VENCEDOR


 

SERIE DE SERMONES SOBRE NAHÚM “NÍNIVE HA CAÍDO” 

TEXTO BÍBLICO: NAHÚM 2 

INTRODUCCIÓN 

      Todos cuantos estudian con entusiasmo y pasión la historia de las civilizaciones saben perfectamente que, a lo largo de las eras, los imperios y los reinos, las naciones y los pueblos, nacen, crecen, se desarrollan y mueren, como si fuesen un remedo del ciclo vital humano. Mientras la decadencia se apodera de un país dominador, otro u otros inician su transición hacia la hegemonía regional, hasta que el imperio en declive muere y los candidatos a ser sus sucesores se ceban en la miseria y la bancarrota del anciano y caduco dominio del imperio que está en su postrer estertor. Así ha ido pasando con cada etapa temporal. Grandes civilizaciones como Egipto, Roma, el Imperio Macedónico, Persia, Asiria, Babilonia, España, Inglaterra y su Commonwealth, Francia y sus colonias africanas, los aztecas, los mayas y los incas, el terrible imperio mongol y chino, Rusia y Alemania en tiempos del Tercer Reich, han visto truncadas sus esperanzas de construir y mantener el dominio en amplias áreas geográficas per sécula seculorum. De todos estos intentos por sojuzgar a otros pueblos, ninguno ha llegado a ser eterno o a aspirar a sostenerse en el tiempo. Tarde o temprano las luchas intestinas por el poder, la corrupción cada vez más extendida en las estructuras gubernamentales, las presiones internacionales y la inestabilidad política y económica, hacen que todo colapse hasta desaparecer o, al menos, hacer menguar la ascendencia sobre lo que antaño fue un auténtico imperio. 

     En medio de estos tejemanejes humanos en busca de la inmortalidad de sus naciones, existen cosas que nunca cambian y que permanecen, aun a pesar de los constantes intentos de los dictadores, emperadores, sátrapas y reyes por erradicarlos de la realidad. La verdad, la justicia, la libertad, la solidaridad y la fe siempre sobreviven a cualquier reino terrenal. Y en aquello que respecta a la fe, a lo espiritual, Dios irrevocable e innegablemente ejerce su influencia y su vigilancia sobre todo lo que acontece en relación a los gobiernos y las autoridades civiles y nacionales. No debe sorprendernos, pues, que en las Escrituras hallemos referencias a momentos concretos en los que Dios interviene providencialmente en los ámbitos político, religioso y económico a fin de que sus propósitos se vean cumplidos a machamartillo. En la propia historia de Israel ya observamos la concepción de que quien pone y depone reyes y jueces es Dios mismo. Cuando un monarca se hace odioso ante sus ojos a causa de sus abusos y depravaciones, el Señor lo derroca a fin de entronizar a otro rey que pueda cumplir con sus expectativas, las cuales son muy poco halagüeñas, teniendo en cuenta que Dios ya conoce cada trayectoria vital de antemano.  

     Cuando una nación pagana y sedienta de sangre se convierte en la herramienta de Dios para disciplinar a su pueblo escogido, ésta no queda impune. Sabemos que, cuando un país tiene la intención de conquistar e invadir a otra nación vecina, no lo hace con remilgos. Todo lo contrario. Pelea con el cuchillo entre los dientes, asedia hasta matar de hambre y sed a los que se hallan tras las murallas de una ciudad, saquea sin miramientos y abusa de su victoria perpetrando violaciones, asesinatos y vejaciones sin cuento. No eran precisamente unos ejemplares diplomáticos que exigían rendiciones sin que hubiese repercusiones sanguinarias.  

      Cuando atacaban y arrasaban una población, destruían casi por completo todo cuanto pudiese recordar que allí hubo una ciudad pacífica y próspera. Judá había pecado flagrantemente contra el Señor, y a pesar de haber sido advertida por los profetas como Nahúm, ésta continuaba en sus trece, en su deseo enceguecido de dar su espalda a Dios. Con la paciencia divina colmada, Dios decide que otra nación, en este caso la asiria, juzgue y discipline ásperamente a Jerusalén y Judá. Y en su justo momento, Asiria entra a degüello en su territorio para consumar los dictados punitivos de Dios. Es horrible y triste tener que asistir a una escena tan dantesca como la que se produjo en el sitio y rendición de Jerusalén, pero entendamos que la gran parte de sus habitantes se lo habían ganado a pulso. 

1. NO HAY REMEDIO 

     Toda vez que la disciplina del Señor ha logrado su objetivo de hacer recapacitar a su pueblo elegido, de recuperar el sentido común y de lograr el arrepentimiento en los corazones de aquellos que fueron exiliados y despojados, es el momento de que todo el mundo contemple, no solo que Dios es celoso y santo en relación a su nación escogida de Judá, sino que es justo y poderoso a la hora de castigar a Asiria, un imperio que ha abusado en exceso de sus ansias de poder y riqueza, prodigándose en crímenes atroces y en dejar un reguero de cadáveres tras de sí. Nahúm, siervo de Dios y anticipador de la miseria y eclipse de Asiria, emplea el sarcasmo y la sátira para dirigirse a la antaño gloriosa y autoritaria potencia: ¡Un destructor avanza contra ti! ¡Monta guardia en la fortaleza! ¡Vigila el camino! ¡Cíñete la cintura! ¡Reúne todas tus fuerzas! Porque Jehová restaurará la gloria de Jacob, así como la gloria de Israel, porque saqueadores los saquearon y estropearon sus sarmientos.” (vv. 1-2) 

     La breve lista de cosas que los asirios deben hacer para evitar el fin de su dominio no es una cortesía del profeta o de Dios mismo. Empleando una fina ironía, el profeta está diciendo a Asiria que da igual que sepan que el enemigo se acerca para destruirlos, que da lo mismo estar alertas instalando centinelas en cada muralla de su capital, que es inútil vigilar los pasos y rutas de sus adversarios intentando averiguar cuáles son sus intenciones y estrategias, que de nada sirve preparar a sus soldados para la batalla, surtiéndoles de armas de todo tipo. Asiria caerá sin lugar a dudas. Aquellos que siempre confiaron en su poderío militar y en lo inexpugnable de sus murallas, ahora tienen que vérselas con otro ejército que no tendrá compasión de ellos. Una coalición de sus contrincantes más salvajes y peligrosos se aproximan como aves rapaces para dejar mondos y lirondos los huesos de un imperio a punto de desaparecer para siempre. Los medos, los escitas y los babilonios se han aliado para dar su merecido a los asirios, cargados de mala baba y del recuerdo de las humillaciones que tuvieron que soportar cuando Asiria era grande y poderosa. 

     Estas noticias obran el milagro del consuelo y de la esperanza en las almas de los que fueron llevados cautivos a tierras extrañas, y que anhelan apasionadamente regresar a su patria bajo la égida de Dios. Surge entonces el sueño de que los dos reinos que un día fueron uno, Judá e Israel, puedan volver a reconciliarse y fundirse en una sola nación. La gloria de Jacob e Israel es la restauración de lo que fue y nunca dejó de ser. Un solo pueblo dirigido por Dios, con sus gobernantes sometidos a su voluntad soberana, con un celo por el Señor inconmensurable. Los saqueadores, esto es, los asirios, ya habían cumplido su labor punitiva, y los sarmientos, símbolo de la esencia del pueblo de Dios, tras haber sido estropeados, ahora vuelven a rebrotar con la expectativa de volver a reunir a hermanos que habían estado separados durante mucho tiempo.  

      Sabemos que este deseo reunificador quedó simplemente en un deseo más del remanente de Dios, puesto que, tras un periodo corto de tiempo, Judá volvería a las andadas y se postraría ante la idolatría y la negación de Dios. Es la dinámica habitual de la humanidad. Lo hemos visto en estos tiempos del coronavirus: en cuanto parece que hemos salido a flote de esta pandemia global, la gente se relaja y se olvida de las ominosas consecuencias del Covid-19, dejando atrás en la amnesia colectiva, la obra y labor de aquellos que lo dieron todo para que la curva se aplanase. La relajación al final lleva a un desastre mayor. 

2. INVASIÓN CRUEL 

     Después de despacharse a gusto y con humor con los asirios, Nahúm dibuja la dantesca imagen de una nación que en otro tiempo fue orgullosa y violenta, pero que ahora debe prepararse para ser humillada y golpeada con mayor fuerza con la que golpearon ellos a sus vasallos: “El escudo de sus valientes está enrojecido, los hombres de su ejército visten de grana, el carro flamea como fuego de antorchas; el día que se prepare, temblarán los cipreses. Los carros se precipitan a las plazas, con estruendo ruedan por las calles; su aspecto es como de antorchas encendidas, corren como relámpagos. Se convoca a los valientes, se atropellan en su marcha, se apresuran hacia el muro donde se prepara la defensa. Las puertas de los ríos se abren y el palacio es destruido. Llevan cautiva a la reina, le ordenan que suba, y sus criadas la llevan gimiendo como palomas, golpeándose sus pechos. Nínive es como un estanque cuyas aguas se escapan. Gritan: “¡Deteneos, deteneos!”, pero ninguno mira.  ¡Saquead plata, saquead oro! ¡Hay riquezas sin fin, y toda clase de objetos suntuosos y codiciables!” (vv. 3-9) 

      No sé si habréis visto alguna película o serie en la que una ciudad se prepara para recibir el ataque de un gran ejército. La escena que describe el profeta me suscita pensar en uno de los episodios más tensos de las series de televisión, concretamente de “Juego de Tronos”: el instante en el que los moradores de la ciudad de Invernalia aguardan el asedio de los ejércitos de caminantes blancos, una horda de muertos vivientes que da la impresión de arrasar con todo, a pesar de los preparativos bélicos de los habitantes de la ciudadela. Imaginemos por un momento a soldados portando escudos con los que protegerse de los proyectiles y flechas que les lanzarán los arqueros enemigos, vistiendo el uniforme de gala que se guardaba para las batallas memorables, los carros yendo y viniendo a toda velocidad por las calles y plazas de Nínive, llenando de un estruendoso ruido la calma tensa de la ciudad. Nahúm añade que el día en el que Nínive tenga que hacer frente al imponente ejército de sus contrincantes, no solo temblarán de miedo sus ciudadanos, sino que, hasta los cipreses, los árboles que levantan su mirada al cielo con sus cimbreantes copas, temerán el dramático destino que les aguarda en la hora de la derrota. 

     Ante el pavor que provocan las huestes enemigas, los soldados y sus generales entrarán en pánico. El orden y la disciplina darán lugar al miedo y al caos. Sin una estrategia definida, se obstaculizan los unos a los otros. Nadie sabe qué hacer en esta hora aciaga. El reconocido coraje de épocas pretéritas no es más que un recuerdo lejano. Todos suben a defender la muralla, pero en cuanto son testigos de la avalancha humana que está en un tris de posicionarse para derribar las protecciones de la capital, sucumben al desánimo y a la desesperación. No quisiera ser uno de los soldados que echan un vistazo al panorama descorazonador que les aguarda.  

     Y tras una breve escaramuza de tres meses, unos ataques de prueba, y algún que otro improperio para dar salida a la presión incontenible de sus corazones, Nínive es arrollada sin misericordia, sus puertas son destruidas y los canales del río que surtían de agua a la capital asiria son abiertos al fin, ya secos. Nadie podrá escapar a la crueldad y la agresividad de miles y miles de soldados que buscan su botín al precio que sea. El asedio duró tres meses, durante los cuales se emplearon todo tipo de tácticas, como desviar el curso del río Khosr o atacar a la vez por varios flancos para debilitar la defensa asiria. El ataque final se produjo por el cauce ya seco del río. Nínive cayó y fue arrasada hasta los cimientos.  

     El palacio, objetivo más demandado por los invasores, y símbolo de tiempos mejores, es arrasado y asolado. En la época de Senaquerib, décadas antes, se construyó el famoso «palacio sin rival», de unos 200 por 210 metros, con más de 80 habitaciones y salas. Ahora todo era un amasijo de cascotes y escombros. La altiva reina es apresada y tomada como cautiva junto con sus doncellas, todas ellas angustiadas y afligidas ante el oscuro cariz que está tomando su situación y la de su señora. Con fuertes golpes en el pecho, lamentan con gritos de incertidumbre y pena su suerte.  

      Los que pueden huir lo hacen sin mirar atrás. Por muchas voces que les conminen a detenerse, a que permanezcan en sus hogares, muchas personas entienden que, si no tratan de escapar, su sino será el de morir a manos de sus sanguinarios adversarios. Los soldados también tratan de esquivar la guadaña de la muerte, lanzando al suelo sus armas y agazapándose entre la anárquica mezcolanza de invasores e invadidos. Sálvese quien pueda, parecen decir sus miradas extraviadas. El alud de las tropas enemigas entra a saco en cada vivienda, violando a mujeres, degollando a placer a los ninivitas, arrebatando como lobos rapaces todo cuanto pueda tener valor. Nínive, símbolo de la riqueza y del esplendor, de los lujos y de los tesoros, es ahora saqueada del mismo modo en que ésta saqueó a cientos de ciudades. Asiria había sembrado vientos, y ahora estaba recogiendo tempestades de dimensiones descomunales. Dios emplea como un instrumento de juicio a los medos y a los babilonios, los cuales, a su vez, en el momento propicio, también serán juzgados por sus maldades y despóticos abusos. 

3. EL FIN DEL SUEÑO ASIRIO 

     Aquella corte real asiria, que presumía de goces y riquezas, que se había entregado a la molicie y a la inmoralidad, a la crueldad y a la injusticia, es una corte derribada y decapitada: “Vacía, agotada y desolada está, su corazón desfallece, le tiemblan las rodillas, tiene dolor en las entrañas; los rostros están demudados. ¿Qué queda de la cueva de los leones y de la guarida de los cachorros de los leones, donde se recogían el león y la leona, y los cachorros del león, y no había quien los espantara? El león arrebataba en abundancia para sus cachorros, y despedazaba para sus leonas, llenaba de presas sus cavernas, y de robo sus guaridas.” (vv. 10-12) 

     Nahúm vuelve a tirar de sarcasmo. En primer lugar, da a Nínive, capital de Asiria, la categoría de un ser humano, de un organismo vivo que está padeciendo lo indecible a causa de su perversión y pecado. Donde hubo miles y miles de personas, donde la riqueza y la prosperidad habían asentado sus tronos, donde la envidia de todas las naciones por su exquisita factura y construcción, por sus canales hídricos y por su espectacular palacio era proverbial, donde la vida se desplegaba en toda su actividad y esplendor, y donde su confianza estaba puesta en su potencia militar, ahora solo quedan cenizas y desolación. La risa y la carcajada de la corte imperial ahora es un rictus de suma tristeza y miedo absoluto. De un plumazo, todo cuanto brindaba felicidad a sus habitantes les había sido despojado de forma instantánea. La imagen de Nínive es la de una dama de alta alcurnia, orgullosa y displicente, que, por un revés de la fortuna, ahora tiene que malvivir en las callejuelas infectas de la indigencia. Contrastes como este podemos verlos cada día, y todo por culpa de la soberbia y la altanería. Personas condescendientes y presuntuosas que, tras una crisis, tienen que tragarse su orgullo en la humillación que les espera en el futuro próximo. 

     En segundo lugar, el profeta de Dios pregunta con un soniquete burlesco por el rey de Asiria. ¿Dónde están ahora esas ínfulas? ¿En qué ha quedado su desdén por todos aquellos que no forman parte de su círculo íntimo? ¿Dónde está la fulgurante y asombrosa gloria de su palacio? ¿Quién los va a defender? ¿Quién dará su vida por la seguridad de su prole? Su esposa ya ha sido prendida y deportada. El mismo fin le espera al rey y a sus descendientes. ¿Podrá escapar de las manos de sus detractores? Es tiempo para la justicia, ya que, del mismo modo que el rey rapiñaba para dar lo mejor a sus vástagos, con un egoísmo tremendo y deplorable, ahora iba a probar de su propio jarabe. No le importaba el origen de sus tesoros, ningún remordimiento incomodaba su estilo de vida lujoso y despreocupado, ningún escrúpulo le quitaba el sueño. Solo quería más y más, para él, para su familia, sin tener en cuenta las vidas segadas, los pueblos sometidos con crueldad, o las violaciones de las leyes.  

     ¿No son así muchos de los gobernantes de nuestra actualidad? ¿No llenan primero sus andorgas más allá de lo éticamente reprobable, y si después sobra algo, lo dedican al bienestar de sus conciudadanos? ¿No velan únicamente por medrar y prosperar individualmente mientras están en el poder? Así era el rey asirio, un león que apresaba a quienes se interpusieran en su codicioso camino, y que nunca tenía suficiente materialmente hablando. El león ha tenido que doblar su cerviz, y su melena ahora será rapada en señal de oprobio y vergüenza a causa de sus deleznables actos criminales. 

4. DIOS SIEMPRE VENCE 

     Muchos podrían argumentar que la derrota de Asiria fue una combinación de podredumbre interna y de pujanza externa. Sin embargo, en el oráculo que Dios confía a Nahúm, podemos confirmar que todo lo que sucede en la tierra, debajo de la tierra, y en los lugares celestiales, es resultado de su intervención soberana: “¡Aquí estoy contra ti!, dice Jehová de los ejércitos. Quemaré y reduciré a humo tus carros, y la espada devorará tus leoncillos; acabaré con el robo en tu tierra y nunca más se oirá la voz de tus mensajeros.” (v. 13) 

     Dios es el vencedor en esta trágica y demoledora batalla contra Asiria. Por supuesto, las armas, el ingenio bélico y el mar humano de soldadesca, han contribuido a la destrucción de Nínive. Pero esto no quiere decir que el Señor no haya diseñado y empleado sabia y misteriosamente, todas las circunstancias que han llevado a la caída asiria. Cuando Dios está en contra de una persona, de una nación o de una instancia espiritual demoníaca, no es hablar de algo metafórico o simbólico. Su justicia es real y su injerencia en la dinámica histórica es auténtica. Dios tiene sus planes y objetivos para con su creación, y nadie puede frustrarlos. Dios tiene sus propósitos para su pueblo escogido y no hay nada que pueda impedir que se cumplan en tiempo y forma. El castigo merecido de aquellos que se sobrepasaron en su acción invasora contra Judá es terrible, y la ira de Dios consume a todos cuantos se proponen oponerse a sus designios.  

      En el caso de Nínive, una ciudad a la que se le dio una oportunidad para volverse de sus malos caminos en la época en la que Jonás era profeta del Señor, las medidas punitivas debían ser mucho más duras y rotundas. Se acabaría despojar a otras naciones. Se terminarían los días en los que los emisarios de Asiria dejarían de incordiar y molestar a aquellas naciones tributarias que se encontraban oprimidas por la bota dictatorial del león de Nínive. El justo juicio de Dios puede parecernos una barbarie, pero para barbarie la injusticia que el ser humano comete a diario contra sus propios congéneres. La justicia del Señor es perfecta, aunque no tiene por qué ser correctamente política. 

CONCLUSIÓN 

     Dios, invariablemente, siempre vence. Vence a aquellos que se aprovechan de la debilidad de otros para robarles o para abusar de ellos. Vence a los que se comportan injustamente con los menesterosos y necesitados. Vence a los orgullosos y altivos de este mundo, aplicando su misma medicina a éstos. Vence a las huestes malignas de Satanás que solo buscan infligir dolor, sufrimiento y muerte. Vence a los poderosos ególatras y los humilla. Vence a los que tienen su conciencia cauterizada y practican el mal a sus vecinos sin considerar las repercusiones fatales que sus abyectas acciones provocarán. Vence a aquel que abusa sexual, mental o espiritualmente de los inocentes, de los marginados y de los pobres. Vence definitivamente cualquier barrera que se interpone en su camino de redención, perdón y salvación. 

     Dios siempre triunfa, incluso a pesar de que, con nuestros ojos nos cueste verlo o admitirlo. Si Dios vence, nosotros también vencemos. Así nos lo asegura el mismo Jesús y el apóstol Pablo en el Nuevo Testamento: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he vencido al mundo.” (Juan 16:33); “Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó.” (Romanos 8:37)

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