SALOMÉ



SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 14-15 “ROMPIENDO ESQUEMAS” 

TEXTO BÍBLICO: MATEO 14:1-12 

INTRODUCCIÓN 

      En la historia siempre han existido hombres y mujeres que han roto esquemas de todo tipo para brindar una nueva perspectiva de las cosas que siempre se han asumido como inamovibles o inmutables en el plano social. Sobre todo, en nuestros tiempos, somos testigos de la gran cantidad de películas y series que tratan las figuras de seres humanos que, tras una lucha encarnizada y apasionada por hacer ver a la sociedad su mal proceder, su injusticia institucionalizada y su cerrazón mental, han logrado, incluso al coste de sus vidas, dar un paso adelante en el progreso hacia el respeto, la dignidad y la justicia en este imperfecto y cruel mundo.  

      A veces, estas personas que han propiciado el cambio con su demostración incuestionable de fervor y denuedo, eran individuos que se vieron sometidos a alguna clase de experiencia catalizadora que puso en sus corazones el deseo de crear un debate público sobre asuntos como el racismo, el sexismo, la pobreza o la libertad de conciencia. También hay que decir que algunos de estos hombres y mujeres escogieron un camino escabroso y violento para intentar provocar el cambio de paradigma, cuestión que ha de ser reprobada éticamente, por mucho que se apele a la idea de que el fin justifica los medios. 

     Sin embargo, aquellas personas que no tiraron del fanatismo, el radicalismo y el integrismo más descabellados, son las que me merecen un gran respeto y admiración. Más allá de cuáles sean sus aportes, sobre si son aceptables o no por parte de Dios, esos individuos han buscado por medio de estrategias legítimas un espacio en el que poder transmitir sus pensamientos y sueños desde el respeto a las ideas contrarias y a la libertad de expresión. Poco a poco, con esfuerzos casi sobrehumanos, se han superpuesto a las estructuras anquilosadas, añejadas y alejadas de los derechos humanos, para conquistar la oportunidad de que todos podamos opinar distinto, creer de forma diferente y expresar libremente nuestra fe, sin que nadie tenga que decirnos qué decir o qué hacer dentro del espectro dictatorial de lo políticamente correcto.  

      Normalmente, estos modelos del cambio han tenido que emplear un discurso disruptivo, franco y directo para dar eco a sus posiciones ideológicas o espirituales. No comulgaron con la opinión generalizada, con las tendencias del momento, ni se vendieron a la tiranía de la corrección hipócrita. Sin pelos en la lengua, declararon sus posicionamientos, y nunca atendieron al aplauso de las masas o a las recomendaciones melifluas de lo que se supone que se debe decir o hacer. 

      Juan el Bautista era uno de esos hombres de la historia que nunca se dejó embaucar por los parabienes o por las promesas de estatus holgados. Con una imagen distintiva, alejada de la normalidad urbana, y más cercana al retrato de los profetas de antaño, Juan el Bautista se había convertido con el paso el tiempo en una persona de referencia de su época. Leyendo el comienzo de su ministerio, observamos cómo centenares y miles de personas de toda ralea y pelaje se acercan al desierto para escucharlo predicar y para ser bautizados en el Jordán. El pueblo de Judea, a pesar de la aspereza de su mensaje de arrepentimiento, y la rudeza de sus acusaciones y denuncias, lo apreciaba enormemente. Sin provocar esta clase de fama y estima, Juan el Bautista se había convertido en un modelo de conducta y fe para miles de personas. Sin embargo, en el texto que hoy nos ocupa, hallamos su nombre en clave pretérita. Juan el Bautista había sido ajusticiado vilmente por culpa del alcohol, de la ambición de una mujer y de un baile.  

1. JUAN EL BAUTISTA REDIVIVO 

      El relato de Mateo 14 comienza con la inquietud de un tetrarca: En aquel tiempo Herodes, el tetrarca, oyó la fama de Jesús, y dijo a sus criados: «Éste es Juan el Bautista; ha resucitado de los muertos y por eso actúan en él estos poderes.»” (vv. 1-2)  

      La impresión que Juan el Bautista había causado en la psique de Herodes Antipas había sido indeleble. Aun después de un intervalo de tiempo indefinido, Herodes seguía teniendo muy vívido el momento en el que segó imprudentemente su cuello. Tales eran sus remordimientos, aunque la abundancia de escrúpulos no era precisamente una realidad en su conciencia, que, en cuanto recibe por parte de sus cortesanos la noticia de que un maestro itinerante, cuyo discurso es sorprendentemente muy semejante al de Juan el Bautista, va aldea por aldea realizando grandes portentos, que lo primero que le viene a la cabeza era el rostro de su otrora prisionero profeta. Uno nunca olvida el instante en el que una decisión errónea ha producido un daño irreparable e injusto, incluso siendo como era Herodes Antipas, un ególatra de dimensiones descomunales y un pusilánime.  

       Con cada palabra del relato de sus consejeros e informantes, Herodes va montándose una película enloquecedora. Los detalles del ministerio de Jesús no dejan de añadir mayor interés a su especulativa imaginación, y la probable semejanza en las facciones de ambos primos hermanos, le hacen sacar sus propias conclusiones: la persona de la que le están dando cumplido informe no es, ni más ni menos, que Juan el Bautista redivivo. No concibe otra explicación posible. Juan el Bautista se ha levantado de entre los muertos para atormentarle, para echarle en cara su asesinato arbitrario, para demoler piedra a piedra cualquier atisbo de influencia política sobre sus súbditos. Se hallaba profundamente turbado ante esta revelación, y su cerebro empieza a echar humo, cavilando sobre qué próximos pasos dar en cuanto a la aparición de un espectro de carne y hueso que le seguirá recordando uno de los días más aciagos, estúpidos y truculentos de su reinado de treinta y dos años como tetrarca de Galilea y Perea. Él, uno de los hijos de Herodes el Grande, comienza a temblar ante las noticias inconcebibles que le traen sus sirvientes. 

2. UNA VOZ DE DENUNCIA QUE SILENCIAR 

      Todavía puede traer a la memoria la jornada en la que metió estrepitosamente la pata hasta el corvejón, aquel fatídico día en el que se vio sorprendido por su propia imprudencia: “Herodes había prendido a Juan, lo había encadenado y metido en la cárcel, por causa de Herodías, mujer de su hermano Felipe, porque Juan le decía: «No te está permitido tenerla.» Y Herodes quería matarlo, pero temía al pueblo, porque tenían a Juan por profeta.” (vv. 3-5)  

       Establecido junto con su corte en la ciudadela fortificada de Macherus, ubicada en la frontera norte de Perea con Nabatea, conocida por sus manantiales medicinales, Herodes Antipas quiso saber más de ese hombre que moraba en tierras áridas y desérticas cercanas al Jordán. Había recibido informaciones de todo tipo sobre su carácter, sus actividades y su modus vivendi, y como no, también le había sido transmitidas todas aquellas denuncias que el Bautista había lanzado rotundamente contra su propia persona y sus discutibles conductas. Atraído por la curiosidad, lo convidó a su palacio para conocerlo más de cerca.  

     Además, rondaba por su mente la posibilidad de adjudicarse el favor de su pueblo, si era capaz de colocar al Bautista de su parte en aquello que atendía a sus comportamientos sentimentales, ampliamente reprobados por sus súbditos judíos. La cuestión es que Herodes Antipas había contraído matrimonio en primeras nupcias con una princesa nabatea, hija de Aretas, pero en un momento dado, quedó prendado de la belleza de su sobrina Herodías, esposa de su medio hermano Herodes Felipe, y hermana de Herodes Agripa I. Sin divorciarse de sus respectivos cónyuges, optaron, sin vergüenza de ninguna clase, convivir juntos, cuestión que horripilaba y escandalizaba a una sociedad que, aunque acostumbrada a la incestuosa calidad sentimental de los descendientes de Herodes el Grande, mostraba su descontento y desagrado con esta situación adúltera. Herodías deseaba auparse a las cotas más altas del poder, y en Herodes Antipas había encontrado una manera de llegar a cumplir sus codiciosas expectativas. En cuanto el affaire sale a la luz, Juan el Bautista no duda en dar su parecer desde la interpretación de la revelación escrita de Dios. 

     Compareciendo en el lujoso salón del trono, Juan el Bautista no se va a dejar llevar por la corrección política. No se va a morder la lengua para decirle en la cara a Herodes Antipas que su conducta es perversa, abominable para Dios y a todas luces ignominiosa. Sin paños calientes, Juan el Bautista, respaldado por la verdad de la Palabra del Señor, espeta sin contemplaciones que, tanto Herodes como Herodías están contraviniendo las más básicas estipulaciones sobre el matrimonio y las relaciones sexuales y afectivas que se hallan en las Escrituras. Muchos que comparecieron ante el tetrarca, le rindieron pleitesía a pesar de saber que no estaba en el buen camino, le aplaudieron las gracias y se sometieron bajo el imperio de lo políticamente correcto. No obstante, ese no iba a ser el modus operandi de Juan el Bautista. No se sentía impresionado por la pompa y boato de la corte, ni sentía la necesidad de postrarse ante una persona que había incurrido en un pecado realmente vergonzante. Herodías, al escuchar la denuncia y juicio del Bautista, se retira a sus aposentos con la perspectiva aviesa de terminar con la vida de aquel que la estaba afrentando y denigrando a los ojos de sus cortesanos. Debía urdir un plan, convencer a su amante de que lo mejor era matar sin dilación a ese mugriento profeta del desierto. 

      Influenciado por las razones de Herodías, Herodes Antipas decide tomar una decisión que tal vez a él le pareció salomónica. Amaba demasiado a Herodías, y había hecho suyas las motivaciones que acompañaban al hecho de silenciar al Bautista. A pesar de sus palabras contundentes, y razonablemente veraces, Herodes lo apreciaba de verdad. Tal vez era porque siempre había estado rodeado de lisonjeros e hipócritas, y en Juan el Bautista había hallado a alguien sincero, que llamaba al pan, pan, y al vino, vino. Además, tirando de conveniencias políticas, y del gran apoyo popular que Juan el Bautista recibía por todas partes, intenta persuadir a su amante Herodías de no acabar con su vida, so pena de provocar una multitudinaria y agresiva protesta por parte de sus súbditos. Herodías parece asumir que debe esperar a consumar su venganza, dado que pasa casi un año hasta que un evento, en apariencia poco problemático y amenazador, desencadena el principio del fin de la vida del Bautista. Mientras estuviese preso en las lóbregas celdas de la fortaleza de Macherus, todavía podía departir con el presunto profeta, sin que su proclama de denuncia saliese de entre los fríos y gruesos muros de la ciudadela. 

3. CUMPLEAÑOS SANGRIENTO 

      Herodías tuvo paciencia hasta que llegó el cumpleaños de Herodes Antipas. Aprovechando las debilidades y la concupiscencia de los varones que se unieron a su tetrarca para degustar un opíparo banquete, Herodías asestó su golpe de gracia sobre el Bautista por medio de su hija Salomé: “Pero cuando se celebraba el cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó en medio y agradó a Herodes, por lo cual éste le prometió con juramento darle todo lo que pidiera. Ella, instruida primero por su madre, dijo: «Dame aquí en un plato la cabeza de Juan el Bautista.»” (vv. 6-8)  

      Podemos imaginarnos cómo se celebraría el aniversario de un monarca oriental en aquellos tiempos. Normalmente, el soberano se rodeaba de sus principales funcionarios reales, de la flor y nata de la sociedad, todos ellos varones. Se sentaban alrededor del salón de banquetes, con toda clase de manjares y bebidas de todo tipo, y en medio se desplegaban diferentes espectáculos de baile, de malabarismos, e incluso de combates. Solo los varones tenían franca entrada a esta fiesta, y el hecho de que una chica joven como era Salomé irrumpiese con una danza sensual y ligera de ropa, según algunas inscripciones latinas, era vergonzoso. 

     No obstante, dado que la mayoría, por no decir todos los comensales e invitados estaban ebrios y bajo el influjo del alcohol, decidieron que lo que se les estaba poniendo a la vista no era muy desagradable que digamos. Empleando todas sus habilidades y armas de mujer, Salomé danza de tal manera que encandila a los presentes, y de forma especial, a Herodes Antipas, su tío. Por supuesto, toda esta exhibición lujuriosa de Salomé obedece a una estrategia muy bien pergeñada. El tetrarca, borracho como una cuba, y con el deseo insano y extraviado de premiar a la doncella, mostrando así su generosidad y desprendimiento, le promete darle bajo promesa formal todo cuanto su corazón anhelase. ¿Quién iba a pensar que esta joven muchacha iba a pedirle algo terriblemente desazonador? Tal vez le solicitaría alguna que otra joya, o una buena cantidad de dinero con la que sufragar sus apetitos materiales. La doncella, todavía perlada de sudor a causa de su impresionante espectáculo coreográfico, mira directamente al tetrarca embriagado, y sin vacilación reclama para sí un premio truculento y sanguinario: la cabeza de Juan el Bautista en una bandeja. En ese instante, el sopor causado por el alcohol parece desaparecer instantáneamente, y el silencio se apodera del salón. 

     Aunque con los sentidos embotados por el consumo de bebidas espirituosas, Herodes Antipas se da cuenta de que acaba de cometer uno de los errores más graves de su vida. Con los ojos fuera de sus órbitas, comprende que Herodías ha estado todo el tiempo detrás de esta trama conspiratoria contra la vida de Juan el Bautista. En vista de que ya no puede dar marcha atrás en virtud de su juramento solemne delante de testigos de alta alcurnia, y, tal y como dijo Plumptre, un autor cristiano, “como la mayoría de los hombres débiles, Herodes temía que pensaran que era débil.” No le quedaba otra opción más que llamar a su guardia personal, y dar instrucciones al verdugo para decapitar a Juan el Bautista. Dicho y hecho, unos minutos después, uno de los siervos de la corte se presenta ante toda la concurrencia del salón de banquetes con la todavía sangrante cabeza del profeta del desierto.  

       ¿Quiso ver Herodes Antipas el rostro desencajado de un inocente flotando en su propia sangre? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que Salomé, sin una pizca o mueca de disgusto, toma el plato de manos del cortesano, y ni corta ni perezosa, se dirige a los aposentos de su madre para hacerle entrega de la testa de su mayor enemigo: “Entonces el rey se entristeció, pero a causa del juramento y de los que estaban con él a la mesa, mandó que se la dieran, y ordenó decapitar a Juan en la cárcel. Trajeron su cabeza en un plato, se la dieron a la muchacha y ella se la entregó a su madre.” (vv. 9-11) ¿Para qué querría esta pérfida mujer la cabeza del precursor de Jesús? Algunos hablan de que Herodías quiso burlarse de él, ensartando su lengua con una aguja y conservándola como recordatorio de que siempre se saldría con la suya. Más tarde en la historia, a modo de curiosidad, y durante el tiempo de la búsqueda de reliquias de santos, muchas han sido las iglesias católicas que han asegurado que tienen partes del cuerpo y el cráneo de Juan el Bautista, y como dijo alguien, “con los restos atribuidos al cuerpo de Juan Bautista el CSI podría reconstruir los cuerpos de los doce apóstoles y un par de romanos.” 

4. MISIÓN CUMPLIDA 

      Si la cabeza de Juan el Bautista era propiedad de la malvada Herodías, ¿qué ocurriría con el resto de su cuerpo mortal? El autor del evangelio nos informa de que, aun a pesar de la terrible muerte que se le dio, sus discípulos pudieron enterrar su cadáver y darle digna sepultura: “Entonces llegaron sus discípulos, tomaron el cuerpo, lo enterraron y fueron a dar la noticia a Jesús.” (v. 12)  

      Algunos de los discípulos de Juan el Bautista, los cuales todavía no lo habían abandonado para seguir a Jesús, cosa que el mismo Juan ordenó a sus seguidores antes de que le sobreviniese su encarcelación, todavía hacían guardia cerca de la fortaleza. Su misión era la de mantener informado a su maestro sobre todo cuanto acontecía en el mundo, y, de forma especial, sobre la trayectoria de su primo Jesús. Una vez convencido de que el Reino de los cielos se había acercado, y de que Jesús era el Mesías anunciado y prometido, Juan el Bautista deja que su llama vaya menguando para que el fuego del evangelio de salvación proclamado por Jesús crezca y dé luz a la humanidad. Juan asume su suerte y su rol en el plan salvífico de Dios, y cuando ve que el verdugo entra en el calabozo, sabe que ha cumplido fielmente con su labor, y que su Padre celestial le espera con los brazos bien abiertos para consolarlo y librarle del dolor sufrido en la tierra. 

      Un erudito bíblico llamado Belifrage, escribió algo muy hermoso e inspirador sobre Juan el Bautista en sus horas postreras: “En el resplandor de la gracia y la verdad de Cristo, Juan se regocijaba al ser reducido a la oscuridad, y ante semejante fama estaba contento con ser olvidado. Al haber sido diez mil veces más brillantes de lo que fueron sus honores, los habría colocado todos a los pies de Cristo. Juan en su ministerio no fue como la estrella de la tarde que se pierde en las tinieblas de la noche, sino como la estrella de la mañana que se pierde de vista en la claridad del día.” Juan el Bautista rompió esquemas y moldes establecidos y displicentes en el tiempo que le tocó vivir. Se mantuvo firme en las directrices marcadas por las Escrituras y nunca buscó agradar a los hombres antes que a Dios. Eso le granjeó grandes enemigos, pero también le hizo acreedor del afecto y la imitación de muchas personas que siempre procuraron el triunfo de la verdad y de la justicia. Los discípulos, tras haberlo enterrado en un lugar del que no tenemos conocimiento, decidieron que era la hora de ir en pos de Jesús y de contarle todo cuanto había sucedido en Macherus. 

CONCLUSIÓN 

     Si, como cristiano, quieres marcar la diferencia en este mundo, y decides romper cualquier esquema preconcebido que ataque o veje las enseñanzas bíblicas, aprende de Juan el Bautista y de su firmeza de carácter a la hora de enfrentarse con la mentira, la inmoralidad y la injusticia. Como dijimos al principio, romper esquemas no es algo fácil. Tal vez sumes muchos adversarios contra tu causa y la causa de Cristo. Seguramente serás vituperado, insultado, amenazado o marginado. Posiblemente, te etiquetarán groseramente para que pierdas de vista tu camino de discipulado tras las huellas de Cristo. Ten la seguridad de que si tienes redes sociales, te abrumarán con sus depravados argumentos, con sus proclamas irrespetuosas y con comentarios desagradables que quieren llevarte a ser políticamente correcto, a ser parte de la corriente que no piensa y que solo siente.  

     Quisiera que, mientras reflexionas sobre la clase de lucha que emprendió Juan el Bautista, sobre la cobardía de algunos hombres por complacer a determinados grupos de presión perversos, y sobre el odio visceral que puede albergar un corazón abyecto y homicida, también medites sobre las palabras de Hall, un autor cristiano: “Así como muchos hacen bien solo para que los hombres los vean, muchos hacen mal solo para satisfacer el humor y la opinión de los demás.”

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