DESCENDENCIA
SERIE
DE ESTUDIOS EN GÉNESIS SOBRE LA VIDA DE ABRAHAM “ABRAHAM, EL PADRE
DE LA FE”
TEXTO
BÍBLICO: GÉNESIS 25:1-11
INTRODUCCIÓN
Siempre
he escuchado que las historias no deben ser juzgadas por sus
comienzos, sino por cómo terminan. Del mismo modo en que cuando
compramos un libro no iniciamos su lectura empezando desde el final,
la vida de las personas deben ser leídas, no por su pasado, sino por
lo que son justo al borde de su terminación. De todas formas, los
seres humanos, en la mayoría de los casos, intentamos redondear el
final existencial de los individuos que fallecen con expresiones que
tienen como meta resaltar lo positivo y no lo negativo de su andadura
vital. En el día de su óbito son innumerables los comentarios, unas
veces impostados y forzados, que desean recordar al finado desde sus
virtudes y no desde sus defectos, por muy grandes y señalados que
pudiesen ser.
¿Para qué introducir
en un panegírico, frases que desluzcan un momento severo y luctuoso?
¿Qué necesidad hay de enfatizar que la persona fallecida era un
auténtico tirano con su familia y con sus allegados? ¿No es mejor
dar carpetazo elegante y sencillo a una trayectoria repleta de
malogradas memorias? Estas son preguntas que nos hacemos sobre todo
quienes tenemos que oficiar el sepelio de alguien indeseable en vida,
o quienes tenemos que componer una breve semblanza sobre una persona
que mientras respiró hizo daño a sus coetáneos.
Sin
embargo, ¡qué paz y que gozo supone poder llenar de emoción las
palabras que dirigimos a la honra y nobleza de alguien que ha
traspasado la frontera del más allá! Cuando hemos tenido que
despedir a una persona que ha pasado por este mundo siendo de
bendición para la sociedad, para su familia y para sus amigos, ¡qué
satisfacción llena nuestra alma y nuestra boca a la hora de traer a
la memoria los innumerables beneficios de haberle conocido! ¡Qué
suspiro de alivio brota de nuestro espíritu cuando fluyen
naturalmente todos los parabienes y alabanzas que dedicamos al alma
que ha cruzado el umbral de lo desconocido! La incomodidad de
pergeñar un discurso lo más cercano a la realidad, pero sin romper
el ambiente de recogimiento y consuelo que se requiere de un
entierro, pasa a ser un privilegio cuando el fallecido ha sido un
ejemplo y modelo de vida.
¿Y
qué decir de los epitafios que se cincelan en las lápidas de nichos
y tumbas? En un recorrido curioso por las distintas oraciones que los
descendientes o amigos del finado depositan en la losa de mármol,
podemos llegar a descubrir, bien el cariño de los que quedan con
vida, o bien el descanso que deja aquel que ya cesó de transitar por
este plano terrenal. Epitafios con una gran carga de sarcasmo como
“Señor, recíbela
con la misma alegría con que yo te la mando,”
o “Yace aquí un
hombre que en vida hizo mucho bien y mucho mal… Todo el bien que
hizo lo hizo mal, y todo el mal que hizo lo hizo bien,”
nos habla a la perfección del carácter de los finados. Y epitafios
que recalcan que nunca dejaría el fenecido de dejar una huella
indeleble en los corazones de aquellos a los que deja en este lado
del mundo, nos ayudan a comprobar que el amor y el afecto hacia
personas de buena fama y mejor reputación, siempre permanecerá.
- UNA DESCENDENCIA IN CRESCENDO
¿Qué
epitafio podríamos esculpir en la roca donde los restos de Abraham
fueron colocados tras su muerte? Después de haber estudiado a fondo
la dinámica vital del patriarca, y tras contemplar los claroscuros
de sus decisiones e instantes cruciales, ¿qué valoración dar a
Abraham y a su vida en la hora de su sepultura? No existe mejor
epitafio o panegírico para un ser humano que justamente el que
ofrece Dios. En las palabras reveladas por el Señor a Moisés,
escritor y compilador de las historias de los orígenes de Israel,
encontramos el favor, el cariño y la ternura que Dios sentía por su
amigo Abraham. ¿Había metido la pata en más de una ocasión? Por
supuesto, ¿quién no? ¿Había sido de ayuda o auxilio para sus
semejantes en el transcurso de su existencia? Eso es indudable a
tenor de las narrativas que hemos ido escudriñando en estas últimas
semanas. Por ello, desde la perspectiva de Dios, habremos de entender
y comprender las últimas palabras que Moisés dedicará a Abraham.
El
autor de Génesis desea hablarnos de la situación familiar que se
presenta tras la muerte de Sara, hecho que siempre quedaría grabado
en la mente del patriarca. Abraham, con unos treinta y cinco o
treinta y ocho años de vida que le quedan por delante, decide volver
a casarse para seguir multiplicando su linaje como las estrellas del
cielo: “Abraham
tomó otra mujer, cuyo nombre era Cetura, la cual le dio a luz a
Zimram, Jocsán, Medán, Madián, Isbac y Súa. Jocsán engendró a
Seba y a Dedán; e hijos de Dedán fueron Asurim, Letusim y Leumim. E
hijos de Madián: Efa, Efer, Hanoc, Abida y Elda. Todos estos fueron
hijos de Cetura. Abraham dejó a Isaac todo cuanto tenía. A los
hijos de sus concubinas les dio Abraham regalos; pero, cuando aún
vivía, los separó de su hijo Isaac enviándolos hacia las tierras
del oriente.” (vv. 1-6) Cetura,
cuyo nombre significa “especias,” será esposa de Abraham durante
tres décadas y media. No se nos habla de ella, de su procedencia, de
su carácter o de su hermosura, pero sí que se nos reseña la gran
capacidad reproductora que ésta tenía, y lógicamente, que Cetura
debía ser una mujer joven con amplias posibilidades para dar una
amplísima descendencia a Abraham.
Varios
son los hijos que dará Cetura a Abraham, todos ellos muy ligados a
los territorios del sur de Canaán y de los lindes con la península
arábiga. De entre los seis vástagos que Abraham tiene tras el
nacimiento de Isaac, hay un nombre que nos suena por encima de los
demás: Madián. Madián será el antecesor de un pueblo terrible,
violento y conocido por sus ofensivas relámpago sobre las cosechas y
los ganados de los israelitas en un futuro lejano. Además de estas
actividades rapaces, fueron considerados grandes comerciantes que
viajaban por Oriente Medio a horcajadas sobre sus camellos y
dromedarios. Se establecieron cerca de Moab, con quien hicieron
pactos de colaboración, y al nordeste del Sinaí en la ruta de Edóm
a Egipto, muy cerca del desierto de Parán, ocupado por los
ismaelitas. Es curioso que, precisamente, el suegro de Moisés,
Jetro, proviniese de una de las ramas de los madianitas. Son unos
mercaderes madianitas quienes compran a José a sus hermanos, y
quienes lo venden a Potifar el egipcio. Eran adoradores de Baal, dios
de la fertilidad cuyo culto se extendía a lo largo y ancho de
Canaán.
Es
interesante comprobar cómo Abraham, de la misma manera en que
hiciera con su primogénito Ismael, prefiere que sus hijos, a
excepción de Isaac, se busquen la vida fuera del campamento. En
cuanto ya están creciditos, Abraham los despacha del territorio en
el que vive él y su hijo, con el objetivo de que ninguno de sus
otros vástagos entorpeciera la misión y el propósito de Dios para
con Isaac. La herencia ya había sido adjudicada a Isaac, el hijo de
la promesa, por lo que Abraham, en su gran abundancia de recursos y
riquezas, obsequia a sus descendientes con lo necesario para comenzar
desde cero en otras latitudes, y puedan convertirse en auténticas
naciones en el porvenir. Algunas de estas naciones, como ya hemos
comprobado con los madianitas, iban a resultar un verdadero incordio
con el paso de los años, y un obstáculo para la paz y tranquilidad
de Israel. Toda esta planificación fue hecha en vida de Abraham, en
orden a evitar peleas fratricidas con tintes dramáticos y trágicos.
- UN EPITAFIO DIGNO DEL AMIGO DE DIOS
Después
de repasar sucintamente este apartado relacionado con el inicio de
una línea genealógica en potencia sumamente poderosa, llega el
final de la historia de Abraham, su epitafio: “Los
días que vivió Abraham fueron ciento setenta y cinco años. Exhaló,
pues, el espíritu, y murió Abraham en buena vejez, anciano y lleno
de años; y fue reunido a su pueblo. Lo sepultaron Isaac e Ismael,
sus hijos, en la cueva de Macpela, en la heredad de Efrón hijo de
Zohar, el heteo, que está enfrente de Mamre, la heredad que compró
Abraham de los hijos de Het. Allí fueron sepultados Abraham y Sara,
su mujer. Y sucedió, después de muerto Abraham, que Dios bendijo a
Isaac, su hijo; y habitó Isaac junto al pozo del
«Viviente-que-me-ve».” (vv. 8-11)
Largura
de días fue el resultado que obtuvo el patriarca a causa de su
obediencia, lealtad y fe para con el Señor. Y del mismo modo en que
Dios insufló en el embrión que se convertiría en el padre de la
fe, el espíritu de vida, así el Señor vuelve a tomarlo para sí,
haciéndolo regresar al que lo dio, devolviéndolo al seno de la
fuente de toda vida. Dios recoge con mimo y dulzura el alma de
Abraham, la cual reposará de sus trabajos y sinsabores, y cuya
imagen perdurará en el imaginario del judaísmo como el lugar al que
todo buen creyente en Dios iría a parar tras su deceso. Ahí tenemos
el caso de la parábola del rico y Lázaro que Jesús contó siglos
después para confirmárnoslo.
El
epitafio que Dios cincela en la lápida de Abraham es sencilla, pero
profunda en sus implicaciones espirituales. Muere en buena vejez,
rodeado de los suyos, satisfecho por toda la obra de sus manos,
descansando en las manos del Dios provisorio y que cumple con sus
promesas, y contemplando cómo todo existe y permanece en armonía y
orden. Muere anciano y lleno de años, es decir, que su longevidad,
signo inequívoco de haber vivido una vida en la que la rectitud, la
justicia y la hospitalidad fueron sus credenciales delante de Dios.
Sabemos por la teología propia del Antiguo Testamento que una vida
acortada o minada por las enfermedades suponía un indicio claro de
haber cometido pecados contra Dios y contra el semejante, cosa que,
como vemos, no sucede con el patriarca. Por último, se nos dice que
Abraham es reunido con sus ancestros, con su pueblo. Sus restos
mortales serían sepultados en la tierra, pero su alma encontraría
la felicidad suprema al presentarse delante de Dios en compañía de
aquellos que lo precedieron y que Dios había juzgado eran dignos de
vivir eternamente. Esta era la manera en la cual se referían los
hebreos al momento culminante en el que alguien abría la puerta del
más allá para encontrarse con el Dios vivo.
No
existe mejor evidencia de la trayectoria vital que uno ha dejado en
este lado de la realidad, que ver a sus dos principales descendientes
velando la tumba de su padre. Es estremecedor y emocionante
contemplar a Ismael,
heredero legítimo de Abraham, unido a Isaac, el primogénito, unidos
por el dolor de la pérdida de su padre. Todas aquellas trifulcas y
peleas que hubo entre ambos son dejadas de lado en el preciso
instante en el que colocan el cadáver de su progenitor en el mismo
lugar en el que fue sepultado el cuerpo de Sara, en el terreno
adquirido años ha por Abraham a los heteos. Allí están, codo con
codo, dando el último adiós a su padre, y después de esto, vuelve
cada uno a su territorio y a sus asuntos sin mayores aspavientos o
problemas. Isaac, que ya comienza su propia historia al fenecer su
padre, hereda, no solamente las propiedades y bienes que
pertenecieron a su ya fallecido progenitor, sino que también recibe
el legado de la bendición que Dios había dado a Abraham durante
largos años.
CONCLUSIÓN
¿Has
pensado alguna vez en qué recordarán las personas que te conocen
cuando mueran? Sé que puede parecer un ejercicio un tanto sombrío y
macabro, pero nunca está de más meditar y reflexionar sobre este
asunto de vez en cuando, dado que esto nos ayudará a valorar y
analizar el curso que estamos dando a nuestras vidas, el testimonio
que ofrecemos a nuestra sociedad, y el destino que nos aguarda cuando
nuestro último estertor sea exhalado. ¿Qué epitafio escribirán
sobre ti? ¿Qué panegírico te dedicarán para honrar o deshonrar tu
nombre? ¿Grabarán en el mármol palabras de nostalgia y recuerdo, o
serán expresiones propias de la convención social mediocre? ¿O
serán frases de alivio que los que aquí quedan colocan en tu última
morada terrenal para indicar el fracaso de ser humano que fuiste?
Todo depende del grado de obediencia, de comunión y de coherencia
con la fe que depositamos en Dios.
¿No
querrás que tu epitafio se asemeje al de Noé (“Hizo
conforme a todo lo que Dios le mandó”),
al de David (“Varón
conforme al corazón de Dios”),
o al de Job (“Hombre
perfecto, recto, temeroso de Dios y apartado del mal”)?
¿O querrás ser recordado con las últimas palabras que se dedicaron
a Himeneo (“Naufragó
en cuanto a la fe”)?
En tus manos y en las manos del Señor está poder dejar un legado y
una remembranza dignos del llamamiento con que Cristo te llamó, y un
recuerdo lo más cercano a lo que fue la vida de Abraham, el padre de
la fe.
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