¡MAMMA MÍA!


 

SERMÓN DEL DÍA DE LA MADRE 2021 

TEXTO BÍBLICO: 1 SAMUEL 1 

INTRODUCCIÓN 

      Los italianos siempre han usado la expresión “mamma mía” para mostrar la sorpresa ante una circunstancia inesperada, para denotar que algo es increíble y sublime, o para resaltar su disconformidad ante cualquier situación que no les es agradable. Lo mismo sucede con nuestra “madre mía,” vocativo que empleamos mientras nos llevamos las manos a la cabeza. Mentar a la madre parece haberse convertido con el paso del tiempo en una manera de tener siempre presente a la que nos dio a luz, como si de un talismán omnipresente se tratara. No es usual escuchar a alguien decir “padre mío,” por poner un caso. Siempre es la madre la que aparece en nuestros labios cuando algo, positivo o negativo, se atraviesa en nuestro camino provocándonos el asombro o el disgusto. Algunos llegan a decir incluso “madre del amor hermoso,” invocando a la madre, aquella que tiene el poder de resolver los problemas, de dar cariño y cobijo en coyunturas desesperadas y de aportar la sabiduría que nos falta para salir adelante en medio de las crisis cotidianas. Si nos fijamos bien, ¿cuántas veces no usaremos el nombre de nuestra madre en el día a día? 

      Y es que las madres, por mucho que pase el tiempo, siempre están ahí de un modo u otro. Aunque estemos ya lejos del hogar materno y paterno para fundar una nueva unidad familiar, la madre siempre aparece en nuestras memorias. Incluso muchos de nosotros nos hemos visto sorprendidos diciendo o haciendo cosas que aprendimos, casi inconscientemente de nuestras benditas madres. Y entonces, parece que el recuerdo de épocas más dulces y entrañables acuden a nuestra mente, y soñamos despiertos mientras viene a nosotros el aroma de su presencia, de sus guisos, de su ropa. A muchos hijos nos ha resultado un tanto duro tener que mantener las distancias con nuestras madres, todo por su bienestar, por supuesto, pero el peso de no poder abrazarlas como siempre hicimos, de no poder sentarnos a la mesa todos juntos de nuevo para degustar un buen banquete casero, o de no poder escuchar sus historias, su visión de la vida, sus lecciones de la experiencia, ha sido a veces insoportable. Y aunque en este año extraño y difícil no tuvimos la ocasión de felicitarlas en persona, hoy queremos hacerlo desde el corazón y desde la gratitud que han de impregnar cada jornada de nuestras vidas y de las suyas. 

1. UNA MUJER EN LUCHA CONTRA LOS PREJUICIOS 

      La historia de Ana en 1 Samuel 1, es la historia de una madre coraje que nunca se conformó con atender los prejuicios teológicos o religiosos de su época en relación a la incapacidad reproductiva de una mujer. La resignación no estaba en su diccionario, y su deseo ferviente por ser madre la llevó a sobrepasar los límites de lo que se suponía era imposible. La situación familiar por la que atravesaba Ana era una situación en la que se entremezclaban sentimientos encontrados: Hubo un hombre de Ramataim, sufita de los montes de Efraín, que se llamaba Elcana hijo de Jeroham hijo de Eliú, hijo de Tohu, hijo de Zuf, efrateo. Tenía dos mujeres; el nombre de una era Ana, y el de la otra, Penina. Penina tenía hijos, pero Ana no los tenía. Todos los años, aquel hombre subía de su ciudad para adorar y ofrecer sacrificios a Jehová de los ejércitos en Silo, donde estaban dos hijos de Elí: Ofni y Finees, sacerdotes de Jehová. Cuando llegaba el día en que Elcana ofrecía sacrificio, daba a Penina, su mujer, la parte que le correspondía, así como a cada uno de sus hijos e hijas. Pero a Ana le daba una parte escogida, porque amaba a Ana, aunque Jehová no le había concedido tener hijos. Y su rival la irritaba, enojándola y entristeciéndola porque Jehová no le había concedido tener hijos. Así hacía cada año; cuando subía a la casa de Jehová, la irritaba así, por lo cual Ana lloraba y no comía. Y Elcana, su marido, le decía: «Ana, ¿por qué lloras? ¿por qué no comes? ¿y por qué está afligido tu corazón? ¿No te soy yo mejor que diez hijos?»” (vv. 1-8) 

      Ana, a pesar de sentir el amor apasionado de su marido Elcana, no era feliz. No lo era tanto por las puyas continuas que le dedicaba la otra esposa de su marido, aunque pudiesen ser puñales que traspasaban su alma cada vez que comprobaba que esta sí era fructífera en lo concerniente a dar descendencia a Elcana. Penina, que veía a Ana como a una rival a la que había que atormentar y deprimir, a fin de alzarse con más altas cuotas de amor de su esposo, había recibido el don de engendrar varios hijos, algo enormemente apreciado por los esposos varones, dado que el ser prolífico en relación a su simiente les otorgaba un estatus privilegiado ante los ojos de la sociedad. También era una manera de entender que Dios lo había bendecido maravillosamente, y que Penina había sido favorecida por el Creador de los cielos y de la tierra. La teología antigua, algo que culturalmente se había asumido erróneamente, parecía decir a los cuatro vientos que una mujer infértil era una mujer maldecida por Dios a causa de alguna clase de pecado oculto o manifiesto. Seguramente, aquellas mujeres que se dieron por vencidas en sus intentos por dar descendencia a sus esposos, llegarían a interiorizar este pensamiento que las haría considerarse desgraciadas y despreciadas por el Señor. 

      Sin embargo, Ana tenía muy clara en su mente una idea: ser madre a toda costa. Si Elcana, el cual le había demostrado su cariño y amor de forma habitual y especial, no podía fertilizar su vientre estéril, solo quedaban dos caminos: sumirse en la angustia y la ansiedad, auto marginándose y apartándose del camino de Penina, o tomar la decisión de acudir a Dios en oración para derramar ante Él todos sus sueños y desvelos. La tristeza siempre habita en el espíritu de aquellas mujeres que desean tener hijos, y en el contexto histórico y religioso en el que se desarrolla este relato bíblico, todo llega a magnificarse y sobredimensionarse. Hoy, afortunadamente, existen métodos de concepción éticos que proveen a las parejas que no pueden tener descendencia, de una solución a su problema. La ciencia ha avanzado tanto, que seguir pensando en que ser infértil es un sinónimo de ser maldecidos por Dios, es ya algo superado. No obstante, Ana no tenía acceso a estas medidas modernas de procreación, y las opciones de poder concebir se iban estrechando con cada año que la acercaba a la edad en la que la fertilidad es cada vez menor. Afligida y llorosa, Ana puede que esté en sus horas más bajas, pero su fe en que Dios no la ha abandonado sigue firme y esperanzada. 

2. UNA MUJER VALIENTE Y SACRIFICADA 

      Tras largos años luchando por conseguir quedarse embarazada, y hastiada ya de tantos ataques maliciosos por parte de Penina, Ana se arma de valor y determinación para hacer lo que nadie pensaba que pudiera hacer: “Después de comer y beber en Silo, Ana se levantó, y mientras el sacerdote Elí estaba sentado en una silla junto a un pilar del templo de Jehová, ella, con amargura de alma, oró a Jehová y lloró desconsoladamente. E hizo voto diciendo: «¡Jehová de los ejércitos!, si te dignas mirar a la aflicción de tu sierva, te acuerdas de mí y no te olvidas de tu sierva, sino que das a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida, y no pasará navaja por su cabeza. Mientras ella oraba largamente delante de Jehová, Elí observaba sus labios. Pero Ana oraba en silencio y solamente se movían sus labios; su voz no se oía, por lo que Elí la tuvo por ebria. Entonces le dijo Elí: —¿Hasta cuándo estarás ebria? ¡Digiere tu vino! Pero Ana le respondió: —No, señor mío; soy una mujer atribulada de espíritu. No he bebido vino ni sidra, sino que he derramado mi alma delante de Jehová. No tengas a tu sierva por una mujer impía, porque sólo por la magnitud de mis congojas y de mi aflicción he estado hablando hasta ahora. —Ve en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho —le dijo Elí. —Halle tu sierva gracia delante de tus ojos —respondió ella. Se fue la mujer por su camino, comió, y no estuvo más triste.” (vv. 9-18) 

      Pensar que Ana no había pedido nunca a Dios que se apiadara de ella en su estado atribulado, sería un error. Ana se pasaría día y noche rogando al Señor para que su situación cambiase, se negaría el sueño para presentarse delante del Todopoderoso para que se hiciese cargo de su problema. Por lo tanto, ¿qué es lo que cambia en el instante en el que Ana se postra ante Dios en su templo? ¿Tenía que ver con el lugar en sí, en que era un emplazamiento santo, y, por tanto, facilitador de milagros y portentos maravillosos? Por supuesto que no. Ana, cansada de tantas lágrimas, insultos y desprecios, entra en la soledad del templo de Silo, sin percatarse de que Elí, el sacerdote, estaba sentado en la penumbra de una columna del lugar santo. Ana solo tiene un objetivo en mente: que Dios le abra la matriz al fin para culminar su unión de amor con su esposo y disipar cualquier duda que albergasen sus conocidos acerca de su capacidad procreadora. Para ello, arrasada en llanto, Ana se arrodilla ante el arca del pacto, símbolo de la presencia divina, y ora sin cesar. Tal es la congoja que aprieta su corazón, que sus labios no pueden sino balbucear y musitar palabras aquí y allá, dejando que sea su alma la que hable delante del Altísimo sin interrupciones ni obstáculos. 

     Lo que cambia todo en esta ocasión para Ana, es que al fin su petición se conecta con los propósitos de Dios. Su agónica solicitud de un hijo va a acompañada de un voto, de una promesa a Dios. Ella se compromete a consagrar a su retoño al servicio de Dios, a entregarlo sin condiciones para que esta criatura, ya desde su más tierna infancia, se ocupe del templo de Dios como ayudante del sacerdote Elí. Es tal el deseo de tener descendencia, que Ana es capaz de renunciar a tenerlo con ella toda la vida en su casa. Seguirá siendo su hijo amado, pero vivirá lejos de ella. No le importa tener que realizar este sacrificio, un sacrificio que solo sabe hacer una madre potencial que lo ha intentado todo. ¿Cuántas madres no han tenido que dejar a un lado sus anhelos personales para dejar que sus hijos se aparten de ellas a fin de alcanzar la felicidad en otros lugares? ¿Cuántas madres no han tenido que pensar, todavía con sus hijos menores, que llegará el momento en el que abandonen el nido para construir su propio futuro con otras personas y en otras latitudes? Si esto encoge el corazón de la madre más pintada, imaginemos qué debió sentir Ana al pactar con Dios la entrega y dedicación de su futuro y deseado hijo. 

      Acostumbrado a escuchar las plegarias de los que visitaban el templo en la temporada de peregrinaje, de oír en alta voz las súplicas de cuantos acudían a Silo de tanto en tanto para exponer sus cuitas y necesidades ante Dios, Elí observa que de la garganta de esta mujer solo surgen sonidos inconexos, suspiros y sollozos, y atribuye el galimatías que surge de los labios de Ana a que esta ha empinado el codo y que está comportándose irreverentemente delante de la presencia de Dios. ¿Acaso Elí tenía idea del cúmulo de sentimientos y emociones que estaba arracimándose en el espíritu concentrado de Ana? A veces, los prejuicios nos pierden y condenamos antes de preguntar o averiguar. No podemos soltar lo primero que nos viene a la cabeza sin considerar el estado anímico o el contexto personal de alguien como Ana. Enojado con esta mujer, Elí se dirige a ella con palabras muy duras e injustas.  

      Pero Ana, que levanta su rostro surcado por ríos de lágrimas, no pierde la calma. Ya sabe de primera mano lo que supone ser acusada de algo que no ha cometido. No le lanza una mirada matadora y le espeta una contestación acorde con la acusación equivocada del sacerdote. Todo lo contrario. Se levanta y con temblor en su voz explica su situación a Elí. Elí, sonrojándose hasta el nacimiento del cabello, comprende que ha metido la pata hasta el corvejón, y bendice a Ana, añadiendo a la oración ferviente de esta, su propio deseo de que Dios le conceda las peticiones de su corazón. Como si de una confirmación a su oración se tratara, las palabras de Elí provocan de repente en su ánimo un efecto balsámico que expulsa toda la pena y la angustia que había atenazado su mente durante tantos años. 

3. UNA MADRE QUE CUMPLE CON SUS PROMESAS 

      Cuando volcamos todas nuestras preocupaciones y necesidades delante del trono de la gracia de Dios, nuestro Padre que está en los cielos responde a su tiempo, y abundando en misericordia y bendición, nos ofrece justo aquello que se ajusta a lo que más nos conviene. Dios escucha con atención el voto de Ana y resuelve realizar en ella el milagro de la vida: “Se levantaron de mañana, adoraron delante de Jehová y volvieron de regreso a su casa en Ramá. Elcana se llegó a Ana su mujer, y Jehová se acordó de ella. Aconteció que, al cumplirse el tiempo, después de haber concebido Ana, dio a luz un hijo, y le puso por nombre Samuel, «por cuanto —dijo— se lo pedí a Jehová». Después Elcana, el marido, subió con toda su familia para ofrecer a Jehová el sacrificio acostumbrado y su voto. Pero Ana no subió, sino dijo a su marido: —Yo no subiré hasta que el niño sea destetado. Entonces lo llevaré, será presentado delante de Jehová y se quedará allá para siempre. Elcana, su marido, le respondió: —Haz lo que bien te parezca y quédate hasta que lo destetes; así cumpla Jehová su palabra. Se quedó la mujer y crio a su hijo hasta que lo destetó. Después que lo destetó, y siendo el niño aún muy pequeño, lo llevó consigo a la casa de Jehová en Silo, con tres becerros, un efa de harina y una vasija de vino. Tras inmolar el becerro, trajeron el niño a Elí. Y Ana le dijo: —¡Oh, señor mío! Vive tu alma, señor mío, yo soy aquella mujer que estuvo aquí junto a ti, orando a Jehová. Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí. Yo, pues, lo dedico también a Jehová; todos los días que viva, será de Jehová. Y adoró allí a Jehová.” (vv. 19-28) 

     Dios acepta el trato que Ana le ha propuesto en Silo. El Señor tiene planes muy específicos y providenciales con respecto a la vida del hijo de Ana, y Ana al fin podrá ser lo que siempre había ansiado: ser madre. El nombre que esta le pone es significativo, dado que Samuel siempre será un recordatorio de la bondad y la gracia de Dios en su vida. Habría que ver con qué gozo y alegría disfrutaría Ana de su embarazo y de tener entre sus brazos un auténtico ejemplo del amor y del poder de Dios, un símbolo de la bendición y la prosperidad divina, una señal inequívoca de que nunca había sido maldecida por Dios a causa de alguna transgresión misteriosa. Elcana también vería como su amor por ella crecería mucho más de lo que jamás hubiera podido imaginar. Y Penina, con sus malas artes y su carácter despechado, tendría que rendirse ante la evidencia de ser la segunda en los afectos de su marido. No existe mayor júbilo en el corazón de una madre, que poder estrechar entre sus brazos a su hijo, sentir su calor, alimentarlo y mimarlo. Ahora Ana podía descansar tranquila, aun sabiendo que pronto tendría que llevar a Samuel a Silo para convertirse en servidor de Dios bajo la tutoría de Elí. 

      Al menos, Ana tiene la oportunidad de criarlo hasta el momento del destete, dos años y medio o tres, tiempo más que suficiente como para celebrar cada día como un regalo de Dios y como para experimentar la satisfacción de ser la madre de un hijo. Ana, sabedora de que cuando uno hace votos delante de Dios, es preciso cumplirlos a carta cabal, lleva a Samuel a Silo junto con una ofrenda de gratitud al Señor. No tendrá nunca con qué pagar a Dios todas las sonrisas y caricias de su amado hijo. Tras ofrecer el holocausto correspondiente, Ana se aproxima adonde Elí se hallaba en el templo para recordarle que ella era aquella mujer que parecía ebria, pero que no lo estaba, y que había requerido el poder de Dios para quedarse encinta. Elí comprende que la mano del Señor está presente en este asunto, y acepta que Samuel se quede en Silo para aprender todo lo necesario sobre Dios y el culto debido a su nombre en el templo. ¿Quién diría a Ana que este niño que apenas comenzaba a andar iba a convertirse en uno de los profetas, sacerdotes y jueces más importantes de la historia de Israel? No cabe duda de que, con el paso del tiempo, mientras pudo visitar Silo, Ana vería con ilusión cómo su hijo crecía en el temor de Dios, y cómo el Señor lo iba a usar en sus planes de salvación de la humanidad.  

CONCLUSIÓN 

      La oración que compone Ana en el siguiente capítulo de 1 Samuel deja bien a las claras que haber sido madre era un regalo inefable de Dios del que nunca se olvidaría. En un extraordinario alarde de gratitud y reconocimiento de la soberanía de Dios, Ana muestra a todas las madres que los hijos son un don del Señor que redondean la formación y consolidación de un matrimonio y de una familia.  

      Ana se convierte así en un ejemplo de superación, de fe y de confianza en el poder de Dios, el cual transforma lo imposible en posible, que da vida a su tiempo y que brinda propósito a todo hijo nacido del vientre materno. Ana es una madre coraje que remó contra la corriente de la resignación y el abatimiento y logró de Dios una respuesta sobrenatural que la llenó de orgullo y amor sin límites. Quiera el Señor que podamos seguir diciendo “madre mía” cada día, porque al hacerlo reconocemos así su figura, su fe, su temor de Dios, y, por supuesto, su esperanza en que sus hijos sean grandes hombres y mujeres para la gloria del Señor.

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