LIBERTADOR


 

SERIE DE SERMONES SOBRE MIQUEAS “OÍD! 

TEXTO BÍBLICO: MIQUEAS 5 

INTRODUCCIÓN 

       A ningún padre o madre que se precie de serlo, le agrada tener que tomar medidas disciplinarias contra sus hijos. Aunque los hijos no lleguen a comprender, al menos durante el tiempo en el que todavía no han asumido la responsabilidad y el compromiso de fundar una familia propia, que el deseo de los progenitores es el de inculcar una serie de valores y actitudes que conduzcan a la excelencia y a su bienestar futuro empleando las medidas necesarias para redireccionar malas conductas, decisiones erradas o talantes contrarios a la armonía familiar. Nadie castiga o penaliza por gusto, al menos si está en su sano juicio.  

       Un padre o una madre no pueden evitar sentir cierta compasión y pena al tener que dejar a sus hijos adolescentes sin paga, sin acceso a internet o sin dejarles salir con los amigos, pero cuando la falta de disciplina propia del hijo se convierte en un problema catastrófico, es preciso ser firmes en la línea a seguir en lo que a las restricciones punitivas se refiere. La disciplina parental, por tanto, se deriva de un gran amor por los hijos, de un anhelo porque aprendan la lección, porque asuman sus responsabilidades, y de una expectativa futura que, sin duda alguna, no solo habrá de beneficiarlos a ellos mismos, sino que estos a su vez podrán transmitir esta misma experiencia a sus descendientes. 

      A veces, como padres y madres, tenemos la tentación de levantar el castigo antes de tiempo porque vemos cómo nuestros hijos languidecen, aparentemente cogen depresiones de aquella manera, y hasta nos miran con ojos de carnero degollado esperando enternecer nuestro corazón y suavizar las medidas penalizadoras. Son carne de nuestra carne, y sangre de nuestra sangre, y esto nos afecta sensiblemente a nuestras emociones y sentimientos. Pero también olvidamos que los adolescentes también son inteligentes, que tienen margen para manipular nuestros afectos y que pueden urdir mil estratagemas para hacernos recalcular nuestro primer momento de reprensión y amonestación.  

      Es preciso ser fuertes en ese momento, y saber mirar a largo plazo las bendiciones y beneficios que todos, padres e hijos, recibiremos si la lección se aprende y el respeto por las indicaciones de mejora es un hecho. Sucumbir al sentimentalismo en este tipo de tesituras suele ser contraproducente, el adolescente puede comprobar que tensando la cuerda es posible desarmarnos, y, en la próxima ocasión en la que se reproduzca un hábito o comportamiento nefasto, careceremos de la autoridad moral y afectiva necesaria como para ser constantes en el castigo impuesto. 

      El Señor también es nuestro Padre, además de nuestro Salvador y Soberano. Dios, como Padre amante que es de sus hijos, en ocasiones, más de las que nos gustaría admitir, ha tenido que ajustar cuentas con su prole. Dios no disfruta en absoluto disciplinando a su pueblo, trayendo la desgracia y la tristeza por medio de instrumentos humanos, o permitiendo que las consecuencias de nuestros actos nos alcancen de pleno sumiéndonos en la miseria y la desdicha. Dado que Él es amor, también es el ejecutor de una disciplina perfecta que procure de nosotros el arrepentimiento por nuestros fallos y rebeldías, una enmienda completa y una motivación sublime que nos permita arreglar el desaguisado que hemos armado, mientras progresamos adecuadamente en nuestra obediencia y servicio a su persona. Sin duda, Dios nunca ha querido castigar a su pueblo, pero cuando ha sido necesario que sus hijos recapacitaran sobre sus equivocaciones y yerros, y regresasen a las sendas antiguas de la sumisión a su voluntad, la vara de avellano ha tenido que silbar para hacernos reaccionar abrupta y dolorosamente. 

      La disciplina y el castigo también tienen que tener su final. No es conveniente que la disciplina carezca de límites temporales, porque de otro modo, aquellos que definitivamente han asumido su culpa y han decidido regresar a la vereda de la obediencia, podrían llegar a exasperarse. Del mismo modo que nosotros como padres no debemos prolongar más de lo necesario una situación disciplinaria con nuestros hijos, así Dios conviene en el puro y sabio consejo de su voluntad, liberar a su pueblo de las medidas punitivas de las que fueron objeto.  

      Miqueas, tras haber señalado que el cautiverio al que se iba a someter a Israel tendría las horas contadas en el preciso instante en el que Dios así lo determinase, sigue su alocución aportando mayor información sobre el libertador que, no solamente dirigirá los destinos de la nación, devolviéndola a sus raíces, sino que también se convertirá en el protector poderoso de Israel, listo para vencer a cualquier adversario internacional que quisiese enfrentarse contra el pueblo escogido por Dios. Este libertador no es, ni más ni menos, que el Mesías, el ungido del Señor, aquel que vendría al mundo para salvar al remanente de Jacob que seguía siendo fiel a su ley y a sus designios. 

1. UN LIBERTADOR DE PAZ 

      La humillación sufrida por Babilonia será cosa del pasado, porque el Mesías profetizado restaurará todo aquello que fue destruido a causa de la negligencia integral de Israel con respecto a su sometimiento ante Dios: Rodéate ahora de muros, hija de guerreros, pues nos han sitiado y herirán con vara en la mejilla al juez de Israel. Pero tú, Belén Efrata, tan pequeña entre las familias de Judá, de ti ha de salir el que será Señor en Israel; sus orígenes se remontan al inicio de los tiempos, a los días de la eternidad. Pero los dejará hasta el tiempo que dé a luz la que ha de dar a luz, y el resto de sus hermanos volverá junto a los hijos de Israel. Y él se levantará y los apacentará con el poder de Jehová, con la grandeza del nombre de Jehová, su Dios; y morarán seguros, porque ahora será engrandecido hasta los confines de la tierra. Él será nuestra paz.” (vv. 1-5a)  

      Con el recuerdo todavía vívido del asedio y toma de Jerusalén por parte de los babilonios, y con la imagen fresca de Joaquín siendo humillado y sometido vergonzosamente por Nabucodonosor, Miqueas pretende resumir brevemente el estado de cosas en el que quedará la antaño gloria de Jerusalén e Israel como consecuencia de la idolatría y la infidelidad espiritual tan descaradas que el profeta había ya puesto al descubierto y denunciado. Podían parapetarse tras las murallas, confiar en sus recursos militares, en el valor de sus soldados y en la fuerza de su poderío bélico, pero Israel tendría las horas contadas. Un enemigo formidable los derrotaría y aplastaría con un insuperable despliegue de tropas y armas.  

     Cuando una ciudad se cerraba en sí misma, aguantando lo indecible para evitar caer en manos del adversario, la inquina que el conquistador podía albergar contra los asediados era terrible. Días, meses e incluso años intentando entrar a fuego y sangre por las puertas de la ciudad podía hacer que el rey o emperador de los invasores se enojase bastante. De ahí que Miqueas cite a un juez de Israel anónimo, pero que la profecía encarnará en la persona de un rey que será humillado hasta lo sumo, algo que podemos colegir de la expresión “herir con vara en la mejilla,” uno de los gestos violentos más oprobiosos que alguien podía perpetrar contra alguien. 

      No obstante, aunque todo pueda parecer perdido, Dios ya está transmitiendo a su díscolo pueblo que un día todo el suplicio y el tormento que se granjearon ellos mismos al ofenderlo, se convertirá en algo completamente distinto. Con uno de los versículos que más empleamos para hablar del nacimiento de Jesús en los tiempos de la Navidad, Miqueas lanza el oráculo mesiánico por excelencia. De Belén, siglos más tarde, perteneciente a la región de Efrata y dentro de los parajes adjudicados a la tribu de Judá, casa natal también del rey David, hijo de Isaí, nacerá el Señor de Israel. Un rey surgirá del seno humilde de una pequeña aldea para liberar, no solo a Israel de sus enemigos, sino al mundo entero del adversario más terrible con el que ha tenido que vérselas el ser humano: el pecado.  

      El Mesías dominará sobre toda carne, puesto que este fue el propósito de Dios desde antes de la fundación del mundo. El ungido de Dios no es un plan B, una estrategia de emergencia, ante la metedura de pata de los dos primeros seres humanos creados por el Señor. Desde el comienzo del tiempo, desde los misteriosos albores de la eternidad, Dios siempre contemplo esta realidad: la del reinado universal y perpetuo de su Hijo unigénito, y la de la liberación completa del ser humano de sus iniquidades y desobediencias. Todos conocemos el nombre de este libertador: Jesús, el Cristo, el Hijo del Dios viviente, Dios encarnado, el Cordero de Dios. 

      Pero hasta que ese día esperado llegue, la historia seguirá su curso, y las jornadas de dolor, sufrimiento y nostalgia serán esos dolores de parto que sufrirá Israel mientras esté cautivo en tierra extraña y pagana. Años pasarán antes de que el pueblo de Dios exiliado pueda volver de nuevo a su patria, a congraciarse con sus hermanos de sangre en el norte, a recomponerse después del tiempo terrible, pero necesario y oportuno, de disciplina divina. Jerusalén volverá a contemplar el reencuentro entre los que se quedaron y los que tuvieron que marcharse a la fuerza, entre quienes huyeron y quienes regresaron después de años y años de desolación.  

       Y al tiempo estimado por Dios para que Cristo venga al mundo a redimir a todos cuantos crean en su nombre, se inaugurará el reino de los cielos con toda demostración del poder de Dios en sanidades, maravillas y portentos de toda clase, con la enseñanza magistral de Jesús para todas las edades de su iglesia, y con la grandeza y autoridad que solo él sabía destilar en sus profecías, mensajes y advertencias. Bajo la obediencia de su Padre celestial, conduciría a gentiles y judíos a un nuevo amanecer del Israel espiritual, el cual trasciende cualquier lengua, nación, etnia, sexo o edad. Cristo encomendará a sus discípulos que prediquen el evangelio a todas las naciones, exaltando su nombre en el proceso, e infundiendo de seguridad y paz los corazones de todos cuantos abrazan su santa causa, dado que serán justificados y reconciliados con Dios. He aquí parte del discurso programático del Mesías de Dios, del cual nosotros, como iglesia suya, disfrutamos hoy en virtud de su obra y ejemplo. 

2. UN LIBERTADOR DE SU REMANENTE 

      La imagen del remanente de Jacob o Israel aparece aquí para entender que siempre, incluso en las épocas de mayor apostasía e idolatría, ha habido pueblo de Dios fiel a su ley y leal a sus ordenanzas: “Cuando el asirio venga a nuestra tierra y entre en nuestros palacios, entonces enviaremos contra él siete pastores y ocho hombres principales, que devastarán a espada la tierra de Asiria, a filo de espada, la tierra de Nimrod. Él nos librará del asirio cuando venga contra nuestra tierra y pise nuestras fronteras. El remanente de Jacob será en medio de muchos pueblos como el rocío de Jehová, como lluvias que caen sobre la hierba, las cuales no esperan al hombre, ni aguardan para nada a los hijos de los hombres. Asimismo, el remanente de Jacob será entre las naciones, en medio de muchos pueblos, como el león entre las bestias de la selva, como el cachorro del león entre las manadas de ovejas, el cual pasa, pisotea y arrebata, y no hay presa que de él escape. Tu mano se alzará sobre tus enemigos, y todos tus adversarios serán destruidos.” (vv. 5b-9) 

      Cuando leemos en varias ocasiones en este texto las expresiones “asirios” “Asiria,” o “Nimrod,” no se refiere específicamente a este pueblo, ya apagado y conquistado por otras naciones e imperios tiempo ha. Se refiere a aquellas naciones que intentarán por todos los medios enfrentarse agresivamente a Israel tras ser libertado por el Mesías. Los asirios son ideologías, estados y políticas que intentarán traspasar las fronteras del pueblo de Dios para infligir dolor, para contaminar con idolatría la santidad de la adoración al Señor, para musitar mentiras al oído del hijo de Dios, y para saquear las almas de los que permanecen firmes contra las asechanzas del enemigo del creyente.  

     El adversario por excelencia, el asirio más temible y dañino, es, como bien sabemos, Satanás, el cual procurará construir su capilla justo donde el remanente de Cristo ubica la suya. Sin embargo, aquellos que confían en el Mesías y Rey, comprobarán que el Señor enviará agentes suyos, pastores y principales, que rechacen de plano cualquier contemporización o amenaza externa que pueda suponer el menoscabo de nuestra comunión con el Altísimo. Rotundamente, estos siervos que Dios coloca en medio de su pueblo, resistirán con valentía y aplomo cualquier ataque proveniente de aquellos que quieren destruir nuestra fe, nuestra paz y nuestra esperanza en Dios.  

     El pequeño rebaño que ha quedado como muestra de que Dios siempre tendrá ante sí unos cuantos que no abjuraron de su fe, y que no se entregaron a la corriente mundana del pecado y la idolatría. Estos cumplirán una doble función. Por un lado, serán como el rocío del Señor, como la lluvia que Dios envía en medio de los herbazales del mundo. Su fe, persistencia y amor por Dios deberá empapar el medio en el que se hallen. Comprendamos que el remanente de Jacob no solamente quedó en un Israel devastado por la conquista babilónica, sino que muchos, como Daniel y sus compañeros, también parte del remanente de Dios, fueron llevados a la fuerza a tierras caldeas, donde pudieron, con su ejemplo y modelo espiritual, transformar muchas vidas, marcar la diferencia sin agradar a las personas antes que al Señor, e influir sobre monarcas y dirigentes. Su frescura y su vitalidad les hicieron acreedores de las alabanzas y parabienes, no solo de sus compatriotas, sino de las naciones a las que sirvieron siempre con excelencia y con temor de Dios.  

      Por otro lado, el remanente de Jacob sería como los leones que gobiernan y demuestran su poder y autoridad con su sola presencia en medio de otros animales selváticos o en medio de los rebaños de ovejas. No serán abatidos, así como así por otros pueblos y naciones, sino que serán los que esperan en el Mesías los que dejarán una imborrable huella en medio de la diáspora allá por donde pasen. No se arredrarán, ni manifestarán debilidad o cobardía, porque el Todopoderoso pondrá en sus labios las palabras justas y oportunas para desarmar a los soberbios, conquistar a los obstinados y persuadir a aquellos que se oponen al plan de salvación del Señor. Dios ha dado poder y autoridad a su pueblo, de tal modo que, a pesar de las tribulaciones, persecuciones y atropellos en contra de su fe en Cristo, puedan vencer a sus adversarios en buena lid y atraer a muchos a servir a Dios. 

3. UN LIBERTADOR SANTO 

      Tras esta comisión que Dios encarga a su remanente, del cual formamos parte tú y yo en este siglo, Miqueas se arranca en un amplio repertorio de justicia, juicio y poder divinos que deberá erradicar de una vez por todas aquello que es abominación para Dios, y que puede infectar peligrosamente el alma de su pueblo: “Acontecerá en aquel día, dice Jehová, que haré matar los caballos que posees y haré destruir tus carros. Haré también destruir las ciudades de tu tierra y arruinaré todas tus fortalezas. Asimismo, extirparé de tus manos las hechicerías, y no se hallarán en ti adivinos. Destruiré de en medio de ti tus esculturas y tus imágenes, y nunca más te inclinarás ante la obra de tus manos. Arrancaré de en medio de ti tus imágenes de Asera y destruiré tus ciudades. Con ira y con furor me vengaré de las naciones que no obedecieron.” (vv. 10-15) 

       La obra soberana y poderosa de Dios no solo tiene como objetivo destruir todo aquello que está completamente en contra de su naturaleza santa y justa, sino que también busca enseñar a su pueblo a no cometer los mismos errores del pasado al aceptar como propios determinados predicamentos paganos, idólatras y materialistas que el mundo y Satanás quieren incorporarnos para provocar nuestra decadencia y ruina. Por ello, Miqueas enumera todas aquellas acciones que Dios emprenderá a fin, no únicamente de erradicar el mal que nos acecha de continuo, sino también de evitar que nos enredemos en falsas seguridades y que pongamos nuestra confianza en cisternas vacías y salobres. En primer lugar, Dios actúa con firmeza contra la falsa sensación de seguridad que puedan brindar las fuerzas humanas, las armas de guerra o cualquier objeto material del que pensemos que pueda ofrecernos paz en la vida. De ahí que el Señor arramble con carros y monturas, con amuralladas ciudades que con soberbia se ufanan de su fortaleza y poderío militar.  

     En segundo lugar, Dios habrá de amputar de su pueblo a aquellos individuos y granujas que apelan a la hechicería, a la brujería, a los horóscopos y a los encantamientos para tratar de ofrecer a los incautos una falsa seguridad en los métodos necrománticos y adivinatorios, todos ellos aborrecidos por Dios. Todo esto sirve a que el creyente solamente procure consejo y dirección directa del Señor, y no de consejeros torticeros e intrigantes que solo persiguen inducir la superstición y el miedo en aquellos que parece que no tienen suficiente con recibir de Cristo justo lo que necesitan saber sobre su futuro.  

       En tercer lugar, el Señor arremete contra la idolatría en todas sus especies y clases. Esas falsas y mentirosas efigies de piedra y de talla que solamente representan la construcción interesada de dioses manufacturados a nuestro antojo, serán derribadas y destruidas. Esas divinidades que personas paganas e idólatras intentan introducir subrepticiamente en la vida de muchas de las congregaciones de santos de Dios bajo el disfraz atractivo de misticismo y espiritualidad, serán demolidas una por una, para que la adoración sea exclusivamente aquella que se dirige a Dios y solo a Dios. Se acabó prosternarse ante la obra de manos humanas, de sacrificar niños indefensos a divinidades macabras, silenciosas e inexistentes, de ensalzar la nada, la vanidad.  

       Y, por último, el Señor acabará de una vez y para siempre con aquellas naciones e individuos que nunca quisieron plegarse a su voluntad, que nunca se arrodillaron arrepentidos ante Él implorando misericordia y perdón, que nunca dejarán que el Espíritu Santo cambie sus corazones de piedra en corazones de carne. El día del Juicio Final llegará con el segundo advenimiento del Mesías, y todos cuantos dieron voluntariamente su espalda a las oportunidades que Dios les puso en el camino para abrazar la vida eterna en Cristo, recibirán del furor y la ira de Dios el justo pago por sus rebeliones y por sus tozudas e irreverentes actitudes para con Jesucristo mientras vivieron en este plano terrenal. En esta escena final de la historia, también aquellos que fueron torturados, heridos y perseguidos por esta clase de personajes irredentos, serán liberados definitivamente de su amenaza terrible. 

CONCLUSIÓN 

      Como cuerpo de Cristo, su iglesia debe ser capaz de recibir la disciplina del Señor en momentos en los que es necesaria, por mor de la armonía, la santidad y la comunión fraternal en su seno. Por supuesto, sobre todo aquellos que hemos sido testigos en alguna ocasión de un episodio disciplinario, no es plato de buen gusto para ninguna congregación cristiana. Pero no cabe duda de que, bien impartida, la disciplina amorosa promueve la restauración del que ha conculcado el buen orden de la comunidad de fe, y la paz y la edificación del resto de la iglesia. Hemos de ser conscientes de que actuar punitivamente no es algo que tomarse a la ligera, pero tampoco hemos de ser negligentes en el empleo correcto de la disciplina. A su tiempo veremos los frutos si nos mantenemos firmes en el empeño por no dejar que nuestros hermanos y hermanos se contaminen con corrientes mundanas y con influencias perniciosas que intentan infiltrarse dentro de la iglesia. 

      Además, hemos de celebrar continuamente la liberación de aquellos que nos consideramos remanente de Cristo en medio de un mundo revuelto, confuso y caótico, en el que a lo malo se le llama bueno, y viceversa. No caigamos en el error en el que reincidió Israel una y otra vez a lo largo de su historia, el de rebelarnos contra Dios y el de menospreciar la libertad que Cristo conquistó para nosotros en la cruz mediante su sacrificio expiatorio. No seamos como los gálatas, a los cuales Pablo tuvo que reprender para que recuperaran el sentido común y volvieran a valorar la liberación de Cristo en su favor:  

“Estad, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres y no estéis otra vez sujetos al yugo de esclavitud.” (Gálatas 5:1) Si ya fuimos liberados del cautiverio del pecado, ¿para qué querremos volver a experimentar su dictadura una vez más?

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