¡RESUCÍTAME!
SERMÓN DE
LA PASCUA DE RESURRECCIÓN
TEXTO
BÍBLICO: COLOSENSES 2:12-15
INTRODUCCIÓN
Me encantan las
series de hospitales y doctores. Podría decirse que soy un gran fan de series
como “House”, “Genius”, “The Good Doctor” o la nueva “The Resident”, donde no
hay tantos episodios dedicados a las tramas de sexo morboso como en “Anatomía
de Grey” o “The Nightshift.” En cada capítulo aparecen uno o dos casos de
enfermedades o traumas físicos de extrema gravedad que sigues sin pestañear
hasta que a un doctor se le ha ocurrido una idea arriesgada y aparentemente
loca para resolver la papeleta. No falta en cada una de estas series la típica
reanimación cardiopulmonar en la que el enfermero o el médico de turno realizan
un ritual vertiginoso en el que comprimen el esternón haciendo un masaje que
vuelva a traer a la persona al mundo de los vivos.
Son momentos muy
emocionantes que los guionistas suelen estirar hasta el último instante, con el
electrocardiograma plano pitando sin misericordia, a la espera del latido de un
corazón que nos avisa de que todavía existe esperanza para el paciente. Parece
que respiramos agitadamente nosotros también cuando el protagonista de la serie
se empeña en que el sonido de la vida pugne por escapar de las garras de la
muerte casi consumada. En otras ocasiones son las palas de un desfibrilador las
que aparecen en escena, siendo frotadas la una contra la otra para descargar su
electricidad en cada milímetro de la pared del corazón, y así insuflar de vida
este órgano tan importante y fundamental.
La reavivación o
reanimación de un ser humano que está a punto de ver extinta su existencia
terrenal es una experiencia que cambia a aquel que la practica. Es como si
hubiese robado a la parca un poco más de tiempo con el propósito de sanar y
curar la enfermedad o el daño causado por un accidente o atentado contra la
integridad física de una persona. Se trata de salvar la vida, lo suficiente
como para dar una nueva oportunidad al paciente que regresa a la dimensión
terrenal presente. Y es que rescatar la vida de otro ser humano no se puede
comparar a nada. Saber que en tus manos y habilidad ha estado la diferencia
entre la vida y la muerte, es una sensación que llena de satisfacción y de
responsabilidad a partes iguales. Por eso, yo admiro tanto a aquellos médicos y
asistentes sanitarios que trabajan en las urgencias de los hospitales, y que lo
hacen, no desde el profesionalismo, sino desde un decidido esfuerzo por
arrebatarle a la muerte la guadaña, y contemplar como una vida a punto de ser
cercenada, puede continuar con su trayectoria, sus sueños y sus anhelos.
El ser humano que
no conoce a Dios y que no reconoce a Cristo como Dios encarnado, es un
moribundo, un muerto viviente que está a solo un lapso de tiempo mínimo de
fallecer y hallar su destino en las fauces terribles del infierno. Según lo que
Pablo nos quiere comunicar en el texto bíblico de hoy, cada persona que puebla
este planeta es un cadáver espiritual andante, ya que vive por y para el
pecado. Aquello que parece vida, en realidad solo es la mediocre y pobre
latencia de un corazón casi apagado y lleno de amargura ponzoñosa. Sí, la gente
respira, se mueve, siente y piensa. La fachada exterior física sigue
funcionando, incluso en muchos casos, de maravilla, pero el mecanismo interior
que mueve los deseos, la voluntad y los pensamientos, se está gangrenando a
marchas forzadas, puesto que el pecado oxida y herrumbra cada gozne y rueda dentada
de nuestro espíritu. La sangre fluye, la respiración brota de los pulmones, y
nuestras articulaciones y extremidades elaboran acciones con frenética
frecuencia, pero nuestra alma está podrida y enferma a menos que le pidamos a
Cristo que nos resucite.
A. RESUCÍTAME PORQUE TENGO FE EN EL PODER DEL PADRE PARA
HACERLO
“En él
también fuisteis… sepultados con él en el bautismo, en el cual fuisteis también
resucitados con él, mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los
muertos.” (vv. 11 a, 12)
El bautismo, la muerte y la resurrección son
conceptos que se unen misteriosamente para garantizarnos una cura a nuestra
parada cardiorrespiratoria del alma. El bautismo es una ordenanza de Jesús que
nos recuerda la podredumbre de nuestra existencia, revolcándonos en el pecado,
cometiendo fechorías y delitos a diestro y siniestro, mintiendo a los demás y
mintiéndonos a nosotros mismos al pensar que no estábamos heridos de muerte a
causa de nuestros desvaríos. Bajar a las aguas del bautisterio implica reconocer
simbólicamente que al ser sumergidos por completo morimos a cuanto teníamos
antes por tesoro y gloria, pero que por medio del discernimiento espiritual que
nos ofrece el Espíritu Santo, ya no es sino basura y detrito que eliminar de
nuestras existencias. Morimos a nuestros deseos más locos y adúlteros, a
nuestra vana manera de vivir, a nuestro rebelde estilo de vida, y a nuestra
enemistad contra Dios. Dejamos que sea el Padre, con el poder desatado de su
amor, manifestado en Cristo y en su sacrificio en la cruz, que nos aplique la
descarga de su divino desfibrilador, y así podamos resucitar a una nueva vida.
La resurrección
de Cristo tras su ajusticiamiento en el Gólgota nos señala el camino de la
auténtica salvación, de la verdadera vida, de una existencia eterna plena y
completa en Dios. Del mismo modo que Dios Padre levantó de entre los muertos a
Jesús, de igual forma en que nuestro Señor cumplió su promesa de traer a la
vida a su Hijo unigénito, así puede también hacer Él con nosotros. Aquellos que
ya fuimos sepultados con Cristo el día en el que hicimos pública nuestra
adhesión a la causa del evangelio de redención, recordamos con nostalgia cómo
el Espíritu de Dios hizo su morada en nuestro corazón, cómo nos inoculó su
inyección de vida en nuestro torrente sanguíneo espiritual. El bautismo no nos
provocó volver a la vida, puesto que Cristo, en el momento en el que entregamos
nuestra alma a su señorío, ya nos dio vida eterna, pero sí que nos dio la
oportunidad de decir a todo el mundo que nuestro deseo de ser resucitados de
una existencia vacía, desdichada y sin propósito había sido cumplido por el
poder inmenso de Dios Padre. Le dijimos: “¡Resucítame!”, y su amor envuelto de
potencia y gloria, nos levantó de la muerte espiritual para trazar una nueva
ruta de genuina vida por toda la eternidad.
B. RESUCÍTAME PORQUE LA ENFERMEDAD Y LA CULPA ME CORROEN
POR DENTRO
“Y a
vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne,
os dio vida juntamente con él, perdonándoos todos los pecados, anulando el acta
de los decretos que había contra nosotros, que nos era contraria, quitándola de
en medio y clavándola en la cruz.” (vv. 13-14)
Pablo señala una
patente realidad espiritual que atañe y afecta a toda la raza humana, y es que
todos estamos muertos si el Doctor de gloria, nuestro Dios, no realiza los
ajustes necesarios en nuestro organismo interior. El médico no puede intervenir
a nadie que no quiera ser sanado. El doctor nos informa de nuestro delicado
estado y señala con su sabio y perspicaz dedo la masa oscura, el tumor
cancerígeno alojado en nuestro corazón, mientras nos enseña la radiografía de
nuestro espíritu. El diagnóstico no es muy halagüeño: muerte inminente. El
pecado está tan agarrado a las arterias y a las venas que dan vida al corazón,
que haría falta una cirugía sumamente precisa y hábil para desprender lo que
provoca su incorrecto funcionamiento. La Palabra de Dios es esa radiografía, y
el dedo de Dios nos muestra por medio de Pablo que, si no nos damos prisa,
nuestra alma va a palmar. Y cuando el alma perece, ya no hay remedio.
Normalmente, un enfermo da su autorización instantáneamente al facultativo,
porque no quiere que las posibilidades de recuperación desaparezcan con el
tiempo. Pero, en términos espirituales, ¿de verdad existe mucha gente pidiendo
a Dios que lo resucite?
Muchas personas
hacen caso omiso de las indicaciones de sus médicos, aun a sabiendas que su
salud se resiente con cada acto de desobediencia que perpetran. Son conscientes
de que su integridad física se va viendo mermada paulatinamente por hábitos
poco saludables y por consumo de sustancias sobradamente conocidas por su
nocividad y sus desastrosas consecuencias. Sin embargo, allá que van, directas
hacia la muerte. Eso sí, cuando ven las orejas al lobo, entonces lloran, se
desesperan y se lamentan de lo que pudieron hacer y no hicieron, y la muerte
llama a las puertas de su vida para llevárselos directitos al infierno.
Espiritualmente, demasiadas personas saben que algo no va bien en sus vidas,
que necesitan a Dios para reconducir sus existencias, y siguen encadenadas a un
círculo vicioso de pecado que no les va a procurar más que problemas serios y
definitivos. Tienen a Dios, al Médico del alma por excelencia, pero optan por
seguir atiborrando sus almas de sucedáneos de vida que ofrece este mundo, pero
que nunca llegan a satisfacer su hambre interior, ni logran extirpar sus culpas
y sus remordimientos.
Cristo, aquel que
vive y reina por los siglos de los siglos, puede cambiar la fatalidad de tu
vida, si le dices: “¡Resucítame!” Si le das el OK, primero te pondrá una vía
llena de vida que reavive tus constantes vitales, haciendo que el veneno que
fluye por tu sistema circulatorio espiritual se desvanezca para siempre,
adquiriendo hábitos de vida ajustados a los requerimientos de la Palabra de
Dios. Después, te dará un remedio que limpiará por completo tu organismo de
cualquier evidencia de tu adicción al pecado, de tu esclavitud a Satanás, te
preparará para arrepentirte de todas tus fechorías y maldades. Todo vestigio de
la enfermedad que te había estado molestando y que había deteriorado tu
dinámica vital habrá desaparecido en menos que canta un gallo, si confiesas
honesta y sinceramente que tu vida anterior depravada nunca volverá a reproducirse
en tu corazón. Y Jesús, como experto cirujano del alma que es, extirpará de una
vez para siempre el tumor purulento y maligno de tu corazón, quitándolo de en
medio y anulando cualquier culpa que pudiese haber acarreado toda una
trayectoria de pecado. Cristo desinfectará tu espíritu con su amor y
misericordia, y el tumor extirpado será un recuerdo más que exhibir por el
doctor en su quirófano de victorias y triunfos sobre Satanás.
C. RESUCÍTAME PORQUE QUIERO VENCER JUNTO A TI A NUESTROS
ENEMIGOS
“Y despojando
a los principados y a las potestades, los exhibió públicamente, triunfando
sobre ellos en la cruz.” (v. 15)
No sabemos si
Pablo tuvo la ocasión de contemplar un desfile militar romano de conquista, en
el que las victoriosas legiones exhibían sus mejores galas, sus trofeos de
guerra, los esclavizados enemigos ya sometidos, y el botín logrado ante el
César, pero al menos una idea sí que tenía sobre lo que implicaba triunfar
sobre los enemigos. Al hacer uso de esta imagen para resaltar el carácter vencedor
de Cristo sobre Satanás y sus huestes demoníacas, todo el mundo que escuchase
leer este fragmento de la epístola, sabría perfectamente a que se refería. En
el preciso instante en el que Satanás ve horrorizado cómo sus planes
maquiavélicos y traicioneros se tuercen en el último segundo, Cristo triunfa en
la cruz, dejando al descubierto las miserias de sus adversarios más furibundos.
La cruz, a diferencia de lo que cabría esperar de uno de los métodos de tortura
más vergonzantes de los tiempos de Jesús, se convierte en un estandarte, en un
símbolo de la victoria final de Dios sobre el mal, el pecado y el príncipe de
las tinieblas. El oprobio al que el diablo quería entregar a Jesús, con el fin
de frustrar su obra salvífica entre los seres humanos, se convierte en una
corona de gloria que reluce en medio de las hordas fantasmagóricas que pueblan
la tierra en busca de víctimas que devorar a fuego lento.
La muerte de
Cristo en la cruz, siendo clavado sin un atisbo de compasión o gracia con los
clavos del odio y la hipocresía humanos, hubiese sido un mazazo definitivo a
las esperanzas que sus seguidores y apóstoles habían depositado en él. Su
fallecimiento en medio de los vituperios, los latigazos y las burlas de almas
sedientas de sangre y espectáculo, hubiese demostrado al mundo que Jesús era un
fraude, un loco soñador, un revolucionario utópico, uno más en la lista de
supuestos mesías que habían sido derribados por la fuerza de las armas. Por sí
solo, su óbito era la prueba fehaciente de que un sueño de algo mejor para
todos se había extinguido para olvidarse más pronto que tarde en las mentes de
aquellos que supieron de él. Si Jesús solo hubiera sido crucificado y sepultado
en una tumba, el cristianismo habría dejado de existir.
No obstante, lo que
hace que la muerte de Cristo adquiera una suprema relevancia, es el hecho de
que resucitase al tercer día y se diese a conocer a sus discípulos. Los saltos
de alegría de aquellos que veían en el Jesús agonizante una amenaza frustrada,
se convertirían en miedo, y como respuesta, se cubrirían las espaldas pagando
por el falso testimonio de unos pocos guardias romanos. Los gritos de alborozo
por parte de los principados y potestades al comprobar como se le escapaba la
vida al supuesto salvador de la humanidad, se transformarían en un grito
producto del pánico, que helaría la sangre de cualquiera. La resurrección es la
lógica y maravillosa culminación de la obra redentora de Cristo, y la evidencia
más clara de que el enemigo ha sido derrotado y humillado hasta lo sumo. La
tumba abierta expone públicamente a aquellos seres humanos o no, que queriendo
boicotear el plan de salvación y vivificación de Dios en favor de la humanidad,
ahora desfilan delante del Rey de reyes y Señor de señores, encadenados y
sometidos para siempre. La cruz y el sepulcro vacío son dos caras de la misma
moneda, y la victoria de Cristo dependía de cada uno de estos dos
acontecimientos gloriosos. Si quieres vencer a tus enemigos junto a Cristo,
solo di: “¡Resucítame!”
CONCLUSIÓN
No quieras
engañarte a ti mismo, diciendo que no necesitas ser salvado o sanado de tu
enfermedad interior. No quieras seguir arrastrándote por este plano terrenal
como un moribundo que sabe que su fin no será nada agradable. Ruega al Señor
Jesucristo que te reanime, que sane tu corazón, que desinfecte tu alma. Cristo
resucitó, y en virtud de su resurrección, hoy puedes tener vida, y vida en
abundancia. Solo tienes que implorarle sinceramente: “¡Resucítame!”
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