PARÁLISIS




SERIE DE SERMONES SOBRE MATEO 8-9 “MILAGRO”

TEXTO BÍBLICO: MATEO 9:1-8

INTRODUCCIÓN

      La parálisis física es una enfermedad terrible por la que nadie querría tener que pasar. Esta aflicción supone la pérdida total o parcial de la capacidad de movimiento de una o más partes del cuerpo que se debe, generalmente, a una lesión nerviosa en el cerebro o en la médula espinal. Esta clase de lesiones pueden ser provocadas por enfermedades contraídas o por accidentes violentos, y su curación es prácticamente imposible, a pesar de que se ha avanzado en el desarrollo de exoesqueletos mecánicos y eléctricos que pueden ayudar al paciente en su desenvolvimiento diario. La parálisis, cuando aparece, trastorna por completo la vida de la propia persona y la de aquellos que están a su alrededor, teniendo que cambiar hábitos, infraestructuras y dinámicas horarias para atender al disminuido funcional. Ser paralítico supone renunciar a toda una vida de posibilidades, de actividades y de oportunidades, para acostumbrarse a una nueva y más penosa realidad repleta de obstáculos, dificultades e imposibilidades.

      Si la parálisis física es dramática, no menos lo es la parálisis espiritual, aquella inmovilidad que proviene de un corazón que no halla propósito en la vida, que se encuentra cercado de temores y miedos, que es acosado por la culpa y los remordimientos, y que es atenazado por la presión de las expectativas que los demás tienen de uno. Paralizarse en el momento menos apropiado, puede lastrar nuestro porvenir. Estancarse en una mediocridad infumable y abúlica, solamente desemboca en una cadena de frustraciones y devaluaciones de la autoestima personal que amarran aún más si cabe a la persona a un simbólico lecho donde el quietismo exaspera el alma. Detenerse en la vida sin saber qué hacer, hacia dónde ir, qué decisiones tomar, o qué rumbo preferir, es permanecer paralizado mentalmente en la vacilación y la incertidumbre. Nada es peor que vivir sin vivir, que querer moverse en alguna dirección y comprobar cómo el pánico se apodera de los miembros y de los latidos del corazón. Así infraviven muchas personas, petríficadas ante la existencia, y sin muchas esperanzas de ver cambiada su dinámica vital a causa de ecos del pasado, de traumas pretéritos o del pavor a lo que el porvenir depare.

     En la narración milagrosa que nos ocupa en estos instantes, Jesús vuelve de su breve estancia en las tierras de Gadara. El recibimiento no había sido precisamente el de la película “Bienvenido, Mr. Marshall”, aunque había dejado en manos de los dos ex endemoniados la misión de dar testimonio del poder de Dios en aquellos paganos parajes. Jesús, a pesar de lo corto de su visita al otro lado del lago, había cumplido con creces con su ministerio de salvación y de proclamación del Reino de los cielos, y volvía a su cuartel general en Capernaúm, esta vez sin sobresaltos marinos ni tempestades furiosas: “Entonces, entrando Jesús en la barca, pasó al otro lado y vino a su ciudad.” (v. 1). Retornaba donde le esperaban con los brazos bien abiertos, cientos de personas necesitadas y hambrientas de milagros, enseñanzas y compasión. 

    Nada más desembarcar en el puerto, las multitudes ya se arremolinaban en torno al maestro de Nazaret, buscando desesperadamente ser atendidos por éste. Y entre tantos seres humanos menesterosos en cuerpo y alma, uno de ellos sobresale sobre el resto. No se nos dice si era un mandamás del pueblo o si era un sencillo hombre el que acercaban con tanto esfuerzo y ahinco unos porteadores. Lo único que se nos dice es que era un paralítico que permanecía tumbado sin mover un solo músculo en un camastro portátil: “Y sucedió que le trajeron un paralítico, tendido sobre una cama.” (v. 2) La parálisis de este hombre lo había transformado en un ser enjuto, casi sin carne en los huesos, con sus músculos agarrotados y sus articulaciones completamente rígidas. Su mirada era lo único que denotaba vida y esperanza en medio de sus tristes circunstancias físicas. No se nos dice si este paralítico adquirió esa parálisis de forma congénita o fue el resultado de una caída grave. Pero podemos imaginar que al comprobar que su parálisis era real, su vida se caería en pedazos delante de sus ojos marchitos. Ya no podía valerse por sí mismo, necesitaba de la ayuda de sus grandes amigos para desplazarse, dependía del trabajo de otros para poder subsistir, no podía colaborar de algún modo en la economía familiar, su ánimo decaería hasta desear no haber nacido, deprimiéndose y lamentando su suerte cada día. Además, a causa de la teología que los líderes religiosos habían forjado sobre la relación directa entre enfermedad y pecado, entre parálisis y culpa, se hallaba espiritualmente acongojado y abatido. Sus actos pecaminosos le habían alcanzado y ahora pagaba en vida el precio de sus iniquidades y rebeldías.

      Para este paralítico parecía no haber ningún tipo de solución, por lo menos desde la perspectiva médica de aquellos tiempos. El sufrimiento que este hombre padecía atormentaba su espíritu constantemente. Sin embargo, sus amigos, enterados de los milagrosos hechos de un maestro itinerante llamado Jesús, alzan entre los cuatro las parihuelas en las que se encontraba el paralítico anónimo, y allá que van, sorteando a la muchedumbre hasta llegar a Jesús. Él era su última esperanza y la fe de sus amigos era tan grande, que aceptó ser trasladado a la mismísima presencia de Jesús: “Y al ver Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados.” (v. 2) Jesús aparentemente no valora la fe del paralítico. Este hombre había buscado tantos tratamientos y métodos médicos, y todos habían surtido un efecto nulo. Estaba de vuelta de todo, y su asentimiento a ser llevado en volandas por sus amigos solo obedecía a un “no perdemos nada por intentarlo.” Pero lo que Jesús sí percibe es la fe de los amigos. Es a través de esta fe tan brillante y perseverante que quiere sanar al paralítico. 

    Esto nos ayuda a entender el modo en el que Jesús hacía sus milagros. Muchos hoy día predican y enseñan, torticeramente, eso sí, que solo la fe del individuo provoca que la mano de Dios se mueva benévola en su enfermedad o molestia física. Y si no hay sanidad, la explicación, propia de sinvergüenzas y charlatanes, es que la persona que sigue atada a la maldición de la enfermedad está así porque carece de fe o de la fe suficiente para que las montañas puedan moverse. ¡Cuántos tropiezos causan en personas desesperadas e ilusionadas a un tiempo, al asegurarles que en una reunión de sanidades y milagros lograrán la sanidad de su cuerpo! Sin embargo, Jesús nos enseña aquí, de manera clara y prístina, que el paralítico no va a ser curado de su problema en virtud de su fe, sino a causa de la fe de sus amigos. Dios emplea la oración de fe de nuestros amigos y hermanos para realizar grandes milagros en personas que carecen de fe, porque el Señor considera el fervor y el amor de los seres queridos que interceden en ruego y clamor por el necesitado.

     Las palabras que Jesús dirige a este paralítico provocan confusión en sus oyentes. En primer lugar, Jesús ofrece aliento y ánimo al paciente. Jesús leía perfectamente en el corazón de este hombre que no solamente necesitaba recuperar la movilidad de sus miembros. El maestro de Nazaret, en su innegable y profunda perspicacia, advierte que es menester restaurar el corazón a la par que el resto de su anatomía. Este hombre había vivido durante años sumido en una depresión de caballo, hundido a causa de su imposibilidad por ser útil a su familia, a sus amigos y a la sociedad. Era menester que Jesús comenzara su proceso milagroso, ofreciendo palabras de tranquilidad y confianza ante el prodigio que se avecinaba. En segundo lugar, Jesús lo llama hijo, tal vez debido a la juventud del paralítico, o quizá para señalar su divinidad y paternidad sobre la raza humana, concentrada en toda su necesidad y miseria en este hombre inerte y sorprendido. 

      Y en tercer lugar, Jesús no emplea una fórmula magistral espectacular con la que hacer que este hombre sea curado de manera instantánea. Podría haber hecho un gesto misterioso con el cual cautivar a la concurrencia. Podría haber alzado su mirada a los cielos para invocar el poder de Dios sobre la integridad física del hombre. Podría haber encandilado a todos los presentes con un destello de luz y color, acompañado de una cortina de humo, tal como hacen los magos y prestidigitadores en la actualidad, tras la cual aparecería ya levantado el enfermo. Pero no hizo nada de esto. A todos coge por sorpresa la declaración que brota de su garganta, y después de escucharla, algunos se echan las manos a la cabeza, pensando en su fuero interno que Jesús estaba tentando a la suerte. Jesús está dispuesto a perdonar sus pecados, algo que solamente es prerrogativa de Dios y solo de Dios. ¿No podría haber hecho como con los demás enfermos, endemoniados y ciegos sanados anteriormente con unas breves palabras revestidas de autoridad y poder? ¿Para qué complicarse ahora la vida, sabiendo que algunas personas pertenecientes a la élite religiosa de la zona podrían estar escuchando?

     La reacción de parte de los asistentes no se hace esperar, aunque sea llevada a cabo entre dientes y a escondidas, como dos personas que chismorrean mientras esgrimen el dedo en señal de condena: “Entonces algunos de los escribas decían dentro de sí: Este blasfema.” (v. 3) Los escribas, conocedores al dedillo de las Escrituras dada su compulsión a realizar copias de los rollos y libros de la Biblia judía, nuestro Antiguo Testamento actual, sabían que la afirmación de Jesús había sido un ataque directo contra lo que establecía la Palabra de Dios, y una identificación realmente peligrosa de Jesús con Dios, dador del perdón y purificador de las almas. Jesús, por tanto, había incurrido en una gran blasfemia ante un gran número de testigos, y debía ser castigado. Pero fijémonos que su acusación quedaba dentro del marco de sus pensamientos, tal vez por miedo a que el pueblo se les echase encima. No obstante, lo que no contaban es que Jesús sabía interpretar sus intenciones y sus reacciones ante sus palabras: “Y conociendo Jesús los pensamientos de ellos, dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? Porque, ¿qué es más fácil, decir: Los pecados te son perdonados, o decir: Levántate y anda?” (vv. 4-5)
 
     Las aviesas y ominosas intenciones del corazón de estos escribas eran tan patentes en sus rostros contraídos por la furia y el juicio interior que los dominaba, que Jesús era consciente de que en estos individuos iba a pinchar en hueso, sobre todo en lo referente a su capacidad de perdonar pecados del mismo modo que Dios lo había hecho durante siglos. Ante las muecas de disgusto y enfado creciente, Jesús les increpa directamente y sin miedo a que sus palabras fueran escuchadas por todos los presentes en esa escena tan tensa y cortante. Les propone una cuestión de método. Lo más fácil para Jesús hubiese sido decir al paralítico que se irguiera sobre sus talones y comenzase a caminar ante los atónitos ojos de la multitud. Ya lo había hecho en otras ocasiones, y podría no haberse complicado la existencia con estos amplios conocedores de la ley de Dios. 

      Pero Jesús no se amilana ante nada ni ante nadie, porque sabía que lo que necesitaba en esta ocasión el paralítico, no era un milagro espectacular que se interpretase desde lo físico, sino que su mayor necesidad se hallaba en lo más recóndito del alma, en un espíritu de culpabilidad que no le dejaba seguir caminando en la vida, en una actitud de culpa constante que no le permitía disfrutar de la vida aún estando postrado en su lecho de dolor. Jesús trata a este hombre interiormente, para después trasladar esa limpieza espiritual a lo externo. El paralítico necesitaba ser perdonado para seguir con su vida, sin que nadie que le acusase de que alguna clase de pecado había causado su parálisis. No existe mayor milagro que este, que Jesús perdone nuestras deudas, nuestros pecados y nuestros desvaríos, y que disipe por completo nuestro pesar y nuestros remordimientos, para vivir seguros de que podemos seguir escribiendo nuestra nueva vida junto a Dios, de pie derecho y sin sentirnos afectados por las críticas que muchos puedan hacer sobre nuestra vida pasada de impiedad y transgresiones.

      Jesús, para demostrar a todo el mundo el alcance de la gracia perdonadora de Dios y del poder infalible que proviene del cielo, desafía a estos escribas a que puedan contemplar el modo tan hermoso que tiene el Señor de trabajar en la vida de las personas que reconocen su problema y su incapacidad para resolverlo: “Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dice entonces al paralítico): Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa.” (v. 6) Jesús se arriesga a utilizar un título mesiánico para autoidentificarse: Hijo del Hombre. Este título enlaza la humanidad de Jesús con su carácter divino, y demuestra a los escribas, no solo su conocimiento de las Escrituras y de los escritos proféticos, sino que también se arroga lícita y fehacientemente de cualquier atributo aplicado a Dios Padre, entre el que se halla la capacidad de perdonar y condonar los pecados de cualquier ser humano que previamente haya confesado su indignidad ante Él y se haya arrepentido de sus perversos caminos. Jesús y Dios son uno, y por lo tanto, Jesús puede, sin disculparse ante nadie, asumir su prerrogativa divina de perdonar los pecados y sanar el cuerpo quebrantado y maltrecho del paralítico, haciendo que ambas cosas sean parte de lo mismo, del amor inconmensurable de Dios por la humanidad en descomposición. 

     Con un tono de voz lleno de autoridad y certidumbre, Jesús dice con calma al paralítico que se levante, que se lleve consigo el camastro en el que lo trajeron sus amigos, y que vuelva a su hogar para comunicar las buenas noticias, no simplemente de su curación milagrosa, sino también de su sanidad espiritual. ¿Podemos imaginarnos por un instante a este paralítico desahuciado y asombrado ante el discurso y la orden de Jesús? Poco a poco, se va incorporando de sus parihuelas, un pie, después otro, afirmando sus talones y tobillos sobre una tierra que puede sentir en las plantas de sus pies. Las rodillas, con un chasquido de huesos, con una elasticidad desconocida para este hombre, van sosteniedo su cuerpo, mientras advierte que al fin está de pie y que, entre temblores y un leve hormigueo en sus extremidades, puede dar un paso tras otro entre comentarios de asombro y lágrimas de emoción de la muchedumbre. No diremos que se puso a saltar como un preso que ha sido liberado al fin de la lóbrega prisión de la culpa y la parálisis física, pero si sois capaces de poneros en su pellejo, sabréis a qué me refiero: “Entonces él se levantó y se fue a su casa.” (v. 7) ¡Cómo lo recibirían en su hogar, sus familiares, y sus vecinos! Por de pronto, sus amigos se unen a él en esa carrera feliz por llegar cuanto antes a su casa, y los abrazos y risas llenan el camino de gozo y júbilo al haber visto la gracia y el perdón de Dios en acción.

     Las gentes que todavía no salían de su asombro y que no cesaban de contarse mutuamente lo maravilloso de ese instante, no tienen dudas sobre el origen de este prodigio tremendo y milagroso: “Y la gente, al verlo, se maravilló y glorificó a Dios, que había dado tal potestad a los hombres.” (v. 8) La gloria de esta manifestación portentosa en forma de sanidad, y de conocer al fin que el perdón de Dios había sido conferido a Jesús, en ese momento, todavía un ser humano más para ellos. Glorificando y alabando a Dios, en realidad no sabían que lo tenían delante de sus propias narices. Así son los milagros de Jesús, un soplo fresco desde el cielo que transforma vidas de dentro hacia fuera.

CONCLUSIÓN

    Quizá no estés padeciendo una parálisis como la de nuestro protagonista del relato bíblico que hemos expuesto, pero no cabe duda de que el pecado y la culpa sí pueden haber paralizado tu dinámica espiritual y vital. Probablemente, sigas culpándote a ti mismo de cosas, actos, palabras y pensamientos que empleaste para hacer daño a otros y para alejarte de Dios. A veces los remordimientos llegan a paralizar nuestros deseos de progresar en la vida y nuestra trayectoria pasada nos impide pasar página en términos emocionales y espirituales. 

      Pero Jesús puede cambiar por completo esta trágica situación si por fe le pides que te sane y perdone todas tus culpas y pecados cometidos. Solo tienes que confesar sinceramente ante Dios que te arrepientes de todas aquellas cosas que iban en contra de lo que es bueno y agradable a sus ojos. Debes presentarte con corazón contrito y humillado delante de su trono, y Él, en virtud de la obra redentora y justificadora de su Hijo Jesucristo, “Él volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará en lo profundo del mar todos nuestros pecados,” (Miqueas 7:19)
    
     

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