MIES




SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 8-9 “MILAGRO”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 9:35-38

INTRODUCCIÓN

      Si no te ha pasado, entonces tienes un serio, serio, serio problema. Si alguna vez no te has emocionado al comprobar cómo los borregos van al matadero, algo ha dejado de funcionar en tu corazón. Si no se te encogen las entrañas cuando observas a las multitudes correr ciegamente hacia el precipicio de su autodestrucción, es que las tienes de acero, frías e insensibles ante la dantesca imagen de una humanidad que se despeña como una horda de idiotizados lemmings. Si las lágrimas no se asoman a la ventana de tus ojos en el preciso instante en el que constatas que la ignorancia supina del ser humano provoca desastres, catástrofes y miserias a diestro y siniestro, es que el manantial de sentimientos que debería brotar a borbotones, se ha secado irremediablemente. Si escuchas el pregón o la noticia de un vecino o vecina de tu localidad que acaba de fallecer sin la esperanza que solo Dios sabe ofrecer al mortal, y no te provoca automáticamente el pensamiento pesaroso de que existen muchas posibilidades de que vaya directo o directa a la condenación eterna, es que tus oídos se han petrificado progresivamente hasta lograr que una costra pétrea cubra tu espíritu.

     El cristiano que se precia de serlo no puede mirar hacia otro lado cuando día tras día las personas de su alrededor que no conocen del evangelio, o lo conocen, pero no quieren adherirse a sus magníficos beneficios, llevan vidas desastrosas, caóticas, desoladoras y terminales. El obrero de valor que ha sido llamado por Dios para comunicar las buenas nuevas de salvación a su ciudad, a su familia o a sus amistades, no permanece impasible ante el goteo incesante de existencias que se malgastan en vicios, conductas adictivas, prácticas dañinas y en relaciones tremendamente tóxicas. El fuego que arde en su corazón, que no es ni más ni menos que el amor de Dios que se derrama sobre éste, y que canaliza para bendición de sus prójimos, no le permite sentarse mano sobre mano a la espera de que Dios añada a aquellos que deban ser redimidos. Existe un fervor, un temblor indignado contra el pecado, un interés flamígero y ardiente, en su corazón, por seguir sembrando sin mirar atrás, por seguir plantando las semillas del evangelio en el campo del lugar en el que le toca vivir. La misión que Dios encomienda a cada creyente, y no solo al pastor o al evangelista de turno, es una misión que es impulsada por la pasión por las almas de quienes nos quieren y de quienes nos odian.

     El campo que Dios nos ha entregado para sembrar es un campo duro, de suelo apisonado y repleto de hierbajos, pedregales, espinos asfixiantes, y de pájaros voraces que intentan arrebatarnos el gozo de nuestra plantación del evangelio. Los terrenos con los que tenemos que enfrentarnos requieren de nosotros toneladas de paciencia, de constancia y de perseverancia. La profundidad de algunas parcelas del sembradío será superficial, de bajo calado, donde podemos encontrar una alegría momentánea e instantánea, pero que pronto se convierte en frustración a causa del tiempo y de los recursos invertidos. La raigambre de algunas semillas del reino parecerán crecer con rapidez y celeridad, otras se tomarán su tiempo, y otras se malograrán desde el primer instante en el que la tierra las escupa. Comprobaremos con la mirada asombrada que algunos de los granos germinan trayendo fruto abundante, pero también lloraremos lágrimas amargas cuando la semilla se pudra sin que brote el resultado deseado. Ser obreros en la mies nos deparará momentos inigualables cuando tengamos el placer y privilegio de ver crecer exuberantemente el trigo, e instantes tristes en los que nuestro tiempo, dedicación y cuidado se verán gravemente afectados por las traiciones, las desilusiones y las decepciones. Preguntemos a nuestra historia como iglesia en Carlet, interroguemos a los pastores que pasaron por aquí, y sabremos a qué nos referimos con esto.

1.      UN MINISTERIO CRISTOLÓGICO COMPLETO

     Jesús sabía mejor que nadie lo que suponía sembrar en el campo del mundo en el que desarrolló su labor y ministerio. Conocía los entresijos del alma humana, sus anhelos, sus sueños, sus deseos y sus preocupaciones. Tenía bien claras las necesidades del terreno en el que iba plantando su semilla de amor y gracia. Por eso su milagroso ministerio fue tan completo durante los apenas tres años que duró. Se encargó de satisfacer todos los aspectos de la esencia humana, desde la afectiva, pasando por la intelectual, la espiritual, la emocional, hasta la física. El texto que hoy nos ocupa describe sucintamente la tarea misionera de Jesús en medio de la mies: “Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.” (v. 35) Jesús, aunque tenía su cuartel general en Capernaúm, posiblemente en la casa de alguno de sus discípulos más íntimos, no se ceñía únicamente a la localidad en la que vivía. Su propósito no es la de usurpar el lugar que le correspondía a la sinagoga como centro de la vida religiosa y espiritual de sus conciudadanos. No trata de fundar una iglesia desde la que expandirse como una marca distintiva y diferente del judaísmo. Jesús reconoce la necesidad humana en todas las zonas que componían Judea y Samaria, y por ello, no duda en convertirse en un maestro itinerante que hiciese acto de presencia en medio de una sociedad sedienta de justicia y misericordia.

     Su planificación misionera no se circunscribe únicamente a las metrópolis de su mundo, sino que atiende solícitamente a aquellas comunidades más pequeñas, y por tanto, más alejadas de las luchas por el poder religioso. Esto nos habla de la clase de ministerio que Jesús realizaba, un ministerio que no excluía a nadie, que no se centraba en las estrategias urbanas, que no valoraba el número de habitantes, que no despreciaba cualquier ocasión para visitar hasta la aldea más perdida y remota. Esto me trae a la memoria el trabajo que realizaron pastores como Don Vicente Francés, Don Aurelio del Campo, o Don Buenaventura Reginaldo, los cuales, aunque se asentaron en nuestra ciudad de Carlet, no les supuso un problema atender con gran cariño y consagración localidades como Alginet, Alcàntera del Xúquer, Sumacàrcer, Alzira, o Navarrés, trayendo junto con la predicación del evangelio, su propia personalidad pastoral. No estaremos lo suficientemente agradecidos a estos héroes de la fe que sacrificaron tantas cosas por estar con todos, incluso en las poblaciones más minúsculas. 

    Además, Jesús cuando ronda por estas poblaciones, aprovecha las oportunidades que se le ofrecen para predicar, no desde un púlpito improvisado en medio de la plaza del lugar, sino desde el estrado de los maestros de las sinagogas, las cuales lo acogen para leer las Escrituras judías, y para interpretar con su proverbial perspicacia y discernimiento cada una de las promesas y profecías que en ellas se encuentran. No quiere romper con la institución ya establecida de la sinagoga, sino que la reconoce como un lugar desde la cual construir su enseñanza esencial de la voluntad de Dios. Todos conocemos el impacto que tuvo Jesús en sus lecciones, ya que muchos de los asistentes a la sinagoga pudieron contrastar su mensaje puro y claro como el agua, con el que los escribas y maestros de la ley aportaban desde los comentarios de comentarios de comentarios de comentaristas. No cabe duda de que muchos de los significados que, a la gran mayoría de fieles judíos se les escapaba a causa de la pedante palabrería de los rabinos, se les revelarían como verdadera Palabra de Dios.

     Unida a su presencia y a su enseñanza, la predicación adquiere una importancia nuclear. Su predicación no era una predicación apologética, ni era una serie de discursos edulcorados o legalistas, ni se adaptaba a los gustos y énfasis de las modas de la época. Sus sermones versaban sobre el reino de los cielos, sobre su naturaleza e inauguración, y sobre cómo poder entrar en él. Su evangelio parte de la base de que Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías anunciado que marca el punto de partida de la era de la gracia, el Cristo prometido que redimirá a todos aquellos que deseen formar parte de ese reino espiritual. De viva voz, Jesús amplía sus enseñanzas, pasando de la teoría a la práctica, con exhortaciones verbales a arrepentirse y a convertirse a Dios para tener parte con la definitiva instauración del reino de Dios.

     Por último, y no menos importante, para conectar sabias palabras, promesas cumplidas y buenas intenciones, Jesús realiza milagros prácticos y fehacientes para erradicar las consecuencias y efectos del pecado que muchos sufren. Jesús no se guarda nada del poder que Dios le ha conferido. Sana y cura a todos, sana y cura todo. No importa la clase, la cantidad o de dónde provenga la fe, Jesús atiende y entiende a los menesterosos físicos de entre su pueblo, y restaura vidas marginadas a causa de sus enfermedades o malformaciones. No solo predica, sino que además da trigo. No expone un mensaje que suena muy bien en la teoría, sino que acompaña a sus enseñanzas y predicaciones, acciones portentosas que respaldan tanto su autoridad sobre la creación, sobre las criaturas, sobre el pecado y sobre Satanás.

2. UNA VISIÓN CRISTOLÓGICA CONMOVEDORA

      En su andadura por los pueblos que se desparraman en la región de Judea, no debe sorprendernos que Jesús reaccionase en cada parada de esta misma manera: “Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor.” (v. 36) La visión de Dios, y por tanto la visión de Jesús, es muy distinta a la nuestra. Nosotros solo vemos una sociedad estructurada y vertebrada, bastante segura de sí misma en su cultura, costumbres, usos religiosos e instituciones políticas y gubernativas. Dios ve todo un enjambre de personas alocadas, perdidas, errantes y solitarias que no tienen ninguna brújula moral en la que hallar guía para sus vidas. Nosotros percibimos civilización, educación, tolerancia y derechos humanos. Jesús solo observa a millones de existencias que hacen la guerra por su cuenta, que viven sin vivir, que caminan hacia ninguna parte y cuyo oremus, aparentemente regido por la razón y la lógica, está completamente roto en mil pedazos. Donde nosotros vemos progreso, Jesús solo ve necesidad. Donde el mundo piensa que ha hallado su autosuficiencia, Jesús sabe que el drama del egoísmo se masca. Cada vez que Jesús pasaba por una aldea, un pueblo o una ciudad de mayor entidad, simplemente acertaba a ver su verdadero estado espiritual y moral, y éste no era precisamente el más halagüeño.

      ¿Qué ves tú, como obrero en la viña del Señor, cuando caminas por las calles de tu ciudad? ¿Ves algo que te constriña a preguntarte hacia dónde se dirige el mundo? ¿O hace tiempo que tanta hipocresía, tanta injusticia y tanta crueldad han soldado tu corazón al pecho, y ya no ves nada a tu alrededor que te llame la atención? ¿Sientes el pulso de nuestra sociedad? ¿Aprecias desde la sensibilidad que solo Dios nos da a cada creyente, que el mundo va irremisiblemente hacia una deriva peligrosa? ¿No padeces la zozobra que Jesús sufría cada vez que reflexionaba a solas, mientras miraba a las muchedumbres que se agolpaban desesperadas en torno suyo? ¿O ya has tirado la toalla porque la necesidad es tanta que piensas que no das abasto? Las masas, ignorantes y duras de mollera como ovejas que no tienen a quienes las pastoree, pueden llegar a desgastar nuestro ánimo por hacer el bien, por servirlas, por tratar de reunirlas alrededor de Cristo. Pero recuerda que eres un operario de Dios, y que Dios es el que nos facilita los recursos y el aliento diario para seguir trabajando en la mies. Confiando únicamente en nuestras fuerzas es realmente fácil perder de vista al Buen Pastor, a Jesús, a aquel que puede reunir a las ovejas vagabundas desde la misericordia y la gracia que Dios Padre dispensa en abundancia.

3. HOCES Y ORACIONES MISIOLÓGICAS EN MEDIO DE LA MIES

     Con este panorama en mente, con esta percepción terrible y desafiante de una ciudad como la nuestra, consideraremos las palabras de Jesús sobre nuestra misión y privilegio como discípulos de Cristo que no se rinden, ni se echan a la bartola esperando que las alimañas se nutran del rebaño descarriado: “Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies.” (vv. 37-38) Esta constatación de una realidad espiritual que no ha cambiado a lo largo de los siglos, y que si acaso, sigue expresando una dinámica muy actual ante la cual hemos de reaccionar con el favor de Dios, no se registra únicamente para los seguidores de Jesús, los cuales lo acompañan en sus viajes, esperando que desarrollen un mismo sentir de compasión y conmiseración por millares de personas ciegas y sordas a la voz de Dios. Estas son palabras que tienen su eco en el tiempo y la historia, y que nos llegan hasta la actualidad para advertirnos tanto de la urgencia de nuestro trabajo misionero como de la naturaleza de las personas a las que el evangelio ha de ser dirigido y predicado. La mies es por definición el cereal que ya está maduro para ser recolectado. Por tanto, la mies es un mundo cuya necesidad de Dios es tan grande, tan profunda y tan perentoria, que es preciso que los obreros que el dueño del campo ha llamado metan la hoz del evangelio, para empezar a cosechar y segar almas y vidas que han respondido positivamente a la predicación del reino de Dios, al poder de Cristo, y a la convicción de pecado conseguida por el Espíritu Santo. 

     Si dejamos de mirar humanamente a nuestra sociedad local, y dejamos que nuestros ojos sean los ojos de Cristo, nos daremos cuenta de cuántas personas están buscando sentido para sus vidas, respuestas a sus preguntas existenciales, soluciones a sus problemas de índole espiritual y material, y el perdón por sus pecados e insensateces cometidas. Con la debida lente, la lente del Espíritu Santo, seremos capaces de reconocer dónde trabaja Dios, y nos uniremos a Él para segar sin desmayo hasta lograr que un alma se entregue a Cristo como su Señor y Salvador. Pero la mies no se recoge sola. Requiere de esfuerzo, empeño, responsabilidad, compromiso y cuajo. Es necesaria la idea de que aunque parezcamos pocos en comparación con un océano de espigas que recolectar, no trabajamos solos, sino que Jesús nos acompaña y guía nuestra mano para hallar el cereal que está maduro y repleto de fruto. El mundo puede parecer un lugar ciertamente amenazador, aterrador y difícil de segar. Sin embargo, tal y como Jesús ordena, la oración no debe faltar nunca a la hora de sumergirnos en un mar de mies, rogando al Señor que unamos nuestras fuerzas a las fuerzas de otros hermanos en la ingente tarea de cosechar vidas que se someten voluntariamente al amor de Cristo. Con una hoz en una mano y con la oración a Dios, al Señor de la mies, en la otra, podremos arrebatar a Satanás cuantas más almas podamos para la gloria de Dios y para la redención de los perdidos e incrédulos.

CONCLUSIÓN

     ¿Dónde está el milagro en la misión de Dios? ¿En qué instante se manifiesta el poder portentoso y sobrenatural de Cristo? Precisamente en el momento de la cosecha. El hecho maravilloso de poder comprobar y constatar que existen personas a nuestro alrededor que piden oración por sus vidas, que solicitan de la iglesia de Cristo ayuda sea del calibre que sea, que manifiestan su bienestar al congregarse en el templo, que quieren acceder a la Palabra de Dios sinceramente, que anhelan aprender más y más de la revelación divina en la Escuela Dominical, que reconocen su vana manera de vivir ante Dios y ante los hermanos, y que un día, tras ser discipulados convenientemente, deciden entregar su vida por completo al Señor, obedeciendo el mandamiento de Jesús de manifestar públicamente por medio del bautismo su firme compromiso de vivir por, para y en él durante el resto de su vida terrenal, es un milagro por el que merece la pena trabajar y orar en la mies extensa que Dios dispone como campo de redención en nuestra ciudad. 

      No quisiera terminar este sermón sin recordar la estrategia sabia y prudente que emplearon misioneros como Lund en nuestra amada tierra valenciana, la cual se ajusta perfectamente al texto hoy tratado, y que reseña el misionero Juan David Hughey: “Antes de entrar en los pueblos, dedicamos mucho tiempo a la meditación de la Palabra y a la oración, esperando que el Señor nos revista del poder de lo alto. A esto le dábamos la mayor importancia, puesto que es la clave de todo éxito. A partir de la primera reunión, hacemos claro nuestro propósito, que es predicar en el nombre de Cristo, arrepentimiento hacia Dios, y fe en nuestro Señor Jesucristo; sostener una controversia con la conciencia del pecador más bien que con la iglesia de Roma. Nuestro método comprende en poner las manos de la gente la Palabra de Dios, y también tratados evangélicos cuidadosamente seleccionados, a fin de suplir sus verdaderas necesidades.” 

       El entusiasmo salta a la vista de los resultados que este método misionero produce por allá donde pasa, sin dejar de realizar autocrítica sobre los programas evangelísticos anteriormente aplicados: “Desde que trabajamos de esta forma apostólica, he visto en estos seis meses mayor número de conversiones y más sinceras que anteriormente en seis años. Además, nuestras iglesias ya establecidas, fundadas y dirigidas por el viejo sistema han recibido nueva vida, y los obreros que estaban algo desalentados han recobrado nuevos ánimos y esperanza para el trabajo misionero en España. Acostumbrábamos a culpar a Roma, a la gente, y al ambiente por nuestro poco éxito, pero Dios ha abierto nuestros ojos y nos ha enseñando a culparnos a nosotros mismos y a nuestros métodos.”

       Sigamos implorando al Señor para que nos despierte de la siesta, para aprender de aquellos que nos precedieron por estas latitudes valencianas, y para que nuestra hoz se llene de muescas a causa de nuestra infatigable y perseverante labor evangelística y misionera, y Cristo al contarlas pueda recompensarnos cuando comparezcamos ante su tribunal de cuentas.

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