ante toda la asamblea de la iglesia a retractarse de su soberbia y del pecado cometido contra su hermano? Pues al parecer Jesús contempla también este escenario. Si el hermano que comparece para recibir la amonestación pública delante de todos sus condiscípulos sigue en sus trece y no se arrepiente de nada, la única salida que queda es la exclusión, la excomunión, la expulsión. Como el infractor ha tratado a sus hermanos con desprecio, solo queda considerarlo como un gentil o un recaudador de impuestos, las personas más repudiadas que había en aquella época por parte del pueblo judío. Resulta duro tener que llegar hasta esta etapa del procedimiento disciplinario, pero es necesario si la comunidad de fe quiere seguir manteniendo la armonía, la comunión fraternal y el orden al que somos llamados por parte de Dios. 

2. UNIDAD EN EL PERDÓN Y LA ORACIÓN 

      Jesús señala a continuación el valor superior de la iglesia sobre el individuo, tanto en lo que se refiere al perdón y la disciplina eclesial, como al poder de la oración: “De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra será desatado en el cielo. Otra vez os digo que, si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidan, les será hecho por mi Padre que está en los cielos, porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.” (vv. 18-20) 

      Es interesante observar que Jesús establece que cualquier decisión que tome la iglesia por unanimidad, en virtud de la guía del Espíritu Santo, tiene su correspondencia en los cielos. Si la asamblea del cuerpo de Cristo ha de expulsar a uno de sus miembros a causa de su recalcitrante comportamiento o de la vulneración de las normas de convivencia fraternal reveladas en la Palabra de Dios, Dios la refrenda en los cielos. Y si la iglesia decide restaurar la vida de aquel que cometió un pecado contra alguno de los hermanos o contra la integridad de la salud espiritual de toda la congregación, en los cielos también será confirmado por Dios Padre. La iglesia, por tanto, se convierte en un agente de disciplina y de restauración, de firmeza y de perdón, de verdad y de gracia. Entendamos que no es que la iglesia tenga el poder de atar o desatar a su antojo en los cielos. Solo pueden atarse y desatarse aquellas cosas que previamente el Espíritu Santo ha sancionado y ha estimado como oportunas. La iglesia debe, en su capacidad decisoria comunitaria, hallar el consenso general y la cohesión inquebrantable suficiente como para sintonizar plenamente con la voluntad de nuestro Señor soberano, y así aplicar sus designios a la dinámica cotidiana de la comunidad de fe cristiana. 

     Lo mismo sucede en relación a la oración y al cumplimiento por parte de Dios de nuestras plegarias. Para que el milagro de la provisión y de la sanidad se den en medio de la iglesia, todos deben mostrarse de acuerdo. Aquí se nos habla de que, con solo dos hermanos o hermanas que acuerden bendecir a alguien, o rogar por la salud de otra persona, o interceder por la protección o provisión de los más desfavorecidos en la congregación, la mano de Dios mostrará su clemencia y su bondad a raudales. Sin embargo, pensemos en lo difícil que resulta ponerse de acuerdo entre seres humanos, y en que este acuerdo sea visto con buenos ojos por parte de Dios. El acuerdo entre los que imploran el favor de Dios ha de ser construido sobre la base del conocimiento que tenemos de Dios, sobre los fundamentos de la confianza y de la fe que depositamos en Él, y sobre el cimiento de que Él hará lo que mejor convenga en cada ocasión. Este convenio ha de ser traducido por el Espíritu Santo, el único que puede perfeccionar nuestros balbuceos y galimatías, el único que presenta de forma prístina el auténtico sentido de la oración de sus santos. Y este pacto entre hermanos a la hora de orar a Dios, debe ser rubricado con el nombre de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Cuando la presencia de Cristo es invocada en medio de su pueblo, la oración de los hijos de Dios adquiere una naturaleza sublime que la eleva a un acto de adoración glorioso. Recibimos, pues, del Dios de los cielos, justo aquello que, reunido en una sola voz, alcanza su trono de gracia y misericordia. 

3. PERDÓN INFINITO 

      Por supuesto, ante estas enseñanzas sobre el perdón de Jesús, Pedro desea descollar por encima de todos los que están escuchando atentamente en términos de bonhomía: “Entonces se le acercó Pedro y le dijo: —Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: —No te digo hasta siete, sino aun hasta setenta veces siete.” (vv. 21-22) 

      Según los rabinos de la época, existía un límite claro en cuanto al número exacto de ocasiones en las que se podía perdonar a una persona. Los maestros de la ley en tiempos de Jesús estipulaban que se podía llegar a perdonar a alguien tres veces y nada más. Tengamos en cuenta que hay personas que no perdonan nunca, o que hacen suya la frase de Anaxágoras, “si me engañas una vez, tuya es la culpa; si me engañas dos, es mía.” Por lo tanto, perdonar tres veces a una misma persona, era un signo bastante notable de generosidad y benevolencia para con aquellos que te han fallado o que te han hecho algo malo. Sin embargo, Pedro aparece en este instante para demostrar que él está incluso por encima de los estándares judíos. De alguna manera, está diciendo a Jesús que su corazón es tan grande y desprendido, que sería capaz de perdonar siete veces, el doble más uno de lo que lo haría cualquier judío de a pie. Quiere dar a entender que ha captado magníficamente la idea que ha querido transmitir Jesús a través de sus palabras recientes, que ha asimilado una naturaleza más amorosa, compasiva y piadosa. Perdonar siete veces, a ojos de cualquier judío, era una imprudencia y un síntoma de que algo no funcionaba correctamente en la cabeza del que perdonaba de este modo. O era un ingenuo o era tonto de capirote. 

      Pedro espera de Jesús una respuesta de alabanza y de reconocimiento, como esos alumnos que levantan la mano y contestan correctamente a la pregunta que su maestro ha hecho a toda la clase. Aguarda de Jesús una palmadita en la espalda, algo que lo distinga del resto, una condecoración que mostrar al resto de sus compañeros, un diploma que exhibir para demostrar que él sí que está en la onda de Jesús. No obstante, Jesús, muy poco impresionado por la cantidad de veces que Pedro está dispuesto a perdonar a su prójimo, y con una leve sonrisa, dinamita cualquier impresión errónea que Pedro pudiera tener acerca del perdón genuino. La respuesta hace que el orgullo de Pedro se tambalee sin remedio. Jesús rechaza la idea de que el perdón esté sujeto a cuotas, a un cupo, a un límite de ocasiones. El perdón se ofrece siempre, sin promedios ni parámetros numéricos. Es más, Jesús rechaza las siete veces de Pedro, y multiplica esas siete veces por setenta. No es que el maestro de Nazaret estuviese siendo literal en su apreciación de las oportunidades en las que hay que perdonar a otros, sugiriendo que deberíamos contar las veces en las que perdonamos hasta las cuatrocientas noventa. Tendríamos que ir siempre con la aplicación de Notas de nuestros móviles o con decenas de libretas en las que ir apuntando cada circunstancia en la que percibimos que somos dañados o heridos por los demás. Por supuesto esto es una estupidez. 

      Jesús desea demostrar a Pedro, y a todos nosotros, que el perdón ni se mide ni se limita. O se perdona o no se perdona. Y si perdonas, tal como el mismo Jesús hace con nosotros todos los días y todas las horas de nuestras vidas, hazlo genuinamente, sin esperar nada a cambio. Setenta veces siete es el símbolo de una vida de perdón constante y auténtico. Es el indicador fiable de que estamos siguiendo los pasos de Cristo. Cristo, muriendo en la cruz del Calvario por nuestros pecados, perdonándolos todos, los cuales superaban los cuatrocientos noventa, nos muestra el camino que nos libera de las ataduras del rencor, de la desconfianza, del odio y de la vendetta personal. Perdonar a los demás, y más si son nuestros hermanos, es ser como Cristo. ¿Y cómo sería posible ser parte del pueblo de Dios y convertirnos en discípulos de Cristo si no aspirásemos a ser como él? Pedro tenía muchas cosas que aprender todavía, y tendría tiempo más que suficiente para entender qué entrañaba perdonar setenta veces siete a aquellos que iban a perseguirlo, maltratarlo, insultarlo y asesinarlo. 

CONCLUSIÓN 

      El perdón genuino debe ser parte inequívoca de nuestra manera de ser en Cristo. Por mucho que nos cueste tener que acercarnos al que nos agredió, por mucho que requiera de nuestro sacrificio personal para recuperar aquella amistad y aquella comunión que se perdió por cualquier razón, hemos de perdonar. Escuché alguna vez decir que era mucho más fácil que una persona naciese de nuevo y se convirtiese al Señor y así formar parte de la iglesia de Cristo, que, que una persona, que sufrió abusos o rechazos en el seno de la comunidad de fe por parte de algún o algunos hermanos, regrese de nuevo a la comunión fraternal plena de la congregación. Por desgracia, la experiencia así lo dicta.  

      ¿No será mejor perdonar plenamente con la ayuda del Espíritu Santo, y volver a reencontrarse de nuevo con hermanos y hermanas que nunca han dejado de amarlos, y con los cuales podrán atar y desatar en los cielos y en la tierra en sintonía con Dios? Perdonemos, restauremos, oremos y recibamos del Señor el inmejorable regalo del verdadero perdón, y nuestra alma rebosará de gozo y paz imperdurables. 


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