ESCEPTICISMO AL CUADRADO
SERIE
DE SERMONES SOBRE MATEO 11-12 “BAD GENERATION”
TEXTO
BÍBLICO: MATEO 12:38-42
INTRODUCCIÓN
La
fe en Dios como concepto ha dejado de demostrar ser válida para esta
mala generación actual. Este mal endémico ha llegado a enquistarse
y a reproducirse en el organismo vivo que es la iglesia de Cristo en
nuestros tiempos. Cuando se acude al templo, cuando surge el deseo de
ser cristiano y cuando el anhelo por servir a Dios parte de señales,
milagros o acciones sobrenaturales, debemos ser precavidos y lo
suficientemente sinceros con nosotros mismos como para valorar si la
fe adquirida es auténtica o simplemente es una respuesta emocional
superficial que no cesa en su demanda de nuevas experiencias
ultraterrenos. Muchas personas pueden llegar a sentarse en los bancos
de capillas, escuchar los sermones de predicadores de voz
altisonante, participar activamente en la vida de estas
congregaciones, pero solamente hacerlo si se les ofrece la
oportunidad de recibir un nuevo chute de adrenalina en forma de
sanidad, trance extático o revelación angélica. Nuestra generación
es una buscadora de vivencias, sensaciones y emociones fuertes. Lo
que prima es el sentimiento sobre la verdad del sacrificio del
discipulado. Si en esta iglesia no hay servicios de curaciones, o de
expulsión de demonios, o sesiones de glosolalia caótica, lo mejor
es trasladarse a otra comunidad de fe donde el espectáculo se
superponga a la predicación bíblica, al culto sencillo y
espiritual, y a un ambiente en el que la adoración significa un
equilibrio entre los sentimientos y la racionalidad.
En
cuántas ocasiones no habré escuchado decir que en determinada
iglesia no está el Espíritu Santo porque no se transige con las
tendencias de dudosa calidad bíblica que provienen de otros lugares
allende los mares. Se ha confundido la vida de una congregación con
los espasmódicos movimientos que provienen de emocionalismos
incontrolados. Se ha confundido la fe con las señales. Se ha
confundido la idea de ser espiritual con detentar una serie de dones
carismáticos sobrenaturales y a cuál más llamativo e impactante.
Muchas personas viven en una dinámica continua de descubrimiento de
innovadoras experiencias místicas, en un seguimiento de las últimas
tendencias y modas espiritualistas, en una adoración de personajes
grandilocuentes que prometen asombrosas y alucinantes experiencias
metahumanas. Esto se convierte en una especie de adicción en la que
nunca se tiene bastante, y en la que se puede llegar a caer en la
trampa de charlatanes, herejes de baja estofa, y de supuestos
escogidos y ungidos del Señor, que solamente tienen como meta
desplumar a los incautos e ignorantes buscadores de sensaciones. La
generación mala con la que nos las tenemos que ver es
sensacionalista y altamente impresionable, aunque, por otro lado, sea
incapaz de creer en aquello que es cierto y verdadero.
- SEÑALES PARA UNA GENERACIÓN MALVADA
Habiendo
dejado al descubierto las verdaderas intenciones de los fariseos,
éstos no tienen suficiente. Jesús acaba de desenmascarar a sus más
fieros enemigos delante de la multitud, y, sin embargo, en lugar de
realizar un acto de autocrítica, pretenden volver a tenderle una
nueva emboscada. Aprovechando que Jesús se ha autoproclamado Hijo de
Dios, mayor que el Templo y que Salomón, unos cuantos escribas y
fariseos requieren de Jesús que despliegue su presunto poder y así
todos sepan que es el Mesías prometido y esperado. Si Jesús obra un
gran milagro, la muchedumbre entonces tendrá la absoluta certeza de
que éste es el ungido del Señor: “Entonces
respondieron algunos de los escribas y de los fariseos diciendo:
—Maestro, deseamos ver de ti una señal.” (v. 38)
¿Eran
sinceros estos que acuden a Jesús pidiendo una evidencia real de su
filiación divina? ¿O más bien se trataba de una añagaza con que
tirar aún más de la lengua a Jesús y así acusarlo con testigos de
una blasfemia mayúscula? El caso es que se acercan con una
apariencia de humildad que nos da qué pensar. Consideran a Jesús un
maestro. Le otorgan el título que solamente corresponde a una
persona eminente, respetable y con una autoridad contrastada para
enseñar y guiar espiritualmente a otras personas. Hasta aquí todo
parece correcto. Lástima no poder recoger el tono con el que se
dirigen a Jesús, puesto que así sabríamos a qué atenernos a
continuación.
Su
ruego o petición es, aparentemente, sencilla y simple. Una señal,
un indicio, un signo de que Jesús era quien decía que era. Una
maravillosa obra que disipara las dudas alrededor de su persona. Un
prodigio estremecedor que esclareciese totalmente su identidad. Pero
he aquí que hay un matiz que revisar. Jesús había estado llenando
la región con sanidades, exorcismos, resurrecciones y otras
manifestaciones taumatúrgicas increíbles. ¿No era suficiente carta
de presentación esta que Jesús mostraba a los habitantes de esa
zona? Pues, recordando el rapapolvo que Jesús da a Corazín,
Betsaida y Capernaúm sobre la incredulidad que en estas ciudades
abundaba, parece que Jesús no había demostrado todavía quién era
en realidad. Sus argumentos sobrenaturales no habían impresionado a
nadie, y mucho menos a estos escribas y fariseos. Necesitan algo más,
una indicación majestuosa y gloriosa, fulgurante y visible, que les
provocase a creer en Jesús. Si Jesús no se quita la capucha de su
misteriosa ascendencia, nadie iba a creerle. Si, por el contrario,
ofrecía un fantástico espectáculo de luz, color y sonido, era
posible al fin que su dureza de corazón pudiese resquebrajarse un
poquito. Condicionan su fe a lo visible y lo palpable, a lo concreto
y sensible, no a lo invisible y espiritual.
- UNA SEÑAL ROTUNDA A SU DEBIDO TIEMPO
Jesús
los mira de hito en hito. De nuevo, escudriña sus pensamientos e
intenciones. Y no percibe que éstos sean puros y humildes. Los
escribas y los fariseos que esperan con los ojos entrecerrados y los
ceños fruncidos una respuesta de Jesús se frotan mentalmente las
manos, con la esperanza de que la carrera de Jesús termine con un
exabrupto, con una declaración blasfema o con la demostración
fehaciente de que solo era un advenedizo más que se hacía pasar por
Mesías. Pero Jesús, siempre tan sorprendente y clarividente, les
lanza una advertencia tremendamente semejante a la que dio a las tres
ciudades incrédulas: “Él
respondió y les dijo: —La generación mala y adúltera demanda
señal, pero señal no le será dada, sino la señal del profeta
Jonás. Como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y
tres noches, así estará el Hijo del hombre en el corazón de la
tierra tres días y tres noches.” (vv. 39-40)
Jesús
comienza su contestación con una invectiva dura y áspera, la cual
retrata fielmente la clase de personas con las que estaba tratando.
Se trata de una generación de personas malvadas, con veneno en el
corazón y en las tripas, con una habilidad tenebrosa para obrar el
mal, cerrando a cal y canto su alma a la luz del evangelio de Jesús.
Además, se trata de una generación adúltera, una generación que
ha cambiado su fe en Dios por una fe en las señales. Es un grupo
social que ha olvidado amar a Dios para entregar su afecto a los
ídolos del poder, la notoriedad y el orgullo espiritual.
Jesús
les va a dar una señal. Una evidencia clara y nítida de su genuina
naturaleza e identidad. Pero no se la va a dar ahora, cuando ellos
quieren, ya, inmediatamente. El ser humano ansía que Jesús
precipite la revelación del misterio de su esencia. Si Jesús
hubiese realizado una grandiosa manifestación milagrosa en ese
instante, hubiera traicionado los tiempos bajo los que se regían los
propósitos de su ministerio y misión. No estaba en su mano acelerar
el proceso. Satanás en el desierto, al auparlo al pináculo del
Templo para que se precipitase desde allí, ya lo había intentado,
pero Jesús había resistido la tentación. Su misión no era ser
reconocido mientras caminase por la tierra, sino que todos pudiesen
reconocerlo en su muerte y resurrección. A su tiempo, tras ser
apresado y juzgado, después del ensañamiento de la soldadesca y
tras el vituperio de sus compatriotas, sería crucificado
vergonzosamente, y resucitaría a los tres días, dejando atrás las
entrañas de la tierra para comisionar a su iglesia. Jesús emplea la
figura de Jonás, profeta del Señor, para remarcar la idea de esta
señal y para proclamar una vez más que era mayor que éste, sin
acabar de declarar públicamente que Él era Dios mismo encarnado.
La
muerte y resurrección de Jesús debería ser suficiente como para
que las personas que de verdad tenían fe en él se mantuviesen
firmes hasta el final. Mientras Jesús daba de comer a manos llenas a
la multitud, mientras sanaba todas las dolencias y enfermedades, y
mientras expulsaba a los espíritus inmundos de maltrechos seres
humanos, las masas lo seguían encantadas y extasiadas. Adoraban a
Jesús. Era lo mejor que les había pasado nunca. La entrada triunfal
a Jerusalén atestigua el grado de fervor que existía entre el
populacho con respecto a Jesús y sus hazañas. Miles de personas lo
acompañan a la ciudad santa para ser testigos oculares de una
revolución espiritual, política y religiosa. Pero en el instante en
el que es prendido y ajusticiado, ¿dónde están esos millares que
lo aplaudían y que lo escoltaban?
Es
solamente tras la resurrección de Jesús que contemplamos cómo
únicamente unos pocos de sus discípulos, y no sin esfuerzo y
dificultades, reciben su visita y su fe es respaldada por su
misteriosa aparición en la guarida de los apóstoles. La fe genuina
surgió a posteriori de un hecho que, en primera instancia, parecía
una derrota, un fracaso, el fin de un sueño hermoso, y el comienzo
de una pesadilla de persecuciones y detenciones. Aquellos que
pusieron su confianza solo en las señales, incluso pasaron a formar
parte del ejército de adversarios del cristianismo, y demostraron
así que su fe era endeble y que estaba cimentada en experiencias
superficiales de piedad.
- EL JUICIO DE NÍNIVE Y LA REINA DEL SUR
Utilizando
la misma técnica de comparación ya empleada en el capítulo 11 de
este evangelio, Jesús arremete sin miramientos contra esta mala
generación que solo pide señales y cuya fe es voluble y caprichosa:
“Los
hombres de Nínive se levantarán en el juicio con esta generación y
la condenarán, porque ellos se arrepintieron por la predicación de
Jonás, y en este lugar hay alguien que es más que Jonás.” (v.
41)
Siguiendo el hilo de la narrativa de Jonás y de su misión
evangelizadora en Nínive, capital de Asiria, y nación pagana e
idólatra, Jesús quiere dar a sus detractores una lección capital.
Cuando llegue el juicio final, muchos de esos judíos que se creían
monopolizadores de la salvación de Dios, que pensaban que el Señor
estaba únicamente de su lado, y que eran los elegidos para gobernar
los cielos, se llevarán la impresionante sorpresa de sus vidas.
Aquellos ninivitas que se arrepintieron a causa del ministerio
profético de Jonás, que escuchando su mensaje de salvación se
dieron cuenta de su vana manera de vivir, y que oyendo el juicio que
les sobrevendría en caso de seguir pecando tan flagrantemente como
lo habían estado haciendo hasta ese momento, serían sus jueces
cuando el Señor dictaminase el destino eterno de toda la humanidad.
Contrastar
a un ninivita con un fariseo o escriba era un ejercicio estridente y
humillante, al menos para los oídos de estos últimos. Si Jonás,
que era un profeta tan nacionalista o más que ellos, que intentó
por todos los medios eludir su responsabilidad profética en favor de
unos paganos como eran los ninivitas, que, incluso después de
constatar el poder del perdón de Dios sobre la ciudad de Nínive,
todavía se quejaba amargamente de que hubiesen sido salvados, había
predicado peinando la capital asiria, y el resultado fue
abrumadoramente positivo, ¿cómo era que los fariseos y escribas,
élite religiosa judía, no fuesen capaces de acoger de buen grado
las enseñanzas y las predicaciones de arrepentimiento y perdón de
Jesús? Si Jesús, que era Dios encarnado, no observaba cambio o
contrición entre aquellos a los que comunicaba su evangelio, algo
estaba pasando, algo mucho peor que lo acontecido en Nínive. La
generación mala era escéptica al cuadrado en relación a Jesús, y
si ésta no era capaz de ver en Jesús el privilegio de que Dios
mismo descendiera de su estrado de gloria para ofrecerles
reconciliación, redención y amor, el juicio definitivo de Dios los
sentenciaría a cadena perpetua en el mismísimo infierno.
Por
si este ejemplo del Antiguo Testamento extraído de los libros
proféticos no fuese bastante, Jesús también apela a otro episodio
histórico que escribas y fariseos conocían a la perfección, para
echarles en cara su talante escéptico y malevolente: “La
reina del Sur se levantará en el juicio con esta generación y la
condenará, porque ella vino desde los confines de la tierra para oír
la sabiduría de Salomón, y en este lugar hay alguien que es más
que Salomón.” (v. 42)
La reina del Sur, o más conocida como la reina de Saba, habiendo
oído de la fama de la sapiencia salomónica, quiso cerciorarse de
primera mano de estos comentarios. La reina del Sur era también
pagana, pero no le duelen prendas a la hora de escuchar de viva voz
de Salomón el origen de esta sabiduría tan elocuente y famosa.
Desde lo que hoy es Somalia y Etiopía, esta reina viajó cientos de
kilómetros para verificar en persona el alcance de la ciencia de
Salomón. Y ya en presencia del rey de Israel, pudo comprobar que los
rumores y los informes no hacían suficiente justicia a este don que
el propio Salomón reconocía venía de parte de Dios.
Allí
creyó la reina de Saba en la altura intelectual y sapiencial de
Salomón: “¡Es
verdad lo que oí en mi tierra de tus cosas y tu sabiduría! Yo no lo
creía hasta que he venido y mis ojos han visto que ni aun se me dijo
la mitad: tu sabiduría y tus bienes superan la fama que yo había
oído. ¡Bienaventurados tus hombres, dichosos estos tus siervos, que
están continuamente delante de ti y oyen tu sabiduría!
¡Y
bendito sea Jehová, tu Dios, que te vio con agrado y te ha colocado
en el trono de Israel!, pues Jehová ha amado siempre a Israel, y te
ha puesto como rey para que hagas derecho y justicia.” (1 Reyes
10:6-9)
La
reina del Sur llegó a reconocer y confesar que Dios era la fuente de
tanta bendición y prosperidad, de tanta sabiduría y consejo, y
adoró al Señor de una forma muy hermosa. Pero, ¿qué hacían los
escribas y los fariseos que se acercaban a Jesús? No tenían que
recorrer rutas lejanas y distantes para encontrarse con alguien mayor
que Salomón, y, sin embargo, lo atacaban e intentaban zancadillear
con sus mordaces preguntas e inquisiciones. En lugar de confirmar la
grandeza espiritual y didáctica de Jesús, pretenden menoscabar su
autoridad con afirmaciones absurdas e interesadas. En vez de
disfrutar y beber de la sabiduría que brotaba de los labios de
Jesús, su empeño estaba en descabalgarle de sus discursos a base de
interrogantes intrincados y ponzoñosos. Jesús, que era más que
Salomón, personaje enormemente apreciado por los líderes religiosos
judíos, les presentaba el mensaje de salvación, y éstos lo
cuestionaban con un escepticismo ridículo.
CONCLUSIÓN
Nuestra
generación es bastante similar a la mala generación de Jesús. En
un mundo en el que las evidencias de la existencia, muerte y
resurrección de Jesús son históricamente probables, la gente
prefiere, no solo no creer, sino mancillar la pureza del evangelio de
Cristo. Se les predica, se les anuncia el evangelio del Reino, y, no
obstante, prefieren ir en pos de experiencias personales de índole
mística y supersticiosa. Si no sienten, no creen. Si la religión de
turno no les ofrece la posibilidad de tener acceso a vivencias
paranormales, extraterrenas o sobrenaturales, no tiene validez o
relevancia. Muchas personas viven permanentemente con las lentes del
emocionalismo, y esto simplemente lleva al caos. Cuando priorizamos
el corazón sobre la mente, y si prestamos más atención al
subjetivismo que a la objetividad bíblica, nos estaremos equivocando
y nos deslizaremos a un totum revolutum de creencias basadas
específicamente sobre las señales, los milagros y las evidencias
metafísicas.
Nuestra
fe en Cristo debe fundamentarse en él y solamente en él. Ni las
circunstancias, ni las emociones o los sentimientos, ni la frialdad
racionalista, deben hacernos apartar nuestra mirada de Cristo. No
creemos en él porque lleva a cabo milagrosos hechos en nuestra vida,
ni porque nos bendice con prosperidad material, ni porque nos
demuestra su gracia con indicios probatorios increíbles. Creemos en
él, porque a pesar de las señales, él es nuestro Señor y
Salvador, nuestro amigo fiel, nuestro refugio y nuestra fortaleza. No
creemos hoy en él porque nos ha sanado y mañana porque estoy
enfermo y no me cura, me borro de la membresía de la iglesia. El
creyente en Cristo no es un oportunista, sino que es un discípulo
que espera contra toda esperanza, y que fía su vida entera a la
voluntad preciosa y sabia de Dios.
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