MIRA HACIA ADELANTE: LA MUERTE Y EL JUICIO NOS LLEGA A TODOS




SERIE DE SERMONES SOBRE ECLESIASTÉS “QOHELET: SOMOS NIEBLA”

TEXTO BÍBLICO: ECLESIASTÉS 3:15-22

INTRODUCCIÓN

       Hace un par de semanas tuve la oportunidad de visionar una buena película junto a mi esposa protagonizada y producida por uno de mis actores favoritos, Denzel Washington. El filme se titulaba “Roman J. Israel, Esq.” y basaba su trama en la vida de un abogado criminalista con un pasado activista que intenta resolver, aunque de manera desafortunada, los litigios que se le asignan. A partir de aquí, spoilers a tutiplén, aunque os recomiendo que la veáis si tenéis oportunidad. Con un espíritu filantrópico y una prodigiosa memoria, poco a poco va descubriendo que el activismo judicial ya no es el mismo que el de sus tiempos de la defensa de los derechos civiles, que sin dinero no es posible seguir subsistiendo, que atender determinados casos solamente le crean más problemas, que los tribunales, los jueces, los fiscales y la abogacía no son más que piezas de un mismo rompecabezas que forman parte de un negocio que deja a un lado la justicia para lograr pingües beneficios, que luchar por personas que no lo merecen y que en realidad son culpables, y que la gente se salta las leyes a la torera sin que reciban el castigo y apercibimiento correspondiente. 

      Ante tal cantidad de circunstancias, Roman decide ser más práctico, más cínico y menos directo con las injusticias, aprovechándose de su condición de abogado y su deber de secreto profesional para delatar a un delincuente y cobrar una recompensa clandestina de 100.000 dólares. Todo comienza a irle bien en todos los aspectos, hasta que la conciencia lo convierte en un paranoico que ve amenazas a su persona en cualquier sitio, dado que el convicto al que había denunciado lo había amenazado con acabar con su vida. En definitiva, vuelve en sí, deja su trabajo, devuelve el dinero de la recompensa, y decide entregarse a la policía, con tan mala fortuna que casi a punto de llegar a la comisaría, un sicario le descerraja un tiro y lo asesina.

     Lo mismo que le pasa a este personaje de la ficción cinematográfica puede y suele pasarnos a nosotros también. A menudo comprobamos en nuestras propias carnes o en la piel ajena cómo la administración de justicia se ha desviado de su esencia y se ha entregado en brazos del poder, de las influencias y del dinero. El derecho se ha convertido en un campo de batalla en el que los matices interpretativos, las lagunas legales, las argucias normativas y las excusas eximentes han desplazado por completo la idea primigenia de los tribunales: confirmar la inocencia del inocente, condenar el delito del culpable, y mostrar a la sociedad el bienestar resultante de cumplir con las normas y leyes que todos nos hemos dado mutuamente como comunidad y estado. 

       ¿Cuántos desmanes no hemos visto en sentencias contra personajes carroñeros que han robado a manos llenas? ¿Cuántos intereses ocultos y presiones de trastienda han llevado a jueces y jurados a elaborar dictámenes que atentan contra el mismísimo espíritu de la dignidad humana? ¿Cuántas penas que en un principio suman cientos de años se quedan en unos cuantos años a la sombra, mientras la amargura de los afectados es obviada sin misericordia? Es normal que tú y yo a veces nos indignemos al comprobar cómo la justicia y el derecho son simplemente siervos en manos de la política, de las fortunas multimillonarias y de los amiguismos. Sin embargo, no perdamos la esperanza en que, con todas sus imperfecciones, la justicia humana haga su trabajo correctamente.

     Dejamos a Salomón en el sermón anterior reconociendo que Dios es soberano, y que no existe nada que escape a su conocimiento, poder y control. Pues dentro de esta idea, el versículo 15 vuelve a recuperar, como si de un eco se tratase, la idea del ciclo de la historia, un ciclo que habla de que las cosas que pasaron volverán a pasar sin ningún género de duda: “Aquello que fue, ya es; y lo que ha de ser, fue ya; y Dios restaura lo que pasó.” (v. 15) En su soberanía, Dios hace que lo que ya había ocurrido en tiempos pretéritos, vuelva a suceder, con el fin de señalar al ser humano que éste se halla en la esfera de su presencia, creación y universo. Todas las cosas que acontecen a lo largo de su historia son parte del plan de Dios para la humanidad, y aunque queramos cambiar el nombre de determinados conceptos que ya en la antigüedad estaban más vistos que el TBO, la mona siempre se queda, por mucha seda que le pongamos por vestimenta.

     En ese ciclo que se repite una y otra vez a causa de nuestro pecado y de nuestra desobediencia a la voluntad divina, la justicia ocupa un lugar preeminente. Desde que el ser humano decidió tomarse la justicia por su mano, y esto ya empieza desde que Adán culpabiliza a Dios por la mujer que éste le había dado, y alcanza su cima en las venganzas de Lamec y compañía, la injusticia ha inundado el corazón de la sociedad. Salomón, desde su posición como administrador de justicia en medio de Israel, y como conocedor de primera mano de cómo se gestionaba la parcela judicial en sus territorios, reconoce que no son buenos tiempos para la rectitud y el acatamiento de las normas convencionales: “Vi más cosas debajo del sol: en lugar del juicio, la maldad; y en lugar de la justicia, la iniquidad.” (v. 16)
 
       En su perspicaz observación del devenir de los tiempos durante su reinado, Salomón se siente descorazonado y desazonado con respecto a la justicia impartida por seres humanos. En lugar de aplicar la ley como buenos administradores de la justicia de Dios, los tribunales se dedican a perjudicar interesada y maliciosamente a los inocentes, beneficiando la maldad de los delincuentes, y dando pie a futuros quebrantamientos de las reglas del juego social. En vez de buscar obedecer la ley de Dios, entregada a Israel para que todo le fuese bien en la vida, así como para regular convenientemente cualquier interacción entre intereses personales y comunitarios, los seres humanos optan por transgredir las normas, adaptándolas a sus propios deseos egoístas y perversos.

      Por desgracia, ese es el mundo que nos toca vivir. Pero sabemos que esto ha sucedido siempre, que determinadas personas colocadas en eminencia para juzgar los asuntos propios de una comunidad humana, se han aprovechado de su posición para enriquecerse, para incurrir en enchufismos y para saldar cuentas pendientes con aquellos que no se ajustan a su manera de ver la vida. No hay juicio, es decir, no existe una visión clara de aquello que está bien o mal, de las evidencias condenatorias o absolutorias, o de considerar desde la ética profesional y la moral personal los límites de la objetividad judicial. Sin embargo, a pesar de que Salomón contempla entristecido una realidad terrible e inequívocamente difícil de subsanar, éste tiene esperanza, no en la capacidad de los jueces y tribunales humanos, sino en la justicia de Dios, la justicia personificada, absoluta y perfecta: “Y dije en mi corazón: «Al justo y al malvado juzgará Dios; porque allí hay un tiempo para todo lo que se quiere y para todo lo que se hace.»” (v. 17)
 
      Si no fuese por la justicia de Dios, hace ya tiempo que hubiese dejado de cumplir las leyes y las ordenanzas que se nos proponen desde las esferas jurídicas del estado. Si la injusticia impregna cada ley, cada sentencia, cada juicio y cada caso, y si solo los poderosos salen indemnes de sus latrocinios y crímenes, ¿para qué esforzarse en acatar las normas? Si no existe un tribunal superior que se encargue de supervisar la labor de los jueces terrenales, y los malvados se van de rositas, ¿por qué debería seguir siendo bueno con los demás, obedeciendo los reglamentos humanos que marcan cómo tratar al prójimo? Menos mal que Dios existe, y pájaros de cuenta como los asesinos, los violadores, los traficantes de droga y de armas, los ladrones, los avariciosos, los esclavistas y los defraudadores, solo por citar unos pocos, serán juzgados por Él sin que éstos puedan escudarse en sus caros abogados, sus tecnicismos legales o cualquier laguna normativa que se escape a la omnisciencia divina.

      Todos hemos de ser juzgados por nuestros pecados, por nuestras barbaridades y por nuestras fechorías: “Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio.” (Hebreos 9:27) Todos compareceremos delante del gran trono blanco para dar cuenta de lo que hicimos bien, de lo que hicimos mal y de lo que no hicimos. La diferencia que existe entre los malvados e incrédulos, y los pecadores y cristianos, es que unos serán sentenciados a una eternidad de fuego y tormentos a causa de sus atroces actos, y los otros, nosotros que hemos creído en Jesucristo como Señor y Salvador de nuestras vidas, seremos justificados por Cristo en virtud de su propia justicia e impecabilidad, abogando por nosotros y declarándonos inocentes delante del Gran Juez de la historia.

      Algunos hablan de que la justicia de Dios no se hace esperar a tiempos futuros. Otros hablan de que los propios actos de nuestra insensatez tarde o temprano generarán una serie de consecuencias negativas para nosotros. Algunos intentan ver en determinadas circunstancias trágicas en vida como una especie de pago que Dios da a aquellos que no se arrepienten de sus pecados y malas decisiones. Nunca sabremos si las cosas que nos suceden en la vida son parte de la justicia divina, ya desplegándose en el presente, pero de lo que sí tenemos certeza es de que no deberíamos caer en unas matemáticas del karma, en las cuales por cada error cometido, nos espera en algún momento del porvenir una desgracia que se cobra el precio de nuestra metedura de pata. 

       Es algo así como lo que tuvo que escuchar Job de boca de sus grandes amigos cuando la miseria se convirtió en su compañera entre ceniza, picores y lamentos. Las matemáticas del karma no son tales, porque en este plano terrenal conocemos a individuos terriblemente crueles que prosperan enormemente hasta que mueren, y sabemos de cristianos piadosos y cumplidores de la voluntad de Dios que no paran de recibir calamidades y tribulaciones. La auténtica justicia no será ejecutada en este mundo, sino en el venidero, para que todos seamos testigos de que Dios no deja que el malo campe a sus anchas sin un veredicto horrible, y que perdona de todo corazón a la persona que confía en Cristo para ser salvo en la hora del juicio sumario del Señor. Tiempo al tiempo.

      Conectando esta idea del juicio y de la justicia divina, Salomón desgrana un pensamiento tétrico acerca de la muerte como rasero universal que introducirá a todos los seres humanos en la corte de justicia de Dios el día menos pensado: “Dije en mi corazón: Es así, por causa de los hijos de los hombres, para que Dios los pruebe, y para que vean que ellos mismos son semejantes a las bestias.” (v. 18) La comparecencia obligatoria y sin excusa delante del tribunal celestial de justicia tiene que ver con la inclinación que el ser humano tiene en relación al pecado. Si el pecado no hubiese tenido cabida en la vida y experiencia humana, este tribunal no sería necesario, puesto que todos adoraríamos, temeríamos y obedeceríamos por amor a Dios. Pero como somos unos cenutrios, entregados a placeres abominables y a prácticas licenciosas, apartando de un manotazo la ley de Dios y su gran amor demostrado en Cristo, la justicia debe hacer acto de aparición para triunfar y para probar los espíritus. 

       En el preciso instante en el que los escrutadores ojos de Dios se posen sobre cualquier ser humano en la hora del juicio final, el fuego de su mirada probará las acciones y pesará las obras de cada uno. De este modo, cada ser humano se verá a sí mismo como es en realidad, desnudo ya de subterfugios y mentiras, de máscaras y disfraces, de falsedades y justificaciones. Percibirá con absoluta claridad que no es más que una bestia animal que eligió vivir en la tierra desde sus instintos más básicos y sus deseos más carnales, que no quiso probar la redención de Cristo, sino que optó por satisfacer las mismas pulsiones que impulsan a los animales, los cuales solo respiran y viven para saciar su estómago, reproducirse y morir sin las ataduras de la moral y de la conciencia.
     En definitiva, todas las criaturas vivientes, incluyéndonos nosotros, habremos de cruzar el umbral de la muerte, sin excepciones: “Porque lo que sucede a los hijos de los hombres, y lo que sucede a las bestias, un mismo suceso es: como mueren los unos, así mueren los otros, y una misma respiración tienen todos; ni tiene más el hombre que la bestia; porque todo es vanidad. Todo va a un mismo lugar; todo es hecho del polvo, y todo volverá al mismo polvo.” (vv. 19-20) La materia que forma parte tanto de animales como de seres humanos es la misma, y la propia biología se encarga de certificarlo. En términos fisiológicos, dejando a un lado matices particulares de cada especie y género, la fauna y la humanidad comparten un mismo hálito de vida que solamente Dios sopla. Creados y moldeados de una misma arcilla, de una misma tierra y de un mismo polvo, humanos y animales hemos de morir a causa del pecado, dejando nuestro cuerpo mortal atrás, y ser recibidos por Dios para ser juzgados según nuestros actos. Somos niebla momentánea y efímera que se desvanecerá como si nunca hubiese existido nunca en el amanecer. 

      Esta expresión del polvo, empleada por Salomón, es una de las más utilizadas por aquellos que ofician un sepelio, y lo hacen para enseñar una lección a los vivos: tú también eres polvo y al polvo habrás de volver; ordena tu vida y armoniza tu espíritu con el dador del mismo, con Dios, para recibir el regalo gratuito de la vida eterna. Además, tal y como se pregunta el propio Salomón: “¿Quién sabe que el espíritu de los hijos de los hombres sube arriba, y que el espíritu del animal desciende abajo a la tierra?” (v. 21) Nadie conoce mejor que Dios lo que nos espera después de la muerte. Aunque podrían hacerse cábalas o elaborar suposiciones y elucubraciones fantasiosas, lo cierto es que nadie ha muerto y ha vuelto para contarnos hacia dónde se dirige el espíritu de los animales y el de los seres humanos. Con toda la sabiduría exhibida por Salomón durante su reinado, reconoce que este asunto del más allá se escapa de su inteligencia y conocimiento. La idea que existía de que el animal era menos valioso que el ser humano llevaba a determinadas personas a pensar que seguramente el destino de ambos sería dispar, e incluso diametralmente opuesto. Pero Salomón quiere que entendamos que por mucho que nos afanemos en construir teorías sobre la escatología personal e individual y sobre el más allá zoológico, solo Dios sabe lo que nos aguarda, y en esta certeza hemos de esperar como cristianos lo mejor, mientras que los incrédulos han de temblar de miedo y pavor ante el juicio final.

     Mientras el fin de la vida llega, Salomón decide confirmar de nuevo que lo mejor es disfrutar de la vida teniendo en mente la voluntad de Dios y el destino eterno que depende de nuestras decisiones espirituales con respecto a su Hijo Jesucristo: “Así, pues, he visto que no hay cosa mejor para el hombre que alegrarse en su trabajo, porque esta es su parte; porque ¿quién lo llevará para que vea lo que ha de ser después de él?” (v. 22) Aprovechemos el presente, gocemos del trabajo que Dios nos regala, alegrémonos con los dones y bendiciones que Él nos dispensa diariamente, y dediquemos nuestro tiempo a cultivar nuestra comunión con Él. ¿De qué sirve perderse en las intrincadas callejuelas del pensamiento sobre lo que otros harán después de nuestra muerte? ¿Qué utilidad tiene preocuparse por lo que será cuando ya no estemos aquí para verlo? ¿Quién nos podrá mostrar el futuro que se extiende después de que nuestro cuerpo terrenal haya fallecido? 

CONCLUSIÓN

      Extiéndete hacia lo que está delante y no olvides lo que te espera cuando fallezcas: “Y vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras. Y el mar entregó los muertos que había en él; y la muerte y el Hades entregaron los muertos que había en ellos; y fueron juzgados cada uno según sus obras. Y la muerte y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la muerte segunda. Y el que no se halló inscrito en el libro de la vida fue lanzado al lago de fuego.” (Apocalipsis 20:11-15)

     Exprimamos todo lo que Dios nos entrega desde una mayordomía responsable y comprometida, desde una visión celestial de que nuestra existencia en la tierra es pasajera, y desde la justicia que será dispensada a su tiempo por Dios para temor y temblor de los malvados. Lo verdaderamente importante es tener la seguridad y certidumbre de que el futuro será mejor porque Cristo será ese maravilloso futuro.
    

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