MIRA HACIA TUS ADENTROS: LA ETERNIDAD ESTÁ EN TU CORAZÓN




SERIE DE SERMONES SOBRE ECLESIASTÉS “QOHELET: SOMOS NIEBLA”

TEXTO BÍBLICO: ECLESIASTÉS 3:9-14

INTRODUCCIÓN

       ¿Alguna vez has escuchado esa vocecita dentro de tu cabeza que te habla en determinados momentos de tu vida, sobre todo en aquellos en los que debes tomar una decisión importante que puede afectar a otras personas? En ocasiones esa voz simplemente te ha susurrado suavemente que elijas correctamente, según aquello que Dios ha dispuesto como su voluntad perfecta. En otros momentos, esa voz se ha convertido en un auténtico grito dentro de tu alma, seguramente porque has estado a punto de meter la pata hasta el corvejón con repercusiones dramáticas y trágicas en el horizonte. En más de una ocasión hemos hecho caso de esa voz, y las cosas han mejorado notablemente para nosotros y para aquellos que dependen o se relacionan con nuestras decisiones. Pero en otras circunstancias, hemos preferido acallar y silenciar, en la medida de lo posible, esa voz interior que nos importuna y que se muestra contraria con el camino que estamos a punto de transitar, ya que sabemos con certeza que lo que vamos a acometer está rematadamente mal por muchos beneficios inmediatos que podamos sacar del asunto en cuestión. Esa voz que nos habla, que nos redarguye, que nos exhorta y que nos aconseja, es parte de la revelación general que Dios ha puesto en el ser humano, con el fin de distinguirlo del resto de seres vivos que forman parte de la creación. Es nuestra conciencia, aquella que se alza como garante de que no somos animales salvajes únicamente dirigidos por instintos básicos y feroces.

      Vivimos en la época de las conciencias cauterizadas y sepultadas. Es el pan de cada día comprobar que la ética subyacente en la Palabra de Dios que aspira a forjar un mundo más justo, más benévolo y más pacífico, ha sido tergiversada y manipulada desde el relativismo cultural más acendrado. La ética situacional o contextual, afirma que es preciso arrinconar la fe en los principios éticos, los cuales nos ayudan a actuar de manera normativa en cualquier circunstancia, para comprender y juzgar las acciones y prácticas desde el contexto o la situación específica en los que se producen. Un enfoque pseudocristiano de esta ética situacional es el que se basa en que todo lo que tenga como fin el amor, es lícito. De este modo, podríamos decir que una persona pobre que ama a su hijo enfermo, puede y debe lograr esa medicina al coste que sea, bien robándola de una farmacia o bien consiguiendo el dinero llevando a cabo prácticas de dudosa moral como la venta de drogas. La cuestión fundamental que podemos constatar en este tipo de ética es que el fin, es decir, el amor, justifica cualquier método o medio para alcanzarlo. Y ese es el mundo en el que vivimos, un mundo en el que se ve bien algo inmoral siempre y cuando la meta sea loable, como con las mentiras piadosas que se cuentan para no herir susceptibilidades.

      ¿Es esto plausible con la visión de Dios sobre cómo hemos de comportarnos? Es una buena pregunta. Aunque en realidad, la respuesta no le interesa a nadie. Intenta hacer ver a una persona que ha hecho algo contrario a la voluntad de Dios, y enseguida te dirá que no la juzgues, que se ponga en sus zapatos y así verá que lo hecho era lo mejor que se podía hacer dadas las circunstancias. Con eso suelen cerrarnos la boca, sin atender a que Dios no deja a un justo desamparado y a los cientos de promesas de provisión que Dios ha cumplido en las vidas de personas al límite, pero que han fiado toda su suerte a la providencia divina. Casos bíblicos tenemos un buen número, desde David, pasando por Elías y acabando por Daniel y sus compañeros en la corte de Nabucodonosor. Lo que pasa es que es más fácil tirar por el camino fácil y rápido, que esperar en Dios y cumplir con su voluntad aun en los tiempos más borrascosos. Salomón sabía que dentro de su corazón había una chispa ardiendo continuamente, una voz de la conciencia que le dictaba todo cuanto debía hacer según las leyes de Dios, y un fuero interno que nunca callaría a pesar de que tras la desobediencia pasaran años y años.

    Pero antes de pasar a hablar de la conciencia humana, Salomón vuelve a formular la misma pregunta que realizó en varias ocasiones anteriores, tal vez para seguir hilando y uniendo un discurso amplio e intrincadamente conectado: “¿Qué provecho tiene el que trabaja, de aquello en que se afana?” (v. 9) De nuevo, ¿para qué trabajamos? ¿Con qué fin nos arriñonamos y derrengamos día tras día en nuestras ocupaciones y oficios? ¿Vale la pena seguir arremangándonos, esforzándonos y sudando la gota gorda en nuestros empleos? Tal vez esperéis una contestación lúgubre, pesimista y llena de amargura. Sin embargo, Salomón da luz a esta pregunta con una respuesta que nos ayuda a comprender la razón de por qué hemos de trabajar en la vida: “Yo he visto el trabajo que Dios ha dado a los hijos de los hombres para que se ocupen en él… Yo he conocido que no hay para ellos cosa mejor que alegrarse, y hacer bien en su vida; y también que es don de Dios que todo hombre coma y beba, y goce el bien de toda su labor.” (v. 10, 12-13) 

       En su vasta experiencia, el rey Salomón concuerda con Dios en que poder trabajar es un auténtico regalo del cielo. Esto nos trae a la memoria el texto de Génesis que marca el mandato cultural de Dios para la humanidad, y que considera al trabajo como parte integral del desarrollo humano: “Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase.” (Génesis 2:15). Como sabemos, el pecado aún no ha hecho acto de presencia en la vida del ser humano. Por lo tanto, cuando Dios coloca a Adán en el Edén para que lo labrase y lo supervisase, no está poniendo un yugo pesado sobre sus espaldas. Todo lo contrario. Está ofreciendo al ser humano la oportunidad de crear, de cuidar y de velar por otros seres vivos. Es una labor satisfactoria, que realiza a la persona, que la dignifica y que la adentra en la participación colaborativa con Dios.

       El trabajo es parte de nosotros. Y aunque el trabajo que Dios ofreció a Adán ya no tiene nada que ver con lo que hoy nosotros entendemos como trabajo, no obstante, y a pesar de que este trabajo ha sido emponzoñado por el pecado y el egoísmo humano, sigue siendo una bendición para cualquier persona. Por medio del trabajo podemos sostener nuestras familias, podemos aprender una profesión, podemos aspirar a vivir dignamente, y tenemos la posibilidad de actuar en beneficio de muchas otras personas que necesitan de nuestras capacidades y habilidades. Es el ser humano el que hace que el empleo sea gravoso y pesado, con su explotación, su ambición desmedida y su avidez de beneficios rápidos y cada vez más cuantiosos. Es difícil aceptar un trabajo que nos estresa, que merma nuestra dignidad como seres humanos, y que roba tiempo a nuestra familia y a nuestra comunión con la iglesia y con Cristo, pero hemos de abordarlo desde la óptica del Reino de los cielos y buscar siempre su referencia, trabajando siempre con honradez y dedicación para la gloria de Dios, gozando de nuestro fruto con sabiduría, y con los ojos puestos en la recompensa del Señor: “¿Has visto hombre solícito en su trabajo? Delante de los reyes estará; no estará delante de los de baja condición.” (Proverbios 22:29)

      Tras esta breve referencia de Salomón al trabajo y a su naturaleza bendita, entra a valorar y a presentar el concepto de conciencia humana. El trabajo debe hacerse a conciencia y con conciencia para que sea bendecido por Dios, y esta realidad debe extenderse a todas las parcelas de nuestra vida, porque, en definitiva, a pesar de que muchos creen que provenimos, evolutivamente hablando, de nuestros ancestros primates, los seres humanos somos una creación especial y única de Dios, incomparable con el resto de seres vivos que habitan la tierra: “Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin.” (v. 11) Dios lo hizo todo perfecto, estéticamente bello, funcionalmente preciso y lleno de propósito. No hay más que echar un rápido vistazo a los dos primeros capítulos de Génesis para constatar esto. Todo era muy bueno, bueno en gran manera. Sin embargo, existe una especie que descolla por encima del resto: el ser humano en sus dos géneros, masculino y femenino. De entre las muchas diferencias que podemos encontrar entre los seres humanos y el resto de seres animados que componen la creación de Dios, la que más sobresale es la que se refiere a la conciencia, a esa eternidad que Dios ha puesto en cada corazón humano, a ese deseo de trascendencia espiritual que mora en las honduras del alma. Todos tenemos conciencia, aunque es cierto que el ser humano ha intentado infructuosamente despojarse de ella para dar rienda suelta a su ser animal e instintivo, envenenado por el pecado más descabellado.

      Hasta los criminales más depravados y los genocidas más abyectos tenían conciencia. Tenían conocimiento de que la vida no es solo aquello que se puede percibir con los sentidos, de que la existencia no se limitaba a la temporalidad terrenal. Por eso muchos se suicidaron, o se entregaron entre remordimientos terribles a la justicia humana, porque en el fondo de su alma sabían que sus actos algún día, en este mundo o en el más allá, serían juzgados sumariamente por la justicia en persona, por Dios en su alto tribunal. La conciencia actúa con determinación en cada persona, pero es cada persona la responsable inequívoca de si debe hacer caso a su voz o debe cauterizarla hasta casi hacerla desaparecer bajo toneladas de viscoso y tenebroso pecado. El caso paradigmático de la ficción en el personaje de Dorian Gray, imaginado por el escritor irlandés Oscar Wilde, representa toda una vida llena de perversión, de hedonismo exacerbado y de prácticas inmorales, las cuales no dejan mella en el cuerpo de Dorian, pero que en un solo cuadro se van acumulando los costes terribles de querer vivir sin conciencia y sin sufrir las consecuencias de sus actos. Una vida sin conciencia y sin límites morales y éticos solamente conduce a la muerte y a la autodestrucción en esta vida, y al infierno y la condenación en el otro mundo.

     Salomón afirma que por mucho que se afane el ser humano en querer conocer y desentrañar el origen de todo lo creado, la disposición de todo lo que el Señor ha ideado, y el propósito para el cual absolutamente todo fue imaginado en la mente del Dios trino, nunca llegará a rascar la superficie. Lo comprobamos en esta época nuestra, tan avanzada y tecnológica, con recursos científicos increíbles y especialmente logrados. El macroverso sigue siendo inabarcable para los astrofísicos, el microverso continúa sorprendiendo a los expertos por su infinitud microscópica, y por mucho que se afanan los teóricos cuánticos y los físicos, existen dimensiones desconocidas de las que es, hasta el día de hoy, imposible ofrecer evidencias materiales. Lo desconocido de Dios es tan grandioso, enigmático y sobrecogedor, que ni aún uniendo todas las mentes del mundo entero a los portentosos ordenadores cuánticos que se están construyendo, podría la humanidad descubrir los entresijos de la genialidad y gloria de Dios. 

       Solo nos queda admirar sus prodigios, darle gracias por ellos, glorificarle por su diseño extraordinario, el cual redunda en nuestro beneficio, agradecer nuestra singularidad y esperar poder conocer todo lo que nos está vedado momentáneamente cuando comparezcamos ante Él en el día que Él estime conveniente y oportuno: “He entendido que todo lo que Dios hace será perpetuo; sobre aquello no se añadirá, ni de ello se disminuirá; y lo hace Dios, para que delante de él teman los hombres.” (v. 14) Salomón, después de tantas experiencias y vivencias, quiere dejar a las futuras generaciones una lección muy simple y muy profunda al mismo tiempo: Dios es soberano. Todo lo que Dios ha hecho existir en la realidad participa de la inmortalidad. La materia, como todo buen estudiante sabe, no se crea ni se destruye en términos humanos, sino que se transforma. Nosotros solo podemos crear desde lo que ya está creado, transformando un elemento para darle una utilidad concreta. No podemos crear algo de la nada ni podemos destruir por completo lo que ya existe. Podemos fabricar cosas o podemos atomizar y pulverizar objetos, pero nunca crear o hacerlas desaparecer por completo como si nunca hubiesen existido. Eso solo lo puede hacer Dios, porque solo Él está por encima de cualquier ley que nos limita y pone fronteras a nuestras capacidades como criaturas suyas. Dios creó el mundo y todo lo que en él hay “ex nihilo”, de la nada, y solo Él puede destruir completamente algo que haya creado si ese es su deseo.

      Dios es soberano en su voluntad, en sus intenciones y en sus acciones. Dios ha hecho todo cuanto vemos y percibimos, e incluso aquello que se escapa a nuestra percepción sensorial, porque así le plugo, porque sabía qué se hacía y por qué lo hacía. Nadie le dictó cómo debía hacer esto o aquello, ni nadie le convencerá de cambiar un ápice aquello que ya ha sido creado. El ser humano podrá inventarse mil y una teorías sobre el mundo y sus habitantes, pero nunca se acercará ni por asomo, a desvelar y descubrir la eternidad de su mente, de su corazón y de su amor. A veces creemos que Dios hizo todas las cosas porque se aburría, porque necesitaba alguna clase de ser con el que jugar o entretenerse, o porque se sentía solo en la expansión del firmamento. Salomón deja meridianamente clara la razón por la que puso eternidad en nosotros, por la que nos entregó la capacidad de trabajar y por la que creó la infinitud de seres vivientes e inertes que componen el universo entero: para que tú, yo y cada ser humano que alguna vez existió sobre la faz de esta tierra le temamos. Y este temor no tiene tanto que ver con tenerle miedo porque es mucho más grande y poderoso que nosotros, y puede aplastarnos con uno de sus dedos como si de una hormiga se tratase si así le apetece. Hablamos de un temor reverente, de un respeto, de un sentimiento de honra y solemnidad que reconoce su soberanía, su gloria, su amor y su justicia. Hablamos de arrodillarnos cada día delante de su presencia para confesar nuestra necesidad de Él. Hablamos de declarar en obediencia amorosa y tierno seguimiento que le amamos como Padre, Creador, Salvador y Señor de nuestras vidas. ¿Ese es el temor que provoca en ti el Señor cuando escuchas la voz de tu conciencia? ¿Esta es la clase de reverencia que surge en tu corazón cuando meditas en sus obras mientras contemplas el cielo cuajado de estrellas que se extiende ante tus ojos cada noche?

CONCLUSIÓN

     Un ejercicio saludable, enriquecedor y altamente beneficioso que debes hacer todos los días es el de apartar un momento para tener comunión con Dios en la soledad. En ese tiempo que consagras a pasar tiempo con Cristo en oración y reflexión bíblica, date un instante para honrar y tributar homenaje al Señor por todas sus maravillosas creaciones. Y no te olvides tampoco de llevar a cabo un examen personal sobre las decisiones que has tomado durante el día, sobre el trabajo que has realizado a lo largo de la jornada, y sobre las palabras que han salido de tu garganta. Deja que esa chispa de eternidad llene tu mente y tu corazón con la presencia del Espíritu Santo, y reconduce el día siguiente según los dictados de tu conciencia y de la guía del Santo Espíritu de Dios.
    

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