LA PLAGA DE LANGOSTAS


 

SERIE DE ESTUDIOS SOBRE ÉXODO “DIEZ PLAGAS Y UN CORDERO” 

TEXTO BÍBLICO: ÉXODO 10:1-20 

INTRODUCCIÓN 

      Todos aquellos que han sido testigos alguna vez de una plaga de langostas solo pueden hablar del ensordecedor zumbido y del oscurecimiento del cielo que estos insectos causan cuando se ciernen sobre un territorio. Pensemos que tan solo un enjambre que mida un kilómetro de largo, formado por millones de insectos, puede comer lo mismo que 35.000 personas en apenas 24 horas y, con vientos favorables, avanzar hasta 150 kilómetros al día. La peor plaga de langostas de la que se tiene constancia duró 14 años, entre 1949 y 1963, y afectó a África, la península Arábiga y el sudoeste asiático. Una vez que se forma una nube de langostas, empieza a extenderse por el terreno formando una especie de líneas o cordones, a modo de avanzadilla, que van “conquistando” nuevos territorios, arrasando todo a su paso. Si las condiciones ambientales son propicias, las plagas pueden permanecer durante meses y recorrer grandes distancias. Contemplar cómo los cultivos y zonas verdes bullen como si fuese alquitrán hirviendo sin duda puede ser un espectáculo desolador y dramático, sobre todo para los agricultores que ven su sustento futuro desaparecer en un intervalo de tiempo realmente breve. 

      Las langostas, como un ejército en miniatura, arrasan con todo, dejando a su paso un erial descomunal. Desde siempre, las plagas de langostas era una de las amenazas más temibles que podía enfrentar una civilización que basaba en su mayor parte su economía y su subsistencia en la agricultura y la ganadería. La Palabra de Dios nos habla de esta pesadilla con alas en multitud de ocasiones. Madián, Amalec y los hijos de Oriente eran asemejados a esta plaga por su crueldad y rapacidad contra Israel en Jueces 6:3-6 y 7:12; las langostas eran consideradas por el autor de Proverbios como unos animales sabios, al organizarse ejemplarmente sin tener un rey que las guiase (Proverbios 30:24, 27); la caballería que se lanzaba a la batalla era comparada a la fiereza de las langostas erizadas (Jeremías 51:27); su voracidad era proverbial en la visión de Amós (Amós 7:1-3); la desolación y la multiplicación rápida y formidable de estos insectos, así como su costumbre de esperar en los días fríos y huir de las zonas demasiado secas y soleadas era reconocida por el profeta Nahúm (Nahúm 3:15-17); y en Apocalipsis, el ejército de atormentadores que envía el Señor sobre los incrédulos de la tierra en los postreros tiempos, se revela como un enjambre inmenso de langostas letales (Apocalipsis 9:1-11). De todas estas referencias no podemos por más que estremecernos ante el poder de su número y capacidad asoladora. 

1. PARA MEMORIA DE LAS FUTURAS GENERACIONES 

      El granizo y los rayos habían dejado el país de Egipto hecho trizas. Sin embargo, el faraón y sus cortesanos no dejan traslucir su desasosiego y preocupación, comunicando a Moisés y a Aarón que nada ha cambiado para Israel. El Señor, como ya sabemos, ya ha previsto todo lo que está sucediendo, y vuelve a transmitir a su siervo el curso de acción que corresponde a la sinrazón del faraón: “El Señor dijo a Moisés: — Preséntate ante el faraón, porque yo soy el que ha hecho que tanto él como sus cortesanos se muestren intransigentes, a fin de que se pongan de manifiesto en medio de ellos mis prodigios. Así podrás contar a tus hijos y a tus nietos cómo castigué a Egipto y qué prodigios realicé entre ellos; y reconoceréis que yo soy el Señor.” (vv. 1-2) 

      Casi sin dar un breve respiro, Dios vuelve a la carga, no sin antes demostrar a Moisés que Él es el que lleva las riendas de cualquiera de las circunstancias que forman parte de la historia. Dios ha permitido que el faraón y sus adláteres sigan empecinados. No es que el Señor esté manipulando sus emociones o su temperamento. Simplemente está dejando que su orgullo, su crueldad y su idolatría sigan su curso, a fin de que las maravillas que realiza en medio de ellos culmine en un momento dado en el resultado apetecido. Dios sigue apretando las tuercas a estos ensoberbecidos especímenes humanos, con el propósito de que, al final, tengan que transigir y darse por vencidos, reconociendo que nada ni nadie puede obstaculizar los designios divinos.  

      Además, y esta es una novedad, el Señor va a emplear toda esta narrativa sobre la sucesión de portentos y juicios sobre la tierra de Egipto para elaborar un programa pedagógico que hable de cómo los ha liberado de forma providencial y sobrenatural. El fundamento de una nueva nación será precisamente la obra liberadora de Dios y el recuento de hasta qué punto ha amado a su pueblo escogido. Generación tras generación, el pueblo israelita sabría que el Dios que estuvo con ellos durante su esclavitud en Egipto, y el que estuvo con sus antepasados los patriarcas, era el mismo Dios que los seguiría protegiendo y prosperando mientras guardasen memoria de su grandiosa manifestación de amor y justicia. A través de las historias que se contarían alrededor del fuego, en los hogares y en el campo, los israelitas sabrían que Dios no era una quimera producto de la esperanza y la tribulación, sino que era real, auténtico y que moraría siempre en medio de ellos. 

2. LA AMENAZA DE LAS LANGOSTAS 

      Con esta idea en mente, Moisés obedece al Señor y pide audiencia al faraón, el cual, a buen seguro estaba con la mosca detrás de la oreja, sobre todo al ir comprobando que, de forma paulatina, estaba perdiendo el control sobre su pueblo y su supervivencia: “Moisés y Aarón se presentaron ante el faraón y le dijeron: — Esto dice el Señor, Dios de los hebreos: ¿Hasta cuándo te negarás a humillarte ante mí y a dejar salir a mi pueblo para que me rinda culto? Si te niegas a dejarlo salir, mañana mismo voy a hacer que una plaga de langosta invada tu país. Cubrirán tu país de tal manera que no se podrá ver el suelo, devorando el resto de la cosecha que se salvó del granizo junto con todos los árboles que crecen en vuestros campos. Llenarán tus palacios, las casas de tus cortesanos y las del resto de los egipcios. ¡Será algo como nunca vieron tus padres ni tus abuelos desde que aparecieron sobre la tierra hasta el presente! Dicho esto, Moisés dio media vuelta y salió de la presencia del faraón.” (vv. 3-6) 

      A pesar de que esta escena se ha repetido ya en siete ocasiones, los protagonistas asumen protocolariamente su lugar y lo hacen con la naturalidad de personas que ya conocen la posición de cada uno. Moisés y Aarón, con todo el respeto del mundo, se dirigen al faraón para comunicar la voluntad del Señor, Dios de su pueblo. Lo primero que hace Moisés es recriminar al faraón sus continuas mentiras, sus arrepentimientos falsos y su cerrazón mental. ¿Acaso no será mejor que se deje de zarandajas, que se someta sin resistencia a la soberana potestad de Dios, y deje salir a Israel de Egipto para adorarle? ¿Acaso no ha comprobado solo una infinitésima parte de su poder y autoridad sobre la naturaleza, los animales y la salud de los seres humanos? ¿A qué seguir obstaculizando los planes de Dios, los cuales serán satisfechos sí o sí, tarde o temprano? ¿Es que acaso no le duele tener que ver cómo su pueblo se retuerce de dolor, cómo sus ganados y cultivos son diezmados y cómo el futuro se está ennegreciendo de forma ominosa? Moisés, escrutando el hierático rostro del faraón, parece entrever que el faraón va a mantenerse firme en su postura inicial, la de no dejar salir a Israel para adorar a Dios en el desierto. 

      Antes de que el faraón diga “esta boca es mía,” Moisés advierte con pena y severidad de que una plaga más mortífera y devastadora va a afectar a Egipto. En esta ocasión, será una plaga de langostas hambrientas la que se alimente sin contemplaciones de todos aquellos cultivos y árboles frutales que no fueron afectados por la lluvia de granizo y fuego del cielo. Sus dimensiones serán tan amedrentadoras que ninguna crónica del pasado o del futuro podrán equiparar esta plaga con ninguna otra en la historia. Tal será el impacto que sufrirá la tierra egipcia, que, en cuanto desciendan de las alturas como una nube borrascosa preñada de lluvia, toda la superficie del territorio quedará completamente cubierto por una bulliciosa capa de animales en continuo movimiento. Y no solo se ceñirán a devorar los cultivos que todavía quedan en pie, como recordaremos, el trigo y el centeno, sino que se colarán en todas y cada una de las dependencias de cada casa, cada palacio y cada hacienda de los habitantes egipcios. Imaginemos por un instante tener que estar todo el día ahuyentando a miles de langostas saltadoras y voladoras que se posan sobre cualquier cosa en el hogar. Pensemos en la repugnancia natural que sentirían los egipcios al tener que convivir inevitablemente con estos zancudos y alados insectos que parecen mirarte mientras mueven sus patas y antenas serradas. En cuanto Moisés termina su alocución, el faraón ignora por completo su aviso y lo deja marchar. No parece interesarle todo cuanto acaba de decirle, y mucho menos todo cuanto tenga que suceder desde ese momento. 

3. NEGOCIACIONES FALLIDAS 

      Sin embargo, las palabras de Moisés si han calado profundamente en el ánimo de los cortesanos y consejeros del faraón. Ya no se alinean con su enrocada pose de arrogancia, sino que tratan de ver de qué modo pueden negociar con Moisés para no tener que vérselas con una horrible plaga que los hundirá en la miseria: “Los cortesanos del faraón le dijeron: — ¿Hasta cuándo va a ser este hombre nuestra ruina? Deja marchar a esa gente y que rindan culto al Señor, su Dios. Entonces hicieron volver a Moisés y Aarón ante el faraón, el cual les dijo: — Id y rendid culto al Señor vuestro Dios. Pero, ¿quiénes son los que van a ir? Moisés respondió: — Para celebrar la fiesta en honor del Señor, hemos de ir con nuestros niños y ancianos, con nuestros hijos e hijas, con nuestras ovejas y vacas. El faraón les replicó diciendo: — ¡Estáis muy equivocados si pensáis que voy a dejar que os marchéis con vuestros niños! ¡Algo estáis tramando! No iréis como decís; sólo iréis los varones adultos a rendir culto al Señor, ya que eso es lo que habéis pedido. Acto seguido, los echaron de la presencia del faraón.” (vv. 7-11) 

      Tal es el hartazgo de los cortesanos, los cuales veían que sus propiedades y campos estaban en un tris de ser asolados por una más que probable plaga de langostas enviada por Dios, que ya sin miedo, se acercan al trono para formular una petición desesperada al faraón. De algún modo le dicen a su soberano que, si la cosa sigue así, pronto no tendrán nada qué llevarse a la boca, que la nación colapsará económicamente, y que el descontento del populacho creará el caldo de cultivo ideal para una revuelta con imprevisibles consecuencias. ¿No será mejor cerrar ya este asunto aun a pesar de tener que renunciar a nuestra mano de obra barata durante un corto periodo de tiempo? ¿Por qué no permitir que se marchen al desierto para que adoren a su Dios? Si luego han de volver, ¿para qué seguir tentando a la suerte? El faraón, sintiendo que su influencia sobre sus subordinados estaba en camino de resquebrajarse, piensa en esto por un instante, y determina finalmente que vuelvan a convocar a Moisés y a Aarón para poder hallar un acuerdo que los satisfaga a ambos y todo este quebradero de cabeza termine al fin. Algunos cortesanos corren raudos por los pasillos del palacio real, esperando poder alcanzar todavía a los siervos de Jehová. 

     Con un suspiro de alivio, los cortesanos logran que Moisés y Aarón vuelvan a presentarse en el salón del trono. Moisés denota cierta curiosidad y sorpresa ante el giro de las circunstancias. El faraón, todavía sin denotar un ápice de derrota en sus gestos y voz, se hace el magnánimo y declara que los israelitas podrán ir al desierto a adorar a su Dios. Ya no se trata de una respuesta directa e inmediata a la amenaza de un nuevo acto de juicio divino. Ahora se trata de una decisión cuya iniciativa proviene directamente del faraón. No obstante, el faraón no las tiene todas consigo. Sospecha que este peregrinaje al Sinaí oculta algo más, tal vez una oportunidad de desvincularse definitivamente de Egipto para fundar su propia nación. Por ello, pregunta a Moisés acerca de quiénes son los que van a ir al desierto para adorar al Señor. Tiene la ligera esperanza de que solo vayan los adultos y que dejen atrás a sus ancianos, a sus hijos, a sus esposas y a sus pertenencias. Moisés contesta a su pregunta con claridad y rotundidad: todos los israelitas sin excepción, junto con sus ganados, deben participar de esta fiesta en honor de Jehová.  

     El faraón, impulsado como por un resorte, se levanta de su trono para manifestar su absoluto desacuerdo sobre este plan. Su rostro, rojo como la grana, demudado por la ira y por la idea de que estaban burlándose de su inteligencia, espeta enojado en gran manera que de eso nada. Los niños se van a quedar en Egipto como rehenes y garantía de que los adultos irán al desierto a adorar y regresarán sin rechistar. El faraón se siente insultado por las palabras de Moisés y le hace ver que sospecha de que algo está cociéndose a fuego lento detrás de la fiesta de adoración. Hay una conspiración contra el estatus quo de los egipcios, y no va a permitir bajo ningún concepto que nadie se ría de él. ¿Qué pensarían los pueblos y naciones vecinas de la tomadura de pelo que pudiesen infligirle los hebreos al dejarlos marchar al desierto y después aprovechar para desligarse de su dominio? El faraón impone sus condiciones a Moisés y Aarón: solo podrán ir los varones adultos a esa celebración religiosa. Y ya no hay nada más que negociar. De hecho, para demostrar a Moisés y Aarón que él es el que tiene la sartén por el mango, los hace echar como perros de delante de su presencia, algo que recalca su recalcitrante e intransigente postura personal en contra de los planes de Dios. 

4. UNA PLAGA DEVASTADORA 

      Medio dolorido por el maltrato que acaba de sufrir a manos de los guardias de palacio, Moisés se recobra de este atisbo de desilusión, y se arremanga para seguir los dictados de Dios sobre una nueva tortura que recaerá sobre los hombros de unos egipcios muy mermados anímicamente: “El Señor dijo a Moisés: — Extiende tu mano sobre Egipto, para que venga sobre el país una plaga de langostas y devore la vegetación que no destruyó el granizo. Moisés extendió su vara, apuntando hacia Egipto, y el Señor hizo soplar sobre el país el viento del este, desde la mañana hasta la noche. Al amanecer, el viento del este había traído una plaga de langostas que invadió todo el país, hasta el último rincón. ¡Nunca antes se había visto tal cantidad de langostas, ni se vio después algo parecido! Las langostas cubrieron el país de tal modo que se oscureció su superficie; devoraron todas las plantas del país y todos los frutos de los árboles que se habían salvado del granizo. No dejaron nada verde en ningún lugar de Egipto: ni en el campo, ni en los árboles.” (vv. 12-15) 

      Moisés alza su mano sobre el horizonte del Nilo e invoca, con el beneplácito de Dios, una plaga de langostas que sobrecogerá la memoria de los egipcios para siempre. Tras el gesto de Moisés, el Señor hizo que el viento del este soplase durante todo un día con gran intensidad para transportar a millones de langostas desde otras latitudes, y cuando llegó el alba del siguiente día, una sombra tenebrosa y ensordecedora comienza a aterrizar sobre los campos y cultivos, ya medio destruidos por el granizo y el fuego. El panorama debió ser dantesco. Los cortesanos que habían intentado convencer al faraón de desistir de su obstinación se echaban las manos a la cabeza, viendo impotentes cómo todo por lo que habían luchado desaparecía engullido por el imponente ejército de insectos voladores. Considerando que la ribera del Nilo era un lugar ubérrimo, de un tono verde intenso a causa de la copiosa vegetación que crecía naturalmente y de los cultivos que se nutrían del limo del río, tener que ver cómo ahora solo era un grisáceo y amarillento mar de tierra y fango, debió ser demoledor para el ánimo de los egipcios. 

      Este fue, de nuevo, un duro golpe para los dioses de Egipto y sus adoradores. Ni Min, patrón de los cultivos, ni Nepri, dios del grano, ni Anubis, guardián de los campos, ni Senehem, protector divino que se encargaba de evitar las plagas, pudieron hacer nada para detener el ansia voraz de las langostas que Dios había invitado a la mesa de Egipto. Ya no escuchamos nada de los hechiceros o de los magos de la corte de faraón. Con cada plaga derramada sobre Egipto, la inoperancia y la resignación cunden en la moral del pueblo. Las perspectivas de un mañana en el que sobrevivir se estaban apagando como una vela consumida. Las langostas estaban acabando con el escuálido sentido de orgullo nacional que quedaba entre las filas de los súbditos del faraón. Si alguien no detenía esta catástrofe natural que los estaba llevando al límite de la desesperación, ya no habría una nación egipcia a la que llamar así, y sus enemigos más acérrimos aprovecharían la fragilidad de un país arruinado para invadirlos o conquistarlos. Algo había que hacer, y pronto. 

5. LÁGRIMAS DE COCODRILO DEL NILO 

      Como en las anteriores plagas, el faraón, presionado muy posiblemente por sus cortesanos y consejeros, no tiene más remedio que buscar a Moisés y Aarón para detener este azote inmisericorde sobre su pueblo: “El faraón mandó llamar urgentemente a Moisés y Aarón para decirles: — Reconozco que he pecado contra el Señor, vuestro Dios, y contra vosotros. Os ruego que de nuevo me perdonéis y que roguéis al Señor, vuestro Dios, que aleje de aquí este desastroso castigo. Moisés salió de su presencia y oró al Señor. El Señor cambió la dirección del viento, y un viento fuerte del oeste barrió las langostas y las arrojó al mar de las Cañas. No quedó en todo Egipto una sola langosta. Pero el Señor mantuvo al faraón en su postura intransigente y no dejó salir a los israelitas.” (vv. 16-20) 

      El faraón ya no se muestra como hace unos días, airado e indignado, sino que aparece ante Moisés y Aarón como alguien que está cansado y atribulado, como alguien que, a pesar de su soberbia, no puede sino recurrir de nuevo a la oración de Moisés para que todo lo que está sucediendo pare. Por ello, una vez más, confiesa su pecado de aquella manera, contra Dios y contra sus siervos. Reconoce que Dios es el Señor a la vista del manejo hábil de cualquier ley de la naturaleza para doblegar a los que se ponen cerriles contra su voluntad. ¿Era sincero con esta muestra de contrición? Lo dudamos. Y aunque ruega a Moisés que interceda ante Dios para librarlos de una plaga dañina a más no poder, en el fondo de su alma no ha dejado de pensar que es muy mala idea dejar que los israelitas salgan de Egipto para adorar a su Dios. Una vez el Señor libra a Egipto de esta plaga de langostas tan desastrosa, enviándola al mar de las Cañas, al Mar Rojo, a fin de alejarlas ya del río Nilo, el faraón demuestra su verdadera cara, negándose en redondo en permitir que los hebreos pudiesen honrar y glorificar a Dios fuera de sus fronteras. La historia vuelve a repetirse. 

CONCLUSIÓN 

      Seguro que conoces a personas que, aun a sabiendas de que no tienen razón, o de que tienen que bajarse de la burra para su bienestar y felicidad, y la de los demás, prefieren aferrarse a su criterio irracional e insano. El Señor reprueba esta clase de mentalidad. Dios no soporta a los soberbios, y, por ello, estos son derribados tarde o temprano de su postura enrocada. El pecado en el corazón humano ha hecho que muy pocas personas sean capaces de asumir su error, de confesar su equivocación y de cambiar la dirección de sus decisiones de forma humilde. Cuesta un mundo reconocer que hemos metido la pata o que hemos defendido un argumento fallido, y, de ahí que el mundo esté como está, repleto de individuos obcecados y encastillados en su visión ilógica e injustificada de algunos asuntos que han quedado probados y confirmados en otra dirección. La humildad y el sometimiento voluntario suele ser la solución a problemas y conflictos enquistados durante largos periodos de tiempo y a relaciones rotas por ver quién se lleva el gato al agua. 

     ¿De verdad piensa el faraón que esta actitud suya va a durar mucho tiempo a tenor de la crisis humanitaria que se avecina para su país? ¿Habrá alguna plaga mayor que supere a la de las langostas en devastación y ruina? La respuesta a estas preguntas y a muchas otras más, en nuestro próximo estudio sobre el libro del Éxodo.

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