MUDO
SERIE DE
SERMONES EN MATEO 8-9 “MILAGRO”
TEXTO
BÍBLICO: MATEO 9:32-34
INTRODUCCIÓN
La voz es un don
de Dios magnífico. A través de la voz podemos comunicarnos con otros seres
humanos con el fin de entablar un diálogo en el que limar asperezas de posturas
encontradas. Podemos establecer un debate en el que exponer visiones distintas
de la realidad, dando color, forma y sonido a los pensamientos e ideas. Podemos
conversar amigablemente con nuestros seres queridos contando qué tal ha ido el
día. Podemos enseñar conocimientos, cantar canciones hermosas de amor, gritar
de rabia e indignación, clamar al cielo en busca de soluciones para nuestros
problemas, recitar poesías llenas de sentimientos y emociones, describir lo que
ven nuestros ojos con todo detalle, protestar por una injusticia, denunciar el
maltrato recibido, lamentar ocasiones perdidas mientras damos un puñetazo en la
pared, chismorrear al oído de los curiosos y entrometidos, y un larguísimo
etcétera. En definitiva, la voz da calidez a la palabra escrita, la envuelve de
vida y matices, hace más personal aquello que nuestra mente acaba de pensar, y
traslada nuestro estado emocional mediante vocablos y términos que intentan ser
inequívocos.
Lo mismo sucede
con el oído. También es un grandísimo y formidable regalo de nuestro Creador,
el cual supo que a través de éste seríamos capaces de recoger el mensaje que la
voz nos transmite, permitiendo la bidireccionalidad en la comunicación humana.
Con este sentido auditivo podemos escuchar al otro, aunque piense diferente;
tenemos la aptitud de recoger la información que se nos envía oralmente para
asimilarla en nuestro cerebro, y así poder responder inmediatamente a aquello
que se nos pregunta; podemos escuchar pacientemente las aventuras y desventuras
de amigos, hijos, padres y hermanos. Por medio del oído tenemos la oportunidad
de aprender lecciones magistrales, deleitarnos en piezas musicales excelsas y
repletas de tonalidades preciosas, atender el alarido de agonía del necesitado,
guardar en el corazón los motivos de intercesión que otro hermano ha propuesto
en nuestra comunidad de fe, atesorar datos y datos que un día nos serán
necesarios, escuchar el latido de la calle y de la sociedad en sus gemidos
indecibles y reivindicativos, captar imágenes y experiencias que otros nos
cuentan de manera vívida e intensa, recibir la advertencia ante cualquier
peligro, esperar el silencio en medio de la vorágine urbana que atruena nuestro
oído interno, prestar atención a palabras necias y a manifestaciones orales de
cariño, y un larguísimo etcétera más.
Ambos sentidos son
fundamentales para la comunicación entre seres humanos. Cuando cualquiera de
ellos se pierde o se ve afectado, entonces algo nos falta, la transmisión del
mensaje cojea y pierde su esencia, y la frustración aparece como consecuencia
de cualquiera de la carencia de estos dos elementos. Por eso, sabemos que ser
mudo o sordo no es nada agradable, y aunque existen mecanismos auxiliares con
los que recuperar cierta cuota de comunicación, lo cierto es que no será lo
mismo que si se pudiese hablar fluidamente y si se pudiese escuchar sin
cortapisas ni impedimentos.
La voz es un
factor importantísimo para entender a Dios. Desde el principio de los tiempos,
Dios habla para dar lugar a la existencia, Dios habla para dar instrucciones
con el fin de velar por el bienestar de la humanidad, Dios habla para
reconvenir la maldad, para enseñar a su pueblo escogido, para amonestar, para
ofrecer salvación y perdón, para profetizar y para afirmar sus fieles promesas.
Dios no se cansa de hablar en todo momento a la raza humana, y como colofón a
ese énfasis verbal y comunicativo, para perfeccionar la palabra escrita en sus
mandamientos, envía al Verbo encarnado, al Logos, a la Palabra con mayúsculas.
Y Jesús, siendo esa Palabra hecha carne que habita entre nosotros, tampoco
quiere dejar de hablarnos. De igual manera, la acción de la escucha también
aparece incontables veces en las Escrituras. Dios escucha la oración sincera
del arrepentido, oye el clamor del menesteroso, atiende a las súplicas del
penitente. Pero el ser humano también debe escuchar la voz de Dios en sus
estatutos, pactos, leyes y mandamientos, y en última instancia, en la propia
voz de sus profetas y apóstoles, y en la ya mencionada voz de su Hijo
Jesucristo. Sabiendo esto, sabremos entender que la voz y el oído forman parte
de una relación horizontal con el prójimo, y vertical con el Señor, que da
plenitud a nuestro propósito vital.
La historia de un
nuevo milagro nos aguarda. Esta vez, tras el prodigio realizado en la vida de
dos ciegos, dándoles la vista, Jesús tiene un encuentro con otro hombre, esta
vez encadenado por Satanás: “Mientras
salían ellos, he aquí, le trajeron un mudo, endemoniado.” (v. 32) Justo
cuando los ciegos salen corriendo para hacer justo lo contrario de lo que les
había mandado Jesús, esto es, que no contasen a nadie lo que Jesús había hecho
con ellos, alguien le trae a una persona muda. No se trata de una mudez propia
de alguna enfermedad o malformación congénita, o de una lesión que pudiese
afectar a cualquiera de los órganos de la fonación. Más bien se trata de un
mutismo, de un estado propiciado por un trauma realmente fuerte y contundente.
Y por supuesto, no existe nada más contundente que un demonio te posea y te
convierta en un espantajo sujeto a su autoridad y control caprichosos. Como
hemos visto en otros milagros relacionados con la posesión diabólica, cada caso
es distinto. Y en este caso concreto, el diablo ha silenciado la agonía, el
tormento y el sufrimiento de este hombre esclavizado por entes malignos.
Seguramente,
ningún médico o curandero había podido resolver la papeleta satisfactoriamente.
La afonía de este pobre hombre no parecía tener solución desde los esfuerzos
puramente humanos. Sin embargo, Jesús, observando y considerando la fe de
aquellos que traían a este maltrecho hombre delante de su presencia, él ejecuta
su liberación de forma gloriosa y definitiva: “Y echado fuera el demonio, el mudo habló; y la gente se maravillaba, y
decía: Nunca se ha visto cosa semejante en Israel.” (v. 33) El demonio, del
mismo modo que sus congéneres y compañeros de filas habían tenido que asumir su
derrota a manos del Dios vivo, ha de abandonar el cuerpo abatido del varón. La
mordaza que este desalmado espíritu había colocado en las cuerdas vocales y la
boca de este desdichado se desprende para dejar salir inmediatamente un suspiro
de gratitud. La acumulación de palabras en su mente y corazón se convierte en
un torrente incontenible ante las miradas pasmadas y epatadas de todos aquellos
que en aquel instante están dando fe de un nuevo portento de Jesús. Expresiones
de gratitud vuelan aquí y allá, gritos de júbilo suben delante del trono de
Dios, y la lengua se desata entre muestras de liberación.
Las personas allí
convocadas por una nueva demostración milagrosa del maestro de Nazaret, no
dejan de comentar entre sí lo increíble del poder que Jesús ejerce sobre las
huestes tenebrosas del mal. Tal era su alegría y su sorprendido asombro que no
dudan en hacer elucubraciones y cábalas sobre el orígen y fuente de tal
potestad. Conocían a exorcistas profesionales que se jactaban de grandes
capacidades, pero nunca habían visto de primera mano, como testigos de primera
fila, una serie de expulsiones demoníacas a cual más espectacular y
esclarecedora. Por eso no vacilan en considerar como una alabanza proclamar a
Jesús como alguien que no tiene parangón, irrepetible y superior a la hora de
erradicar la posesión de las hordas malignas de forma abrumadora e
inconfundible. Claro, estas muestras de exaltación de la figura de Jesús no
iban a ser bien recibidas por todos. Es lo que tiene la envidia y la
competitividad.
Entre los
testimonios positivos que recibe Jesús, otros comentarios surgen de corazones
no tan proclives al reconocimiento de este maestro itinerante como el Mesías,
el único capaz de hacer huir a cualquier ser diabólico en virtud de su
filiación divina: “Pero los fariseos
decían: Por el príncipe de los demonios echa fuera los demonios.” (v. 34)
Los fariseos, proponentes de una visión reduccionista de lo que significa
obedecer los mandamientos de Dios, exponentes de una religión estrecha,
legalista y marginadora, y modelos de conducta y práctica para el resto de sus
conciudadanos, no son capaces de confesar y reconocer la realidad de lo que
estaban viendo y oyendo. No deciden considerar las evidencias claras que Jesús
presenta en cuanto a las señales milagrosas que acompañan al establecimiento
del Reino de los cielos. Ni se les pasa por la cabeza asumir que sus vidas
estaban carente del poder que Jesús desplegaba en sus múltiples manifestaciones.
No iban a renunciar a su orgullo propio en favor de afirmar junto con el resto
de personas que Jesús era el Cristo esperado. No claudicarían ante las
múltiples reacciones en favor de Jesús por parte de las masas. Y por supuesto,
no se nos dice nada acerca de que se pudiesen alegrar, aunque fuese un poquito,
por la sanidad del hombre poseído.
La envidia estaba
corroyéndolos por dentro. No podían dejar que las multitudes aupasen a las
cumbres del reconocimiento a Jesús, ya que esto podía recortar su influencia
actual sobre los judíos de a pie. No tienen intención de investigar, aunque
fuese superficialmente, las razones que llevan a Jesús a realizar milagrosas
intervenciones. No existe nada dentro de ellos que les impulse a averiguar si
Jesús es un farsante o es verdaderamente el Hijo de Dios. Por eso, para seguir
aferrándose a su posición y a su ascendente sobre el pueblo, no tienen
escrúpulos en emplear tácticas difamatorias, tan propias como las que usan
muchos políticos de turno en nuestros tiempos en España. Saben que para tratar
de desvanecer cualquier atisbo de iluminación que pudieran estar construyendo
mentalmente muchas personas que estaban pensándose seguir a Jesús, deben tomar
medidas desesperadas. Y lo primero que se les ocurre es decir que si Jesús hace
lo que hace, lo hace en virtud de los poderes que Satanás, el Principe de los
demonios, le ha conferido. ¿Quién da más?
“Si vas por ahí echando a demonios de
personas poseídas, no es porque Dios te lo permite, sino porque Satanás mismo,
para engañar a las personas que acuden a ti, es capaz de renunciar a sus
servidores malignos en momentos estratégicos”, parecen espetarle
despectivamente. ¡Tremenda desfachatez la de estos fariseos! No solamente no
quieren aceptar la realidad que se impone, sino que además no quieren que nadie
se adhiera a la causa de este Jesús. Son como el perro del hortelano, que ni
comen, ni dejan comer. Atribuir a Jesús poderes satánicos es el colmo de los
colmos. Es insultar y escupir en la cara del mismísimo Dios. En otros momentos
del ministerio de Jesús, este sanbenito que pretenden encasquetarle de echar
demonios gracias a sus contactos con Lucifer, parece salir a la palestra con
cierta frecuencia: “Este no echa los
demonios sino por Beelzebú, príncipe de los demonios.” (Mateo 12:24); “Muchos
de ellos decían: Demonio tiene, y está fuera de sí; ¿por qué le oís?” (Juan
10:20). Estas consideraciones que realizaban eran el típico pataleo de
aquellos que conocen la verdad, pero que no quieren reconocerla y asumirla en
toda su extensión y efecto. El Espíritu Santo les estaba mostrando delante de
sus narices la intervención divina por medio de su Hijo, pero optan por
blasfemar contra su presencia en medio de ellos. Jesús, más adelante, en Mateo 12:31, condenará a todos aquellos
que tergiversan la verdad de su ministerio y obra y que son tropezadero para
otros que tienen hambre y sed de justicia y verdad: “Todo pecado y blasfemia será perdonado a los hombres; mas la blasfemia
contra el Espíritu no les será perdonada.”
CONCLUSIÓN
Jesús todavía
sigue haciendo milagros con nuestra voz. Desde el primer instante en el que
somos liberados de las ataduras del pecado y de la tiranía de Satanás, nuestra
lengua es desatada para proclamar fielmente el evangelio de salvación que Jesús
propone al mundo. Nuestros agresivos y violentos gritos de rabia e ira son
transformados en palabras de paz y solidaridad. Nuestros alaridos de dolor y
sufrimiento son cambiados en baile y canciones de alabanza a Dios. Nuestros
insultos y desprecios verbales son transmutados en palabras suaves, tiernas y
alentadoras. Nuestras murmuraciones se trocan en palabras de edificación mutua,
de enseñanza y de instrucción. Nuestros lamentos y quejas pasan a convertirse
en oraciones de gratitud y gozo. Propón en tu corazón dejar que Cristo ocupe su
centro para que puedas vivir una vida repleta de palabras de amor y respeto.
Deja que la Palabra de vida habite en tu ser y permite que el Espíritu Santo te
hable. No dejes pasar la oportunidad que hoy Dios te presenta, y une tu voz a
los millones de voces que, unidas, cantan con júbilo y alegría alabanzas
sublimes en honor de Cristo, tu libertador.
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