LA VIDA SIGUE IGUAL
SERIE DE
SERMONES EN ECLESIASTÉS “QOHELET: SOMOS NIEBLA”
TEXTO
BÍBLICO: ECLESIASTÉS 1:1-11
INTRODUCCIÓN
Solo la
experiencia de aquellos que han pasado por todas las etapas de la vida nos
ayuda a entender una realidad patente y universal: somos niebla. Únicamente la
memoria que precede a la pérdida de lucidez puede ofrecernos una historia vital
que puede resumirse en estas dos palabras: somos niebla. Da igual cómo se haya
vivido, qué cosas se hayan visto, qué vivencias tan diferentes se hayan
disfrutado o padecido, pero al final, en el último recuento de lo que ya pasó y
no volverá, no cabe duda, de que de algún modo, tal vez con distintas palabras,
todo ser humano acabará reconociendo que somos niebla. No importa lo rico que
alguien sea, o que la pobreza haya rodeado todas sus circunstancias personales;
no importa el trasfondo en el que uno se haya criado o las enseñanzas que se
hayan recibido a lo largo de una trayectoria corta o larga sobre la faz de esta
tierra: todos somos niebla. Somos niebla que aparece temprano en la mañana,
pero que con la luz de un sol de justicia se disipa y desvanece al llegar el
mediodía. Somos simples sombras, polvo que vuelve al polvo, recuerdo escrito en
libros, dibujado en imágenes, hierba que hoy es, y que mañana se seca para
desaparecer del mapa.
Es difícil hacer,
en los tiempos que corren, que alguien se detenga para pensar en el sentido de
la vida. Las ocupaciones y las preocupaciones, la construcción de un hogar y de
una familia, las horas interminables en jornadas maratonianas de trabajo
incansable, el intento de fraguar una red de relaciones sociales más o menos estrechas
y leales, los estudios de reciclaje continuo en un mundo que pide más y más de
nuestra capacidad intelectual, los ratos robados a la vorágine semanal para
cultivar hobbies y aficiones, el ya tan necesario espacio para el deporte y el
bienestar físico, las responsabilidades que nos abruman y que no dejan que el
corazón dé una nueva bocanada de aire para sobrevivir, son solo aspectos y
factores que prácticamente imposibilitan al ser humano para meditar y
reflexionar de dónde venimos, quiénes somos y hacia dónde nos dirigimos.
Nuestra sociedad nos ha encadenado a tantos quehaceres que las preguntas
trascendentales han sido sepultadas en el fondo de nuestras almas. Solo en
instantes de crisis, en momentos de soledad o en el disfrute de la comunidad de
fe cristiana es posible recuperar estas cuestiones tan relevantes para dar
sentido a lo que hacemos y a lo que planificamos diariamente.
El autor del libro
de Eclesiastés parece que ha llegado a un punto en su vida en el que se le
permite tomar aliento con el objetivo de analizar y examinar lo que ha sido su
existencia terrenal. Por regla general, entendemos que el escritor de este
libro del Antiguo Testamento, ha llegado a la vejez con una mente privilegiada
y preclara. Él mismo se presenta antes de desarrollar sus conclusiones sobre la
vida, su sentido original, sus prioridades y su propósito: “Palabras del Predicador, hijo de David, rey en Jerusalén.” (v. 1) Podríamos
decir que todo lo que a continuación expresará con la palabra escrita es una
especie de testamento, un legado espiritual y filosófico sobre la razón de
nuestro paso por la vida. Se considera a sí mismo un predicador, un pregonero
que, con ánimo constructivo, realista y experimentado, manifiesta su deseo de
que otros aprendan de sus errores y de sus aciertos. Además, se identifica a sí
mismo como hijo del rey David y como rey de Israel, por lo que no hemos de
adivinar demasiado para saber que es el rey Salomón, el hombre más sabio que la
historia jamás ha conocido, el que pone voz a este libro de lecciones vitales
que apuntan en última instancia a Dios.
Aunque pudiéramos
extraer la conclusión de que al comenzar a leer este libro sapiencial Salomón
estaba en un plan pesimista, lo cierto es que quiere dejar muy clara la
conclusión a la que ha llegado tras toda una vida repleta de sensaciones,
disfrutes, decisiones y traiciones. Y quiere dejarnos esta frase tan conocida
por todos nosotros para que detengamos la maquinaria de nuestras actividades y
dejemos que el cerebro desempolve su capacidad de reflexión: “Vanidad de vanidades, dijo el Predicador;
vanidad de vanidades, todo es vanidad.” (v. 2) No hace falta ser un genio o
un erudito en interpretación bíblica para observar un énfasis repetido en esta
simple oración: la vanidad. Salomón habla en tercera persona, como mirando
desde una distancia prudencial toda su andadura, todo su viaje existencia, todo
su bagaje experiencial, lo cual nos permite apreciar la sinceridad de sus
palabras. La vanidad al cuadrado es el resultado de toda una vida repleta de
luces y sombras. Pero, ¿por qué remacha con tanta intencionalidad la idea de la
vanidad y de que absolutamente todo lo que compone la vida de cualquier
persona, y sobre todo lo que pertenece a la suya propia, es vanidad?
La palabra hebrea original
para “vanidad” es hevel. Se ha traducido de muchas formas, dependiendo del
contexto en el que aparece. Unos hablan de ella como de niebla, neblina o
vapor, los cuales aparecen y desaparecen en un santiamén por obra y gracia del
astro rey; otros hablan de humo, de algo volátil e inasible que tiene su foco
en un fuego, pero que poco a poco se dispersa en el aire; otros se refieren a
vacuidad o vacío, a futilidad, a un desperdicio de tiempo y recursos; y la que
más me ha llamado la atención es la que se relaciona con aquello que queda tras
la explosión de una pompa de jabón. La vida, según el predicador, pasa volando,
en un segundo pasa de ser a no ser, y afanarse en conservarla a cualquier
precio es simplemente una pérdida de energías, ya que, como dijo el atribulado
Job, “Desnudo salí del vientre de mi
madre, y desnudo volveré allá. El Señor dio, y el Señor quitó, sea el nombre
del Señor bendito.” (Job 1:21) Cuando somos jóvenes, niños o adultos en la
mediana edad, nada de esto adquiere sentido para nosotros, a menos que la
clarividencia que nos ofrece el Espíritu Santo nos ilumine al respecto. Cuando
la senectud y la vejez nos atrapan y tenemos una panorámica más amplia del
pasado, es entonces cuando, al igual que Salomón, entendemos esta expresión en su
justa medida.
Salomón nos
propone, pues, después de pincharnos el globo de la vida, una pregunta que
todos deberíamos plantearnos más tarde que temprano. Es un interrogante que
requiere de ejercitar todos nuestros sentidos, que demanda de nosotros ajustes
en muchos casos, drásticos y valientes. La pregunta que el predicador nos
formula en este día es la siguiente: “¿Qué
provecho tiene el hombre de todo su trabajo con que se afana debajo del sol?”
(v. 3) En otras palabras, ¿qué sacamos de tanta ansiedad, de tantas
preocupaciones y de tantas fatigas? Algunos podríais responder que el trabajo
es necesario para vivir, para pagar las facturas, para aportar alimento a la
mesa familiar, para satisfacer nuestras aspiraciones de realización personal, o
para sentirse parte productiva de la sociedad, y vuestra contestación sería muy
legítima, por supuesto. Nadie niega el beneficio que aporta el trabajo al ser
humano. Pero piensa por un instante en tu futuro en vez de en tu presente. ¿De
verdad vale la pena vivir para trabajar, descuidando lo realmente importante,
es decir, tu alma? ¿No será que nos aferramos demasiado a lo que tenemos que
hacer hoy, y estamos siendo negligentes con el destino final de nuestro
espíritu? Salomón conocía perfectamente el valor del trabajo duro en todas sus
vertientes, y, como veremos en otros pasajes de este legado intemporal, es
capaz de separar el gozo de trabajar de lo que es nuclear en nuestro
entendimiento de la eternidad, el temor de Dios como principio de la auténtica
sabiduría.
Dada esta pregunta,
la cual puede y debe suscitar en ti otros muchos interrogantes, por otro lado,
no fáciles de responder, el predicador Salomón nos advierte de tres cosas con
respecto a la vida humana: que nada cambia en el devenir de las edades, que no
existe nada nuevo a lo largo de la historia, y que si creemos que las novedades
existen es porque nuestra memoria colectiva nos falla cada poco tiempo.
A.
NADA CAMBIA
En el orden de
cosas de la realidad terrenal en la que vivimos y nos movemos, existen muchos
elementos que pueden cambiar a lo largo del tiempo. Heráclito, filósofo griego,
decía que nada permanece, que todo cambia, y que absolutamente todo está preso
de ciclos eternos de creación y destrucción. Sin embargo, dejando aparte
cualquier micro mutación, en lo que se refiere a los ciclos, siempre se repiten
los mismos patrones. Salomón nos ofrece, en su conocimiento amplio de la
naturaleza y de sus características fundamentales, un breve recorrido por
elementos que siempre estarán ahí mientras el mundo sea mundo, y mientras Dios
no cumpla con su promesa de recrear nuevos cielos y una nueva tierra.
En primer lugar,
nos indica que el ser humano nace, crece, se reproduce y muere, dando paso a
nuevas generaciones: “Generación va, y
generación viene; mas la tierra siempre permanece.” (v. 4) Los ciclos
demográficos van pasando por la faz de la tierra, pero la tierra sigue estando
ahí como casa y hogar de todo ser viviente. La comparación entre la tierra, más
vieja de lo que podamos imaginar, de la cual Dios toma para insuflar de vida al
primer humano hecho de arcilla o adamá, y el ser humano que apenas vive unos
cien años, nos recuerda aquella canción de Julio Iglesias que rezaba así: “Unos que nacen, otros morirán; unos que
ríen, otros llorarán. Aguas sin cauces, ríos sin mar, penas y glorias, guerras
y paz. Siempre hay por quién vivir y a quién amar. Siempre hay por qué vivir,
por qué luchar. Al final, las obras quedan, las gentes se van. Otros que vienen
las continuarán, la vida sigue igual.” La tierra permanece, las personas,
el día menos esperado, siempre encuentran su final sobre ella.
En segundo lugar,
afirma que los días pasan y que el tiempo sigue marcando su ritmo con el alba y
el ocaso: “Sale el sol, y se pone el
sol, y se apresura a volver al lugar de donde se levanta.” (v. 5) En los
movimientos terráqueos de traslación y de rotación somos capaces los seres
humanos de ordenar el tiempo y las estaciones. Desde el día en el que Dios creó
el universo y nuestro sistema solar, salvo en el instante en el que el sol se
detuvo en lo más alto para que Josué venciese en la batalla, el sol aparece por
el este y se pone por el oeste. Esto siempre ha sido así desde que se tiene
memoria, y así continuará siendo hasta que el Señor lo disponga.
En tercer lugar,
Salomón nos ofrece una lección meteorológica realmente avanzada para su tiempo:
“El viento tira hacia el sur, y rodea al
norte; va girando de continuo, y a sus giros vuelve el viento de nuevo.” (v. 6)
Esta afirmación de un ciclo de vientos y corrientes marinas ha sido
comprobada y constatada científicamente, puesto que la ciencia reconoce que el
aire frío baja de los polos hasta el ecuador, se calienta y retorna a los polos
en un círculo continuo. El viento no sopla por azar, ni se mueve como producto
de la casualidad, sino que en el diseño original y perfecto de Dios para que
nuestro mundo fuese habitable, esto estaba completamente previsto. Y hasta la
actualidad este ciclo de vientos no ha faltado a su cita diaria.
Y en cuarto lugar,
el predicador nos ofrece sus conclusiones sobre el ciclo del agua que riega la
tierra y que brinda vida a todos los seres vivos que la pueblan: “Los ríos todos van al mar, y el mar no se
llena; al lugar de donde los ríos vinieron, allí vuelven para correr de nuevo.”
(v. 7) El ojo experto de Salomón verificó que existía una conexión
científica entre las fuentes de las corrientes de agua y el mar, la cual se
enmarca dentro de la evaporación del agua salada, de la formación de nubes de
vapor de agua, y de las precipitaciones que tenían lugar en las alturas de los
montes. Este ciclo sigue sucediendo, puesto que si cambiasen las leyes que lo
rigen, la humanidad estaría perdida.
2. NO
EXISTE NADA NUEVO
El ser humano es
curioso por naturaleza. Esta curiosidad, bien encauzada y gestionada, da a luz
una serie de progresos tecnológicos y científicos altamente positivos para la
humanidad. Pero cuando esta hambre por conocer se desmanda, se emplea
egoístamente y se enfoca bajo el prisma del pecado y de la maldad, el daño que
se llega a perpetrar es increíblemente demoledor para las sociedades y
civilizaciones. Salomón tuvo esa clase de hambre de conocimientos y sabía de
primera mano qué consecuencias beneficiosas extraía de su curiosidad, y qué
resultados nefastos se daban cuando este interés por saberlo todo se
subordinaba a los deseos carnales más oscuros del alma. Tal vez, sabiendo por
experiencia en qué desemboca el ansia exacerbada de novedades, nos avisa de
este modo: “Todas las cosas son
fatigosas más de lo que el hombre puede expresar; nunca se sacia el ojo de ver,
ni el oído de oír.” (v. 8) Cuando Salomón habla de la fatiga de las cosas,
pretende hacernos ver que, muchas veces el anhelo por saber y conocer con
aquellos sentidos que perciben la realidad de todo lo que existe con certeza,
solo lleva a la frustración y a la miseria del ser humano. El ser humano no se
cansa de presenciar y constatar situaciones de la vida, aunque sean perversas y
nulamente edificantes; y siempre está dispuesto para escuchar lo que alguien
tiene que decir, aunque sea una patraña o un embuste mayúsculo. Vivimos en
tiempos en los que lo audiovisual prima por encima de todas las sensaciones,
por lo que lo que dijo en su día Salomón es más actual que nunca. No existe
nada nuevo que no pasara ya en su época.
Para que
entendamos convenientemente este pensamiento tan profundo y que se ajusta a la
perfección a nuestro mundo contemporáneo, Salomón nos dedica una especie de
trabalenguas: “¿Qué es lo que fue? Lo
mismo que será. ¿Qué es lo que ha sido hecho? Lo mismo que se hará; y nada hay
nuevo debajo del sol. ¿Hay algo de que se puede decir: He aquí esto es nuevo?
Ya fue en los siglos que nos han precedido.” (vv. 9-10) Las cosas que
sucedieron en el pasado seguirán ocurriendo en el futuro. Podrán ponerles otro
nombre, disfrazarlas con otros términos, edulcorarlas para que pierdan la
amargura de su esencia, tejer un sistema de subterfugios y eufemismos para que
no parezcan tan feas u obscenas, pero seguirán siendo los mismos perros con distintos
collares. Pase lo que pase, todo tendrá su eco en tiempos pretéritos. Nadie se
inventa nada, sino que simplemente se adapta, se refina, se redefine y se
reconceptualiza. ¿Podemos decir que existen cosas nuevas? En términos
materiales, podríamos afirmarlo. ¿Pero en términos morales, éticos o
conductuales? Lo dudo mucho. La historia conocida reafirma esta idea de
Salomón, de que no hay nada nuevo bajo el sol.
3. ¿POR QUÉ
CREEMOS ENTONCES QUE EXISTEN COSAS NUEVAS?
Todo obedece a
nuestra memoria de pez. A corto plazo, somos capaces de recordar demasiado bien
cada detalle, pero cuando hablamos del largo plazo, el ser humano se olvida por
completo de los errores cometidos y de aquellos que nos dejaron el mundo del
que hoy disfrutamos. Nuestra memoria además es bastante interesada y suele
aguzarse a conveniencia. Salomón, sabiendo lo que aguardaba a su pueblo, y en
vista de las historias y crónicas que se escribieron sobre la trayectoria de su
nación en tiempos pasados, no duda en confesarnos la siguiente verdad: “No hay memoria de lo que precedió, ni
tampoco de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después.” (v. 11) Salomón
recordaría a José, el cual salvó a Egipto y a otros pueblos de alrededor
gracias a su administración como segundo al frente del país, y que fue olvidado
generaciones después de su muerte. Traería a su memoria las narraciones de los
jueces de Israel, y de la infidelidad y prostitución idólatra que arrinconaban
el recuerdo de estos caudillos enviados por Dios. Por lo general, el ser humano
tendía a autogenerar en sí mismo una amnesia social que desterraba a aquellos
que pudiesen haber hecho algo destacable y beneficioso por él. Si ya pasa
cuando alguno de nuestros deportistas pierde después de vencer en incontables
competiciones y se le echan al cuello con improperios e insultos, qué diremos
de otras parcelas de la existencia.
Creemos que existen
cosas nuevas porque somos olvidadizos y porque no somos capaces de ser
coherentes con la historia. Siempre llevo escrita en mi mente esa frase tan
conocida que viene a decir que el pueblo que olvida su historia, sus
equivocaciones, sus tropiezos y sus errores, está condenado a repetirla con los
consiguientes problemas que esto trae. Salomón sabía que su nombre y sus hechos
serían arrinconados en la memoria colectiva de su pueblo tarde o temprano, y
que todos sus logros y triunfos quedarían enterrados en lo más profundo de la
mente humana. Y como podemos comprobar, esta triste circunstancia se ha
repetido siglo tras siglo, milenio tras milenio. Perder de vista nuestra
historia significa perder algo de nosotros mismos, de nuestra identidad, de
nuestro propósito y sentido vital.
CONCLUSIÓN
La pregunta del
predicador y rey de Israel sigue estando ahí para nosotros. Fue sabio al
calcular el porvenir y al someterse a la inspiración del Espíritu Santo, ya que
sus palabras han salvado la brecha temporal que nos separa, y nos interpelan
como iglesia y como creyentes en Cristo: ¿Qué provecho sacas de todo tu trabajo
con que te afanas debajo del sol? Que tu respuesta siempre esté medida y
ajustada a la voluntad que el Señor expresa en su Palabra, que ponga el acento
en la persona de Jesucristo y su reino, y que sea guiada y dirigida por la
sabiduría de lo alto que el Espíritu Santo te ofrece.
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