PLEITO DIVINO


 

SERIE DE SERMONES SOBRE MIQUEAS “OÍD! 

TEXTO BÍBLICO: MIQUEAS 6 

INTRODUCCIÓN 

       No sé si alguna vez has escuchado esa expresión de maldición que algunas personas profieren contra alguien al que le tienen inquina: “Ojalá tengas pleitos y los ganes.” La frasecita en cuestión tiene que ver con que, a pesar incluso de que logres vencer en un juicio a tu oponente, siempre tendrás alguna pérdida, bien sea de dinero por las costas del proceso judicial, de tiempo, de sueño o de paz espiritual. Desde luego, no es plato de buen gusto tener que comparecer en un tribunal de justicia, ni siquiera aun siendo testigo o jurado. Cuantas menos veces pises un juzgado será una buena noticia. No sé si has tenido que presentarte en alguna ocasión ante un juez, bien para defenderte de las acusaciones o denuncias de terceros, bien para reclamar lo que es justo en algún tipo de contrato no cumplido, bien para acudir como testigo de algún delito o crimen, o bien para formar parte obligada del mismo en el papel de jurado público. Pero seguro que no tienes entre tus planes más inmediatos tener que vértelas con el ministerio fiscal o con un magistrado. DE ahí que, en virtud de la prudencia y de la observancia de las leyes, hayamos de intentar cumplir fielmente con las directrices normativas que regulan nuestra convivencia colectiva. 

      Normalmente, cuando hablamos de salas de justicia, solemos traer a nuestra mente la imagen de esos juicios que tan verosímiles nos presentan las películas, las series y los libros norteamericanos. De hecho, a mí me encantan especialmente desde los tiempos en los que Perry Mason actuaba como abogado de causas prácticamente imposibles de ganar, desde que John Grisham usó sus conocimientos de leguleyo para componer obras maestras del género como “Cámara de gas,” “Tiempo de matar,” “La tapadera,” o “El testamento.” Actualmente, podemos visionar series conocidas como “true crime,” como “Interrogation,” “The Good Fight,” “American Crime Story,” o “Goliath,” que nos introducen en las entrañas de juicios y casos de lo más variopinto, y que abarcan la mayoría de las ramas de la carrera judicial. Siempre vienen a nuestra mente la imagen del juez con su mazo, sentado en eminencia en un estrado con su toga, los abogados de la acusación y de la defensa, uno a cada lado de la sala en compañía de sus clientes, con el grupo de jurados sentados a uno de los lados de la estancia tomando notas y escuchando en silencio todo cuanto se presenta, y con una indeterminada cantidad de personas allegadas a los imputados o agraviados, periodistas y curiosos, que se muestran expectantes ante el devenir de los acontecimientos. 

1. EVIDENCIAS DEL AMOR DE DIOS 

       Salvando las distancias de la cultura y del tiempo, en el pasaje que nos ocupa hoy sobre Miqueas y su mensaje a Israel de parte de Dios, podemos asistir a un juicio sumario en el que Dios es juez, fiscal y verdugo. Por la parte de la endeble defensa, tenemos al pueblo de Dios, acusado de quebrantar flagrantemente el pacto de amor y señorío que había sido rubricado por generaciones anteriores y que seguía vigente hasta este momento. Miqueas presenta a Dios entablando un pleito contra la infidelidad de Israel, el cual ya se sabe de qué lado caerá desde el principio: Oíd ahora lo que dice Jehová: ¡Levántate, pelea contra los montes y oigan los collados tu voz! Oíd, montes y fuertes cimientos de la tierra, el pleito de Jehová, porque Jehová tiene un pleito con su pueblo y altercará con Israel. Pueblo mío, ¿qué te he hecho o en qué te he molestado? Di algo en mi contra. Te hice subir de la tierra de Egipto, te redimí de la casa de servidumbre y envié delante de ti a Moisés, a Aarón y a María. Pueblo mío, acuérdate ahora qué aconsejó Balac, rey de Moab, y qué le respondió Balaam hijo de Beor, desde Sitim hasta Gilgal, para que conozcas las justicias de Jehová.” (vv. 1-5) 

        A voz en grito, Miqueas actúa como vocero de Dios, pregonando el inevitable momento en el que Dios va a incoar un proceso judicial contra su pueblo escogido. Invita a toda la tierra, a todas las naciones y a todos esos ídolos mudos que supuestamente moran en las alturas de los lugares de adoración paganos. Todos deben prestar atención a todo cuanto se va a ir desarrollando a lo largo de este juicio, porque de este modo nadie podrá decir en un momento dado que Dios no solo bendice y ama a sus hijos, sino que también actúa con disciplina y ajuste de cuentas en el caso en el que se desmanden y se rebelen contra Él. El mundo entero podrá contemplar a un Dios santo y celoso de su gloria que interpone causa en contra de aquellos que han pervertido la ley y han hecho caso omiso de su responsabilidad y compromiso con su pacto. No es un aviso, ni una amenaza. Se trata de una realidad ante la cual todos temblarán de temor, y nadie escapará a la sentencia que se derive de este pleito contencioso. Dios no es como las otras divinidades falsas, que se muestran mudas y sordas ante cualquier desatino de sus adoradores y fieles, sino que es un Dios que no puede dejar pasar un día más sin aplicar su justicia al coste que sea.  

      Como fiscal, el Señor comienza interpelando a su pueblo como colectivo, y lo hace realizando una serie de preguntas retóricas que ya tienen una respuesta dada. No hace falta esperar a que el acusado justifique y argumente sus razones para su adulterio espiritual y su hipocresía religiosa. No hay excusa alguna que valga para apuntalar su falta de justicia social y su corrupción moral. El Señor pregunta a Israel si existe alguna razón de peso que demuestre que en algún instante haya hecho algo distinto a lo plasmado en el pacto que hizo con sus ancestros. ¿Ha roto de algún modo las estipulaciones del pacto? ¿Se ha comportado mal con ellos? ¿Los ha dejado de bendecir en algún momento? ¿Ha demandado de ellos algo imposible de cumplir? ¿Les ha fastidiado o importunado en alguna ocasión concreta? Aun a pesar de que Israel ha sido un pueblo infiel, ingrato y malvado, ¿existe alguna época de su historia en la que no haya demostrado su fidelidad y su palabra? Presentad vuestras pruebas de lo contrario. Silencio. El acusado no puede abrir su boca, porque sabe en lo más íntimo de su esencia nacional que Dios siempre ha velado por ellos, les ha colmado de prosperidad y paz, y les ha protegido en las crisis más duras de su historia. 

       Y para muestra, un botón, como se suele decir. El Señor, de entre tantas y tantas evidencias de su amor y de su paciencia para con Israel, solamente aporta una de ellas, una bien conocida por todos los habitantes de las ciudades de su pueblo escogido: la historia de su liberación de Egipto por medio de Moisés y sus dos hermanos, Aarón y María. No hace falta extendernos sobre todas las ocasiones en las que Dios, no solo sacó a Israel de la casa de esclavitud, sino que atendió cumplidamente sus quejas, sus demandas y sus necesidades, aun a pesar de que, en cuanto pudieron se hicieron un becerro de oro para ser adorado, se desmarcaron del liderazgo de Moisés, se enfrentaron una y otra vez al Señor tentándolo sin descanso, y dudaron de sus promesas de victoria a la hora de entrar en la Tierra Prometida. Estos relatos, que habían pasado de padres a hijos durante generaciones, y que respaldaban sin fisuras la actuación amorosa y providencial de Dios, son una prueba inequívoca de que Dios había hecho todo esto y más por bendecirlos y guardarlos de todo mal.  

       Y como narración específica que rubrica esta evidencia de la benevolencia divina, el Señor recuerda a su pueblo el episodio de Balac, rey de Moab, en el que, no dejando pasar a Israel por su territorio en su camino a Canaán, contrató a un profeta profesional llamado Balaam, para maldecir a toda la nación. Este relato lo hallamos en Números 22-23, y una de las frases de la profecía de Balaam describe a la perfección el carácter de Dios en relación al pleito en el que nos hallamos inmersos: “Dios no es hombre, para que mienta, ni hijo de hombre para que se arrepienta. ¿Acaso dice y no hace? ¿Acaso promete y no cumple?” (Números 23:19) Dios en ningún momento ha contravenido su propio pacto, algo que, por el contrario, si ha hecho su pueblo, olvidando la verdad y la lealtad con el paso de los años. Dios ha cumplido su pacto, pero Israel lo ha pisoteado sin consideración y de forma irreverente. 

      ¿Cuántas veces no hemos hecho nosotros lo mismo que Israel? Dios nos ha colmado de bendiciones innumerables, nos ha guardado de las consecuencias de nuestras malas decisiones en muchas ocasiones, nos ha provisto de todo lo necesario y de mucho más, nos ha regalado por gracia el don valiosísimo de su salvación entregando a su propio Hijo para rescatarnos de nuestro vacío estilo de vida y perdonar nuestros pecados, y ¿cómo respondemos ante tanta gracia, ante este nuevo pacto en la sangre de Cristo? ¿Somos agradecidos, motivándonos unos a otros a las buenas obras y reconociendo la mano del Señor en cada instante de nuestras existencias? ¿O somos como Israel, olvidando sus beneficios, rompiendo con nuestra inmoralidad y falta de ética el pacto precioso de la cruz del Calvario? ¿Qué podremos aducir ante Dios, Juez Supremo de la humanidad, el día en el que comparezcamos ante su trono celestial, para escapar de su sentencia condenatoria? ¿Será el silencio nuestra respuesta ante sus preguntas? Es preciso reflexionar sobre la importancia de nuestros actos y palabras como figuras elementales de nuestra lealtad a Cristo, porque si no vivimos revestidos de su modelo, estaremos despreciando su entrega voluntaria para nuestra redención. 

2. POR FE Y NO POR OBRAS 

      El ser humano tiene una forma muy curiosa de querer arreglar los problemas que se derivan de su infidelidad y adulterio espiritual: “¿Con qué me presentaré ante Jehová y adoraré al Dios Altísimo? ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Jehová de millares de carneros o de diez mil arroyos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi rebelión, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? Hombre, él te ha declarado lo que es bueno, lo que pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, amar misericordia y humillarte ante tu Dios.” (vv. 6-8) 

      Todavía con el silencio a flor de labios, el acusado mira nerviosamente al fiscal divino. Dios mismo parece leer aquí los pensamientos e intenciones del corazón de los israelitas. Tirando de ironía y sarcasmo, el Señor inicia una serie de preguntas que posiblemente podrían aparecer en la mente de los acusados, las cuales tienen como objetivo poder aplacar la ira y la indignación del dador del pacto. ¿Qué acciones de adoración y ofrenda podrían calmar a Dios en estos instantes terribles? Tal vez no tiene tanto que ver con el hecho en sí de las ofrendas, sino en su cantidad. ¿Cuánto sería necesario ofrecer a Dios para que retirara la demanda contra ellos? Estarían dispuestos a darle todo cuanto quisiera. A lo mejor no basta solamente con cantidad, y lo que Dios aceptaría sería calidad. ¿Darle de lo mejor que se posea haría que se le pasase el enfado que han desencadenado? O mejor aún. Quizá lo que el Señor admitiría de cada uno de los habitantes de Israel es entregar lo más querido y amado. Seguro que así, Dios menguaría en su furor y desistiría en seguir pleiteando con ellos. ¡Qué ingenuo es el ser humano cuando se trata de solventar su ignominiosa inmoralidad con cosas o ceremoniales! 

      Todo esto podría funcionar con un ídolo pagano. Acudir a los lugares altos varias veces al día para recitar salmodias y conjuros, o para ofrendar lo justo para que la mala suerte que los dioses habían derramado sobre el mortal se desvaneciera. Dar de lo más excelente de sus propiedades o abundar en los sacrificios y oblaciones podría valer con los entes divinos inexistentes. Sacrificar y quemar a los primeros hijos nacidos podría ser suficiente para aplacar el enojo de dioses como Moloc, y así procurar su beneplácito y favor. Pero esto no funciona con Dios. Las ofrendas de manos, los actos rituales, los ayunos y las penitencias ceremoniales e hipócritas, no sirven para nada. El perdón no vendrá por hacer más obras religiosas que nunca, sino que este está supeditado a vivir justamente con los demás, erradicando los prejuicios y respetando la dignidad del otro, a ponerse en la piel de los demás antes de tomar decisiones egoístas y malvadas, manifestando una empatía sincera por las necesidades del prójimo, y a someterse por completo a los designios de la sabia y santa voluntad de Dios, dejando atrás el orgullo y la soberbia para abrazar una vida de dependencia del Señor y de servicio al semejante. Todo aquello que no sea consecuente con estas demandas del pacto de Dios, es vano, inane, fútil. No vale para nada. 

      ¿Vives tú de este modo? Tal vez imbuidos todavía de la mentalidad católica de que la salvación o el perdón se logran a través de las obras y de los merecimientos personales, seguimos pensando que si hacemos esto o lo otro, que si ofrendamos más y más frecuentemente, que si asistimos con mayor periodicidad a los cultos de adoración, que si entregamos más limosnas a los pobres y menesterosos, que si nos flagelamos física y espiritualmente, llegaremos a calmar el juicio de Dios. Las obras solo ocupan su relevante papel en nuestras vidas como cristianos cuando son el producto de nuestra respuesta de fe a la gracia de Dios en Cristo. Pero nunca serán un medio para lograr un fin, ni nunca serán un fin en sí mismas. Dios conoce nuestros corazones como si viese a través de un cristal diáfano, y si en nosotros no ve el cumplimiento de nuestra parte en el pacto que trabamos con Él el día en el que nos entregamos públicamente a su servicio y seguimiento, si en nosotros no comprueba fehacientemente que somos justos, humildes y misericordiosos, nunca podremos disfrutar de su perdón, del gozo de su salvación, y del cumplimento bendito de sus promesas gloriosas. Por mucho que nos afanemos en darle y en realizar actos de servicio, si esto no está acompañado de fe, arrepentimiento, compasión, humildad y sinceridad, estaremos cavando nuestra propia tumba. 

3. CARGOS EN CONTRA Y SENTENCIA CONDENATORIA 

       En vista de que el acusado Israel no tiene lo necesario para aminorar el impacto de la sentencia que se le avecina en ese instante, el Señor, que ya ha presentado el caso, que ya ha aportado pruebas de su buena fe, y que ya ha dejado al desnudo la incapacidad humana para revertir la situación espiritual y religiosa que impera en toda la nación, toma la determinación irrevocable de dar inicio a las cláusulas de penalización del pacto quebrantado tras exponer algunos de los delitos por los que se acusa a Israel: “La voz de Jehová clama a la ciudad. ¡Es de sabios temer a tu nombre! Prestad atención al castigo y a quien lo establece. ¿Hay aún en casa del impío tesoros de impiedad y medida escasa que sea detestable? ¿Daré por inocente al que tiene balanza falsa y bolsa de pesas engañosas? Sus ricos se colmaron de rapiña, sus moradores hablaron mentira y tienen en su boca una lengua engañosa. Por eso yo también te debilité, devastándote por tus pecados. Comerás, mas no te saciarás, tu abatimiento estará en medio de ti; recogerás, mas no salvarás nada, y lo que logres salvar lo entregaré yo a la espada. Sembrarás, mas no segarás; pisarás aceitunas, mas no te ungirás con el aceite; también uvas, mas no beberás el vino. Has guardado los mandamientos de Omri y toda obra de la casa de Acab, y en los consejos de ellos has andado; por eso yo te entregaré a la desolación, y a tus moradores a la burla. Llevaréis, por tanto, el oprobio de mi pueblo.” (vv. 9-16) 

      El fiscal alza su voz para enumerar los crímenes y desmanes de su pueblo, y no son ni pocos ni leves. Por un lado, aquellos que aborrecen a Dios se lucran a costa de los humildes, a través de sobornos y cohechos, empleando la prevaricación y la estafa para amontonar ganancias en su tesoro. Emplean las medidas engañosas para sacar tajada de sus especulaciones mercantiles, varían el peso de sus balanzas para aprovecharse de los menesterosos. Roban a manos llenas sin consideración ni misericordia para engordar sus beneficios, y se ufanan de sus logros y tesoros a sabiendas de que están violando las normativas de comercio e intercambio. De algún modo, están cometiendo el deleznable crimen de hundir en la miseria a los necesitados, de acabar por completo con la clase más baja del escalafón social de su tiempo. Si tienen que desahuciar a alguien, o arrebatarle todo, hasta la propia libertad, a fin de cobrarse sus deudas infames, lo hacen sin escrúpulos de ningún tipo. Si tienen que tirar de mentiras, falsedades y manipulaciones, lo hacen sin remordimientos ni pesos en sus conciencias.  

      Por otro lado, los habitantes de Israel han escogido seguir la senda de dos de los reyes más perversos que ha conocido la nación a lo largo de la historia: Omri y Acab, padre e hijo. De Omri sabemos que “hizo lo malo ante los ojos de Jehová; lo hizo peor que todos los que habían reinado antes de él.” (1 Reyes 16:25) De su hijo Acab, también conocemos sus andanzas, sobre todo junto a su esposa Jezabel, y de sus disputas constantes con Elías, profeta de Dios. De este Acab nos dicen las Escrituras lo siguiente: “Hizo lo malo ante los ojos de Jehová, más que todos los que reinaron antes de él... También hizo Acab una imagen de Asera, para provocar así la ira de Jehová, Dios de Israel, más que todos los reyes de Israel que reinaron antes de él.” (1 Reyes 16:30, 33) Incluso los descendientes de Acab siguieron los pasos de sus antepasados, logrando que las más altas cotas de violencia, injusticia y depravación se instalaran en Israel durante largos años. Nos podemos imaginar el porqué de que Dios haya incluido en la lista de delitos de Israel a estos dos especímenes humanos, epítomes de la corrupción moral y espiritual más abominable. Si el Señor dice que Israel ha incurrido en los mismos movimientos éticos y morales que estos dos modelos de pecaminosidad y perversión, la cosa es ciertamente grave.  

     La consecuencia directa de estos dos grupos de pecados contra Dios y contraviniendo las estipulaciones de su pacto, es una sentencia fatal y ejemplificante que se concretará en la historia de forma contundente. La debilitación progresiva del tejido social, de las instituciones y de la monarquía, junto con la infructuosidad a la hora de medrar económicamente serán los dos primeros pasos que antecederán a la catastrófica demolición de la nación israelita. La inmoralidad es como un comején que poco a poco va carcomiendo las estructuras políticas, judiciales y financieras de un país, hasta que todo colapsa y la crisis integral prepara el camino para otros imperios que conquistarán y dominarán a esta nación deprimida, devaluada y abatida. El juicio va progresando poco a poco, un juicio que los propios habitantes están fraguando con sus deleznables y abyectos proyectos de vida sin Dios.  

       El alimento no nutrirá, las cosechas serán paupérrimas y solamente propiciarán luchas encarnizadas por lograr el sustento en tiempos de carestía, las siembras serán inútiles, puesto que la semilla será frustrada por la mano de Dios, el aceite y el vino, símbolos de la prosperidad y el gozo, de la presencia del Espíritu de Dios y de la bendición celestial, no llegarán a ser derramadas sobre el pueblo rebelde. Todo esto irá sucediéndose como en un mal sueño, como en una pesadilla que augura un final terrible y devastador, hasta que la ruina nacional será culminada con el sometimiento violento de otros imperios más poderosos y ambiciosos. La burla y el escarnio internacional será convertido en cánticos, en proverbios y en chanzas que contar sobre el declive del pueblo escogido por Dios. La vergüenza permanente será el sambenito que Israel llevará durante décadas y la tristeza se abatirá sobre los altivos y corruptos. 

       Como dice el propio profeta Miqueas, prestemos atención al castigo que Dios sometió a su amado pueblo, y mostremos sensatez a la hora de temer y reverenciar el nombre del Señor. Como iglesia de Cristo podemos seguir aprendiendo de los errores que otros cometieron, de la repercusión que los actos contrarios a los mandamientos de Dios tienen sobre nuestras vidas y la vida de nuestra nación, de la justicia real e histórica de un Dios tres veces santo. Si no queremos acabar como Israel a causa de nuestras negligencias, impiedades y errores, dejemos de comportarnos inmoralmente, aplicando la medicina de las experiencias ajenas a nuestro estilo vital. Si no deseamos ver cómo se desmorona nuestra familia, nuestro país y nuestro entorno más próximo, sometámonos a la voluntad sabia y perfecta del Señor, y caminemos, no según los caminos de los malvados de los que tenemos noticia por los registros históricos, sino según el ejemplo y modelo al que debemos aspirar siempre, a semejanza de Cristo, nuestro Señor y Salvador. Así no seremos la comidilla de nadie, ni estaremos sujetos a la sorna de nuestros vecinos, sino que, con nuestro testimonio ajustado a la obediencia de nuestro Dios, seremos luz y sal entre ellos.  

CONCLUSIÓN 

      Es sumamente desaconsejable entrar en un pleito con Dios, sobre todo porque nunca ganaremos el caso. No tenemos, como seres humanos y como criaturas imperfectas, la capacidad de excusarnos de nuestros yerros y desvaríos delante del Juez de la historia. No poseemos de los argumentos de peso necesarios para desmentir la idea de que Dios siempre nos bendijo y actuó en aras de nuestra salvación y bienestar. No alcanzaremos a través de nuestras acciones y merecimientos reducir la pena que nos hemos ganado a pulso cometiendo fechorías, rompiendo las reglas de Dios y comportándonos egoístamente con nuestro prójimo. Somos culpables de todas, todas, y solo Cristo podrá abogar e interceder por nosotros en la hora de nuestra comparecencia ante el Juez justo. Solo Cristo podrá por gracia justificarnos ante su Padre celestial, y solo su sacrificio propiciatorio logrará lo que no podemos lograr por nosotros mismos, ser considerados inocentes e hijos de Dios por toda la eternidad.  

       Guardemos, pues, en nuestras memorias y en nuestra nueva manera de vivir, el caso de Dios contra Israel, para que no tengamos miedo ni temor en el esperado instante en el que Cristo regrese de nuevo a por su iglesia y nos presentemos ante Dios en el juicio final.

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