HABLAR POR HABLAR

SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 11-12 “BAD GENERATION”
TEXTO BÍBLICO: MATEO 12:33-37
INTRODUCCIÓN
Recuerdo que, en mis años mozos, cuando todavía estudiaba en el instituto y en la universidad, al encerrarme en mi habitación para cerrar el día, siempre me ponía los auriculares para escuchar “El Larguero” de la Cadena SER a las doce en punto. Con el murmullo que procuraba la cadena de noticias deportivas durante hora y media, solía caer rendido, y en mitad de la madrugada, cuando notaba el tirón del cable de los auriculares al cambiar de postura en la cama, indefectiblemente coincidía con la emisión del programa que seguía a “El Larguero,” un espacio radiofónico llamado “Hablar por hablar” en el que personas de toda España, e incluso del extranjero, se dedicaban a “confesarse” con la presentadora de turno, a contar sus historias, historias que no le contarían a nadie de su entorno más inmediato por miedo a sus reacciones, historias que, de alguna manera catártica, les proveía de un marco en el que desahogarse y salir del armario. Uno podía escuchar narraciones personales ciertamente asombrosas, macabras, escabrosas que rozaban los límites de lo legal y de lo moralmente aceptable.
Este programa nocturno era el lugar propicio para hablar por hablar, para soltar tanto lo oscuro del alma humana, como para dar luz a injusticias cotidianas que es menester denunciar. Sin embargo, hablar por hablar no es siempre la solución. En demasiadas ocasiones, cuando hablamos por hablar es más fácil cometer errores, criticar sin misericordia a este o a aquel, tocar temas que provocan el conflicto o las malas interpretaciones, despotricar sobre alguien mientras despiezamos poco a poco cada recodo de su vida. Alguien dijo que, si uno no va a decir algo que edifique positivamente, lo mejor es permanecer callado, ya que en boca cerrada no entran moscas. Se ha perdido el encanto y la delicia del silencio. Queremos llenar esos momentos con palabras y conversaciones peregrinas, insustanciales, dañinas o triviales, porque nos asustan esos ratos en los que no hay nada beneficioso que decir, en los que es preciso realizar una introspección personal. La abundancia de palabras no garantiza un buen diálogo, ni el exceso de verborrea suelta avala el buen entendimiento entre las partes. Sería mucho mejor apelar a la economía verbal, aquella que solamente habla cuando es necesario o cuando se pretende entretener sin faltar al respeto del prójimo.
Nuestra generación es una generación tremendamente comunicativa. Tiene más canales que nunca a la hora de transmitir voluntades, comentarios, opiniones o críticas. El tiempo del monopolio de lo hablado o dicho ha dado lugar a la palabra escrita en murales digitales y virtuales. Ya no es necesario alzar la voz para promover una causa o para manifestar tus filias y tus fobias. Un mensaje de apenas cuatro líneas en Twitter, en Instagram o en Facebook es suficiente para que un aluvión de interacciones de cualquier parte del orbe terrestre caiga sobre ti cuestionando tu idea, afirmándola u odiándola. Hay personas que escriben sin pensar en las consecuencias de sus palabras, y otras que lo hacen para sacudir conciencias y razonamientos. Hay usuarios de redes sociales que ofrecen demasiada información o datos que en nada nos interesan, y hay otros que emplean su muro para compartir frases inspiradoras. Existen individuos que se disfrazan tras un alias o avatar para dar rienda suelta a sus terribles eslóganes, y otros que desnudan sin pudor su alma delante de millones de personas para ganarse unas buenas perras. Hay de todo, como en botica.
  1. UNA GENERACIÓN DE PALABRAS NECIAS
Jesús también reconoce a su generación como una generación que da demasiada importancia a la forma de las palabras, más que al contenido de las mismas. Entiende que los líderes religiosos han fallado estrepitosamente en su empeño de inculcar a sus conciudadanos que la letra con sangre entra. Se da cuenta de que las palabras que brotan de sus bocas no se corresponden con un estilo de vida absolutamente contrario a éstas. Recordemos que Jesús amonesta a los fariseos a causa de su terrible y absurda declaración de que éste expulsaba a los demonios porque él mismo tenía demonio. Les advierte de que sus manifestaciones son susceptibles de ser juzgadas por Dios, y les alerta contra el peligro de adjudicar a Dios mismo acciones diabólicas, blasfemando de paso contra la obra del Espíritu Santo. Jesús se detiene por un instante para reconvenir su manera de expresarse verbalmente, y lo hace considerando el interior de cada uno de ellos, de sus intenciones y de sus intereses ocultos.
En su afán porque estos fariseos, y por extensión todos aquellos que lo estaban escuchando en ese momento, comprendieran la realidad espiritual tan decepcionante y mezquina en la que estaban inmersos, escoge una nueva ilustración agrícola que la audiencia entendería a la perfección: Si el árbol es bueno, su fruto es bueno; si el árbol es malo, su fruto es malo, porque por el fruto se conoce el árbol.” (v. 33) He aquí un buen ejemplo de Perogrullo. Todo agricultor sabe que si un árbol da buenos frutos es bueno, y que, si es bueno, dará buenos frutos. Hasta aquí, Jesús es el maestro de la obviedad. ¿Pero de verdad era algo tan obvio para los fariseos?
Al parecer no era así. Si sus vidas fuesen rectas e íntegras, si se amoldasen a la voluntad de Dios, si prestasen mayor atención al espíritu de la ley que a la letra de la ley, si su testimonio no fuese un compendio de gestos y ademanes de cara a la galería, y si sus palabras dieran más luz que oscuridad a quienes las escuchasen, otro gallo cantaría. La realidad era más bien otra: condenación a troche y moche cuando alguien no se ajustaba a su superficial manera de ver las cosas, crítica sistemática a todo cuanto pudiese amenazar su estatus quo, insultos contra personas que simplemente hacían el bien al prójimo, difamación y diseminación de rumores contra individuos que intentaban levantar el ánimo y la esperanza a los marginados y cansados...
Los fariseos eran árboles malos que solo sabían dar frutos malos. Por fuera pudiera parecer como esos naranjos que se plantan en algunos paseos de las ciudades, los cuales a su tiempo dan unas naranjas aparentemente hermosas y relucientes. Pero si coges una de ellas, la pelas y pruebas uno de sus gajos, el amargor llena tu paladar por completo, y con un gesto de desagrado solo queda escupirlo y tomarse alguna bebida que te quite el regusto tan horrible que te ha dejado. Así es la mala generación de hoy día. Personas que se las dan de adalides de la corrección, de la educación y de los buenos modales, que dictan en sus redes sociales y en Youtube cómo hacer para que puedas ser como ellos de felices, y en un descuido fortuito, toda su fachada se ve manchada y salpicada por actos incoherentes con la imagen que habían dado en público. Políticos que predican la justicia social, la correcta administración de los bienes públicos y una ética intachable privada, pero que en cuanto comienzan a probar las mieles del poder, se someten a sus requerimientos y se vuelven corruptos. Personajes que te sonríen con una sonrisa fingida y te prometen su apoyo, pero cuando las cosas no te van bien, no dudan en ponerte a caldo y en darte la espalda. Religiosos que te dictan lo de “haz lo que te digo, pero no hagas lo que yo hago.” La palabra puede enmascarar durante un tiempo a un hipócrita, pero tarde o temprano, la careta de carnaval cae y deja al descubierto la podredumbre de una vida entregada a lo estético.
  1. UNA GENERACIÓN VIPERINA
Jesús no se contenta con ver a sus detractores confundidos y mirándose unos a otros tratando de averiguar exactamente qué quería decir con esta parábola arbórea. Incide en la idea de que las palabras son el fiel reflejo de lo que anida en nuestro interior: “¡Generación de víboras! ¿Cómo podéis hablar lo bueno, siendo malos?, porque de la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas, y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas.” (vv. 34-35)
Jesús da la impresión de venirse arriba en esta ocasión. Está indignado y enfadado con aquellos que tienen veneno bajo sus lenguas, y no evita tener que considerar a esta generación mala como una generación venenosa en sus manifestaciones contra el semejante. Con un cuajo tremendo, Jesús levanta su mirada y su dedo a los hipercríticos fariseos, y les tacha de víboras. ¿Qué quería decir Jesús a estos líderes religiosos empleando esta referencia ofídica? Les está diciendo que tienen una lengua bífida, que atacan sin avisar, a traición, y que su rutina es la de reptar por la vida buscando a quién inocular su doloroso veneno.
La generación viperina suele tener dos maneras de hablar sobre alguien: una melodiosa, suave y lisonjera cuando algo les interesa o cuando las convenciones sociales así lo demandan; y otra abrasiva, áspera y prejuiciosa, usada cuando el objeto de su inquina no está presente en la sala. Podemos reconocer a esta clase de personas en su rictus plástico cuando intentan suscitar una sonrisa no deseada, en su rigidez en los gestos, en su mirada huidiza y desviada, en su poca gana de hacer algo por nosotros. Sus palabras son educadas y correctas, pero su talante desdice por completo lo anterior. Te tratan con una supuesta atención, pero en realidad están anhelando el momento en el que desaparezcas de su vista para ponerte en el palo del gallinero. Cuando menos lo esperas, los hallas hablando pestes de ti, criticando todo lo criticable y más allá, y traicionando una presunta confianza dada. Los mundillos de la jet-set, de la farándula, de la moda, de la música y del famoseo superviviente no dejan de demostrar justamente esta percepción de esta mala generación.
La pregunta que Jesús se atreve a plantear a unos fariseos con los ojos como platos, con el entrecejo arrugado y con las bocas abiertas como cuevas, no espera una respuesta directa de su parte. ¿Es posible decir cosas buenas cuando tus pensamientos van en dirección contraria? ¿Podemos mostrarnos amables y afables con alguien mientras le deseamos que le atropelle un tren? Por poder, se puede. Otra cosa es que se deba. Se suponía de parte de los fariseos, aquellos que tenían por orgullo ser los más puros religiosamente hablando, que su deber era conducir y guiar al pueblo en pos de Dios desde su coherencia testimonial y práctica. Pero eso no es precisamente lo que sucede. Todo lo contrario. Sus corazones estaban llenos a reventar de soberbia espiritual, de sed de poder y de intenciones malignas.
Jesús podía leer este lamentable estado. Y lo que percibía en cada uno de los fariseos era algo aterrador. Si de la abundancia del corazón hablaba la boca, asignar a Jesús el papel de subordinado de Satanás lo decía todo de ellos. Toda la maldad que impregnaba cada rincón de sus almas surgía al exterior con el inequívoco y nauseabundo olor a podrido y corrompido. Somos esclavos de nuestras palabras y dueños de nuestros silencios, no lo olvidemos nunca. Y si nuestras conversaciones orbitan en torno a vanidades, a temas de dudosa índole, a murmuraciones y chismes, o a maldecir al hermano o la hermana, lo único que hacemos es dejar ver al mundo qué clase de personas somos en realidad.
Jesús compara nuestra alma, la sede de nuestros deseos y pensamientos, el centro de nuestra esencia y de nuestra voluntad, con un tesoro, con aquello que más estimamos y por lo cual vivimos y nos movemos en la vida. Todos tenemos un cofre en el que encerramos lo más precioso de nuestra existencia: el oro de nuestro amor por nuestro esposa o esposo, las joyas preciosas del cariño que profesamos a nuestros hijos y padres, los diamantes de nuestra entrega a Dios, la plata de nuestros hobbies y aficiones, los doblones de nuestra vocación profesional o espiritual... pero los tesoros no solamente son de piedras preciosas y metales nobles. Hay personas malvadas que solamente saben acumular en sus corazones carbón de odio y rencor, sedas de avaricia y codicia, oropeles de sed de poder y de reconocimiento, petróleo de mediocridad y pereza, hojarasca de perversiones sexuales sin nombre... Lo que define a una persona buena es su manera de hablar y bendecir en consonancia con su forma de ser bondadosa y de hacer la voluntad de Dios. Lo que etiqueta a una persona mala es un estilo de parla maledicente, negativista y mentiroso, al cual acompaña un talante moral discutible y oscuro, y una serie de acciones delictivas y depravadas. Tus palabras dicen más de ti de lo que te imaginas. ¿Qué podrá decir de ti la gente cuando te escuche hablar?
  1. UNA GENERACIÓN A JUICIO POR SUS PALABRAS
Si los fariseos estaban furiosos de por sí contra Jesús, ahora se muestran fuera de sí, sin saber dónde esconderse de estas acertadísimas declaraciones. Los colores suben a sus rostros, y del rojo intenso pasan al color púrpura, con una mezcla de vergüenza y de odio cerval que podía explotar en cualquier momento. Pero antes de que pudieran reaccionar, Jesús vuelve a lanzarles otra carga de profundidad con el ánimo de desarbolar todo su intrincado y bien elaborado mundo de hipocresías: “Pero yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio, pues por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado.” (vv. 36-37)
¿Qué es una palabra ociosa? Una palabra ociosa es una palabra dicha sin oficio ni beneficio, es una expresión inoportuna, falsa y alevosa, es una manifestación verbal que no viene a cuento y que hiere más que una afilada daga, es una conversación hipercrítica en la que se mira la paja del ojo ajeno sin reparar en la viga del ojo propio, es hablar por hablar, sin ton ni son, sin pensar ni reflexionar sobre el contenido de la charla, es cotorrear sin sentido mientras se ensucia el nombre y la reputación de alguien que está ausente, es parlotear al viento sospechas infundadas para animar el cotarro, es Radio Patio haciendo trizas y trozos la fama de alguien que no nos cae nada bien. Pensemos por un momento cuántas de las palabras que salen de nuestro corazón y de nuestras cuerdas vocales han bendecido a alguien. Y ahora reflexionemos sobre cuántas palabras o frases hemos dejado caer para mortificar o agredir espiritualmente a otras personas. ¿Cuál es el saldo restante? ¿Positivo? ¿Negativo?
Como suele pasar, tal vez hoy más que nunca, puesto que nuestras palabras pueden ser grabadas en audio o las letras escritas pueden ser almacenadas en la nube virtual de internet, nuestras palabras serán las que nos justifiquen o las que nos condenen. A mi mente vienen esas personas que, cuando eran más jóvenes, posteaban en redes sociales determinados ataques de discutible gusto, y que cuando siendo ya adultos, con expectativas políticas o deportivas, ven cómo la hemeroteca les hace sonrojar con esas declaraciones altisonantes que ahora les puede pasar factura en el presente. Debo reconocer que a veces uno tiene la tentación de rebatir, de discutir o de contestar a algunos individuos que han posteado algo que te remueve el alma y que te indigna muchísimo. Ahí es donde uno debe pensar con comedimiento y medida si vale la pena lanzarse a la arena de los escarnecedores y convertirse en uno de ellos.
Dios juzgará todo cuanto digas en esta vida, sea bueno o sea malo, sea verdadero o sea falso, sea de bendición o sea de maldición. Y en ese día no podrás cambiar la versión de lo que dijiste. El Señor abomina de aquellos que se dedican por completo a las habladurías, al chismorreo o a las difamaciones. La discreción debe ser uno de los aspectos que más habríamos de cultivar y atesorar en nuestro corazón, y seguramente nos libraremos de más de un problema con los demás.
CONCLUSIÓN
Nuestras palabras pueden marcar una gran diferencia en el mundo en el que vivimos. Nuestro mensaje debe ser diametralmente opuesto al mensaje ambiguo y sofista de muchas personas que parecen y no son. Nuestras conversaciones han de estar sazonadas con gracia, misericordia y respeto por la vida de los demás. Nuestras publicaciones en las redes sociales deben hablar de quiénes somos en Cristo, en lugar de hablar de quiénes somos sin Él. Nuestras charlas entre amigos y familiares han de estar dirigidas por el Espíritu Santo, para que éste nos entregue sabiduría de lo alto para saber qué decir y cómo responder. Nuestras sospechas o dudas deben permanecer dentro de nosotros y no fuera. Y lo que los demás nos digan de Mengano o de Zutano, debe morir en nosotros para que la rueda ardiente de la lengua no siga incendiando hogares y vecindarios. A palabras necias, oídos sordos.
Dime de qué hablas y te diré quién eres, dijo Jesús. ¿Qué clase de persona escoges ser?

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