MUERTE Y SANGRE
SERIE DE
SERMONES BASADOS EN MATEO 8-9 “MILAGRO”
TEXTO
BÍBLICO: MATEO 9:18-26
INTRODUCCIÓN
Todos somos
conscientes de que el dinero, la posición o la influencia son elementos que
procuran a las personas una mejora sustancial de atención jurídica, sanitaria,
educativa y social. Si eres un potentado, lo lógico, aunque no lo ética y
equitativamente, es que si tienes un litigio o un pleito con otra persona con
menos posibles, logres llevarte el gato al agua a causa del poderío financiero
que costea a abogados feroces que dan el todo por el todo por una suculenta
minuta. Si eres un ricachón, lo normal es que si padeces alguna clase de
enfermedad difícil de curar, o si necesitas un trasplante urgente de algún
órgano, contrates los servicios de un hospital de copete con médicos de la
élite que sacarte las castañas del fuego. Si tienes una cartera repleta de
billetes de quinientos euros y te codeas con la creme de la creme de los
rectores universitarios, lo usual es que si quieres que tus hijos sean
atendidos pedagógicamente por los maestros y profesores más perspicaces y más
exclusivos, o quieres lograr un título sin esforzarte prácticamente nada,
consigas que el equipo docente de una institución de enseñanza privada te
ofrezca lo que deseas. Lo mismo sucede cuando tienes padrinos políticos que te
aúpan a cotas de poder por puro enchufismo, mientras que si eres un mindundi de
a pie, solo habrás de asumir lo que otros mandan, ordenan y legislan.
Las desigualdades
son el pan nuestro de cada día. Las diferencias y distinciones por razón del
dinero, del poder y del estatus social las padecemos aquellos que no nos
sometemos a los criterios marginadores y parciales de los que moran en las
alturas. El pez grande se come al pequeño, a los trajeados empresarios se les
presta mayor atención que a los pequeños autónomos, a los adinerados se les
extiende la alfombra roja mientras que a los pobretones y la cada vez más
depauperada clase media, se les expulsa sin contemplaciones de los centros de
influencia y se les instala en el tedio de saberse impotentes a la hora de
cambiar las cosas. Creo que en muchas ocasiones somos nosotros mismos los
culpables de crear estas realidades, ya que la obsequiosidad brota por los
poros de una sociedad que se deja impresionar demasiado fácilmente por
personalidades hipócritas que usan la imagen y el márquetin para promocionarse.
1.
MILAGROS NO
DISCRIMINATORIOS
Menos mal que
Jesús no es de estos individuos que filtran a las personas aduciendo una
especie de control de calidad del ser humano en términos de influencia. Jesús
no se deja embaucar por el grado de autoridad, por el escalafón social y civil
o por la ascendencia espiritual y religiosa. Y ahí está uno de los factores más
importantes que convierten sus actuaciones portentosas en auténticos milagros
que alcanzan el corazón mismo de la igualdad y la equidad. Jesús no se casa con
los poderosos, aunque les asiste del mismo modo en que lo hace con los
menesterosos. Para Jesús no existe acepción de personas, o como suelen hacer
hoy muchas entidades bancarias, empresas de compra-venta, medios de transporte
o parques temáticos, ofreciendo prioridad al que la paga previamente. No, Jesús
ejecuta sus milagrosos hechos desde la mirada imparcial que observa la
necesidad por encima de las medallas, condecoraciones o títulos. La actitud de
Jesús reside y descansa en restaurar la vida en cuerpos y almas maltrechos y
enfermos sin considerar etiquetas o distingos que el ser humano ha ido
convirtiendo en compartimentos de injusticia y en el caldo de cultivo de la
miseria y la inhumanidad.
En el relato
bíblico que tratamos hoy, dos historias se unen como una sola. Dos vidas se
encuentran en el mismo lugar y en el mismo momento temporal para enseñarnos la
lección fundamental de que el Reino de los cielos no conoce de clasismos ni de
discriminaciones, que el poder de Jesús abarca todos los estamentos sociales,
de género y religiosos con el propósito de restablecer la vida en dos personas
completamente diferentes en su contexto y condición. Uno de los protagonistas
de la historia es Jairo, uno de los hombres más estimados y reconocidos de la
comunidad. La otra protagonista es una mujer anónima, pobre y desahuciada por
la sociedad, marginada por todos a causa de su dolencia. Ante Jairo, las
multitudes se abren para dejarlo pasar en su búsqueda del maestro de Nazaret;
la mujer enferma debe ser osada para dar empujones y empellones para alcanzar a
Jesús. Sin embargo, estas dos personas, tan diametralmente opuestas en todo,
tenían algo en común: la desesperación, la necesidad imperiosa de vida y la fe
en Jesús.
2.
LA MUERTE
ES SUEÑO
Comencemos por
Jairo: “Mientras él les decía estas
cosas, vino un hombre principal y se postró ante él, diciendo: Mi hija acaba de
morir; mas ven y pon tu mano sobre ella, y vivirá. Y se levantó Jesús, y le
siguió con sus discípulos.” (vv. 18-19) Posiblemente este hombre que camina
tan decididamente al encuentro de Jesús fuese una eminencia religiosa dada su
responsabilidad como uno de los principales de la sinagoga de la localidad. Si
la necesidad no hubiese tocado su puerta, y si la muerte no hubiese teñido de
negro su hogar, este hombre probablemente ni se hubiese acercado a Jesús. Sin
embargo, como ya sabemos en nuestra propia experiencia y en la experiencia de
otras personas, cuando las circunstancias son terribles y crudas, el ser humano
se agarra a un clavo ardiendo. A Jairo su posición no le proporciona la
exención de comprobar como la muerte siega la vida de su propia hija, su más
preciado tesoro. Al escuchar cómo Jesús sanaba la lepra, devolvía la movilidad
a los cuerpos anteriormente inmóviles, y expulsaba toda clase de demonios de
sus huéspedes mortales, Jairo corre como un gamo para rogar desde la humildad
más abierta y auténtica que Jesús se hiciera cargo de su situación. Por eso se
postra, reconociendo el poder de Jesús, sometiéndose a su voluntad, esperando
contra toda esperanza que se apiadase de él.
El caso de la hija
de Jairo es realmente trágico. Posiblemente una enfermedad había empeorado la
salud de la niña hasta que su tierno cuerpo ya no pudo más. Los médicos habían
determinado ya su defunción, y nada parecía que pudiese hacerse. No hay nada
más definitivo que la muerte. Pero pongámonos en el pellejo de este padre. ¿No
haríamos lo posible y lo imposible porque volviésemos a escuchar la risa limpia
de uno de nuestros hijos fallecidos a tan temprana edad? ¿No depositaríamos
nuestra fe en el saber hacer de una persona que va por los pueblos curando y
regalando vida a diestro y siniestro, gratuita y constatablemente? Jairo debe
enfrentarse con la mirada de sus vecinos que lo creen loco, trastornado por un
golpe tan duro. Debe arrostrar incluso el desprecio de sus correligionarios al
ver como se lanza al polvo suplicando un milagro de vida para su hija. La
desesperación, la fe y la necesidad nos desnudan completamente, y todo lo que
existe a nuestro alrededor desaparece para contemplar solamente a aquel que
puede realizar el portento de resucitar a su ser más querido. Jairo pone toda
la carne en el asador y confía cien por cien en que el toque de Jesús puede
devolverle la vida a su corazón y al cuerpo de su hija amada.
Jesús, al
escuchar la petición desgarradora de este padre, intenta hacerse paso en medio
de las multitudes que acudían a verle, a tocarle y a recibir una chispa de su
poder. Jairo no era el único que necesitaba vida, pero Jesús decide ir a
resucitar a la muchacha ya muerta: “Al
entrar Jesús en la casa del principal, viendo a los que tocaban flautas, y la
gente que hacía alboroto, les dijo: Apartaos, porque la niña no está muerta,
sino duerme. Y se burlaban de él.” (vv. 23-24) Llegados al hogar de Jairo,
al lugar de dolor y sufrimiento, todos se dan de bruces contra un tinglado de
plañideras y endechadores que están armando un guirigay estruendoso y
verdaderamente lamentable. La costumbre tras la muerte de una persona era
contratar a determinados profesionales de la música de duelo y a mujeres
especializadas en gritar y lamentarse por la vida que ya se había marchado para
no volver. Al ser el sepelio de la hija de una influyente autoridad de la
sinagoga de la ciudad, imaginémonos el pitote que se estaba montando en la casa
de Jairo. Jesús se siente abrumado por tanta hipocresía, tantos aspavientos
vacíos y tanta irrealidad, y con una orden categórica y rotunda los echa de la
casa. Además, Jesús se siente molesto con la propia muerte, y sabe que ésta
solo provoca aflicción, pena y amargura en el corazón de la familia que ha
sufrido la pérdida de uno de sus miembros.
Por eso Jesús
señala que la niña no está muerta. Los médicos han confirmado por los medios
probatorios de la época que ya nada se puede hacer por ella. La realidad parece
imponerse sobre la esperanza de Jairo. Pero Jesús recalca la idea de que la
niña solo duerme. No sabemos si estaba sumida en un sueño comatoso, o si era
presa de la enfermedad conocida como catalepsia, o si de verdad su alma había
abandonado su cuerpo. Lo que sí sabemos es que el dador de la vida conoce mejor
que nosotros los entresijos de lo que estaba sucediendo en el interior de la
niña. Y si Jesús dice que está durmiendo, es que es así. Claro, los familiares
que hace un rato estaban llorando a moco tendido, los galenos de turno que
habían certificado su óbito, y demás asistentes, comienzan a reírse de tan
osada afirmación. “¿Sabrá más este
maestro itinerante que los mejores médicos de la ciudad? ¿Cómo un desconocido
puede ser tan cruel al decir que la niña no está muerta, dando esperanzas vanas
a un padre enloquecido por su trágica pérdida? Este tipo no sabe lo que dice.
Es un charlatán, un desconsiderado y un chalado de categoría suprema”,
parecen decirse entre ellos. Jesús no presta atención a sus sarcasmos. Está
curado de espantos y tiene la piel endurecida a causa de las mofas de sus
detractores. Hace oídos sordos a sus irónicos comentarios porque sabe la verdad
y está al control de la situación. Él ve lo que cualquier ojo humano, por muy
avezado que esté en determinadas cuestiones científicas y médicas, no puede
nunca llegar a ver. Él fue el constructor y arquitecto del cuerpo humano, y
sabe qué teclas tocar para dar vida, y conoce hasta qué punto una persona está
fallecida o no.
Una vez todos los
burlones desaparecen de escena y la paz inunda la estancia en la que se halla
la niña durmiente, el milagro se desencadena: “Pero cuando la gente había sido echada fuera, entró, y tomó de la mano
a la niña, y ella se levantó. Y se difundió la fama de esto por toda aquella
tierra.” (vv. 25-26) La fe de Jairo y el poder formidable de Dios se
aliaron inmediata e instantáneamente para desdecir a los que se burlaban, para
demostrar que Jesús ama a la humanidad por encima de nombres y apellidos, y
para desbordar de vida el cuerpo antaño muerto y yerto de los mortales.
3.
LA SANGRE
LIBERADA
¿Y la mujer que
dejamos atrás? Antes de que Jesús pudiese llegar al hogar de Jairo, un
portentoso acto de misericordia y fe tiene lugar en ella: “Y he aquí una mujer enferma de flujo de sangre desde hacía doce años,
se le acercó por detrás y tocó el borde de su manto; porque decía dentro de sí:
Si tocare solamente su manto, seré salva.” (vv. 20-21) La historia de esta
mujer sin nombre aún sigue emocionándonos hoy. Al igual que Jairo, esta mujer
estaba desesperada, necesitada y su fe estaba puesta incluso más allá de lo que
cualquiera de nosotros pudiésemos pensar. Esta mujer, enferma de hemorragias
menstruales continuas, las cuales la hacían impura para participar de la vida
religiosa y comunitaria, que le había costado todo lo que tenía en la búsqueda
de soluciones médicas ímprobas, que la había sumido en la marginalidad más
absoluta entre sus congéneres, ya que nadie podía tocarla sin resultar
afectados por su inmundicia, se arrastra como puede, sorteando codazos e
improperios varios, hasta lograr su objetivo primordial: tocar el borde del
manto de Jesús. En su interior tenía la certidumbre de que un solo roce de sus
ropajes podría devolverle la salud y podría restituirla social y
espiritualmente.
¿Tenía el manto de
Jesús algún tipo de cualidad mágica que dispensase sanidad a quien lo tocara?
Por supuesto que no. El poder no surge de la tela o del bordado, sino que
procede de la unión entre la fe de la mujer menesterosa y la gracia
inconmensurable de Jesús. Esta mujer se arriesga a ser atropellada,
vilipendiada y humillada por la muchedumbre que la conoce, y no obstante,
persigue con determinación la última oportunidad para ser salvada de toda una
existencia dramática y cruel: “Pero
Jesús, volviéndose y mirándola, dijo: Ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado. Y
la mujer fue salva desde aquella hora.” (v. 22) Jesús se detiene y frena en
seco su caminata hasta la casa de Jairo. Jairo lo mira con ojos cansados y
expectantes. El maestro de Nazaret se da la vuelta y fija su mirada en una
mujer encogida y tímida, que quiere esconderse entre la multitud como un niño
que es pillado en alguna travesura. Con todas las personas que habían allí en
ese mismo lugar, Jesús únicamente repara en esta débil y anémica mujer. Las
palabras de Jesús confirman la fe de la anónima dama tomando su mano e
insuflando de vida, dignidad y aliento su marchito cuerpo. Desde su
identificación como Dios encarnado, llama a esta mujer hija, evidencia clara y
definitiva de que la salvación procede de lo alto, y de que a partir de ese instante
podría participar de la vida religiosa de su localidad. La salvación no
solamente consistió en lo puramente físico o anatómico, sino que esta fe
reconocida por Jesús extendió la liberación al alma y al espíritu de esta mujer
ya revestida de salud y felicidad.
La mujer, tras
doce años dando tumbos de consulta en consulta, de matasanos en matasanos, de
curandero en curandero, ahora respira aliviada. No nos debería extrañar que
esta mujer se convirtiese en discípula de Jesús desde ese mismo instante para
saludar cada día con una sonrisa de vida y liberación de las cadenas de la
enfermedad y la esterilidad. Jairo, al constatar con sus propios ojos este
milagro tan grande, redobla su confianza en que Jesús puede conceder vida aún a
los muertos. Y así se unen sus dos historias en una sola, con un solo nexo que
los reúne en torno a Jesús, el hacedor de milagros, el vencedor de la muerte y
Dios de amor a la enésima potencia. No importaron sus trasfondos sociales,
sexuales o religiosos. Cuando Jesús obró con poder sobre sus vidas supo
inmediatamente que todo aquel que recurre a Dios en cualquier circunstancia,
tiene paso franco al trono de la compasión del Señor, donde con los brazos bien
abiertos atiende a la humanidad desde la fe, la humildad y la confesión de la necesidad
de ser salvados por Él.
CONCLUSIÓN
Cristo sigue siendo
el mismo ayer, hoy y mañana. Si alguna situación trágica te está hundiendo en
el dolor y la desesperación, pon tu fe en él. Si la crisis se abate
inmisericorde sobre tu vida, confía en él y él hará. Si parece que es imposible
salir de los atolladeros y de los pozos cenagosos, cree en su poder y en la
verdad de sus promesas y según la soberanía y buena voluntad de Dios, así te
será hecho. Y no importa el dinero que tengas en el bolsillo, las personas
influyentes de las que te rodees o los apadrinamientos enchufistas, Jesús
realiza sus milagros en atención a tu fe y no al lugar del que provienes.
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