CEGUERA




SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 8-9 “MILAGRO”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 9:27-31

INTRODUCCIÓN

      Vivimos en el tiempo de las imágenes, de los efectos visuales más increíbles y sorprendentes, de las televisiones de plasma de tamaños más propios de salas de cine que de salones de casa, de los videos subidos a YouTube que congregan a millones de personas alrededor de algún influencer de turno, de pantallas móviles que nos enseñan el mundo aunque estemos sentados cómodamente en nuestros sillones, de presentaciones vía proyector que dinamizan el aprendizaje y la asimilación de conceptos y términos. En mis tiempos mozos, solo había televisiones enormes repletas de bombillas y circuitos interminables, y que solamente podían captar dos señales, la uhf y la vhf; a los efectos especiales de las películas se les veía la trampa y el cartón enseguida; los teléfonos solo servían para hablar y escuchar, y dabas unas voces tremendas si alguien te llamaba del otro lado de España; no había ni reproductores de video, ni redes sociales, ni internet, y nuestro mundo era el pueblo y como mucho los contornos de la región, a menos que te fueras de vacaciones a las playas del Mediterráneo.

     Las cosas han cambiado bastante, no cabe duda, y hoy día las personas se guían y se dejan guiar por lo visual, por las imágenes con las que nos bombardean todos los medios de comunicación de los que disponemos con una facilidad pasmosa. Algunos han pensado en lo que sucedería en el caso de que se produjese un apagón tecnológico, un cortocircuito global de comunicaciones y de redes que sumiese a toda la humanidad en una oscuridad electrónica y eléctrica. Muchos sugieren que retrocederíamos a la Edad Media, y que toda nuestra confianza en los aparatos electrónicos y tecnológicos que digitalizan los datos y la información, se trocaría en una hecatombe de la que solo se salvarían nuestros queridos libros físicos. Como ciegos tecnológicos caminaríamos errantes hacia aquellos lugares en los que encontrar la sabiduría escrita, prácticamente exenta de la vida que las imágenes de video suelen dar a las palabras que las acompañan.

     Ser ciego en los tiempos de Jesús, también equivalía a vivir sumidos en las penumbras inescrutables de la nada. Hoy podemos dar gracias a que las nuevas técnicas médicas y oftalmológicas pueden llegar a devolver la visión a ojos desprovistos de ella. Debemos agradecer que instituciones se dediquen a valorar al invidente, a integrarlo en la dinámica social presente, a considerarlo una persona útil en términos laborales, académicos y políticos. Pero en la época en la que Jesús desarrolla su ministerio en Judea y sus alrededores, de eso no había absolutamente nada. Imagina el desánimo en padres que ven cómo su hijo nace con invidencia congénita. Piensa en el dolor de una persona que crece sin memoria visual, sin el sentido de la vista, sin poder comprobar por sí mismo lo que otros le dicen que es hermoso y repleto de color. Ponte en las sandalias de hombres y mujeres que no podían trabajar en nada, y a los que se les consideraba parias sociales, y cuya única actividad consistía en pedir limosna por las esquinas. Emplea tu empatía para entender lo que esto suponía para personas que no podían aportar prácticamente nada a sus familias y a sus vecinos. Por no hablar de aquellos malvados individuos que se burlaban de ellos, y que los engañaban sin atisbo de escrúpulos. Ser ciego en el primer siglo no era precisamente algo agradable.

1.      ALARIDOS DE MISERIA

      Sabemos que peor que ser ciegos físicos, es ser ciegos espirituales. De eso ya se encargó Jesús de dejarlo bien claro. Pero sigue siendo un problema tremendo para el que lo sufre, no cabe duda. Por eso, en cuanto dos ciegos sin nombre aparente escuchan que Jesús, aquel del que han oído tantas cosas buenas y tantos milagros realizados, está pasando por su zona, ni lo dudan. No sabemos si tenían a su servicio a alguna clase de lazarillo, el cual les avisaría de la presencia del maestro de Nazaret, o si fue el murmullo de una multitud lo que les alertó de la proximidad de Jesús. Lo cierto es que en cuanto Jesús estuvo al alcance de sus voces, ellos no dejaron de desgañitarse llamándolo e intentando atraer su atención sobre ellos: “Pasando Jesús de allí, le siguieron dos ciegos, dando voces y diciendo: ¡Ten misericordia de nosotros, Hijo de David!” (v. 27) La muchedumbre intentaba acallar con sus propios gritos a estos dos invidentes, los cuales no cesaban en su empeño de ver a Jesús. Cuanto más se levantaba el tono de las voces que circundaban al maestro, más se alzaba el volumen de las casi enronquecidas bocas de los dos ciegos. Tal vez incluso se alternaban en su clamor, o lo hacían al unísono para poder ser escuchados mejor. Pero Jesús no parecía darse por aludido.

    Los ciegos solamente pedían una sola cosa: misericordia. La misericordia es la disposición a compadecerse de los sufrimientos y miserias ajenas. Ésta se manifiesta en amabilidad y en asistencia al necesitado. Es más que un sentimiento de simpatía, es una práctica. Significa tener un corazón solidario por la necesidad de los demás. Su miseria o necesidad era poder ver lo que todo el mundo les pudiese ofrecer y así recuperar su lugar en el orden social y religioso establecido. Para ello, confiaban en que Jesús, el Hijo de David, el Mesías esperado y prometido, pudiese hacer gala de su poder redentor y restaurador en sus cuencas vacías de vida. Es curioso que estos dos ciegos hubiesen llegado a tal conclusión, a la de que Jesús era el Cristo del cual se había profetizado que habría de proceder del linaje del rey David. ¿Fue un atrevimiento, una osadía afirmada en su necesidad? ¿Fue un anzuelo que tiraban a Jesús para que éste se apiadara de ellos? ¿O fue el Señor el que reveló a estos dos invidentes que Jesús era ciertamente el Hijo de Dios? No se nos dice nada en el texto. Pero lo que sí se nos dice es que no pararon de realizar esta afirmación tan preñada de significado teológico y cristológico durante el trayecto que existía entre la casa de Jairo y el lugar en el que se hospedaba Jesús junto con sus discípulos más íntimos.

2.      FE INQUEBRANTABLE

      Al parecer, Jesús estaba demasiado ocupado prodigando su atención a mil voces que también rogaban, suplicaban y solicitaban su ayuda milagrosa. Jesús no se detiene como suele hacer en otras ocasiones, sino que continúa su camino. Los dos ciegos podrían haberse dado por vencidos al comprobar como nadie atendía sus altisonantes peticiones. Podrían haber dado media vuelta y haber regresado a lo que día tras día hiciesen en medio de las tinieblas que ocultaban la realidad a sus miradas. Incluso podrían haber maldecido a ese maestro que no les hacía caso. Pero no. Nada de esto sucede. Todo lo contrario. No les importa cuánto tengan que andar, cuántas veces tengan que tropezar, cuánta saliva tengan que emplear con cada alarido, cuánto desdén tengan que sufrir. Quieren que Jesús les preste atención, y punto: “Y llegado a la casa, vinieron a él los ciegos; y Jesús les dijo: ¿Creéis que puedo hacer esto? Ellos dijeron: Sí, Señor.” (v. 28) Justo cuando ya parecía que sus esfuerzos iban a ser ímprobos e inútiles, justo cuando Jesús está a punto de entrar en su casa para descansar después de una jornada llena de experiencias, enseñanzas, milagros y trabajo duro, entonces Jesús se detiene en el dintel de la puerta. Se gira y sus ojos se posan en estos dos varones invidentes, casi roncos y exhaustos. Les hace entrar en la casa para poder prepararles la sorpresa más grata que jamás recibirían.

     Ya en el interior de la estancia, Jesús les hace una pregunta que marcará un antes y un después en sus vidas. ¿De verdad estaban seguros de que Jesús podía satisfacer su deseo de ver? Su perseverancia y constancia al perseguir a Jesús presagia la respuesta que le ofrecen prácticamente al mismo tiempo. Podríamos pensar que Jesús estaba jugando con ellos, que estaba mareando la perdiz, que se estaba burlando de sus sentimientos y de sus carencias. Cualquiera de nosotros le hubiésemos dicho a Jesús que si estos hombres se habían pateado un buen tramo de caminos y calles era porque estaban desesperados por recobrar la vista. Saltaba a la vista, nunca mejor dicho, que la contestación de estos dos invidentes sería que sí. Pero es que a Jesús no le basta que lo pensemos. Quiere que se lo digamos de viva voz. No es suficiente que demos por supuesto que Jesús ya sabe lo que hemos de decir. Él anhela que expreses verbalmente la fe que te mueve a acudir a recibir su auxilio y socorro. Y así sucede con estos dos hombres anónimos. Sin dudarlo, responden a Jesús afirmativamente, pero con un matiz muy importante: le reconocen como Señor. No dicen simplemente que sí, sino que además confiesan que es el verdadero Hijo de Dios, el Rey del universo, el Creador y Sustentador de todas las cosas. Solo él podría construir y crear unos nuevos ojos con los que recuperar todo lo que se habían perdido durante años y años.

3.      EL TOQUE MILAGROSO DE JESÚS

      Jesús sopesa por un instante la respuesta inequívoca de estos dos ciegos. Y decide que la fe de estos dos seres humanos necesitados de Dios y de su poder será la que hará el milagro más grande de sus existencias: “Entonces les tocó los ojos, diciendo: Conforme a vuestra fe os sea hecho.” (v. 29) El hecho de que Jesús tocara los ojos de ambos debe inspirarnos a valorar la acción de cercanía, cariño y ternura de éste. Ejerciendo de Supremo Hacedor, de diseñador sublime, y de renovador de la humanidad en carne y espíritu, Jesús coloca sus manos sobre las cavidades oculares para insuflar vida en ellas según la cantidad y calidad de fe que tuviesen los sanados. Toca la muerte para ofrecer vida a raudales. Su fe sería el canal a través del cual el poder regenerador de Dios restablecería su visión, y de paso, esta fe limpiaría por completo el estigma que todo ser humano enfermo o con alguna tara física adquiría a causa de una teología de la enfermedad mal entendida. Fijaos si había fe en los corazones y la mente de estos dos invidentes, que el milagro sucede instantáneamente, sin terapias de rehabilitación, ni soportes ópticos que llevar durante una temporada: “Y los ojos de ellos fueron abiertos. Y Jesús les encargó rigurosamente, diciendo: Mirad que nadie lo sepa.” (v. 30)

     El milagro sucede a la fe. A veces es la fe de unos amigos, a veces es la fe de un padre, a veces es la fe de la desesperación, pero la fe es el signo común que acompaña a los portentosos actos propios de la manifestación del Reino de Dios que realiza Jesús. Es curioso que el escritor de este evangelio haya reseñado que Jesús dijese a los antaño ciegos que guardasen en secreto todo lo sucedido. Marcos también abunda en este silencio misterioso. Podríamos hacer cábalas sobre la razón de que Jesús quisiera que precisamente este milagro quedase entre ellos y él. ¿A qué obedecía este empeño de Jesús por que fueran discretos? Algunos creen que era para que los líderes religiosos que perseguían a Jesús para hacerle caer en alguna falta no dedujesen erróneamente la naturaleza y procedencia del poder que propiciaba el milagro de la vista. La cuestión, más allá de nuestras elucubraciones sobre este silencio mesiánico, es que Jesús tenía sus razones para pedirles esto tan encarecidamente. Sin embargo, como suele pasar cada vez que a uno le ocurre algo grandioso en la vida, los ciegos no duraron mucho callados: “Pero salidos ellos, divulgaron la fama de él por toda aquella tierra.” (v. 31)

     En cuanto pueden ver a Jesús, todo lo que había a su alrededor, casando sonidos y olores con colores, alucinando con los rayos de un sol que se hundía poco a poco en el atardecer, y queriendo manifestar todo el gozo y la alegría que brotan de corazones agradecidos, dan acuse de recibo de las instrucciones de Jesús, pero en cuanto salen al exterior de la vivienda, y contemplan extasiados un mundo lleno de matices, impresiones visuales y de movimiento, su alma henchida de júbilo se desborda, desparramando ante quienes los conocían como los dos ciegos limosneros, toda la historia de un milagro inenarrable y glorioso. Por medio de su testimonio, todos llegaron a saber que existía alguien, el Mesías anunciado, que podía sanar la herida de los menesterosos y que practicaba la misericordia en virtud de la fe de la persona. Su desobediencia a Jesús, seguramente, al llegar a oídos del maestro de Nazaret, le haría sonreír para sus adentros, ya que quién mejor que Jesús para comprender la diferencia que existe entre la luz y las tinieblas, y el regocijo que surge de lo más profundo del ser cuando la oscuridad del pecado da paso a la luz admirable del amor y el perdón de los pecados.

CONCLUSIÓN

     Cristo todavía sigue sanando el cuerpo, sigue operando en las miradas cerradas de los incrédulos, continúa respondiendo bondadosamente a la fe que depositamos ante él en oración y súplica. Jesús aún quiere seguir tocando tus ojos para que el velo de la ignorancia caiga definitivamente de las cataratas que te impiden ver lo que supone vivir toda una existencia como discípulo de Cristo, templo del Espíritu Santo, e hijo de Dios. Si quieres que tu necesidad sea cosa del pasado, no cejes en tu empeño de perseverar e insistir en tus oraciones y plegarias hechas en su nombre. Deposita tu fe en él y deja que él toque tu miseria para construir sobre ella un testimonio de cambio, de consagración y de alegría inconmensurable. Confiesa el señorío de Cristo sobre tu vida, y deja que su luz alumbre tu corazón desde hoy hasta la eternidad.

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