MATEO
SERIE DE
SERMONES SOBRE MATEO 8-9 “MILAGRO”
TEXTO
BÍBLICO: MATEO 9:9-13
INTRODUCCIÓN
Uno de los
refranes que siempre me ha llamado la atención por la carga de prejuicio que
contiene es el siguiente: “Dime con
quién andas, y te diré quién eres.” Lo que este adagio popular parece
querer interpretar es que dependiendo de las compañías que frecuentas, tu
catadura moral y personal, por lo general, se ajusta a la de tus acompañantes.
Si tus juntas tienen apariencia de respetabilidad y nobleza, bien por ti; si
tus amistades se cuentan entre personajes de dudosa fama y peor imagen,
entonces no cabe duda de que es preciso marcar las distancias contigo. Aunque
en muchas ocasiones, este refrán puede llegar a tener un cierto poso de razón,
dada la experiencia de aquellos que enunciaron este lema, la generalidad de
determinadas afirmaciones que parecen ciertas siempre, no suele hacer justicia
a la verdad y a la esencia de las personas. Lo fácil es malpensar, elucubrar
sobre la clase de persona que eres simplemente por el hecho de reunirte con
individuos marcados de por vida por el dedo acusador de las buenas gentes de la
localidad.
Una de las
maneras en las que funcionan los milagros de Jesús, es que no solamente se
circunscriben a lo puramente físico, sanando dolencias terribles e incurables,
o a lo espiritual, liberando del pecado o de las cadenas satánicas el alma,
sino que uno de los portentos más increíbles y maravillosos radicaban en la
capacidad que Jesús tenía de relacionarse con cualquier persona que se allegase
a él sin dobleces ni ocultas intenciones. El milagro explosivo de Jesús se
traducía en la ruptura radical con los prejuicios que la gente tenía con
respecto a determinados individuos más proclives, con sus ocupaciones, labores
y prácticas oscuras y perversas, a ser tildados de “pecadores.” Sin parecer un
acto maravilloso espectacular, Jesús siempre tocó la llaga enferma, asistió a
comidas y simposios con lo peorcito de la sociedad según los purísimos
fariseos, y no dejó de llamar a personas desterradas de la dinámica normalizada
de la religión judía. El milagro del quebrantamiento de estructuras de poder,
de preconceptos, de estigmatización social y de normas sobre la pureza y la
limpieza ritual, fue sin duda alguna, un hecho especialmente portentoso, dada
la naturaleza social y religiosa de su contexto histórico.
Lo fácil es
penalizar a la persona por lo que dicen de él, sea cierto o no. Lo sencillo es
criminalizar una vida hasta considerarla irredenta, sin potencial para decidir
que Dios cambie y transforme su vida de forma integral. Lo cómodo es marcar
límites y fronteras con aquellos que no se ajustan a nuestro concepto de lo que
es honrado, formal o adecuado. Para nosotros, como iglesia, sería sumamente
simple dirigir nuestros esfuerzos evangelísticos hacia los ricos, los
potentados, los profesionales liberales, los pudientes, hacia aquellos que
poseen un cierto renombre local, y así, despreciar a personas que dedican su
tiempo a traficar con droga, a robar a diestro y siniestro, a hacer malezas y a
hundirse en la miseria que ellos mismos se han labrado a pulso. El milagro no
surge de vidas que creen y confían en su bonhomía y en su filantropía
superficial, puesto que éstos ya viven pagados de sí mismos. El verdadero
milagro aparece entre el polvo y la suciedad, entre lo incómodo y lo
comprometedor, entre la desdicha y el vicio, entre la muerte en vida y el
sufrimiento de la adicción. Como comunidad de fe que se exige a sí misma
diariamente seguir los pasos de Jesús, todos tienen cabida en nuestra
planificación evangelizadora: monstruos y dandis, pobres y ricos, violentos y
pacíficos, desastrados y pinceles. Jesús nunca vaciló a la hora de aceptar una
invitación de cualquiera de estos dos grupos que la sociedad ya se encarga
todos los días de diferenciar con barreras casi insuperables.
A.
MATEO, ESE
MALA GENTE
Mateo era una de
estas personas que todo el mundo presuntamente honrado esquivaba mientras
caminaba por la ciudad en la que desempeñaba su funcionariado, posiblemente en
el camino real, cerca del mar de Tiberias. Era un apestado, un marginado
social, y su menguado prestigio venía señalado por la atribución de
determinadas prerrogativas fraudulentas en el desarrollo de su puesto como
recaudador de impuestos o publicano. Cada día, tomaba consigo todos sus
utensilios de anotación y contabilidad, y se sentaba en el puerto para cobrar
los impuestos, no sin antes sisar en lo posible, algo de dinero extra para
seguir engrosando su abultada bolsa. Además de amigo de lo ajeno, de
extorsionador nato y de caradura de campeonato, sus conciudadanos lo tenían por
un maldito traidor, puesto que todos los impuestos recaudados iban directamente
a las arcas de las autoridades romanas, símbolo de la ocupación y del
sometimiento tiránico de paganos sin entrañas.
Fijémonos la
fama que tenían estos recaudadores, que Teócrito, al ser preguntado por las
fieras más crueles que existían en el mundo, acertó a decir lo siguiente: “Entre las bestias del desierto, el oso y
el león; entre las bestias de la ciudad, el publicano y el parásito.” Aceptar
esta clase de ocupación ya implicaba per se ser tachado de alevoso y de
chupasangre, y seguramente, para no ver comprometida su integridad física, se
haría acompañar de una pequeña guardia con la que evitar males mayores. A los
publicanos no se les permitía entrar en el templo o en las sinagogas, tomar
parte en las oraciones públicas, desempeñar cargos en la judicatura, o dar
testimonio en un tribunal de justicia.
B.
UN SEGUIMIENTO
LIBERADOR
Jesús y sus
discípulos siguen recorriendo la ciudad de Capernaúm, tras el episodio del
paralítico sanado y perdonado, y de repente, pasando por el puerto, ven a un
Mateo atareado entre monedas, tinta y ábacos: “Pasando Jesús de allí, vio a un hombre llamado Mateo, que estaba
sentado al banco de los tributos públicos, y le dijo: Sígueme. Y se levantó y
le siguió.” (v. 9) Posiblemente Mateo ya tenía noticia de las actividades
de Jesús y de la diferencia de criterio que éste tenía en cuanto a tratar a las
personas con respecto al resto de líderes religiosos. Los portentos y milagros
de Jesús corrían como la pólvora de boca en boca, y seguramente sabía que la
única manera en la que podía conocer a este maestro itinerante de Nazaret era que
éste viniera a él. Si temerariamente, Mateo hubiese asistido en persona a los
eventos milagrosos multitudinarios que Jesús realizaba en Capernaúm, hubiese
sido golpeado, increpado, atacado y amenazado en cuestión de segundos. Por eso,
Mateo, o Leví, que era su nombre judío, cuando vio que un grupo de personas,
comandado por Jesús, se acercaba a su mesa, se quedó entre sorprendido y
extrañado. ¿Quién querría exponerse a la crítica mordaz y salvaje de la opinión
pública al hablar con una persona como él?
Jesús, que no
presta atención a lo que la gente pueda murmurar de su persona, y que no se
arredra ante cualquier comentario furibundo y malicioso, se coloca frente a
Mateo, y le dirige una sola palabra: “Sígueme.”
Este “sígueme” de Jesús no era una invitación a acompañarlo a algún lugar
concreto en ese momento. No significaba un llamamiento puntual para caminar ese
día junto al maestro nazareno. Se trataba de dejarlo todo: su estatus
financiero, su cuota de poder, su medio de vida y su fuente de recursos. Seguir
a Jesús involucraba todo su ser, sus propiedades, su estilo de vida, sus sueños
por mezquinos que pudieran ser, su razón de existir. Dar el paso definitivo de
caminar en pos de las huellas de Jesús no solo suponía renuncia, sino también
liberación, una liberación del estigma, del dedo acusador de sus demás
compatriotas, de la carga que durante tanto tiempo había llevado sobre su
conciencia al colaborar con los romanos y haberse apoderado de lo que no era
suyo. Por eso, para Mateo fue fácil abandonar lo que estaba haciendo en ese
instante para abrazar a Jesús y a su evangelio. Su respuesta fue inmediata e
instantánea, porque nada de lo que pudiera llenar sus bolsillos podía colmar su
alma vacía. Se levantó, no con lágrimas de nostalgia por lo que estaba
dispuesto a sacrificar, sino con ese llanto quedo que suele limpiar la mirada
de una persona que acaba de ser libertada de la prisión de la culpa y la
perversión.
C.
LA FIESTA
DE LOS MALAJES
Esa alegría al
despojarse del peso asfixiante del pecado y ese gozo, fruto de su esperanza y
fe en Jesús, llevaron a Mateo a preparar una celebración por todo lo alto. Su
despedida del mundillo podrido del latrocinio, del abuso tributario y de la
traición a su identidad judía, merecía un buen banquete al que invitar a sus
conocidos y amigos: “Y aconteció que
estando él sentado a la mesa en la casa, he aquí que muchos publicanos y
pecadores, que habían venido, se sentaron juntamente a la mesa con Jesús y sus
discípulos.” (v. 10) Cuando a una persona se le abre un nuevo y más
esplendoroso horizonte en la vida, cuando una persona sabe a ciencia cierta que
su decisión es la mejor que haya podido tomar en la vida, y cuando una persona
ha encontrado por fin unos ideales superiores y una manera plena de vivir su espiritualidad
desde los dictados de Dios, lo natural es festejarlo. Los amigotes de Mateo no
iban a ser los fariseos, adalides de la pureza, ni los saduceos, ni los
herodianos, ni sus vecinos extorsionados. Sus compañeros eran del gremio de los
cobradores de impuestos, del sindicato de usureros, o de la asociación de
individuos de sospechosa conducta y presuntas prácticas ilegales. Vamos, que
Jesús no se estaba sentando precisamente con la créme de la créme de la
sociedad judía. Eran los “pecadores”, personajes oscuros y marginados, temibles
e intocables, impuros y blasfemos, traidores y delincuentes.
D.
MÁS AMOR Y
MENOS COSMÉTICA
Tal vez si
nosotros fuesemos convidados a compartir el pan y la sal con determinados
elementos considerados conflictivos, miserables y de dudosa reputación de
nuestra sociedad, no nos encontraríamos tan cómodos como Jesús. Estoy seguro de
que los discípulos que le acompañaban comentarían disimuladamente que se
estaban metiendo en la boca del lobo al formar parte de esta fiesta de
liberación y llamamiento. Pues allí estaban todos en perfecta mezcolanza,
algunos con modales propios de simios, otros presumiendo de sablazos al prójimo
y algunos más con una curiosidad enorme por conocer a este Jesús que había
transformado tan radicalmente la existencia de su colega Mateo. Y como siempre
pasa, alguien tiene que criticar la actitud de Jesús de juntarse con golfos,
malhechores y ladronzuelos, y así cuestionar la perspicacia y el discernimiento
de este supuesto maestro de Nazaret: “Cuando
vieron esto los fariseos, dijeron a los discípulos: ¿Por qué come vuestro
Maestro con los publicanos y pecadores?” (v. 11)
Los fariseos, metomentodos profesionales y
presuntuosos representantes de la ortodoxia doctrinal y ritual, vuelven a la
carga para menoscabar la sabiduría de Jesús. No lo hacen directamente, ni se lo
dicen a la cara. Son tan cobardes, que prefieren emplear la táctica de
soliviantar a los discípulos, y enfrentarlos con la realidad de un maestro que
se deja contaminar por la compañía de pecadores y publicanos. A diferencia de
los fariseos, que solo invitaban a sus semejantes, a aquellos que eran de su
cuerda, Jesús estaba sentado codo con codo con lo peorcito del barrio, lo cual
era un escándalo mayúsculo para aquellos que pensaban que Jesús se uniría a los
perfectísimos y santísimos fariseos. Sin embargo, no hace falta que los
discípulos actúen de mensajeros ante Jesús sobre esta pregunta capciosa y
malintencionada: “Al oír esto Jesús, les
dijo: Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos.” (v. 12)
La voz de Jesús
los pilla por sorpresa y dan un salto al escuchar sus palabras firmes y contundentes.
“Vosotros os creéis tan puros y tan
santos en vuestras observancias, tenéis tan interiorizado que sois los que
mejor encarnáis el cumplimiento de la ley de Dios, argumentáis con vuestras
conductas superficiales que las obras realizadas y los ritos llevados a cabo
minuciosamente, y pensáis que de nada necesitáis salvaros, sino que vuestros
actos ya han ganado el cielo, que no me necesitáis. Vosotros mismos lo decís:
estáis completamente sanos, limpios, impolutos de pecado. ¿Qué necesidad tiene
Dios de salvaros a vosotros, hijos de la autojusticia? Sin embargo, los aquí
presentes, malhablados, provocadores, amigos de lo ajeno, prestamistas a interés, prostitutas y demás
morralla social, me buscan para facilitarles la purificación espiritual que les
ha de hacer libres, para sanar sus corazones arrancando de cuajo el pecado de
sus almas, para darles una nueva oportunidad de reconducir sus vidas a la luz
de la Palabra de Dios. Son enfermos que suplican la curación y restauración de
existencias miserables y autodestructivas. Su diagnóstico me impulsa a consumar
la sanidad de sus vidas, y el amor de mi Padre desea transformar por completo
trayectorias torcidas en dinámicas saludables y redimidas.”
Pero Jesús no usa
simplemente el sarcasmo y la metáfora para desconcertar a los fariseos gruñones
de impostadas costumbres y movimientos, sino que les asesta el golpe mortal que
procede directamente de la pluma de los profetas: “Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no
sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al
arrepentimiento.” (v. 13) Ya que saben tanto de las Escrituras, Jesús les
invita a que vayan e interpreten las palabras del profeta Oseas: “Porque misericordia quiero, y no
sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos.” (Oseas 6:6) Y para
conocer el sentido de este versículo, Jesús espera que lean el texto bíblico
inmediatamente anterior: “La piedad
vuestra es como nube de la mañana, y como el rocío de la madrugada que se
desvanece.” (Oseas 6:4) En otras palabras, Jesús está poniendo en tela de
juicio sus verdaderas intenciones a la hora de obedecer y cumplir la letra de
la ley, descuidando la auténtica esencia del amor y de las buenas obras de
justicia. Jesús está exhibiendo su compasión hacia los perdidos, hacia los
pecadores, hacia los parias de la sociedad, sin dobleces ni beneficios que
extraer de su misión salvífica. Los sacrificios, las ofrendas y los holocaustos
no servían de mucho delante de Dios, si el corazón de los oferentes estaba negro
como el carbón, albergaba ira y rencor contra sus semejantes, y la supuesta
santidad demostrada al mundo solo era pura fachada cosmética.
Jesús no vino,
como muchos pensaban en su época, para unirse a los elitistas representantes de
la pureza ceremonial, o para aliarse con los que se creían perfectos modelos de
comportamiento, o para trabar amistad con los poderosos e influyentes de la
tierra. Jesús, como Hijo de Dios que era, descendió desde la gloria para
abundar en misericordia y piedad para con sus criaturas marchitas, manchadas y
maltrechas. No bajó desde las alturas celestiales para seguir respaldando el
estatu quo, el establishment o la casta farisaica, sino que su misión fue, es y
será, la de predicar el arrepentimiento, la introspección espiritual crítica,
la confesión sincera de la imperfección y la pecaminosidad, y el perdón de
gracia y amor que es derramado por Dios en Cristo para recuperar las almas que
se sentían ajenas a la compasión de Dios, dadas las trabas y barreras que los
hipócritas y prejuiciosos fariseos colocaban delante de cualquiera que no se
ajustase a su visión estrecha y maquillada de la verdadera piedad. No venía a
regalar oídos, ni a ser palmero de nadie, ni a arrodillarse delante de los
autoproclamados justos. Su lugar estaba en la mesa con gente de mala calaña,
con balas perdidas, con gañanes de lengua larga y entendimiento corto, puesto
que ellos sabrían apreciar mejor que nadie la oferta de seguimiento y
liberación que había propuesto a su amigo Mateo, y que éste había elegido
honrar con una gran fiesta.
CONCLUSIÓN
Jesús murió en la
cruz y resucitó al tercer día para demostrar al mundo, que la misericordia y la
gracia de Dios están por encima del legalismo religioso, frío y marginador. La
salvación está disponible para todos, sin importar la condición social o
ecomómica que cada uno tenga, y la iglesia de Cristo no es nadie para poner
impedimentos a nadie que desee seguir a Jesús de por vida. Es más, nuestra
labor como cuerpo del Señor es la de abrir la puerta de par en par a aquellas
personas que necesitan ser liberadas de la carga de vicios, de pésimos ejemplos
de vida, de conductas despreciables e ilegales, y demostrarles que nuestro amor
está a la altura del amor que Jesús demostró siempre por los desheredados de la
sociedad.
Sabemos que
sufriremos alguna que otra decepción al ayudarlos a encontrar el camino de la
salvación, pero esto no debe amilanarnos, ni frustrarnos, puesto que la semilla
de la Palabra se habrá plantado, nuestro testimonio siempre estará fundamentado
en el amor y la gracia, y Dios se ocupará de que lo que hayamos sembrado
fielmente dé su fruto a su tiempo. Lo más importante es dar amor y cobijo a los
desamparados que esta sociedad escupe y de los que abomina, porque Jesús haría
exactamente lo mismo. Y no hagas caso de lo que piensen los malpensados de
turno cuando quieran avergonzarte diciendo: “Dime con quién andas, y te diré quién eres”, puesto que con quien
andas es con Cristo, valedor de los marginados y amigo de los pecadores.
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